El éxito refulgente de la trilogía de Peter Jackson ha hecho caer en un considerable olvido la primera y meritoria versión de la maravillosa novela de J. R. R. Tolkien, El Señor de los Anillos (1978), estrenada en su momento con considerable repercusión y que para muchos fuera la puerta de entrada al mundo de su autor, entre ellos al mismo director neozelandés (aunque inicialmente negara haberla visto). Desde luego, tampoco era la primera materialización visual de su mundo, puesto que esta corresponde a los ilustradores de la obra, el primero de todos los cuales fue el mismo Tolkien, buen dibujante y, por tanto, el mejor traductor posible de sus propios escenarios. Pero tuvo el mérito de conjuntar esas previas visiones, fundirlas con conceptos procedentes de otros ámbitos (por ejemplo, aunque parezca mentira, de la Disney) y establecer un molde que, sin la menor duda, habría de seguir el mismo Jackson, cuyos diseñadores visuales ni mucho menos trabajaron desde el vacío. El logro de Ralph Bakshi, director y alma mater del proyecto, merece por ello una reivindicación, sin que sea necesario tampoco sobreestimar su trabajo. Pero la revisión de la película, incluso para quienes ya estamos más familiarizados con la trilogía de Jackson, revela un trabajo muy destacable, con una magnífica atmósfera visual, logrados aciertos a la hora de establecer el tono fantástico (a la cabeza de todos ellos, la animación sobre escenas filmadas con actores de carne y hueso) y un buen sentido de la síntesis a la hora de abordar una novela tan vasta.
El gran responsable del proyecto, Bakshi, era un hombre que llevaba tiempo empeñado en sacar el cine de animación del reducto de las obras para niños y darle una relevancia adulta mediante películas pensadas directamente para adultos: su primer largometraje sigue siendo considerado el film que impuso definitivamente este concepto, recibido en su momento con gran escándalo por sus imágenes «fuertes», El gato caliente (1972), basado en la tira cómica de Robert Crumb. La obra de Tolkien llevaba más de una década en el punto de mira de los hombres de cine: el mismo Disney, en los años 60, llegó a disponer de los derechos. Más tarde pasaron a United Artists, donde interesó a Stanley Kubrick pero, sobre todo, a John Boorman, quien llegó a avanzar un primer guión (su Excalibur, estrenada en 1981, demuestra el interés del cineasta por la fantasía épica, solo que en este caso acudiendo directamente a una de las fuentes que inspiró al novelista inglés).
Cuando la propuesta de Boorman se estancó, apareció en escena Bakshi, que arrastró consigo a Saul Zaentz, un productor independiente procedente del mundo de la música con quien ya había colaborado en El gato Fritz y que acababa de conseguir un gran éxito con su primer proyecto personal para el cine, Alguien voló sobre el nido del cuco (1975, Milos Forman). Al mismo tiempo, y para tranquilizar a la familia y a los incondicionales de la obra, el director se puso en contacto con Priscilla, la hija de Tolkien, para asegurarle que pretendía guardar la mayor fidelidad posible a la novela, cuestión sin duda que inquietaba a muchos debido al «currículo» del cineasta: de hecho, el primer guión de la película, encargado a Chris Conkling, fue descartado en buena medida por las libertades que se tomaba. El hombre contratado para corregirlo, Peter S. Beagle, era un escritor de fantasía conocido, que admiraba a Tolkien y era partidario de tomar la novela como fuente principal, sin alteraciones. Su libreto fue el definitivo.
Desde el primer momento, United Artists impuso a Bakshi que la novela debía reducirse a dos partes desde las tres originales. Como bien se sabe, Tolkien concibió su obra como una sola y singular, pero en su momento —por razones de extensión y no ninguna otra— había sido publicada en tres partes, con los famosos títulos de La Comunidad del Anillo (cuya primera edición salió a luz en Unwin & Allen en julio de 1954), Las dos torres (diciembre de 1954) y El retorno del rey (octubre de 1955). El Señor de los Anillos de Bakshi adapta el primer libro y buena parte del segundo, concluyendo con la victoria de las fuerzas de la luz en el Abismo de Helm, como explicaré más adelante.
Se trata, como he señalado, de una adaptación razonablemente fiel que contiene la práctica totalidad de los episodios del libro: el único más o menos importante que excluye es el de Tom Bombadil durante el viaje inicial de los cuatro elfos a Rivendel del cual, significativamente, también prescindió Jackson, quizá por razones de síntesis o de incomprensión hacia el significado de ese personaje. Todo lo demás, y de modo más o menos acelerado o sintético, se encuentra en la película hasta el punto ya señalado del segundo libro.
Quienes amamos la novela recordamos todavía la fascinación con que leímos por primera vez el arranque de la misma: el prólogo con el cual Tolkien resumía el arranque de la historia en El Hobbit, el capítulo inicial que de modo tan sabroso dibuja la Comarca y a sus habitantes y el segundo capítulo, La sombra del pasado, a lo largo del cual Gandalf revela a Frodo todo cuanto ha descubierto sobre ese anillo del que hasta entonces sólo se conocía su poder para hacer invisible a su portador. Pues bien, cada vez que releo ese capítulo no puedo evitar sentir que me envuelve la magia de creerme en la misma habitación con el mago y con el hobbit, sentados los tres en torno a la chimenea, viendo dibujarse las sombras de las llamas sobre la pared y creyendo que adoptan formas extrañas… las formas de los particulares habitantes de la Tierra Media. Pues bien, es significativo que la voz de Gandalf que resuena en mi cabeza cuando emprenda la lectura sea la de Felipe Peña, el hombre que lo dobla en la versión española del film, lo cual da buena idea del estimable feeling que la película traba con el espectador desde el comienzo.
Y es que aunque la película no consigue, por supuesto, revestirse de la majestuosa densidad que poseen esas páginas del libro, sus imágenes sí saben recrear el ambiente necesario para entrar en la aventura: un buen prólogo construido ya con actores de carne y hueso a modo de sombras chinescas (Peter Jackson lo tuvo muy en cuenta para su película) que resume los lejanos acontecimientos que dan lugar a la Guerra del Anillo; un muy agradable dibujo de la Comarca, que reproduce su condición de lugar apacible y provinciano, de cuyos sencillos habitantes nadie sospecharía la relevancia que alcanzarán en los inminentes acontecimientos; y una excelente reproducción de la gran cualidad de esas páginas iniciales, esto es, el peso, al tiempo nostálgico y opresivo, que alcanza el pasado sobre los personajes, primero Bilbo, y después Frodo, siempre con Gandalf como desencadenante de presagios y calamidades. Esos minutos iniciales, por tanto, no sólo consiguen que el espectador se haga una idea razonable de la situación de partida sino que lo animan a unirse a los hobbits para recorrer la larguísima distancia entre Hobbiton, en la Comarca, y la Montaña del Destino, en Mordor.
Así pues, desde sus primeras imágenes, la película ya se dota de una de sus principales virtudes: proponer una buena síntesis de una novela que se caracteriza por la extensión, por tomarse todo el tiempo del mundo (como ya señaló Savater en un artículo memorable de La infancia recuperada) para contar su historia, hasta tal punto que esa extensión es la clave de su atmósfera.
La película no tiene tiempo para ello, pero lucha razonablemente contra su peor enemigo: el apresuramiento, que convoca cada cierto tiempo el fantasma de la dispersión, y por ende de la pérdida de cohesión dramática. Es verdad que los personajes no tienen tiempo para recibir un dibujo completo, o al menos no lo tienen todos: en particular, resultan una pálida sombra de los originales la pareja formada por el elfo Legolas y el enano Gimli, del mismo modo que los dos hobbits «secundarios» Merry y Pippin, resultan indisociables uno del otro (hay que reconocer que es un problema que heredan de la novela, pero aquí resulta mayor, tanto por la dificultad en distinguirlos visualmente como porque no hacen nada que los diferencie: en la novela, al menos, cada uno de ellos acaba viviendo aventuras particulares).
Eso sí, cuando menos los personajes principales están bien descritos. A la cabeza de todos ellos figura, por supuesto, Gandalf, claramente la estrella de la historia (en el libro y en la película). Es indudable que Bakshi se inspiró en el entrañable Merlín el Encantador de Disney, con su enorme barba, su cayado y su larga túnica de color gris azulado, que el estupendo cartel original de la película se encarga de magnificar adecuadamente (aunque, no sé por qué, el bastón es sustituido una enorme espada). También recibe la necesaria atención el personaje de Frodo, si bien le falta un mayor empaque para transmitir toda la complejidad que posee en el libro. En este sentido, es curioso que ninguna de las dos películas haya conseguido retratarlo bien en pantalla, tal vez porque en términos visuales sea mucho menos «espectacular» que buena parte de sus compañeros (en la trilogía de Jackson también por culpa de la sosería de Elijah Wood). En cambio, su leal compañero Sam Gamyi acaba reservado más bien a la condición de acompañante cómico, lo cual le arrebata gran parte de su entraña: la del personaje más humano y cotidiano de toda la historia. En cuanto al resto de secundarios, llama la atención el dibujo de Boromir como un bárbaro surgido de un cómic de Espada y Brujería, si bien luego es uno de los personajes que mejor atención reciben.
El personaje más insatisfactorio probablemente sea Gollum, que se plasma de modo muy simple (en términos gráficos y dramáticos), carente de la grandeza, aun en su patetismo, que tiene el original y que, además, supone uno de los mayores hallazgos de la trilogía de Jackson: también puede ser, por tanto, que mi escaso aprecio por el personaje en su versión Bakshi se deba a la comparación con el posterior (y eso que, en rigor, el segundo parte, pero superándolo por mucho, del primero). Donde ambas obras coinciden es en su fracaso a la hora de representar ese último espacio edénico que es Lothlórien, y que Bakshi resuelve mediante una melosa sobrecarga de destellos y haces de colorines (acompañados de coros «celestiales») que intentan reproducir la supuesta cualidad mística de ese lugar. Y si Cate Blanchett daba vida a una asexuada, y aburrida, Galadriel, su homónima de dibujo animado parece una versión voluptuosa, y vulgar, del hada azul del Pinocho de Disney. Hay que reconocer, de todos modos, que es uno de los personajes de Tolkien que se encuentran más al borde entre lo sublime y lo ridículo.
Como cualquiera puede imaginar, en el cine de animación tan importante es el diseño visual de los personajes como su diseño sonoro, esto es, la voz que se elige para cada uno. La versión original cuenta con un conjunto de voces desconocidas salvo excepciones como John Hurt/Aragorn o el C3PO de Star Wars (irónico: ya se sabe que Tolkien es una de las fuentes más notorias de Lucas), esto es, Anthony Daniels/Legolas. Sin embargo, estas líneas están escritas a partir de la española, la única que conozco y sin duda magnífica, realizada en el momento tal vez del canto del cisne del doblaje español, a pocos años ya del inicio de una decadencia que ha concluido con su hundimiento actual. Fue dirigida por uno de los hombres de oro en la historia de la profesión, el mencionado Felipe Peña (por quien hablaban, por ejemplo, el John Wayne de los westerns de Hawks o del Rex Harrison de My Fair Lady), quien borda además a Gandalf, aportándole con las riquísimas texturas de su voz la sabiduría ancestral, el elegante peso de los años y el carácter necesario para dirigir la empresa del anillo que exige su personaje. Bajo sus órdenes, una excelente selección de los profesionales afincados en la Barcelona de la época: es muy curioso que el mismo actor que dobla a Bilbo Bolsón en dibujos animados le daría su voz muchos años después en la trilogía de Jackson, el gran Joaquín Díaz, fallecido hace un par de años.
Ahora bien, el mayor reproche que debe hacérsele a la versión castellana es la falta de coordinación con respecto a la traducción al español que Minotauro acababa de realizar de la novela, lo cual, ante todo, se refleja en la diferencia de nombres. Por hacer un catálogo apresurado: la Comunidad del Anillo se convierte en la Comitiva del Anillo, los Jinetes Oscuros en Negros, el Anillo Único en Anillo Singular, el Abismo de Helm en la Fortaleza de Helm, Gríma Lengua de Serpiente en Lengua Viscosa, Bárbol en ¡Árbol Barbado! —cuidado, no hablo de que el libro haga una mejor selección de nombres, pues en algunos casos prefiero la de la película— por no hablar de que el doblaje convierte el «Sauron» de toda la vida en «Soron», transcribiendo tal cual la fonética del nombre, lo cual en este caso me parece un error pues se pierde la sugerencia ofídica del término original.
Las películas de Ralph Bakshi nunca destacaron por su dibujo preciosista: no rezuman encanto ni delicadeza, sino un seco sentido del verismo. Y El Señor de los Anillos es muestra eminente del espíritu que su autor intentó aportar en el campo de la animación. Así, sus criaturas no quieren ser la sublimación del prototipo que representan: no lo es el elfo Legolas (que intenta ser, cierto, un ser de apariencia agradable pero no irresistible) ni el enano Gimli (curiosamente, no tan enano como uno espera) ni mucho menos el regio Aragorn —que es más Trancos que Aragorn: un guerrero de aspecto áspero, como de hombre que ha pasado muchas más noches al raso que en lechos de sábanas finas, y cuyo físico no es el de un galán al modo del Viggo Mortensen del film de Jackson. Y es que, al contrario que éste, Bakshi no intenta dejar con la boca abierta, sino dejar constancia de una Tierra Media que, poblada o no por seres excepcionales, supone un espacio realista, reconocible: basta comparar la recreación digital de Argonath (las estatuas de los dos grandes reyes que marcan la entrada a Gondor a través del Anduin) con la de Bakshi. En éste, las dos gigantes imágenes se funden a la perfección con los riscos de los que emergen, como si fueran secreciones naturales de la roca.
Bakshi tuvo muy claro para ese plus de realismo que buscaba se requería una animación diferente a la tradicional. Y su gran hallazgo (y también uno de los elementos que en su día más se le criticó) fue el rodaje con rotocospio, máquina que permite, a grandes rasgos, «calcar» un dibujo sobre un fotograma que ha filmado actores de carne y hueso. Esta técnica no era novedosa, si bien había sido utilizada en pocas ocasiones. Como con tantos otros adelantos de la animación, había sido Disney el primero en utilizarla para su primer largometraje de dibujos, el mítico Blancanieves y los 7 enanitos (1937) y el año anterior George Lucas lo había utilizado para darle a los sables láser de La guerra de las galaxias (1977) su característica apariencia luminosa. Bakshi utilizó la rotoscopia con discreción y para elementos concretos: por ejemplo (y puede entenderse, es verdad, como una forma de economía), para las secuencias con un elevado número de figuración «humana» (los parroquianos del Poney Pisador, en Bree o los jinetes de Rohan que combaten contra los orcos en la parte final de la película).
Pero donde la rotocospia brilla con especial fuerza es para recrear los engendros del mal al servicio de Sauron, como los orcos y, sobre todo, los Jinetes Oscuros. En este caso concreto, supone una decisión muy afortunada, pues remarca su condición de seres demediados entre la vida y la muerte, de espectros devorados por los nueve anillos que aceptaron, incautamente, del señor de Mordor cuando eran reyes de los hombres. Es una buena idea, además, que Bakshi presente primero a los Jinetes como dibujos animados normales, dando tiempo a los hobbits para que vayan dándose cuenta de que no se las ven con peligros normales, sino con amenazas sobrenaturales. Así, la primera vez que el director los muestra con su apariencia rotoscópica es cuando abandonan a todo cabalgar la posada donde han creído tener a aquéllos a su merced, pero sobre todo cuando refulgen definitivamente en su siniestra sustancia es en la escena en que, atacados él y sus compañeros en la Cima de los Vientos, Frodo no puede resistir el miedo y se pone el anillo. Entonces, la realidad cambia para él y puede ver la verdadera apariencia de los seres que los atacan, quedando él también expuesto por completo y siendo herido de gravedad por uno de sus puñales fantasmales.
Tolkien concibió su poema épico como la evocación de un perpetuo crepúsculo, y de hecho, aunque las fuerzas del bien triunfan sobre Sauron, los más sabios de entre los combatientes, empezando por Gandalf, comprenden que la paz y la tranquilidad recuperadas solo pueden constituir un breve paréntesis, y el mal renacerá, en otro momento y bajo otra forma. Bakshi traduce de modo fenomenal esta condición a las imágenes, mediante el uso de una paleta matizada, en la que están casi ausentes los colores cálidos y que además parece bañada por una luz suave, más propia de un sol moribundo que de un astro refulgente, que ilumina un mundo en el que la niebla además acecha por doquier, como otro espectro caliginoso. Ese es el gran triunfo de Ralph Bakshi, el excelente trabajo con la atmósfera. En particular, es espléndida la recreación de la batalla del Abismo de Helm (por cierto, rodada en el castillo conquense de Belmonte), resuelta casi en su totalidad mediante un uso del rotoscopio que convierte a los ejércitos en liza en verdaderas sombras errantes condenadas a una lucha sin fin, bañadas por una luz anaranjada y fría, como de un fuego cuyas llamas no queman física sino espiritualmente.
Distintos defectos empañan la película aquí y allá. Algunos diseños desafortunados (son ridículos el supuestamente todopoderoso Balrog y el eminente Bárbol), cierta arritmia, el decepcionante intermedio en Rivendel (que siempre fue uno de mis episodios favoritos del libro), el desequilibrio entre los miembros de la Compañía del Anillo y la caída en picado del interés en torno a Frodo y Sam desde que se apartan de ésta (es curioso que ya en el libro, si bien no de modo tan notable, buena parte de las aventuras en solitario de estos dos ya parezcan un mero relleno para equiparar el número de páginas dedicadas al teórico protagonista de la aventura con respecto al resto de personajes).
Ahora bien, quizá lo peor es la abrupta conclusión de la película. He leído en la red que se debe a presiones de United Artists no solo que se abortara el final previsto por Bakshi (que incluía hasta el episodio de Ella-Laraña, y por tanto concluía con Frodo) sino también la posibilidad de la continuación. Sam, Frodo y Gollum se pierden de vista antes de llegar a las puertas de Mordor. Y la batalla del Abismo de Helm da la impresión de que se resuelve a favor de los buenos porque sí, pues ni Gandalf parece llegar con refuerzos suficientes ni los recursos narrativos nos convencen del cambio de rumbo de la lid (el momento «fuerte» que simboliza el triunfo del Bien consiste en un horrible tajo al ralentí que el mago le da al general de los orcos). Es más, la voz del narrador termina relatando que así fue cómo se expulsó el mal de la Tierra Media, sin hacer una sola mención al destino final de Frodo. El rendimiento de la película en los cines, aunque tuvo éxito comercial, no animó al estudio a cambiar de opinión. Este carácter trunco, por ello, estropea un tanto el buen sabor de boca que deja El Señor de los Anillos, pero no hasta el punto de merecer el pequeño olvido en que el film ha ido cayendo. Y es que hay vida más allá de Peter Jackson: Ralph Bakshi lo demostró.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El Señor de los Anillos / The Lord of the Rings. Año: 1978.
Dirección: Ralph Bakshi. Guión: Chris Conkling y Peter S. Beale; novela de J. R. R. Tolkien. Fotografía: Timothy Galfas. Música: Leonard Rosenman. Reparto (doblaje español): Felipe Peña (Gandalf), Antonio Lara (Frodo), Dionisio Macías (Aragorn), Antonio Gómez de Vicente (Sam), Joaquín Díaz (Bilbo), Luis Posada Mendoza (Saruman), Manolo García (Legolas), Pepe Mediavilla (Boromir). Dur.: 132 min.
El tiempo es un juez bastante imparcial. Y ha demostrado que El señor de los anillos de Bashki no era tan fabulosa, ni el de Peter Jackson tan desastre absoluto. Ambas son en cierto modo deudoras de las tendencias de su época, y catorce años después, las cejas de Orlando Bloom/Legolas son tan chocantes como el espectáculo de luz y sonido que era Lothlorien.
Lo más memorable de esa primera versión es una técnica de animación que resulta muy acertada para recrear a las criaturas monstruosas. Y es que el rotoscope, pese a basarse en fotografías, siempre me pareció que hace que los dibujos tengan un movimiento muy irreal. Y por su puesto, la audacia de llevar al cine una obra que entonces parecía imposible. Y que en cierto modo, tuvo cierto auge en las ventas de vhs cuando se anunció oficialmente el estreno de la trilogía y que su desenlace no estaría sujeto a las decisiones mercantiles.
Estoy totalmente de acuerdo acerca del acierto de la animación con rotoscopio para dar a los engendros del mal su aire absolutamente irreal, remarcando su otredad, su diferencia, con respecto al resto de criaturas que, buenas o malas, son mucho más cotidianas y, por ello, comprensibles. Por cierto que yo fui uno de los niños que la descubrió no en el cine sino a través del vhs, no comprando sino alquilando la película, y disfrutándola supongo que con la pantalla amputada para adaptarla al marco «cuadrado» de las televisiones de los años ochenta.
Buenas noches que bien
¡Muchas gracias!
La película el señor de los anillos tiene secuela porque leí que hay una película que se llama el retorno del rey
Si te refieres a esta versión en dibujos animados, la secuela no llegó a realizarse, aunque estuviera planificada hacerlo (como deja bien claro el modo en que concluye). La falta del adecuado éxito lo desaconsejó, y solo años después Peter Jackson pudo acometer la completa adaptación de la novela de Tolkien.
Si la película el señor de los anillos de dibujos animados
Existe, es de 1980. Rankin/Bass aprovecharon que Bakshi no terminó el relato, y crearon una historia que tomaba como base… su propia versión de «El hobbit» de 1977. El diseño de personajes me parece un error, y las canciones, que en el caso de «el hobbit» adaptaban las de la novela, están de relleno más que de otra cosa. Sin embargo, la estructura del relato (para conseguir presentar parte de una historia más vasta como un relato completo y autónomo) me parece lograda. https://es.wikipedia.org/wiki/El_retorno_del_Rey_(pel%C3%ADcula_de_1980)
Gracias por la información, Manuel. Desconocía la existencia de estos dos trabajos de la Rankin Bass, que se realizaron para televisión, según la información del mismo enlace que facilitas. La verdad es que las referencias encontradas en la red, como tu propia opinión, no anima a buscarlas, y yo mismo no me considero precisamente un completista de la filmografía animada de Tolkien…