Es probable que Miguel Strogoff no sea un ejemplar emblemático de los Viajes extraordinarios de Julio Verne, y que por ello (y pese a ser una novela considerablemente popular) no suela figurar entre los libros del autor que uno recomendaría para conocer bien sus principales características. Es decir, aun siendo en efecto la historia de un viaje no hay ninguna aparición de elementos científicos ni mucho menos anticipatorios; no hay una crónica del dominio de la naturaleza por el hombre; no se establece la minuciosa reseña de los viajeros que han precedido a los protagonistas en el descubrimiento del espacio que atraviesan y que, por tanto, vinculan a todos ellos en la cadena del progreso humano; y ni siquiera existe el simbolismo iniciático y casi esotérico que permitió a algunos la revalorización del escritor en las últimas décadas del siglo XX. Miguel Strogoff es, sencillamente, una aventura en estado puro que, eso sí, está atravesada por los magníficos resortes narrativos que hacen de Julio Verne uno de los más grandes cultivadores del género (y por tanto, para mí, de la literatura). Un libro quizá por ello, en el fondo más depurado que otros, menos digresivo, más directo, a la medida de su formidable personaje protagonista. Un personaje inolvidable no por la riqueza de rasgos con que se lo dibuja, sino sencillamente por la maravillosa convicción con que, de su suma de virtudes, Julio Verne lo convierte en símbolo de la tenacidad. Porque, antes que otra cosa, eso es lo que es esta novela: una apología de la tenacidad, la propia del hombre que debe atravesar un espacio lleno de peligros porque, una vez que ha aceptado hacerlo, se ajusta a su lema irrenunciable: «¡Llegaré!»
Eso sí, repito: con todo, Miguel Strogoff es un libro bien característico de Verne. De hecho, es una de esas novelas de la línea recta que jalonan su mejor época, es decir, de aquéllas cuyos personajes, por diferentes razones, emprenden un viaje de cuya trayectoria previamente trazada deben desviarse lo menos posible. La estirpe de Los hijos del capitán Grant o La vuelta al mundo en 80 días, del mismo modo que, en su obsesiva determinación por no desviarse un ápice del objetivo propuesto, aunque eso lo obligue a realizar comportamientos inexplicables para quienes lo rodean, Strogoff está directamente emparentado con uno de los más geniales (y desconocidos) personajes del autor, el capitán Hatteras.
La trama es muy sencilla. Rusia, en un indeterminado momento del siglo XIX, bien entendido que cercano a la fecha de la publicación (1876). Procedente del Turquestán, una horda de tártaros dirigidos por el emir de Bujará, Feofar Kan, invade el corazón de Siberia e interrumpe las comunicaciones entre Moscú y la capital de la Rusia asiática, Irkutsk. El zar (innominado, por razones de prudencia política por parte del editor Hetzel) se ve sometido por terribles preocupaciones ya que su hermano, el Gran Duque, ha quedado aislado en la ciudad siberiana y, peor aún, se sabe que detrás de la invasión se encuentra la influencia de un oficial traidor, Iván Ogareff, que fue degradado por aquél y tiene como objetivo saciar su odio mediante la perdición del príncipe real. Es urgente enviar a un hombre, un correo, a avisar al Gran Duque. Un correo que tendrá que recorrer un país sometido al caos y a mil peligros: porque, como es natural, Ogareff también conoce su misión y pondrá todos los medios necesarios para detenerlos.
Muchos novelistas del género aventurero (de los clásicos hasta los de la generación pulp, de Emilio Salgari a Robert E. Howard) se caracterizan por el completo desprecio a una férrea estructura compositiva: sus narraciones parecen fluir al albur de su inspiración, no dudando en acelerar, detener o truncar el curso de un incidente, e incluso acabar con al mayor de las precipitaciones una historia. Verne, en cambio, es un narrador cartesiano. Esto es, un escritor que no deja nada al azar, ni siquiera la estructuración de sus narraciones: recuerdo haber transcrito de pequeño los títulos de todos los capítulos de sus novelas —uno ha hecho cosas raras en su vida— y descubrir así que, si un libro está dividido en dos partes o las que sean, el número de capítulos (y por supuesto, de las páginas que componen cada uno de ellos) tiende en lo posible a ser el mismo.
La estructura favorita de Verne (casi todas sus novelas responden a ese modelo) comienza con un capítulo que presenta de golpe y porrazo a los personajes en trance de iniciar la aventura. A continuación (por lo común, en el segundo o tercer capítulo), el autor detiene la acción para describir las características de su protagonista (o de los varios personajes principales que haya), y luego reanuda la historia. Normalmente, esta comienza de modo plácido, reservando los episodios fuertes para más adelante. Es más, cuando se produce una acción importante, destaca porque el autor nunca se recrea en ella —en él sería inconcebible un capítulo entero destinado a glosar con todo detalle el curso de un combate, como ese maravilloso de La isla del tesoro en que los piratas atacan el blocao de los leales—, sino que la narra del modo más rápido posible, buscando la percutación antes que la recreación: entre esos momentos, espléndidos, uno recuerda la revelación de la naturaleza traidora de Ayrton en Los hijos del capitán Grant o el final de los piratas en La isla misteriosa.
Pues bien, hay un par de novelas de Verne cuyo capítulo inicial posee una fuerza extraordinaria en su manera de comenzar el curso de la acción mediante un rápido cruce de diálogos. Una de ellas es la antedicha La isla misteriosa, con ese fabuloso intercambio de frases —«¿Subimos?». «No, al contrario; bajamos». «Peor aún, ¡caemos!»— con el que el escritor crea un estado de profunda atención en el lector, que todavía no sabe que quienes hablan son viajeros aéreos en un globo que se ha convertido en juguete de una tempestad en mitad del Pacífico.
La otra es, por supuesto, Miguel Strogoff. Los diálogos informan a un personaje tratado con gran respeto del progresivo corte de comunicaciones con varias ciudades de Siberia, poniendo inmediatamente en la situación de partida: la invasión de esa vasta región. Verne se va a referir a ese hombre por su atuendo de oficial de cazadores de la guardia. La gracia de la situación es que no se llega a decir, hasta el final del capítulo, que ese oficial es el zar y que el palacio donde éste recibe tan cruciales informaciones que lo mantienen en tensión está en el Kremlin de Moscú. No se dice, pero, claro, se sabe, creándose un grácil juego de sobreentendidos entre autor y lectores que otorgan su peculiar sabor al capítulo, por cuanto además Verne describe con gran soltura el ambiente (al mismo tiempo que está al tanto de los nuevos despachos, el zar es el anfitrión de un gran baile de la corte), el contraste entre el lógico bullicio y la terrible tensión que ese hombre debe disimular y la descripción de un par de personajes que van a ser fundamentales en la trama y sobre los que ahora hablaré. En las últimas líneas del capítulo, en un párrafo que solo puedo calificar de memorable —y que debe complementarse con la recreación de la ilustración de Férat (v. supra) donde se observa al zar asomado a un balcón del palacio, con el fondo de cúpulas bulbosas y el río que identifica a su capital— se confirman todos los datos antedichos: «Aquel río era el Moskova; la ciudad, Moscú; el recinto fortificado, el Kremlin, y el oficial de cazadores de la guardia que, con los brazos cruzados y la frente pensativa, escuchaba vagamente el rumor que el Palacio Nuevo vertía sobre la ciudadela moscovita era el zar». No cabe duda: también existe la poesía en las frases breves y concisas.
¿Quiénes son esos «tártaros» que van a convertirse en el azote del imperio ruso? Recuérdese la polisemia del término, desde su identificación con el inframundo en la mitología griega a la aplicación que los aterrados cristianos le dieron a los invasores mongoles que cayeron sobre Europa como una plaga procedente del temible confín de la tierra (por homofonía de uno de los pueblos que constituían esas hordas, los ta-tar, con ese abismo poblado de engendros de los griegos), hasta su uso, vago e impreciso, por los rusos para llamar a los pueblos de las estepas a los que fueron sojuzgando a lo largo del siglo XIX.
Sin mayor precisión tampoco, Verne da ese nombre —probablemente por impacto fonético— a sus invasores procedentes de Asia Central, especificando que su jefe, Feofar Kan (de pequeño, ese nombre concentraba para mí toda la maldad que puede proceder de lo exótico y desconocido), es el emir de Bujará, enclave hoy situado en el moderno Uzbekistán. Tan terrible personaje, de hecho, es terrible… porque prácticamente no aparece en escena (el mismo Verne señala que parte del formidable temor que inspira es por su renuencia a dejarse ver por sus súbditos), si bien el escritor no se priva en describir sus «ojos malvados y fisonomía cruel». El momento de gloria de Feofar es la sentencia que pronuncia contra el espía Strogoff, capturado por los hombres de Iván Ogareff, y que extrae al azar del Corán: «¡Mira con los ojos bien abiertos, mira!». El castigo de la ceguera.
En el dibujo que Julio Verne hace de los terribles tártaros hay mucho de las convenciones de la orientalia de la época: el autor se complace en las voluptuosas descripciones de los diferentes pueblos que componen la horda, de sus campamentos, sus armas y objetos. Es indudable que en la novela se filtran los prejuicios racistas de la época a los que el autor, en distinta medida según el libro, no fue insensible: el paternalismo racial, el antisemitismo (en la persona de los pocos judíos que comparecen, fugazmente, en la novela, si bien en esta ocasión son los gitanos quienes se llevan la parte del león), el uso de tópicos nacionales. No en vano, el mismo villano Iván Ogareff viene condicionado por su condición de mestizo.
Ya se sabe que la pronta clasificación de Verne como educador de la juventud permitió su triunfo pero acabó siendo su prisión, sobre todo bajo la férrea férula de Jules Hetzel, el editor que fue como un segundo padre para el autor. Pues bien, es curioso descubrir que Hetzel, temeroso (¡ya en aquella época!) de que la novela que preparaba su escritor (y de la que éste le iba informando con gran entusiasmo) pudiera herir sensibilidades: después de las varias guerras que habían enfrentado a Rusia y Francia en el siglo XIX (las napoleónicas, la de Crimea), las relaciones entre ambos países comenzaban a marchar viento en popa, de la mano de la francofilia de sus clases dirigentes e intelectuales, y no era cuestión de ofender a nadie. Así, Hetzel hizo que Verne sustituyera el título inicialmente previsto, El correo del zar (y con el que ha sido publicado alguna vez fuera de sus fronteras) por el actual, que omitiera el nombre del soberano presente en la novela (que era el reformista Alejandro II, famoso por haber abolido la servidumbre, de cuyo gobierno esboza un retrato muy amable, señalando especialmente su magnanimidad y su capacidad para perdonar) y que intentara dejar bien claro el carácter hipotético, incluso fantasioso, de la invasión tártara, cuestión esta con la que ya el escritor no transigió. Curiosamente, lo que sí hizo fue enviar el manuscrito al más famoso novelista ruso de su época, que vivía en París, Iván Turgueniev, para que éste diera el visto bueno al trabajo de ambientación. Turgueniev lo declaró excelente.
Pero la fortuna de la novela, huelga decirlo, arranca de la adhesión sin límite que provoca su protagonista, Miguel Strogoff, el correo del zar. Se suele a acusar a Verne de que sus personajes son unidimensionales y de que no tienen un espesor psicológico digno de ese nombre. Pero… al diablo. ¿Puede haber un retrato más emotivo, más soberbio, más irresistible, de una naturaleza humana indomable, inasequible al desaliento, nunca una mera máquina inhumana sino por el contrario un hombre pleno de sentimientos —rabia, odio, impotencia, amor— que ha de sujetar a la ejecución de la empresa que ha jurado cumplir… como el de Miguel Strogoff? A su vera, cobra un inusitado relieve el dibujo de paisajes y gentes que viven a medida que el correo los atraviesa o se relaciona con ellos, ofreciendo un fresco imborrable pródigo en magníficos episodios: el cruce nocturno de los Urales agitados por la tempestad; el primer encuentro entre Ogareff y el correo (cada uno ignorante de quién es el otro), en el que el segundo tiene que dejar pasar sin vengar un ultraje físico por parte del primero; el paso del río Irtish, cuando su balsa es asaltada por los tártaros y Miguel Strogoff cae malherido a las aguas del río; la toma del puesto telegráfico de Kolyvan, cuando el protagonista cae prisionero; el emotivo momento en que él y su compañera encuentran a punto de morir al noble muchacho que los llevó en su carro un buen trecho del camino, sometido al suplicio tártaro de enterrar todo su cuerpo y dejar la cabeza expuesta a los elementos y las fieras; la navegación por el río Angara para alcanzar la sitiada Irkutsk, en una frágil almadía, sometidos al doble peligro de los témpanos que los atraviesan y la nafta que los tártaros han arrojado al agua: entre el hielo y el fuego…
Si hay alguien entre los lectores que, en el momento en que Strogoff por fin se distingue de entre los presos de los tártaros para cruzar con el knut el rostro del traidor Ogareff cuando éste, rojo de impotente rabia, está a punto de latigar sin piedad a la anciana madre del protagonista, si hay alguien, digo, que no grite de júbilo y una sus fuerzas a la del correo del zar al ejecutar el golpe… es que está destinado a no gustar de otra cosa que de los libros y autores que las historias de la literatura se empeñan en asegurarnos como cultura fiable sin admitir ninguna otra.
Desde el primer momento, Miguel Strogoff comparte camino y sufrimientos, temores y esperanzas, con una muchacha que se dirige a Irkutsk a reunirse con su padre, uno de tantos exiliados en Siberia. El lector teme que de su mano el autor nos endilgue una de esas historietas de amor para las que nunca estuvo dotado, caracterizada por el más gazmoño pudor y la más marmórea de las incapacidades para expresar sentimientos románticos (no digamos ya sexuales). Sin embargo, dentro de esta apología de la tenacidad que es la novela, Nadia Fedor, con su irreductible modestia, termina siendo el complemento imprescindible del protagonista. Cierto es que Verne la caracteriza como a las otras heroínas de su obra (muy escasas, por cierto), de María Grant a la princesa Aouda: símbolos de la sumisión (al hombre), la dignidad y la discreción. Pero en este caso su capacidad para sufrir en silencio aporta una indiscutible complicidad al lector, puesto que ella es quien aporta la nota de normalidad a la enorme odisea del correo del zar. Ella sí se cansa (aunque apura hasta el límites sus reservas, sus condiciones físicas no son sobrehumanas), teme, duda, se emociona. Y siempre en silencio: si Miguel Strogoff habla bien poco en el libro, Nadia es prácticamente un emblema del silencio. Tendría que haber sido un personaje anodino, y sin embargo en efecto resulta un ángel rubio.
Las palabras, los diálogos, la comunicación verbal, están reservados a dos personajes bien particulares, que constituyen uno de los aciertos supremos del autor. Se trata de los dos corresponsales de prensa cuyo trayecto por Rusia cubriendo la invasión tártara también se empeña en cruzarse una y otra vez con el del correo del zar, el francés (exuberante, claro) Alcide Jolivet y el inglés (imperturbable, cómo no) Harry Blount. Sin ellos, tal vez tanto celo, tanto arrojo, tanta entrega a la idea única que domina a Strogoff pudiera haber dotado a la historia de una inoportuna solemnidad. A Jolivet y Blunt corresponde la función de distensión en la historia pues, sin caer jamás en la caricatura (ni siquiera el francés, y eso que Verne tenía debilidad por llevar al extremo los tópicos patrios), es a través de ellos por donde se filtra en la novela un tempo más diáfano y, sobre todo, más divertido.
El mejor ejemplo es ese momento en que, siendo testigos de una batalla entre el ejército ruso y el de los tártaros que deben comunicar a sus respectivos diarios, para evitar que el otro se haga con el puesto en la ventanilla de telégrafos, cada uno comienza a transmitir, según su temperamento, versos de una canción o versículos de la Biblia. Todo ello mientras el lector está especialmente implicado en el curso de la acción, pues el mismo Miguel Strogoff está dentro de la oficina telegráfica, devorando con impaciencia lo que sucede, de tal modo que Verne consigue una pieza maestra: de humor y también de temple a la hora de saber contar una escena de acción.
La escena más famosa de la novela, por supuesto, es aquella en que el correo del zar, descubierto finalmente por el malvado Ogareff, es condenado por Feofar Kan a ser cegado. La apología de la tenacidad que supone su aventura no concluye: aun ciego, Miguel Strogoff continúa avanzando hacia Irkutsk, gracias a Nadia y a algún que otro bienaventurado encuentro en el camino, sin ceder un momento al desaliento. Sabido es que el autor regaló a su personaje la milagrosa salvación de la ceguera mediante un deus ex machina nada científico. Condenado a ser cegado mediante la exposición de sus ojos al filo incandescente de una espada al rojo vivo, el correo salva la vista… gracias a las emociones: en el último momento, ante la contemplación de su madre, las lágrimas anegan sus ojos y se interponen entre el fuego y sus pupilas.
En este «milagro» no cabe hablar del ventajismo de un autor que ha cogido tal cariño por su personaje que decide salvarle del infausto destino que había tejido para él. Ni siquiera del fácil recurso a un happy end como concesión al lector, sobre todo si este es «joven». En absoluto: en el concepto providencialista que Verne siempre tuvo de la aventura, es el destino justo para el hombre que en todo momento se niega a apartarse del camino, a someterse a la adversidad, a dejarse cegar por el vano consuelo de haberlo «intentado todo». Pero también el reconocimiento de que incluso semejante superhombre, si acaba saliendo con bien de su mayor apuro, es por dejarse llevar de lo que nos hace más vulnerables: la expresión incontenible de los sentimientos.
Miguel Strogoff no se rinde nunca: puede cansarse, puede ser herido, puede vislumbrar el fantasma del desaliento en algún recodo del camino. Pero enseguida viene la reposición, la cura, la nueva toma de aliento. «¡Llegaré!», exclama sencillamente. El traidor Iván Ogareff bien puede haber creído cegar a su enemigo, arrebatado la carta que lo identifica, usurpado su identidad y penetrado en Irkutsk para ganarse la confianza del Gran Duque y abrir las puertas en la traicionera noche a los tártaros. Pero nada tiene que hacer, en realidad: un hombre que no se doblega ante la desesperación ya está en camino para torcer sus malvados planes. Ese hombre es un humilde correo: es Miguel Strogoff.
He devorado esta entrada; de entre todos los personajes de Verne con los que viví aventuras el Capitán Nemo junto con el correo del zar fueron de los que me dejaron más huella por aquellos años. Gran análisis de la novela, que recuerdos al leer… gracias!
Muchas gracias, MinosDrake. Palabras como las tuyas me reafirman en el que es uno de los objetivos que me propongo con este blog: compartir los recuerdos agradecidos sobre una historia que nos resulta imprescindible desde hace mucho tiempo; el otro, claro, es incitar a que otros la descubran. Un abrazo.
La historia me hace recordar mis 15 años. Estudiaba en el instituto y participé en un concurso de redacción. Quien lo ganara pasaba a la «fase provincial» que se hacía con patrocinio de la Coca-Cola. Me tocó el primer permio con una historia antibelicista y allí me llevaron. Nos dieron un libro de regalo «Un caballero del Cáucaso», de Lev Tolstoi que contaba las aventuras de «Ulán Bator» o algo así. Recuerda a del correo del Zar que comentas con la diferencia de que Tolstoi vivió los hechos reales en el ejército zarista si no recuerdo mal que hace décadas del asunto. Era una narració también linela, en línea recta y de agradable lectura.
De Verne, lo que más me llama la atención es su capacidad para adelantarse en temas científicos.
Saludos
Regí
Pues fíjate que «Miguel Strogoff» es de las novelas de Verne donde la ciencia posee menor relieve; es más, la explicación de porqué se libra de la ceguera es de lo más anticientífica. Tolstoi es un autor que descubrí ya lejos de los días de la infancia (supongo que no hay niño en el mundo -salvo que sea ruso 🙂 – que se lea «Guerra y paz» o «Ana Karenina» hasta la edad adulta), y que aprecio bastante, pero nunca he conseguido que me apasione.
Yo tampoco he leído gran cosa de Tolstoi. Este libro, «Un caballero del Cáucaso» era un premio y me gustó. Es de aventuras que a un adolescente pueden gustar, nada que ver con sus libros más famosos y llenos de página, este es breve – cosa apreciada por los jóvenes lectores, siempre me pasa cuando doy a elegir a los alumnos. El más delgadito… Las excepciones son los bestsellers de moda tipo Harry Potter.
Se me olvidaba comentar que en la «·fase provincial» me dieron calabazas, pero al menos gané el libro.
¡Pues entonces mereció la pena, claro!
Espectacular El análisis de la obra.muy completo y detallado. Me pregunto¿ es la carta a García un plagio de Miguel? Gracias
Muchas gracias, Salvador, sobre todo por haberme devuelto a una reseña que ya dejaba muy atrás en el tiempo. Lo que no entiendo es tu referencia a la carta.