Las películas de Waldemar Daninsky (I)

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La marca del hombre lobo, posterAcercarse a la filmografía de Waldemar Daninsky ofrece el mismo problema que el resto del cine de horror español en el espacio comprendido entre 1968 y 1983 —la etapa «clásica» del fantaterror, enmarcada precisamente por el primer film del licántropo y el último antes de su resurrección ya fuera de época—, es decir, la imposibilidad, para quien conoce y ama el cine al que pretendía remitirse (de los terrores góticos de la Universal a los de la Hammer y la escuela italiana, pasando por los horrores contemporáneos de los años 70, con zombis, exorcismos y demás), de aceptar la miseria presupuestaria, la falta de atmósfera, la inconsistencia de los intérpretes, la nulidad de los directores y, en general, la ausencia de la necesaria convicción en sus creadores para creerse lo que le están contando, algo básico en todos los géneros, pero fundamental en el terror de bajo presupuesto. Es evidente que el único que creía en lo que quería contar era el mismo Paul Naschy, y es cierto que eso otorga a su figura un cierto aire quijotesco. Pero también lo es que él mismo minó el suelo que pisaba, primero con su incapacidad como guionista y su falta de la necesaria presencia para ser un «rey del terror» al estilo de sus venerados Boris Karloff o Bela Lugosi, por no hablar de Christopher Lee, y después con las antipáticas debilidades de su cine: la egolatría sexual, el machismo que no la misoginia, la simplicidad ideológica o la falta de una concepción verdaderamente personal del género. Aun así, el ciclo Daninsky, con sus grandes desaciertos y sus pequeñas virtudes, sobre todo cuando se consume de un tirón y permite apreciar la corriente subterránea que mana debajo de la zafiedad visual de la mayoría de sus películas, posee el atractivo de los universos absolutistas organizados por un demiurgo tan convencido de su capacidad divina que acaba contagiando cuando menos una pequeña chispa a quien se asoma a ellos. En la medida de lo posible, es por aquí por donde intentaré explorar la serie.

Antes de pasar a las películas, solo quiero recordar apresuradamente que la mirada de Jacinto Molina sobre el mito del hombre lobo deriva de la trazada en los films que la Universal dedicó al personaje de Larry Talbot encarnado por Lon Chaney jr. Es decir, al contrario que otros monstruos como el de Frankenstein o el de la momia (en este caso, con excepciones, como la primera encarnación a cargo de Boris Karloff), sin identidad fuera de su condición de engendro, las historias giran en torno a esa personalidad humana, razonable, trágica, que porta al monstruo en su interior, impotente ante esa bestia que se apodera de él. Un planteamiento lógicamente bañado en fatalismo romántico, que Naschy enfocó siempre del mismo modo: el encuentro con una mujer que queda arrebatadamente enamorada de él y que será la única capaz de garantizar la salvación de su alma al morir a sus manos. Y que desarrolló, con alguna mínima excepción, bajo la forma del cóctel de monstruos, oponiendo a su criatura con otras del rico acervo del terror.

Waldemar Daninsky nació en La marca del hombre lobo (1968), film dirigido por un director madrileño, Enrique L. Eguiluz, que después de una película más no volvió a dirigir otra obra de ficción. (Para las circunstancias relacionadas con su preparación, ver mi anterior artículo sobre el personaje.) Se trata de una película sobre la que flota cierto aire de asepsia, que la libra del entusiasmo ditirámbico o la crítica implacable del resto de títulos del film, quizá porque, hay que decirlo, hay en ella una dignidad mínima, un presupuesto ajustado, una elaboración visual aceptable (sobre todo la fotografía de Emilio Foriscot) y, en lo posible, los defectos típicos del ciclo están más soterrados. Lo cual no quita que sea una película muy aburrida y sin la necesaria elaboración, esto último por culpa del esquemático guión de Molina.

La aparición de la pareja vampírica formada por Aurora de Alba y Julián Ugarte

La historia se divide en dos partes: la primera narra la conversión de Waldemar en hombre lobo tras ser mordido por un licántropo a quien liberan de la muerte unos gitanos, y en la segunda (mientras él y sus amigos buscan una cura) aparece una pareja de vampiros que no se sabe muy bien a qué viene pero que da pie al esperable match final. La acción transcurre en un vago escenario centroeuropeo de lo más completo en cuanto a ubicaciones góticas: tiene un castillo, una mansión señorial abandonada con su panteón (que es donde se encontraba el cuerpo maldito del primer licántropo que morderá a Waldemar: como si fuera un vampiro, resucita al quitársele la cruz de plata que atravesaba su cadáver incorrupto) y un monasterio con subterráneos del que se nos informa que estaba habitado por monjes que hacían prácticas satánicas y que será donde transcurra toda la parte final. Molina respeta en esta primera mitad de la película los parámetros del viejo clásico de la Universal El hombre lobo (1941), pero el mayor de los envaramientos preside todo su desarrollo, empezando por su propia interpretación: el súbito amor que la muchacha protagonista desata sobre él o cuanto tiene que ver con el desencadenamiento de la maldición resultan muy esquemáticos, y por tanto carecen del menor interés.

En la segunda mitad aparece ya el delirio inconsecuente de los guiones del ciclo, y el interés sube algo. El cual se debe por completo al malsano carisma —casi inédito entre los intérpretes que practicaron el género en España— que poseen los actores Julián Ugarte y Aurora de Alba encarnando al matrimonio vampírico que es incautamente reclamado por Waldemar, creyendo que poseen la clave de su curación. Afilado e inquietante él, altiva y al mismo tiempo exhibiendo el más completo descaro sensual ella, los dos actores transmiten tan fuerte magnetismo que casi hacen pasar por alto la completa inconsistencia de su presencia en la trama. Por ejemplo, su entrada en escena supone uno de los pocos momentos genuinamente fantastiques del ciclo: de noche, en medio de la solitaria estación de tren donde se les esperaba, sin embargo diríanse que no han bajado del tren sino que se han materializado súbitamente en medio de la niebla que invade el lugar.

Diversas fuentes —comenzando por el propio Naschy en alguna entrevista, si bien es significativo que en su autobiografía, aun mencionando el film, no se detenga en ella en absoluto— indican que ese mismo 1968 se realizó, parece que de modo muy raudo, una primera secuela rodada en París y con capital mayoritariamente francés bajo el título de Las noches del hombre lobo. Dirigida y coescrita por un tal René Govar, la muerte en accidente de su director y presuntos problemas con los derechos del material filmado hicieron que la película quedara retenida no se sabe dónde y no llegara a estrenarse.

Los monstruos del terrorDescontado este film fantasma, la segunda aparición de Waldemar Daninsky es, casi, una aventura fuera de ciclo. La película que la alberga, Los monstruos del terror (1969), es una coproducción hispano-italo-alemana que cuenta el intento de invasión de la Tierra por parte del enviado de un lejano y moribundo planeta, papel para el que se reclutó, en un intento de otorgar dignidad al producto, al excelente y ya anciano actor norteamericano Michael Rennie, el protagonista del viejo clásico Ultimátum a la Tierra (1951). Al invasor no se le ocurre mejor plan que aprovechar las supersticiones de los terrestres reclutando a los monstruos clásicos del terror (la nómina la extrae de un antiguo libro que lleva —en sonoro inglés, que no en latín ni idioma arcano alguno— el muy poco erudito título de Antología de monstruos): nada menos que al hombre lobo, a la momia, a un vampiro con la piel de color gris ceniza (Drácula no debía estar disponible) y al monstruo de Farancksalán (sí, leen bien: por motivos de derechos no se pudo utilizar el nombre de Frankenstein, aunque su apariencia no deja lugar a dudas).

Cualquiera que lea esta reseña pensará que la película no pretendía otra cosa que ofrecer un mejunje entre jocoso y pop sin más intenciones que hacer pasar un buen rato a la chiquillería en los cines de barrio de la época. Pues bien, lo increíble es que el guión carece del menor sentido del humor y se lo toma todo con una seriedad tremebunda, para acabar ofreciendo el muy satisfecho mensaje de que los seres humanos nunca seremos un objetivo fácil para ningún invasor extraterrestre (¡repito, va en serio!) porque lo que en apariencia es nuestro punto débil, las pasiones, en realidad es lo que nos da más fuerza. Así, el conjunto de marionetas que intenta utilizar el invasor extraterrestre (de varios muertos revividos al hombre lobo) terminará por rebelarse contra él en nombre del amor que unos acaban sintiendo por los otros.

Claro, el guión pertenece al mismo Jacinto Molina (lo que denota que la película anterior le había situado bien en la industria) y resulta lógica la completa falta de sutileza, el gusto por el encuentro entre monstruos y la ausencia de elaboración en el desarrollo de la trama. En lo que respecta a su personaje, se advierte que él es el guionista en cuanto que es el único de los monstruos que recibe una mínima atención y que, además, enseguida se pasa al bando de los buenos. Molina integra en esa trama delirante el mismo tipo de argumento de todo el ciclo, y a ratos da la sensación de que el resto le importaba poco. En este segundo guión ya puntualiza el leit-motiv básico del resto de películas: la única forma no ya de morir sino de que su alma descanse es que quien lo mate sea una mujer que lo ame tanto que sea capaz de morir por él. Y como es tan literal, eso es lo que sucederá al final: su amada (nuevo mérito: se enamora locamente de él… pese a que su voluntad está dominada por el invasor) le dispara las balas de plata y él, en su agonía, le destroza el cuello. Todo ello para proporcionar el plano final de los dos cadáveres yaciendo juntos y cogidos de la mano. Una última cuestión: el film ofrece el peor de los maquillajes lupinos que Naschy sufrió jamás, pues más que lobo parece un simio del planeta homónimo… encima ataviado con una barba de profeta que no tiene precio contemplar.

La furia del hombre loboEl siguiente título, La furia del hombre lobo (1970) tiene una considerable mala fama, que el mismo Molina, en sus memorias, se encarga de atizar debido a sus quejas acerca del director que tuvo que sufrir. Comenzado por el mismo Enrique L. Eguiluz, fue sustituido al poco por José María Zabalza, un habitual de la serie Z mediterránea, a quien el actor acusa de afrontar el rodaje en estado de embriaguez y de mostrar una completa desidia que provocó que el material rodado no fuera suficiente y hubiese que rellenar metraje con planos y escenas extraídos de La marca del hombre lobo. Desde luego, esto demuestra la completa falta de respeto hacia la inteligencia del espectador por parte de los productores del spanish horror, en cuanto que no hace falta haber visto esa película para reconocer los remiendos: basta con advertir que el hombre lobo troca de pronto su camisa negra por una blanca.

Es cierto: La furia del hombre lobo es una de las películas más chapuceras de la saga y no solo por esos zafios insertos sino por un montaje que parece efectuado a hachazos, la falta de raccord de numerosos momentos, la selección musical (que pasa de Bach a la música de ascensor) o una parte final en que ya se riza el rizo de la inconsecuencia narrativa y argumental. Y sin embargo, entre líneas deja entrever que nos encontramos ante el planteamiento más personal y coherente de todo el ciclo, que pudo haber deparado una película incluso apasionante. Pues Molina aborda su típica historia mediante una mirada singular: la del melodrama desatado en su acepción más mediterránea cuyo paroxismo emocional acaba exigiendo el ingreso final en otro género, en este caso el terror (idea no tan descabellada: aunque parezca petulante la comparación, el mismo concepto se encuentra en otros melos como Cuando ruge la marabunta, cuyo crescendo pasional acaba desahogándose bajo la forma de la aventura con amenaza animal, o Johnny Guitar, bajo los tópicos del western). Así, la trama entrecruza a diversos personajes, cada uno enamorado de una persona distinta a aquella que lo ama y sin aceptar la pérdida, lo cual acaba desencadenando el horror: una esposa adúltera que intenta asesinar a Waldemar y acaba destrozada por su alter ego lupino; una científica que ha desarrollado una técnica para dominar la mente humana y que, perdidamente enamorada de Waldemar, la utiliza para devolverle la vida después de una primera muerte y después para intentar convertirlo en su esclavo, del mismo modo que hará con la esposa de éste, transformada a su vez en mujer loba…

Por primera y única vez, además, se observa un intento de crear atmósfera mediante distintos elementos: el uso de la lluvia y la tormenta en los momentos en que estalla la tensión, a modo de proyección de las turbulencias interiores de los personajes; el inteligente propósito de narrar el origen de la maldición en off: en el arranque del film, Waldemar ha llegado de una expedición al Tibet de la que ha sido el único superviviente tras un encuentro con un monstruo (el yeti) del que recuerda solo retazos a modo de pesadilla (excelentes las sobreimpresiones de los expedicionarios avanzando entre la nieve sobre el rostro convulso del a duras penas dormido Waldemar)… El tercio inicial del film es posiblemente lo mejor de todo el ciclo Daninsky y es una pena que su sentido del arrebato se vea poco a poco rebajado y sustituido por el clásico mejunje argumental atropellado a partir del momento en que todos los personajes acaban recluidos en la mansión donde la mad doctor del film hace sus experimentos, aun cuando a ratos todavía se ofrece algún momento sugerente, evocador por ejemplo del gran clásico francés Ojos sin rostro (1959, Georges Franju).

Hay que señalar, por último, que el film cuenta también con la mejor interpretación femenina de toda la saga, la de la mexicana Perla Cristal en el papel de la villana, dueña de un fulgor y una intensidad que eclipsan por completo al otro personaje femenino (y es que, como siempre, todas se enamoran de Waldemar), la dulce y sumisa amada del protagonista. En otro rasgo de ingenio, y cuando todos esperábamos que fuera ésta la que matara a Waldemar, salvando su alma, en el final será la malvada doctora la que, agonizando después de recibir el ataque del licántropo, le dispare a bocajarro las balas de plata, arrastrándose con su último estertor para morir a su lado. Así, esta idea, tan formularia en otros títulos de la saga (por ejemplo, en Los monstruos del terror) aquí posee una belleza maldita que hace lamentar que toda la película no esté a la altura de sus mejores momentos.

La noche de Walpurgis, el film de mayor éxito de Paul NaschyY es que el resultado no gustó nada a sus productores, que guardaron la cinta en el armario, hasta el punto de que la estrenaron después de que el siguiente film del ciclo llegara a las pantallas y obtuviera un éxito enorme, el mayor de todo el spanish horror (con la excepción de La residencia, de Narciso Ibáñez Serrano, pero es evidente que este film «jugaba» en otra competición), que es el que de verdad desencadenó el boom del género. Se trata de La noche de Walpurgis (1971), todavía hoy el film más reputado de la filmografía de Waldemar Daninsky, y yo me pregunto por qué, puesto que es de una mediocridad considerable, hasta el punto de que es quizá el paradigma más completo de los defectos habituales de las películas del ciclo: una trama formularia; una supuesta ambientación en tierras extranjeras (aquí, el norte de Francia) cuyos paisajes no pueden ser más españoles; unas relaciones entre personajes propias de fotonovela; la carencia absoluta de atmósfera fantastique; unos antagonistas del monstruo tan carentes de interés como él; una desidia técnica completa cuyo ejemplo más notorio son esas escenas de noche americana mal disimuladas que dejan bien claro que están rodadas de día; la inclusión de elementos de erudición que no surgen fluidamente de los hipotéticas conocimientos o investigaciones de los personajes, sino que el guionista cree que con su sola mención ya impone un aire de misterio gótico sobre la historia…

Pero sobre todo, la tremenda trascendencia, la increíble seriedad de todos y cada uno de los momentos de la película. El cine de Jacinto Molina nunca conoció el sentido del humor (y buena falta que le habría hecho), pero menos todavía la ligereza o la distensión: los personajes todo el tiempo están embargados por la mayor gravedad, sin esbozar una sonrisa, sin permitirse un momento en que no sufran.

Buena parte del prestigio que tiene esta película se debe al supuesto impacto de la antagonista ideada por Molina: un trasunto de la famosa condesa Bathory —de moda entonces en el cine de terror internacional; en España se le dedicó otra película, muy distinta a ésta y muy estimable, Ceremonia sangrienta (1972). Molina le cambia el nombre, no se sabe muy bien por qué (en posteriores películas la reaprovecharía, ya sin Patty Shepard, con su aire a Barbara Steeleocultarla bajo ningún rebautizo), nada menos que por el de Wandesa Dárvula de Nadasdy, y la convierte ya directamente en vampira (¿Dárvula a modo de Drácula?), y además lesbiana. Entre los aficionados está especialmente reputada la encarnación que del personaje hizo la actriz norteamericana, afincada en España, Patty Shepard, cuya belleza lánguida, en efecto, encarnando un personaje tan (supuestamente) perverso, consigue cierto efecto morboso, amén de recordar físicamente a una de las grandes musas del terror de todos los tiempos, la inglesa Barbara Steele (la obra maestra que la reveló, La máscara del demonio, de 1960, es plagiada en varias ocasiones a lo largo del film). Pero choca con la evidente desgana de la actriz, poco experta en el género, y del cansino efecto visual con que el director argentino León Klimovsky se empeña en hacerla aparecer siempre: al ralentí, brincando literalmente de la mano de la joven a la que ha poseído y en más de una ocasión entre efectos de niebla. La primera vez es eficaz, pero una vez se comprueba que es una fórmula, hastía. Hay quien habla de evocación de la genial Vampyr, la bruja vampiro, del danés Dreyer, pero mejor no insistir en ello…

Sin que llegue a explicarse nunca muy bien por qué, la resucitada condesa está esperando a la famosa noche de Walpurgis —antigua celebración pagana en la que se creía que se producía la gran reunión anual de las brujas: es la noche del 30 de abril al 1 de mayo— para hacer una ofrenda al diablo (¡cuya forma se entrevé en sombras, mas como si fuera un disfraz de carnaval, con sus cuernos y todo!) y así desatar su poder para siempre sobre la Tierra. Es el momento en que tiene lugar el imposible match entre el hombre lobo y la bruja, filmado por Klimovsky de manera frontal (y al ralentí, claro), de tal modo que es imposible creérselo. Vencedor Waldemar, es entonces cuando su amada le clava en el corazón la Cruz de Mayenza, esa daga de plata con forma de cruz que es aportación personal de Naschy, y que había arrancado del cadáver de la condesa, provocando su resurrección (junto a la sangre de la herida de la muchacha que cae sobre su boca). Vamos, que Waldemar es el responsable de sus propios crímenes y de los de la mujer vampiro que se movía a cámara lenta. Idea sobre la que, por desgracia, no se hará luego la menor mención, como si nada hubiera tenido que ver: es lástima que Molina no supiera ver las posibilidades fatalistas de sus mejores ideas.

La marca del hombre lobo

FICHA DE LAS PELÍCULAS

La marca del hombre lobo (1968). D: Enrique L. Eguiluz. G: Jacinto Molina. F: Emilio Foriscot. R: Paul Naschy (Waldemar Daninsky), Dianik Zurakowska (Janice), Julián Ugarte (Dr. Janos Mikhelov), Aurora de Alba (Wandessa Mikhelov). D: 88 m.

Los monstruos del terror (1969). D: Tulio Demichelli. G: Jacinto Molina. F: Godo Pacheco. R: Michael Rennie (Dr. Warnoff), Karin Dor (Maleva), Craig Hill (Inspector Tobermann), Patty Shepard (Ilsa), Paul Naschy (Waldemar Daninsky). D: 85 m.

La furia del hombre lobo (1970). D: José María Zabalza. G: Jacinto Molina. F: Leopoldo Villaseñor. R: Paul Naschy (Waldemar Daninsky), Perla Cristal (Dra. Wolfstein), Verónica Luján (Karen). D: 90 m.

La noche de Walpurgis (1971). D: León Klimowsky. G: Jacinto Molina. F: Leopoldo Villaseñor. R: Paul Naschy (Waldemar Daninsky), Patty Shepard (Wandesa Dárvula de Nadasdy), Gaby Fuchs (Elvira), Barbara Capell (Genevieve), Andrés Resino (Inspector). D: 85 m.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Las películas de Waldemar Daninsky (I)

  1. Renaissance dijo:

    Ese dramatismo que siempre mantienen todos los personajes de Naschy es algo que juega mucho en su contra…Sobre todo en cosas como La rebelión de las muertas, aunque no es del ciclo del hombre lobo, y en el caso de las del licántropo, Los monstruos del terror. No puedo imaginarme ninguna manera de enfocar el argumento de esta película sin incluir una gran carga cómica o irónica, que aquí falta.

    • Pues sí, ni los mayores admiradores de Molina pueden defender que haya el menor sentido del humor o de la ironía en sus guiones: todo es de una gravedad tremebunda, y claro, requiere una credibilidad tan absoluta que a la menor grieta las risas las pone quien menos tenía que ponerla, el espectador.

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