El día en que Gwen Stacy murió

La portada del 122 de Amazing Spiderman, con Gwen muerta y Spidey jurando venganzaUn mal día de 1973 Gwen Stacy murió. Fue arrojada desde lo alto del puente de Brooklyn por el Duende Verde, archienemigo de Spiderman. Murió sin llegar a saber que el trepamuros era la personalidad secreta de su novio, Peter Parker, la explicación a tantas incógnitas de la vida de éste: sus repetidas ausencias, sus misteriosas huidas en medio de alguna situación peligrosa, que le habían dado fama de cobardica entre sus amigos y conocidos. (¿O llegó a decírselo el mismo Duende en esas horas, silenciadas por la crónica, que median entre su secuestro y su hora final, no en vano, si éste era el archienemigo del Hombre Araña, es porque era el único que conocía su verdadera identidad?) Gwen Stacy no tenía ningún rasgo llamativo de su personalidad: pero era rubia, era guapa, era la chica de Peter Parker, o sea, era nuestra chica. Y con eso bastaba. La muerte de Gwen nos reveló de pronto, en plena adolescencia, que la vida también es eso que de pronto se acaba o que a la vuelta de la esquina y sin mediar aviso (es fama que parte de la leyenda de este deceso es que no se lo esperaba nadie) nos puede estar aguardando la pérdida, el olvido, el fin. Los adultos fruncían el ceño al vernos leer tebeos (y encima de superhéroes), porque eso no era la vida. Cómo se equivocaban: de acuerdo en que eso no era toda la vida —¿por qué hay quienes quieren creer que los contagiados por las ficciones corremos el riesgo de no distinguir entre realidad y fantasía?—, pero sí una parte importante de ella, que en esa época nos definía. Gracias a la magia de sus creadores, todos éramos Peter Parker, todos éramos Spiderman. Por eso, Gwen Stacy también se nos murió a nosotros, a un océano de distancia de Nueva York, en otro universo si no de papel, sí también de sueños.

Los especialistas nos cuentan que la importancia de esa muerte en el mundo del cómic, hasta entonces tan inmutable, radica en que los personajes fundamentales no morían. Es más, casi ni cambiaban: a la altura de 1973, Lois Lane llevaba varias décadas siendo la chica de Superman, y todavía le quedaban años incontables por serlo, sin evolucionar gran cosa desde su creación. Marvel cambió las reglas del juego de los superhéroes al inventar la continuidad: todo cuanto le sucede en el cómic a sus personajes son jalones de su existencia, y por tanto no episodios aislados. Los tebeos de Marvel eran la crónica de las vidas de unos héroes, y The Amazing Spider-Man fue la serie donde el concepto cristalizó de modo más conseguido.

Qué mejor prueba que el aluvión de cartas que la editorial recibió en los meses siguientes, donde los seguidores de la serie tildaron de asesinos a los responsables de la decisión. «Sinceramente, me pregunto que clase de vida privada tenéis, o teníais de niños», escribió un lector. «Sois una pandilla de desalmados sádicos y mercenarios», remarcó otro. Desde que, tras el episodio en que Sherlock Holmes moría en lucha con su archienemigo Moriarty, los ejecutivos de la City acudieron a sus trabajos con un brazalete negro en señal de luto y la misma madre de Arthur Conan Doyle regañó a su hijo, no se había visto semejante reacción a un hecho luctuoso «de ficción».

Spiderman había sido creado en 1962 por Stan Lee y Steve Ditko. El dibujo fue pasando de mano en mano a lo largo de la década siguiente, si bien el hombre que sustituyó a Ditko, el gran John Romita, mantuvo la continuidad gráfica del personaje, ya fuera como dibujante titular, o como entintador, o sencillamente como retocador, a lo largo de la mayor parte de ese tiempo. Sin embargo, Lee se mantuvo como escritor —salvo un breve intervalo de 4 números, en que lo dejó para elaborar un guión nada menos que con Alain Resnais (!!)— hasta el 110 (julio de 1972). En el número siguiente dejó ya la redacción definitiva de las historias en otras manos. El elegido fue un joven, por sorprendente que parezca (¿o no: acaso los tebeos no son cosa de críos?), con tan solo 19 años llamado Gerry Conway. Éste es el creador que pasaría a la historia como el hombre que asesinó a Gwen Stacy.

La mítica portada de The Amazing Spider-Man 121 en que se anuncia una muerteGerry Conway llegó con enorme ímpetu a la serie: no solo supo mantener una perfecta continuidad con el espíritu con que Stan Lee había definido al personaje sino que, las cosas como son, lo sacó del pequeño bache de interés en que había acabado cayendo en los años anteriores. No entró a saco en la colección, como más tarde acostumbrarían a hacer los creadores con complejo de genio dispuestos a imponerse sobre los personajes: entendió cuáles eran las claves dramáticas y narrativas de Spiderman y las aplicó en historias de considerable interés.

Conway, sin embargo, se dijo que el cómic necesitaba un acontecimiento que lo galvanizara, que removiera las conciencias de los lectores, demasiado acostumbrados a lo «ya visto». Y ni corto ni perezoso se dirigió un buen día a los despachos de Marvel y presentó un proyecto ante los mandamases (o sea, Stan Lee, el imprescindible John Romita y Roy Thomas, el hombre que acababa de reemplazar al primero como Director Editorial de la compañía). Había que matar a un personaje principal. ¿Y qué mejor portada que la famosa del nº 121 de Amazing para llevar la zozobra a quienes vieron ese número en los kioscos? Una imagen que muestra a Spiderman columpiándose frente a una serie de retratos de los personajes principales de la serie, mirándolos frenéticamente mientras su sentido arácnido restalla alarmado y él mismo dice que le está indicando que uno de esos rostros se corresponde con el de alguien que va a morir de inmediato. Y su sentido nunca falla.

Cuando todos esperaban que propusiera a la inefable tía May, ese jovenzuelo al que, sin duda, se le había dado demasiada responsabilidad, señaló a la novia de Peter, a Gwen. Con la perspectiva del tiempo, las razones de Conway pueden comprenderse: era un personaje que no había evolucionado nada desde sus primeras apariciones. Todo lo demás, había tenido gracia mientras Peter fue descubriendo que estaba enamorado de su compañera de universidad y se contaban sus dificultades hasta comprobar que era correspondido, no en vano el dibujante John Romita tenía una especial habilidad para las atmósferas románticas (había trabajado bastante en tebeos de este tipo en los años anteriores), y su capacidad para dibujar personajes al tiempo atractivos y expresivos lo dotaban muy bien para el melodrama sentimental. Ahora bien, como suele suceder con todo culebrón, una vez que Peter y Gwen estuvieron ataditos, el personaje se convirtió más bien en un fardo: el joven tenía ahora que justificar sus repentinas ausencias cada vez que algún peligro sucedía allí donde la pareja se encontraba (y, claro, tenían imán para verse sorprendidos por las circunstancias más peregrinas), con la consiguiente preocupación primero y fastidio después de la muchacha.

El único momento álgido de la relación se debió, precisamente, a la muerte de un importante personaje secundario de la serie, el mismo padre de Gwen, el capitán de policía retirado John Stacy, a manos de uno de sus mayores enemigos, el Doctor Octopus (Amazing nº 90), en un episodio de gran emoción, pues Spidey lo asistía en sus momentos finales, y entonces ese hombre, que para él se había convertido prácticamente en un padre espiritual, le revelaba que hacía tiempo que había comprendido cuál era su secreto y le encomendaba a su hija Gwen. Sin embargo, el efecto de la muerte del capitán se había perdido, y una vez más la relación se encontraba en un impasse, en un estancamiento. Había que removerla, y vaya si Conway supo cómo hacerlo.

Rafael López Espí reinterpretando la portada del 122 en el 155 de la edición española, vol. 1 de VérticeBuena parte de la grandeza de la desaparición de escena de Gwen estuvo en la elección del villano que debía matarla. A la altura del número 120, seguramente todos los incondicionales de la serie tenían claro quién era la gran némesis de Spiderman: aun cuando el Doctor Octopus también era un enemigo cuidado, nadie podía superar al Duende Verde. El motivo no estribaba solo en la peligrosidad del personaje o en su tenaz odio hacia el trepamuros, sino en una circunstancia que lo rodeaba de especial dramatismo: conocía la identidad secreta de Spiderman.

El Duende Verde había sido una de las innumerables creaciones del dúo que levantó la serie, Stan Lee-Steve Ditko. Su primera aparición tuvo lugar en Amazing nº 14, y ya fue muestra de la divergencia de concepto entre sus dos creadores. Lee había pretendido que fuera una criatura sobrenatural, una especie de demonio que cobraba vida tras ser encontrado en un antiguo sarcófago. Ditko, que pensaba que ese tipo de seres no encajaba en una serie realista, lo convirtió en un delincuente disfrazado, si bien no uno más: no solo escapaba al castigo en ese episodio sino que remarcaba su condición de doble negativo de Spiderman al tratarse también de un enmascarado con una identidad secreta, dispuesto además a organizar un imperio criminal.

Es evidente que esta opción de Ditko provocaba un problema de incongruencia: ¿qué aspirante al dominio de los bajos fondos elegiría un disfraz tan extravagante? (De hecho, al personaje le encaja mejor la pequeña pero significativa modificación que Vértice, la primera editorial española que publicó los héroes de Marvel, realizó sobre el nombre: lo bautizó como El Duendecillo Verde, remarcando así su aire de haber surgido de un siniestro cuento de hadas.) Pues bien, el traje del villano, sin la menor duda, se convirtió en su mejor carta de presentación, en primer lugar por el fascinante toque grotesco —sobre todo con los lápices de Ditko, que le obsequió con unas enormes orejas puntiagudas de gnomo— que despertaba semejante criatura volando por los cielos de Nueva York o moviéndose entre gángsters. Además, el personaje desprendía una aureola muy similar a la del Joker, no en vano la máscara parecía obligar a su dueño a lucir una perpetua sonrisa diabólica. Ditko dotó al personaje, a partir de su segunda aparición, de un planeador aéreo con forma de alas de murciélago, y un variado repertorio de armas arrojadizas, empezando por las geniales bombas-calabaza. Enseguida se convirtió en su villano favorito, haciéndolo aparecer unas cuantas veces más, y ya en aventuras memorables. Al final, siempre retornaba a las sombras, y el dibujante solía concluir su aparición con el personaje, en ropa de calle —algún objeto tapaba siempre su rostro—, planeando su futuro regreso para acabar con Spiderman, el hombre que impedía que se convirtiera en el amo del crimen de Nueva York.

La famosa viñeta del 39 de Amazing Spider-Man en que el Duende Verde revela que es Norman OsbornDitko dejó la serie en el número 38. En el siguiente, debutaba ya John Romita como dibujante titular, y lo hizo a lo grande: el Duende volvía a atacar, sorprendía a Spiderman y descubría, nada menos, su identidad secreta de Peter Parker. En su guarida, el villano, en uno de esos arranques de infinita (e innecesaria) jactancia tan propios de los malvados de cómic, se quitaba la máscara y Peter descubría, atónito, que no era un desconocido (parece ser que esa era la opción del realista Steve Ditko), sino el padre de uno de sus compañeros de universidad. Norman Osborn llevaba ya unos meses apareciendo como personaje secundario: un industrial ambicioso, socio del mismo club de plutócratas al que pertenecía el jefe de Peter, J. Jonah Jameson, el editor del Daily Bugle.

Aunque no había dado tiempo a crear ninguna familiaridad con el público, el hecho de que hubiera un vínculo entre las dos identidades secretas de los archienemigos otorgaba una nueva dimensión a su enfrentamiento. Es claro que éste no podría concluir con un nuevo continuará, sin ninguna repercusión. Y Lee recurrió a lo más fácil (dejando aparte la muerte del villano): en la lucha final, y teniendo en cuenta que Osborn era un desequilibrado devorado por la sed de poder, el Duende sufría un fortísimo shock en el combate que recluía su identidad criminal dentro de su psique enferma, devolviéndolo a la «normalidad». Era un parche, evidentemente, que prometía reapariciones futuras de ese alter ego, y que dejaba pendiente el problema de que el peor enemigo de Spiderman conocía su identidad. En los años siguientes, Stan Lee recurrió un par de veces, ya más espaciadas, al villano, pero se vio obligado a repetir la jugada del nº 40: el recurso, al final del combate, a la amnesia temporal.

Conway decidió matar dos pájaros de un tiro: el de Gwen y el del Duende Verde. Norman Osborn volvía a recordar su identidad como Duende. En ello jugaba un papel importante la recaída de su hijo, el mimado y privilegiado Harry (por entonces, compañero de apartamento de Peter), en las drogas. Ya un par de años atrás, Stan Lee había utilizado al personaje para la primera denuncia «adulta» del problema de la drogadicción en los cómics supuestamente dirigidos para jóvenes (le costó el tener que publicar sin el visto bueno del organismo censor que supervisaba las publicaciones tebeísticas, pero se marcó un buen tanto de prestigio).

La página del Amazing Spider-Man 121 donde muere GwenUn detalle genial que hizo aún más impactante la muerte de Gwen es que (pese a la advertencia de la portada, que podía interpretarse como el clásico recuso sensacionalista que luego no tiene por qué corresponderse fielmente con el interior), Conway en absoluto preparó al espectador para el gran acontecimiento. Es decir, no se rebajó para anticiparla, ni preparó un gran adiós de la pareja (hasta el capitán Stacy, antes de morir, tuvo tiempo de cruzar unas breves palabras con Peter). A Gwen no se le concedió espacio ni siquiera para eso: aparece en unas pocas viñetas del número, y la última vez que la vemos viva se encuentra de espaldas a una ventana al fondo de la cual vemos aparecer al siniestro Duendecillo volando hacia ella. Pese a la portada, no creímos posible que Spidey no pudiera rescatarla en el proverbial último momento. De hecho, el Duende la arroja al vacío, pero el trepamuros consigue cazarla con su telaraña de la pierna. Eso sí, una pequeña onomatopeya, un suave ¡snap! —añadido en el último momento, con astuto ingenio, por Conway—, aparece situada junto a su cuello. Cuando Spiderman la iza hasta lo alto del puente, es para descubrir que Gwen no despertará. Nunca se llegó a especificar de qué muere en realidad la muchacha, pero el mismo guionista, años después, vino a sugerir que tal vez el mismo trepamuros era el responsable: la súbita suspensión de la caída provocó la rotura del cuello en la inconsciente. Esto otorga, por supuesto, un hálito de trágico fatalismo a la figura de Spiderman.

El hombre que dibujó este número no fue John Romita: a esas alturas, éste lo que hacía, sobre todo, era entintar (o retocar) los lápices del artista titular para dar a los rostros de los personajes y al traje el toque a que el incondicional estaba acostumbrado. Ahora bien, aun así el talento de Gil Kane se derramaba en su portentoso sentido visual y su gusto por los encuadres imposibles —pocos autores han sabido hacer volar mejor al arácnido sobre la ciudad—, que brilla de modo especial en la mítica página en que se produce la muerte. La viñeta, vertiginosamente vertical, en que Kane dibujó la caída (Gwen estuvo bella y elegante incluso en el momento de la muerte) sigue siendo inolvidable. Aun cuando Romita no podía dejar de embellecer incluso los momentos de más intenso sufrimiento, esos en que un dibujo más «sucio» tal vez habría sido adecuado, los trazos de Kane aún dejan entrever lo terrible del acontecimiento. Los fans de Amazing habían tenido ocasión de comprobar, un par de años de atrás, el aire angustioso que Gil Kane podía traer a la serie: su forma de rehuir el trazo redondeado de Romita y buscar las aristas y los ángulos. Lo había demostrado, en especial, en una soberbia aventura (escrita por Roy Thomas, el sustituto de Stan Lee en aquellos breves números de ausencia ya reseñados) donde introdujo una atmósfera de terror en la serie, cuando a Spidey, tras ingerir una poción para perder sus poderes, le surgían cuatro brazos extra y encima debía combatir a un vampiro en las calles de Nueva York.

La portada del 122 no es menos memorable: un Spiderman impotente de rabia, en lo alto del puente de Brooklyn con la pobre Gwen, inerte, en sus brazos, sin atender al bombardeo de calabazas que el Duende Verde le arroja mientras planea jactancioso sobre él, le promete que el precio de haber asesinado a la única mujer a la que ha amado… será su muerte. Todo el número está impregnado por la justa atmósfera de rabia que los mismos lectores sienten ante lo que ha sucedido. El Duende se escapa a la batalla en el puente, y Peter vuelve a recurrir a su identidad civil para ir a buscarlo a su casa… Pero a quien encuentra es a un desmadejado Harry, el cual le pide, de modo patético, arrastrándose, que no le deje solo con su terrible mono. Mas Peter, lanzándole una mirada de rechazo difícil de olvidar, lo deja allí tirado después de pensar para sí mismo unas palabras que no pueden ser más crueles: «Y tú ahora no me sirves absolutamente para nada». La batalla final está decidida. Se produce en el más sórdido escenario, una destartalada guarida del Duende en un almacén abandonado, en cuyo curso el trepamuros pierde por completo los estribos (¿no es el mismo lector el que le da fuerzas para ello?) para golpear con rabia al espantajo verde. Se detiene, claro, en el último momento y es así que da ocasión a Osborn para intentar un ataque a traición con su planeador dirigido por control remoto y clavarlo en las espaldas del trepamuros. El infalible sentido arácnido lo alerta en el último instante, y Osborn es empalado por su propio artilugio, como si se tratara de un vampiro: Kane volvió a dibujar de forma sublime la segunda muerte de la saga.

El Duende Verde muere como si fuera un vampiro

Al recordar la aventura que ha acabado conociéndose como La muerte de Gwen Stacy, se suele reducir a los dos números donde sucede, los mencionados 121 y 122. Sin embargo, yo sostengo que se extiende por tres más. El siguiente, el 123, es en realidad el epílogo al episodio: el entierro de Gwen, con el misterioso corolario de que el cadáver de Norman Osborn aparece sin el traje del Duende, de tal modo que se deja entrever que ha podido ser asesinado por Spiderman. Conway aprovechó esto para llevar al paroxismo a otro personaje, al editor J. Jonah Jameson, cuya persecución al trepamuros ahora alcanza lo puramente patológico. Jameson inicia una campaña todavía más feroz que las anteriores contra aquél, hasta el punto de conseguir poner definitivamente a toda la ciudad contra él, e incluso contrata a un mercenario para cazarlo: Luke Cage, por entonces famoso por ser el primer superhéroe negro en protagonizar su propia colección (más tarde, el personaje sería rebautizado como Power Man: curiosamente, la edición española ya lo llamaba directamente así).

El mismo ambiente se mantiene en los siguientes episodios, los 124 y 125, que muestran el desequilibrio emocional de Peter en las semanas siguientes a la muerte de su amada, incapaz de incorporarse a la vida «normal» como estudiante —está a punto de perder los estribos en medio de una clase, en la que cree que todos sus compañeros están únicamente pendientes de sus reacciones—, de tal modo que utiliza su personalidad superheroica para desahogar su dolor. Gerry Conway tiene la intuición de seguir tensando la relación entre Jameson y el trepamuros, y volver a recurrir (como en los números de los seis brazos) a personajes directamente sacados del terror.

Un director de periódico con hijo licántropoEn una memorable serie de viñetas, Peter acaba dejándose dominar por la rabia ante los titulares directamente difamatorios del Daily Bugle, bajo una atmosférica lluvia que expresa a la perfección su estallido de furor, y decide darle la razón a Jameson, dirigiéndose a su apartamento para molerlo a palos. Por supuesto, el destino ha decidido otra cosa: un Hombre Lobo ha emprendido el mismo rumbo. Un licántropo que, por una de esas conocidas conjuras del azar tan familiares a los seguidores de la serie, no es sino el mismo hijo del editor, el astronauta John Jameson. Ya Stan Lee lo había convertido, por culpa de las radiaciones lunares, en una especie de supermán en el número 46 de la serie. Ahora, con el pretexto de una piedra lunar que ha acabado adhiriéndose, cual parásito, a su piel, el joven es convertido en una bestia asesina que, por instinto (un psicoanalista diría que por una profunda pulsión edípica), se lanza a la caza de su propio padre. Lo de menos son las explicaciones: es la genial atmósfera de desesperación procurada por Conway, Kane y Romita lo que otorga al cómic su aire de triste rabia, de pavor desesperado. Así, que el hijo de Jameson se convierta en hombre lobo no es producto del delirio, sino de la más absoluta coherencia. El fin de los sueños de Peter Parker, de Spiderman, no puede sino producir monstruos.

El número concluye con el final más genial posible: una viñeta en que Spidey, sentado al borde de un edificio, siente cómo su sentido arácnido relampaguea con frenesí, pero no llega a advertir (por estupenda convención del guión) que el hombre lobo salta sobre él a sus espaldas, tan cerca que es imposible que pueda reaccionarse antes del zarpazo letal del licántropo. En el siguiente episodio, el dibujo de la primera splash atenuaba el peligro, al interponer una mayor distancia entre ambos. El dibujante ya no era Gil Kane, sino su sustituto, Ross Andru. John Romita embellecería también el número, en lo que supondría su despedida de la serie como colaborador continuado, aunque volvería esporádicamente en el futuro.

Da igual: no necesito ese nº 125, ya menos intenso que los dos anteriores (y sin la tensión increíble aportada por el diseño de Kane). Si no hubieran existido más números que los 124 primeros, la colección hoy sería un hito irrepetible, con ese genial final que deja al héroe literalmente perdido, justo como su estado mental, conducido al borde del precipicio por años y años en que, por mucho que ha intentado agarrarse al espejismo de que el bien siempre vence, no ha hecho otra cosa que sufrir pérdida tras pérdida (de la normalidad, de la tranquilidad, de sus seres queridos). Las editoriales están, claro, para ganar dinero y hubiera sido absurdo otra cosa, pero de cerrarse ahí la serie, sin necesidad de explicar nada más, dejando que sea el lector quien decida cómo quiere que concluya la historia, estaríamos ante el más irrepetible momento del tebeo de superhéroes. Y todo ello porque un escritor jovenzuelo decidió matar a la chica del héroe.

Gwen está muerta y nunca volverá

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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