Cualquiera que haya crecido con el cine clásico en televisión, antes de que hubiera la sobrecarga de oferta audiovisual que caracteriza estos tiempos actuales, aprendió a esperar que en fechas navideñas los canales (y con esto, sobre todo, me refiero a Televisión Española) programaran una serie de clásicos, con frecuencia de Hollywood , de tema navideño. El más emblemático es el inolvidable ¡Qué bello es vivir! (1946, Frank Capra), tal vez la primera película «favorita» de mi vida, y a la que dediqué, en otra Navidad de mi blog, un comentario entusiasmado. Hoy me apetece recordar dos títulos de alcance mucho más modesto, pero que me resultan entrañables por pertenecer a esos días navideños de mi infancia (y porque, sin alcanzar la grandeza de la fábula capriana, son muy simpáticos). Uno es La mujer del obispo (1947), un clásico de la temática en su país pero poco conocido fuera de él, que en España no se estrenó en su día y sólo décadas después fue cuando por fin lo recuperó TVE. Y no extraña esta postergación: ¿cómo iba a pasar la Censura de los años 40 una película que proponía a un ángel con rostro de galán sofisticado —o sea, Cary Grant— que se dedicaba a enamorar a la esposa del obispo (encima un obispo casado, o sea, hereje) al que el Cielo ha enviado a ayudar? El otro es una de las múltiples versiones de la famosa Canción de Navidad dickensiana: Muchas gracias, Mr. Scrooge (1970), que reelabora el cuento bajo la forma del cine musical, de modo tal vez discutible pero sin dejar de ser fiel y coherente con el espíritu y la letra del original. Un programa doble, por tanto, que invito a contemplar en estos días.
La mujer del obispo (1947, Henry Koster)
Quizá porque Hollywood pensó que, en la difícil posguerra, las tradiciones navideñas unen especialmente a los hombres de buena voluntad, justo a la salida de la guerra mundial la así llamada fábrica de los sueños facturó varios de los clásicos de la Navidad más populares de su historia. El más importante de todos ellos, claro, es todavía ¡Qué bello es vivir! (1946), pero al año siguiente se estrenaron otros dos títulos, de cuya fama y vigor a lo largo de los años da fe el hecho de contar, cada uno, con un remake realizado ya en las postrimerías del siglo. El primero es De ilusión también se vive, centrado en torno a la popular figura de Santa Claus y que le valió el oscar al mejor secundario al entrañable Edmund Gwenn. El segundo, La mujer del obispo, es un título que parece concebido a rebufo del clásico de Capra, pues comparte con él muchos elementos (e incluso un actor: el niño Bobby Anderson, que encarnaba al George Bailey de doce años). Lo que hace la película —a partir de una novela desconocida para mí— es tomar el personaje secundario del ángel que acudía en ayuda del desesperado protagonista y concederle esta vez el protagonismo, además de reservar el papel a toda una estrella de Hollywood.
El obispo Brougham se siente abrumado por las dificultades para sacar adelante su anhelado proyecto de erigir una catedral, ante la mezquindad de la principal mecenas con la que cuenta, la adinerada señora Hamilton, que quiere que el templo se erija a la memoria de su fallecido esposo. La plegaria que lanza al cielo (ante un cuadro de su proyectada catedral) es escuchada, pues en el acto se materializa en el despacho el ángel Dudley. Sin embargo, el obispo no ha advertido que el problema que Dudley ha venido a resolver no es el de su templo de vanidad, sino el de la desorientación en que ha caído desde que fue promocionado a su dignidad actual, olvidando la sencilla fe e ilusión de su época de párroco de barrio, de lo cual es víctima, ante todo, su esposa, Julia, que se siente abandonada por su marido.
De entrada, La mujer del obispo llama la atención por lo disparatado de confiar el papel de ángel nada menos que a Cary Grant, un actor que en principio difícilmente podía relacionarse con dicho rol. Sin embargo, una de las razones de que, pese a que desborde ñoñería y abuse de estereotipos, resulte una película entrañable y emotiva, es precisamente por la performance del actor, tan inigualable como era de esperar. Al encarnar a su ángel como si estuviera ante uno de sus típicos papeles de galán carismático de tanta comedia, Grant acierta con el necesario registro guasón para que su personaje no cayera en el almibaramiento a que podía prestarse. Su sentido de la ironía funciona tanto hacia dentro de la película como hacia fuera, componiendo una creación tan irresistible que opaca por completo a su partenaire masculino, el habitualmente excelente David Niven, el cual, quizá porque advierte que no puede competir de ningún modo con Grant, realiza una de las interpretaciones más flojas y envaradas de su carrera (el tic de embobamiento y preocupación con que se lleva la mano a la boca resulta muy cargante). El tercer elemento del triángulo, Julia Brougham, está bien interpretado por Loretta Young, una actriz hoy bastante olvidada pero que cuenta con varios papeles adorables en los años 30 y que en su día gozó de un estatus bastante prestigioso. El trío, huelga señalar, está acompañado por un nutrido conjunto de espléndidos secundarios.
Como buen cuento navideño, La mujer del obispo realiza su cántico hacia los buenos sentimientos y la redención personal del modo más sencillo, incluso tópico, incluso maniqueo posible. Sobre todo es el conflicto central (la situación, al borde de la ruptura, del matrimonio Brougham) el más simple, en buena medida por el descuido que abate al personaje del obispo. Ahora bien, justo es señalar la picardía, al borde de la irreverencia, con que juega la trama: el ángel diríase que está embarcado en toda una estrategia de conquista amorosa sobre la mujer del obispo. Dicho de otro modo, Cary Grant hace prácticamente el mismo papel que en tantas películas del subgénero remarriage en que construyó su imagen, solo que en vez de «recuperar» a la mujer que una vez fue suya (Historias de Filadelfia o Luna nueva, por ejemplo), ahora lo que piensa hacer es «robarla». Por supuesto, todo no es sino una estrategia para despertar los adormecidos celos del obispo y conseguir, mediante la hostilidad que acaba sintiendo éste por él, que vuelva a fijarse en su mujer. Que sea profundamente inverosímil que, de todos modos, la esposa se resista a su profundo encanto… es otra cuestión.
La actuación de Dudley sobre cuantos lo rodean divide a los personajes en dos grupos. Por un lado, aquellos a los que, sencillamente, el ángel trae ternura y simpatía, y la mera circunstancia de hacer que ellos, personas vulgares en tareas subalternas, se sientan tratados por primera vez de forma singular ya les basta. Se trata, por tanto, de la criada de la casa, del taxista que se convierte en cómplice de las idas y venidas de Dudley y Julia, o de la monjil secretaria del obispo, y el sistema mediante el cual Dudley llega hasta ellos comienza, precisamente, por hacer consciente su singularidad: los llama por su nombre. Esta ética del nombre propio siempre me ha parecido, por simple que parezca, la mejor lección moral de La mujer del obispo. Es por nuestro nombre por donde comienza nuestra humanidad, y la mejor forma de olvidarla, como bien se sabe, es convertirnos en meros números innominados. A este ateo, que el Cielo sea bien consciente de esto le parece un rasgo entrañable.
El otro grupo está formado por aquellos personajes cuyas vida exige un enderezamiento. Entre ellos, claro, el más importante es el obispo Brougham. Pero también el anciano profesor Wutheridge (el olvidado pero estupendo Monty Woolley, secundario de cierto relieve en los años 40), un sabio especializado en el mundo clásico que, viejo y solo, siente que su vida ha sido un fracaso, lo cual simboliza el hecho de que nunca comenzó la historia de Roma que llevaba anunciando desde su juventud. El ángel resuelve el conflicto de modo muy sencillo: estimulando de nuevo su curiosidad intelectual mediante un macguffin más bien tontorrón (una moneda supuestamente rara que le entrega)… y un buen doping: una botella de jerez que, a modo de cuerno de la abundancia, nunca se vacía y que, se beba de él lo que se beba, nunca embriaga).
Mejor trazado está el conflicto de la señora Hamilton, la altiva mecenas del obispo (Gladys Cooper, quien siempre bordó los papeles de dama ceñuda y antipática: once años después estaría inolvidable en Mesas separadas, curiosamente de nuevo con un Niven mil veces mejor que el de aquí). La ansiedad de esta señora por honrar la memoria de su esposo encierra el remordimiento de que no solo nunca lo amó sino que, por la seguridad que le daba su dinero renunció a su verdadero amor, un músico que se perdió en el olvido. Uno de los momentos más emotivos del film —pese a que se sostiene sobre la cursilería de la interpretación de Cary Grant al arpa… pero es que hasta en semejante labor convence y provoca respeto— es aquel en que la señora Hamilton asiste atónita a la ejecución por parte de Dudley de la partitura que le regaló su verdadero amor muchos años atrás y que nadie salvo ella debía conocer. Por tanto, la cura espiritual de la dama es reavivar el recuerdo de su ternura adormecida.
Por otra parte, La mujer del obispo supone una película imprescindible —sobre todo para quienes la vimos por primera vez en los días de la infancia— de nuestra debilidad por la atmósfera y los ingredientes visuales de las navidades anglosajonas, con su imprescindible estampa nevada, el muérdago bajo las puertas, los sermones de la víspera de Navidad o sus patinadores en lagos helados. Pues bien, con este componente sentimental, el talento de los actores y el cuidado en los detalles que siempre caracterizó toda producción de Samuel Goldwyn, el olvidado artesano Henry Koster —un hombre que en su día debió contar con un alto grado de respeto en la industria: no se olvide que la Fox le confió la primera producción en CinemaScope de Hollywood, La túnica sagrada (1953)— consigue erigirse en el director de orquesta adecuado. Koster cuida de no subrayar en exceso algunos instrumentos sobre otros, midiendo muy bien la destilación de la emociones para que el justificado sentimiento no se convierta en mero alarde lacrimógeno. Y lo consigue, a fuer que sí. Solamente la escena en que Dudley narra a la pequeña Lucy la historia de David y su oveja, convocando poco a poco a su alrededor a todos los habitantes de la casa (que Koster muestra, sin énfasis, por medio de un magnífico encuadre bajo que domina Cary Grant: ver supra) bastaría para acreditar la clave de este film y de muchos otros de Hollywood que debieran ser malos, pero que consiguen perdurar en nuestra memoria por cuestiones que sería muy difícil explicar con racionalidad.
Muchas gracias, mister Scrooge (1970, Ronald Neame)
Cuentan que Charles Dickens es el verdadero inventor de la Navidad. Y si no, el hombre que difundió su imagen más conocida y entrañable (por supuesto, la de las Navidades anglosajonas). Lo hizo gracias al éxito memorable de su Christmas Carol, traducido en nuestro país como el Cuento o la Canción de Navidad, versión esta que prefiero. Su primera publicación tuvo lugar precisamente en las vísperas de las Navidades de 1843, con éxito arrollador. Desde entonces, no podemos evitar pensar que si hay alguna época en que los seres más vilmente encallecidos tienen una oportunidad para la redención… es esta. El avaro Ebenezer Scrooge, con su camisón y su gorro de dormir con borla y su recurrente «¡Paparruchas!», constituyen ya un emblema inmortal del hombre egoísta que todavía mantiene, muy en su interior, una pequeña chispa de bondad, que es avivada gracias al estímulo que suponen unas fiestas en las que procede mirar al pasado con nostalgia y al futuro con esperanza. Ese es el mensaje que el joven escritor (tan solo tenía 31 años, por mucho que el cuento parezca que solo pudo ser concebido por un hombre en la sabia madurez) grabó para siempre con letras doradas en la cultura occidental, por medio de una obra maestra capaz de ser al mismo tiempo intensamente divertida, cáustica (incluso terrible: no en vano tiene atmósfera de cuento de terror) y emotiva, eludiendo la tentación de la moralina por la necesidad de la moral.
Es lógico que, si Dickens es uno de los autores más vertidos al cine de todos los tiempos, su pequeña obra maestra destaque de entre toda su obra por sus adaptaciones al cine. Lo curioso es que ninguna de estas últimas destaca de modo especial: no existe una Canción de Navidad cinematográfica por excelencia, si bien los cinéfilos dickensianos alaban especialmente la versión británica de 1951 que dirigió Brian Desmond-Hurst y que en España creo que no se llegó a estrenar. Como no la he visto nunca, la más destacable para mí sigue siendo Muchas gracias, Mr. Scrooge (1971), cuya particularidad es que es una Canción de Navidad… con canciones.
Cierto, puede que el mundo de las adaptaciones dickensianas hubiera podido seguir pasándose sin una versión musical del inmortal relato, pero tampoco es una idea disparatada, y de hecho, algunos de los mejores momentos de la película se deben a esa inserción de números cantores dentro de la trama que todos conocemos de memoria. No sorprendo a nadie si señalo como el principal responsable de que la película sea como es a Leslie Bricusse, el autor de las canciones (letra y música), amén del guión y de acreditarse también en labores de producción ejecutiva. Bricusse (nacido en 1931), unas veces como letrista y otras como autor completo, está asociado a grandes éxitos del teatro (por ejemplo, Charlie y la fábrica de chocolate, sobre el libro de Roald Dahl que fue llevada al cine en 1971, estrenándose en España con el absurdo rebautizo de Un mundo de fantasía) y del cine (El extravagante doctor Dolittle, de 1967, donde también firmó el guión, o Adiós, Mr. Chips, de 1969, remake del olvidado clásico de 1939). Sin duda, Mucha gracias, Mr. Scrooge es un proyecto en la estela de estas dos, que además no era su primera experiencia dickensiana —en teatro había conseguido un gran éxito en 1963 con una versión musical de Los papeles póstumos del club Pickwick, si bien aquí solo como letrista— y en la que, es indudable, se entregó a fondo.
¿Qué aporta el sustrato musical a la Canción de Navidad? Es evidente que el conjunto de canciones es irregular, en ocasiones incluso ramplón, pero también que ofrecen muy buenos momentos y que, como en los mejores musicales, ayudan a definir situaciones y personajes con sentido de la progresión dramática. Así, el Fantasma de las Navidades Pasadas le hace revivir a Scrooge su pasado y su efímera posibilidad de felicidad gracias al amor de la bella hija de su primer jefe: ella es quien canta Happiness, que acaba revelándose un triste espejismo de plenitud (el actor Albert Finney resplandece de juventud aquí: el resto del film, claro, está caracterizado como anciano) al sustituir Scrooge el amor a la muchacha por el culto al dinero. Del mismo modo, el número I Like Life, canción que entona el Fantasma de las Navidades Presentes, es una buena forma de ilustrar la tesis que los espíritus intentan enseñar a ese avaro acerca del placer de disfrutar y no acumular si más: su letra, sencilla pero efectiva, y su melodía, fácil pero pegadiza, se convierten con facilidad en el leit-motiv espiritual de la película.
El espectacular número colectivo Thank You Very Much, cantado por todos quienes alguna vez padecieron a Scrooge, resulta de una cruel ironía: el Fantasma de las Navidades Futuras es quien lo lleva hasta él, y así el anciano cree que lo están celebrando… hasta advertir que es un cántico de júbilo porque acaba de morir. Otra buena idea es que la explosión final de ansia bienhechora y alegría de vivir por parte del renacido Scrooge se exprese reinterpretando las distintas canciones que a lo largo de la película fueron cantadas contra él, pero dándoles ahora la vuelta de modo muy adecuado, puesto que ya no es el mismo prestamista tacaño e inhumano. Sí, son ideas simples, incluso muy simples, pero es que el original de Dickens también funciona apelando a lo sencillo —eso sí: película y novela sirven para expresar bien la diferencia que hay entre ambos conceptos, sencillez y simpleza, con puntos en común pero que no son, no pueden ser, lo mismo.
Pero, por supuesto, para que todo funcione lo primero era hacer sentir al espectador que, en efecto, está en el escenario que todos asociamos al libro y que los personajes son los de siempre. Identidad visual y convicción en las criaturas que Dickens creó. El gran Albert Finney retoma los rasgos de Scrooge mediante una labor de caracterización propia de la gran escuela de interpretación inglesa, es decir, consiguiendo hacernos creer que ese tipo de gesto agrio y mueca avara que se pasea delante de nuestras narices es Scrooge y no Albert Finney haciendo de Scrooge. Con el punto justo de caricatura que requiere el personaje, despertando al mismo tiempo la debida repulsión y la necesaria compasión, Finney realiza una labor excepcional, fundamental para la suspensión de la credulidad que siempre requiere este tipo de composiciones. Grandes actores le secundan, pero es evidente que hay que destacar a Alec Guinness como el fantasma de Marley, memorable en su impagable caracterización (cargadito de cadenas y con unos movimientos «sobrenaturales» que son descacharrantes).
La dirección artística también brilla con luz propia: el maravilloso decorado de las calles londinenses sabe ser al mismo tiempo un decorado en el sentido más creativo del término y la Londres que todos conocemos. Por eso, ¿cómo no creer que es perfectamente plausible que sus paseantes y sus vendedores ambulantes pueden echar a cantar y a bailar en cualquier momento?
La mayor virtud de este Muchas gracias, Mr. Scrooge es que sabe recoger buena parte del espíritu del original y lo hace con dignidad, la suficiente como para que de nuevo nos sintamos implicados en el destino del avaro Scrooge, de su buen escribiente Bob Cratchit y su hijito inválido Tiny Tim, del buen sobrino que no pierde la esperanza de que algún día su tío acuda a comer con ellos en Navidad, que nos estremezca de delicia ver cómo la aldaba adopta la forma de Marley (que estaba bien muerto, ya se sabe), o de anticipar cómo irán apareciendo los distintos fantasmas o espectros. En definitiva, obra el milagro de que ese cuento que nos han contado tantas veces casi nos asombre como la primera vez, y de que —porque así lo quiso el hombre que lo escribió— los ingredientes de las fiestas navideñas que él incluyó en él nos deban parecer los únicos auténticos, pase el tiempo que pase y se celebren aquéllas en la parte más opuesta del mundo que concibamos: la nieve en las calles, las colgaduras del techo, el abeto en el salón, el muérdago bajo el umbral, los villancicos cantados por los niños en las calles y, sobre todo, sobre todo, los buenos sentimientos como no caben en ninguna otra época del año.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: La mujer del obispo / The Bishop’s Wife. Año: 1947.
Dirección: Henry Koster. Guión: Robert E. Sherwood y Leonardo Bercovici; novela de Robert Nathan. Fotografía: Gregg Toland. Música: Hugo Friedhofer. Reparto: Cary Grant (Dudley), Loretta Young (Julia Brougham), David Niven (Obispo Brougham), Monty Wooley (Profesor Wutheridge), Gladys Cooper (Sra. Hamilton), James Gleason (Taxista). Dur.: 109 min.
Título: Muchas gracias, Mr. Scrooge / Scrooge. Año: 1970.
Dirección: Ronald Neame. Guión: Leslie Bricusse. Fotografía: Oswald Morris. Música: Leslie Bricusse. Reparto: Albert Finney (Scrooge), Alec Guinness (Fantasma de Marley), Edith Evans (Fantasma de las Navidades pasadas), Kenneth More (Fantasma de las Navidades presentes). Dur.: 113 min.
Igual por la sobrecarga audiovisual es por lo que estas películas, que hoy parecen añejas al público general, han sido las grandes olvidadas. De la generación que vivió Solo en casa como filme navideño por excelencia, hemos pasado a la oferta mas variada incluso para los Scrooges que cenan en Nochebuena: lo mismo te encuentras un año viendo Sharknado con los turrones, que quedándote sopa con una repetición de Cachitos de hierro y cromo. Aunque, como decimos en mi casa; «como se nota que es navidad: han vuelto a programar El señor de los anillos».
Estas dos, igual que Qué bello es vivir; las tendré en cuenta. Se me han quedado fuera con el tiempo debido a mi falta de visionado de cime clásico, pero por suerte todavía quedan unos cuandos dias para poder hacer programas dobles.
Hace mucho que he dejado de estar atento a las programaciones navideñas de cine, porque ahora puedo programarme yo mismo lo que quiero ver (esa es casi la gran diferencia entre mi infancia y ahora mismo), pero supongo que los clásicos de toda la vida siguen emitiéndose en algún canal cualquiera de estos días. Entonces, eso sí, eran películas de sábado por la tarde: comías, pasabas dos horas estupendas, merendabas pan con nocilla y te ibas a jugar a la calle. Por la noche, con suerte, igual tocaba otra buena peli en la tele.
P.D. ¿Sharknado??? No parece un clásico del tipo de los que hablamos, pero el nombre promete jaja.
Hace un montón de años vi en la tele «Qué bello es vivir» y me gusto muchísimo. Era yo un crío sin espíritu crítico. Con los años he llegado a aborrecer el género nadideño, tan comercial, falso y melifluo. Parece como si todos tuviéramos que estar contentos por decreto y que «Hª de dos ciudades» de Dickens ya no existiera. Con los años aún es peor porque cuando llega el anuncio de «Vuelve a casa, vuelve por Navidad..» resulta que uno ya tiene varias personasque no volverán porque murieron. Lo único que justifica este fenómeno es la alegría de los niños. No hay nada más triste que un niño triste en Navidad. Daría no sé qué por volver a ser un niño y poder ver a mi madre haciendo la cena de Nochebuena…
Feliz Navidad, José Miguel.
Regí
Como es lógico, una cosa son las navidades «reales» (¿existe de verdad la realidad como concepto absoluto?) y otras las subjetivas que cada uno vive según le va en la vida. Y con el paso de los años y el aumento de las ausencias (o sencillamente, que todo es irrepetible: solo las ficciones siempre son iguales) se añaden nuevos factores que nos alejan más y más de nuestros viejos recuerdos de la infancia. Ahora bien, mientras «consumo» esas películas o esos libros, se apodera de mí la completa convicción de los autores en lo que están contando, por tópico o sentimental que sea. Esa es su magia. Y luego, volvemos a la vida.
Un abrazo y feliz navidad, Regí.
Como sabes, el s8uper pesimista Arthur Schopenhauer afirmaba que lo único que puede consolarnos es el arte y la compasión hacia los que sufren más que nosotros.
Que tengas buen año y nos sigas delieitando con tus escritos.
Regí