El personaje Películas I Películas II
El título de la película Doctor Jekyll y el hombre lobo (1972, León Klimovsky) parece indicar sobradamente que, con esta historia, Jacinto Molina rizó el rizo de lo admisible en su afición a los cócteles de monstruos, hasta incurrir por exceso en la parodia involuntaria. Y aunque la película es de las más mediocres de todo el ciclo, lo cierto es que no lo es por la idea: es delirante, cierto, pero no tan descabellada como puede parecer a simple vista. No en vano el mito creado por el gran novelista R. L. Stevenson y el hombre lobo poseen numerosos vasos comunicantes. En ambos casos, existe la transformación de un hombre bueno, «normal», en un monstruo feroz y violento, y aunque en el caso de Jekyll & Hyde es más evidente, también el licántropo podría considerarse un caso agudo de doble personalidad, que supone la incontrolable liberación de todo ese poso instintivo, por tanto descontrolado, que anida en el alma humana. No en vano hay un precedente, y muy notable (aunque injustamente menospreciado): el primer film de hombres lobo del cine, El lobo humano (1935), de la Universal, es claramente una variante de la historia de Stevenson. Molina inventa que el nieto del famoso doctor Jekyll (recuérdese que, como casi siempre, la ambientación es contemporánea), al que Waldemar Daninsky ha recurrido para hallar una curación, le inocule el suero de su abuelo justo en el momento de la transformación en licántropo, para que en quien se convierta sea en Mr. Hyde, y justo entonces inyectarle el antídoto que este descendiente aventajado ha conseguido inventar. Claro, nada sucederá como estaba pensado.
El primer problema (no el único, claro) que tiene el guión final escrito por Molina es que, como era habitual en él, los distintos mitos no se imbrican con coherencia sino que se superponen, o se suceden, en la pantalla sin atender a buscar ningún terreno común en el que cada uno pueda enriquecer al otro. Así, el film se divide claramente en dos partes que poco tienen que ver una con la otra. La primera narra el encuentro entre Waldemar Daninsky y la amada de turno (la sosa actriz irlandesa Shirley Corrigan) en supuestas tierras húngaras, y constituye un aburridísimo regreso a los parámetros de la previa La noche de Walpurgis (de hecho, las dos casas que aparecen en ambos films son la misma, la finca familiar de Naschy, pese a que en teoría se hallen a medio continente de distancia). La segunda, sobre el papel más interesante, transcurre en Londres pero cae ya en el más desatado sentido del ridículo y en todos los órdenes, empezando por la caracterización de Naschy como Hyde, un tipo con lentillas doradas y pelo largo y lacio que sonríe perversamente todo el rato, y que nadie se puede tomar en serio: véase su caracterización para pasear por Londres con capita de forro rojo, sombrero hongo y bastón, como si luciera un disfraz decimonónico kitsch.
El director es el mismo que el de Walpurgis, el argentino Klimovsky, cuya labor es todavía peor que en la anterior película. Del mismo modo, los actores están desastrosos, empezando por el envarado Jack Taylor como Jekyll y su enfermera, presuntamente perversa y lujuriosa, encarnada por la argentina Mirta Miller, otra de esas actrices que hicieron carrera a costa de verse encasilladas en papeles que solo buscaban de ellas el lucimiento físico. Precisamente, lo más antipático del film es su contenido de pura explotación erótica a cuento del supuesto sadismo del lado Hyde de Daninsky y que no tiene otro objeto que alimentar el morbo del público de la época: en concreto, las escenas para la doble versión internacional (hoy fáciles de encontrar) exhiben toda clase de brutalidades contra las dos mujeres de la historia, que carecen de la fuerza malsana de otros títulos también pródigos en ellos (como el muy misógino giallo italiano).
El retorno de Walpurgis (1973, Carlos Aured) es una producción hispano-mexicana (las dos actrices protagonistas son de esa nacionalidad) que nada tiene del film al que parece referirse como secuela salvo el título, pues, bien al contrario, se propone como una singularidad en la saga: el único título de la misma donde se explora el mito del hombre lobo sin añadido de ningún otro monstruo. Para ello, Molina creó un nuevo origen para su héroe, sin duda sugerente: no se encuentra en la mordedura de ninguna criatura licantrópica, sino en la maldición lanzada contra toda la estirpe a causa del enfrentamiento del primer Daninsky contra una bruja en pleno medievo. Esta bruja, eso sí, es la famosa condesa Bathory (buena prestación de la desaprovechada María Silva), ahora nada vampírica, que condena a los futuros descendientes del caballero polaco que mató en duelo en singular a su esposo (también rendido al culto de las tinieblas), mediante el ya más bien estrambótico recurso de hacer que una joven gitana perteneciente a su clan lo seduzca y, aprovechando su sueño, clave en su corazón el cráneo encantado de un lobo. La película se plantea, pues, como una versión de la canónica El hombre lobo que se ambienta por una vez fuera del tiempo presente, en el siglo XIX, en algún inconcreto lugar de la Europa centro-oriental (los topónimos, eso sí, están extraídos del Drácula de Bram Stoker por esa manía del guionista de creer que así se consigue «atmósfera» gótica).
Es una pena, porque El retorno de Walpurgis pudo haber sido, en efecto, uno de los títulos culminantes del ciclo. Con los elementos sobre los que trabaja Molina, había para haber dado pie a un cuento triste de terror, adecuadamente embargado de fatalismo por una vez, incluso con una coherente lectura social —Daninsky es el señor del lugar y, pese a su carácter noble, no duda en comportarse como tal, lo cual justificará el resentimiento final de los lugareños cuando descubren que él es el monstruo responsable de las espantosas muertes que están asolando la comarca— e incluso con bien trabados elementos de terror ocultista para sazonar la trama. Diversas ideas, bien concebidas, refuerzan esta convicción: los primeros crímenes son cometidos de modo elíptico, pues Waldemar no es consciente de lo que le ha sucedido (achacando a pesadillas las terribles reminiscencias que le provocan sus actos no conscientes), e incluso se añade el personaje de un asesino enloquecido (este ya monstruoso sin disculpa alguna) al que se achacan inicialmente las culpas y que tiene un aspecto vagamente licantrópico, lo cual depara un jugoso juego referencial. Por último, incluso la relación con la amada —pese a ser tan apresurada y poco convincente como siempre— enriquece el tono amargo del relato: de modo fatal, Waldemar, en su encarnación de hombre lobo, le destroza literalmente la vida al ir matando a todos sus seres queridos.
Es lástima, repito, que la zafiedad del acabado final, en todos los órdenes (la dirección de Carlos Aured —realizador de varios desaguisados más escritos por Molina—, la fotografía, la ambientación, el montaje, la interpretación, la música o el maquillaje), casi la convierta en la peor del ciclo, en apretada pugna con la previa del Doctor Jekyll. Aun así, cuando menos en el recuerdo (cuando el doloroso efecto de las imágenes se ha desvanecido) merece un respeto por las posibilidades que contenía.
El siguiente capítulo, La maldición de la bestia (1975, M. Iglesias Bonns), traslada al hombre lobo de escenario hasta el mismísimo Tibet para relatar su origen en estas tierras, mostrando explícitamente lo que narraba elípticamente La furia del hombre lobo, salvo que en este caso quienes le traspasan el mal son dos mujeres lobo que lo rescatan de la muerte y lo curan… solo para mejor disponer de él. Antes que un cuento de terror, lo que intenta recrear el film es un relato de pretendido sabor pulp, al estilo de las aventuras en escenarios orientales de un Robert E. Howard o un Harold Lamb, que sitúa a Waldemar Daninsky internándose en el techo del mundo junto a una expedición en busca del yeti, para acabar mordido por las licántropas y caer prisionero de un bandido tibetano a quien acompaña una bruja misteriosa (llamada Wandesa, el nombre femenino fetiche de Molina).
La intención pulp choca con dos obstáculos de entrada. El primero es la imposibilidad de hacer creíble el ambiente pretendido con los medios materiales del fantaterror de la época: no ya porque los parajes y pueblecitos tibetanos sean descaradamente pirenaicos, sino porque no existen ni la sensación de naturaleza hostil ni la necesaria plasticidad exótica (y claro, los refuerzos onomásticos elegidos por Molina ayudan poco: un bandido llamado Temujin, el nombre real de Gengis Khan, un guía apodado Tigre Hassan o un personaje irrelevante al que concede el cinéfilo nombre de Larry Talbot, el hombre lobo de la Universal).
El segundo obstáculo son los defectos habituales en los guiones de Molina, sobre todo en cuanto al diseño de personajes y peripecias. Valga como ejemplo el empeño en adornar a su propio personaje con el mayor número posible de cualidades posibles: en este caso, además de la nobleza, la valentía y su irresistible poder con las mujeres (tanto la heroína como la villana caen rendidas a sus pies), Waldemar es caracterizado (por los diálogos, claro, no porque sus acciones en el film así lo demuestren) nada menos que como un experto antropólogo, psicólogo y gran conocedor del Tibet, además de hablar el nepalí (a la postre, esto será innecesario: como lógico rasgo pulp, todos los personajes, pertenezcan a la raza que pertenezcan, van a hablar el mismo idioma). Eso sí, es una pena que se desaproveche, en el papel de la malvada bruja Wandesa, a una actriz con morbo genuino, la francesa Silvia Solar, presentada como toda una maitresse (latigamiento de Waldemar, desollamiento de una de las expedicionarias…). También hay una batalla final entre el hombre lobo y el yeti (o algo que se nos dice que es el yeti…), con la lógica victoria del primero.
La producción, de lo más cutre, corresponde a Profilmes, una compañía barcelonesa que en algún momento intentó erigirse como la versión española de la Hammer, y que reservó para el film un presupuesto irrisorio que se nota (en la parte final, resulta increíble que en la guarida de ese poderoso bandido tibetano haya todo lo más un par de sicarios). La dirección fue entregada a un veterano, Miguel Iglesias Bonns, responsable en los años 50 de varios thrillers de relieve, pero que, ya fuera por hallarse en la parte final de su trayectoria y lamentara el nivel de los proyectos a que tuviera que dedicarse, ya fuera por desinterés ante el género, brinda una dirección espantosa, pródiga en esos zooms tan indisociables del cine barato (bueno, y del caro: hasta Luchino Visconti se entregó a ellos). En fin, aun siendo una película muy mala, merece cierto perdón por su completa falta de pretensiones y el indudable cariño que transpira por el género. Y para la crónica de Waldemar Daninsky, regístrese que es la única vez en que el guionista permitió un final completamente feliz a su personaje, hallando una cura a su mal que le permite marchar libre con su amada.
Pasaron seis años antes de que el personaje volviera a asomar a las pantallas, en los cuales el boom industrial del género pasó y Paul Naschy decidió dirigir sus propios proyectos, en parte porque (como él mismo señala) encontró que ya no le llamaban tanto como antes y en parte para poder responsabilizarse totalmente de su obra. El retorno del hombre lobo (1981), que firma como Jacinto Molina, es de hecho la séptima realización que acomete en el breve espacio de cuatro años. Y sin lugar a dudas, es la mejor película de todo el ciclo de Waldemar Daninsky, lo cual dignifica claramente la figura de su autor, e incluso obliga a aventurar si acaso los otros films habrían mejorado en sus manos, cuestión que es evidente que queda a la especulación más absoluta. En cualquier caso, y por una vez, Molina consiguió brindar por fin el cuento gótico que tanto tiempo llevaba persiguiendo, con una convicción y una solidez artesanal que se añade al otro elemento imprescindible para la credibilidad del film: el empaque de la elaboración visual, tanto por el buen sentido escenográfico como, sobre todo, por la magnífica aportación del director de fotografía Alejandro Ulloa (con notable experiencia previa en el género, como la entrañable Pánico en el Transiberiano). Por último, otro elemento en la mejoría de la saga se corresponde no a su labor como guionista (aquí no hay mejora) sino como intérprete: tal vez por la experiencia y la dignificación propia de la edad, aquí Naschy al menos resulta eficaz como hombre que arrostra en su alma un peso terrible y que, por tanto, posee la mirada cansada de quien ya casi no tiene ninguna esperanza de redención.
Como en El retorno de Walpurgis, Molina vuelve a recurrir a un prólogo medieval en el que la condesa Bathory (ahora ya una criatura vampírica sin embozo alguno) es ajusticiada en la hoguera, no sin antes presagiar su regreso: junto a ella es ejecutada su principal esbirro, el licántropo Waldemar Daninsky, a quien se le clava la Cruz de Mayenza. En el regreso al tiempo presente, el film hace temer lo peor, puesto que presenta a tres «investigadoras de lo oculto» cuya credibilidad es puesta en entredicho desde su misma presentación, por parte de dos de ellas, luciendo bikini en una piscina mientras dos machotes se ríen de sus pretensiones intelectuales. En general, se suele decir que este film es una especie de remake de La noche de Walpurgis, y es cierto que sigue parte de sus líneas argumentales, comenzando por las jovencitas en busca de la tumba de Bathory que enseguida encuentran. Y es que desde que las tres muchachas llegan al castillo y conocen a Waldemar (previamente resucitado por unos incautos profanadores de tumbas), la historia parece retraerse hasta la época habitual en el género, al principio de modo casi impalpable, como si las meras resurrecciones del protagonista y de la condesa Bathory obraran como un encantamiento propio de un cuento de hadas siniestro y sometieran el tiempo y el espacio a un tiempo perpetuamente detenido en el reino de lo gótico. Es decir, por vez primera en el ciclo, el film consigue reproducir eso tan necesario en el género que se llama atmósfera.
Cierto que falla la música y que el guión, para variar, es poco consistente, pero lo demás funciona, por ejemplo los homenajes cinéfilos, en concreto a La máscara del demonio (el prólogo, con ese momento en que el verdugo coloca sobre el rostro de Waldemar una máscara infamante con rostro lupino) y a Drácula, príncipe de las tinieblas, de la Hammer (la resurrección de la condesa Bathory, gracias a la sangre de la joven sacrificada que cuelga boca abajo, desnuda, sobre su sepulcro). En particular, debe señalarse el buen nivel medio del reparto, con la ex bailaora Julia Saly (asociada a Naschy en varios de sus proyectos de esos años) componiendo una adecuada condesa Bathory, muy superior desde luego a la de Patty Shepard, o incluso Silvia Aguilar, sensual starlette de la época que no superó esa época del cine de destape donde acumuló cinta tras cinta, y que resulta convincente en su papel de devota discípula del mal. El mejor momento del film la tiene por protagonista: su muerte empalada contra los maderos de un barril y la forma en que Molina, resistiéndose al zoom, hace que la vampira parezca empequeñecerse al alejarse de la cámara mientras se convulsiona hasta morir, como negándose a aceptarlo.
La película supuso un triste fracaso, pero Naschy conseguiría no mucho después poner en marcha otra película para su personaje. En esos iniciales años 80 había levantado varios proyectos en colaboración, por insólito que parezca, con productores japoneses, para cine y televisión, y ahora les propuso llevar al hombre lobo a la tierra del sol naciente. El resultado es La bestia y la espada mágica (1983), posiblemente el título con mayor inversión económica de todo el ciclo, y por tanto el más consistente desde el punto de vista de la escenografía y la dirección artística. Molina vuelve a querer ofrecer una summa de su personaje, recontando su origen, a partir esta vez del propuesto en El retorno de Walpurgis: la maldición contra la estirpe se inicia en la Edad Media, en tiempos de Otón el Grande, en este caso por mediación de una bruja magiar que será la que muerda la barriga encinta de la esposa de Irineus Daninsky con un cráneo de lobo. El salto siguiente no lleva esta vez a la actualidad sino al siglo XVI, primero a Toledo, donde el ya Waldemar Daninsky de la historia busca el consejo de un sabio judío que lo dirige nada menos que a Japón, en busca de un sabio, Kian, que puede tener el secreto de su curación.
El atractivo de la historia es, por tanto, el que enuncia el argumento: las andanzas del hombre lobo en el Japón de los samuráis. Para ello, el film orquesta un encuentro entre dos estrellas de la serie B de sus respectivos países: Naschy por parte española y el entrañable Shigeru Amachi por parte nipona, actor relacionado veinte años atrás con diversos clásicos del cine fantástico nacional. Cierto es que, por desgracia, casi todo el interés del film se queda en el planteamiento, pues tan pronto Waldemar pone los pies en Japón la historia ya avanza por inercia. Pese a que la presencia del hombre lobo ha desatado los horribles crímenes de rigor en su país, hay que aceptar porque sí que Kian traicione a su señor (que le había encomendado la búsqueda del sangriento monstruo) y se consagre a buscar una curación, y será su propio hermana esta vez la amada incondicional que mate/salve el alma de Waldemar. Por cierto que la espada mágica del título es el arma de la ejecución, pues se trata de una katana de plata con poderes místicos además, ingeniosa variante de la Cruz de Mayenza ideada para este encuentro entre oriente y occidente.
Molina dirige de nuevo, pero esta vez el resultado carece de la cohesión del previo film. Ahora bien, hay una solidez indudable en la envoltura (por ejemplo, un buen tema musical) y, en especial, los actores japoneses resuelven con oficio su papel, incluyendo el esperado duelo a espada que protagoniza Amachi, en un momento de lucimiento pensado para el público nipón. Lo mejor del film es la inclusión del personaje de una malvada bruja que atrae a Waldemar a su castillo para convertir a su otro yo en su esclavo particular (como las mejores villanas del ciclo, pues). El personaje es encarnado por una intérprete cuya mirada salvaje y lasciva promete perversiones sin fin, Junko Asahina, la cual, en la escena más excitante de la película golpea a latigazos a un Waldemar encadenado a un tablero mientras luce un kimono rojo transparente que deja ver a la perfección sus encantos. Por cierto que, no sé si involuntariamente, Molina pone en labios de la bruja unos diálogos especialmente lúcidos y críticos con su personaje, que se pueden extender a toda la saga, acusándolo de un monstruoso egoísmo en cuanto que, mientras busca esa curación, no duda en poner en riesgo a sus seres queridos y matar a cuantas víctimas inocentes se ponen en su camino (y en esta película mata a muchas). En esta sección se incluye la escena más comentada de la película, como recoge el cartel de la misma, que es el combate del hombre lobo con un tigre (llamado Shere Khan, como suena) y que resulta más creíble de lo que podía esperarse.
La saga pareció concluir aquí, pues el film tampoco tuvo una especial acogida. Los tiempos del terror de serie B estaban contados, además, con la aprobación de la Ley Miró (1983). Jacinto Molina trató de resistirse a abandonar su amado género, y en 1988 le dedicó un sentido (pero por completo fallido) homenaje en su película El aullido del diablo, una historia entre biográfica y metagenérica donde aparecen, como invitados especiales, las viejas criaturas del terror, entre ellas su Waldemar Daninsky.
En 1997, cuando el autor parecía completamente olvidado, se estrenó Licántropo, el regreso de su personaje en un momento en que el cine internacional parecía volver sus ojos al gótico gracias a la repercusión del famoso film de Coppola sobre Drácula. Abordada con la lógica ilusión por un hombre que llevaba mucho tiempo alejado de la primera línea (años en los que sufrió un infarto y muchas decepciones profesionales y personales), por desgracia el film fue ignorado por doquier: Naschy culparía de ello a la manipulación del guión y al muy distinto concepto que del género tenía el director del film, un tal Francisco R. Gordillo, de quien nunca más se supo. Sea como fuere, es evidente que Licántropo es un film inerte y desvaído, que juega a enfrentar el mito del hombre lobo con la prosaica figura del psycho-killer entonces tan de moda en el thriller mundial, y que ni siquiera sabe sacar partido del inevitable componente crepuscular a que se prestaban el envejecido Naschy y el coprotagonismo de una Amparo Muñoz en condición de «juguete roto».
La filmografía licantrópica del autor se cierra con una ignota producción norteamericana para video, Tomb of the Werewolf (2004), del especialista en cine trash Fred Olen Ray, también autor del guión, y en cuyos créditos se observa la presencia de la condesa Bathory, y con una no menos ignota producción brasileña cuyo expresivo título es Um lobisomem na Amazonia (2004), cuyos créditos en la Red indican que Naschy interpreta a un hombre lobo pero sin especificar nombre, así como a un tal «Dr. Moreau». Son ya productos que, con independencia de su calidad, acogen a Paul Naschy como figura emblemática del género para consumidores más cercanos al concepto de freaky que al de aficionado clásico al terror, no digamos ya cinéfilo. Y que se realizan en un momento en que el actor es reclamado por jóvenes generaciones de realizadores que lo consideran, y respetan, como figura eminente del género.
Las últimas películas de Naschy, aun así, carecen de mayor repercusión fuera de los círculos de incondicionales, pero al menos permitieron al intérprete una despedida con mejor sabor de boca de lo que podía esperarse poco tiempo atrás. En particular, rescato su participación en un díptico irregular pero muy agradable, La herencia Valdemar (2010), donde se le encomienda un papel secundario pero de encomiable dignidad, destacando con voz propia dentro del reparto. Naschy no fue un buen actor, no fue un buen guionista, no fue un buen director, pero su tenaz consagración a un género que, es evidente, amaba con toda su alma, contemplando además el rostro cansado del personaje que encarna en esta última película, consigue despertar en mí cierta emoción.
FICHA DE LAS PELÍCULAS
Dr. Jekyll y el hombre lobo (1972). D: León Klimowsky. G: Jacinto Molina. F: Francisco Fraile. R: Paul Naschy (Waldemar Daninsky), Shirley Corrigan (Justine), Jack Taylor (Jekyll), Mirta Miller (Sandra). D: 96 m.
El retorno de Walpurgis (1973). D: Carlos Aured. G: Jacinto Molina. F: Francisco Sánchez. R: Paul Naschy (Waldemar Daninsky), Fabiola Falcón (Kinga), Maritza Olivares (María), María Silva (Condesa Bathory). D: 73 m.
La maldición de la bestia (1975). D: M. I. Bonns. G: Jacinto Molina. F: Tomás Pladevall. R: Paul Naschy (Waldemar Daninsky), Silvia Solar (Wandessa), Grace Mills (Sylvia), Luis Induni (Sekkar Khan). D: 92 m.
El retorno del hombre lobo (1981). D. y G: Jacinto Molina. F: Alejandro Ulloa. R: Paul Naschy (Waldemar Daninsky), Julia Saly (Condesa Bathory), Silvia Aguilar (Erika), Azucena Hernández (Karen). D: 94 m.
La bestia y la espada mágica (1983). D. y G: Jacinto Molina. F: Julio Burgos. R: Paul Naschy (Waldemar Daninsky), Shigeru Amachi (Kian), Beatriz Escudero (Kinga), Violeta Cela (Esther). D: 120 m.
Licántropo (1981). D: Francisco R. Rodríguez. G: Jacinto Molina. F: Manuel Mateos. R: Paul Naschy (Waldemar Daninsky), Amparo Muñoz (Dra. Mina Westenra), Eva Isanta (Kinga). D: 91 m.
La Ley Miró hizo más daño al cine que el sarampión que tarde o temprano, superaría la industria por si sola y que en cierto modo, todavía se arrastra (una curiosidad fiscal: subvenciones aparte, una de las pocas deducciones fiscales que mantiene la nueva ley del Impuesto de Sociedades es por producciones cinematográficas, con un máximo de tres millones de euros).
La Herencia Valdemar no fue una buena película, pero si una buena producción a nivel formal. Y como ultima aparición de Paul Naschy, más que digna para un personaje cuya filmografia está llena de defectos, peca de grandilocuencia (y a veces de Mary Sue. Ay, esas estupendas señoras cayendo rendidas a los pies del licántropo), pero que en el fondo siempre mostró mucho cariño por lo que hacía.
La Ley Miró fue nefasta, no ya porque acabara con el cine barato de género en España (que, de todos modos, estaba de capa caída… sin haberse podido comparar nunca con el magnífico de Italia o Inglaterra), sino porque sancionó «forever» el concepto de cine de prestigio en España, el único «digno» de recibir dinero público, lo cual se tradujo en adaptar toda obra literaria de mayor o menor peso que se pusiera a tiro. ¿Quién recuerda que se llegó a adaptar hasta «Luces de bohemia»?
Naschy en «La herencia Valdemar» despierta cariño, es verdad, tanto por la dignidad del propio papel como porque, ya anciano, a través de él todavía nos recuerda que consagró su vida, para bien o para mal, a un género que en España, hasta hace poco, siempre se despreció. Y cierto, entre lo menos defendible de sus películas (o sea, de sus guiones) es su tremenda egolatría hacia el bello sexo: hay títulos en los que se le desmaya a sus pies la buena, la mala y cualquier chica que pasara por allí. Lo que, además, resultaba inverosímil…
En fin, quede por lo menos constancia de que su trayectoria es ciertamente de las más curiosas que haya deparado nuestro cine, y que eso merece todo el respeto, aun cuando no la admiración.
El fin del Fantaterror español se debe a varios factores. La Ley Miró tuvo una parte destacada en ello, pero hubo otras razones. Los blockbusters americanos empezaban a acapara la taquilla desde el fenómeno Star Wars y quitaban su nicho a la Serie B europea. El cine de terror evolucionaba por derroteros como el Slasher y dejaba de lado a vampiros y licántropos en los que se había especializado Naschy (y la compañía Hammer, que quebró en 1979) La aparición de los videoclubs supuso un duro golpe para las sesiones dobles.
Es decir, el modelo industrial y temático al que pertenecía Naschy se agotó. Y él fue el primero en reconocerlo cuando intentó probar nuevos vericuetos como las películas de acción a lo Charles Bronson (La noche del Ejecutor) o el cine histórico (Los cántabros), con malos resultados tanto en lo artístico como en lo económico. El de Jacinto Molina no es un caso aislado, ocurrió lo mismo a todo un sector del cine español -el de bajo presupuesto- cuyo canto de sirena fue el Cine Quinqui.
Yo mismo fui un niño de videoclub antes que de cine de barrio, y así es cómo me tragué unos cuantos slashers. Fue la televisión quien me aficionó al cine gótico, gracias a emisiones de la Hammer, de la Universal… o del mismo Naschy. En «Mis terrores favoritos» fue donde vi una primera película suya, «La noche de Walpurgis»… y luego tardé muchos años hasta seguir con las otras, ya en la época de las privadas, cuando empezaron a programarlos todas de madrugada.