Las islas del doctor Moreau

Portada de la entrañable edición de La isla del dr Moreau en Tus Libros, de AnayaH. G. Wells publicó su novela La isla del doctor Moreau en 1896, después de haber publicado el año anterior La máquina del tiempo y La visita maravillosa. En esos años prodigiosos del final del siglo XIX, el joven autor todavía daría a la imprenta sus otras dos míticas novelas, El hombre invisible (1897) y La guerra de los mundos (1898), además de varios libros de cuentos, y abriría la nueva centuria con Los primeros hombres en la luna (1902). Como bien diría mucho después Borges, gran admirador suyo, el conjunto de obras con que inició su carrera forman un corpus irrepetible, por más que Wells seguiría siendo un autor muy prolífico hasta su muerte en 1946: pero aunque todavía gozaría del favor público en buena parte de esa trayectoria, lo cierto es que lo que sobrevive de la misma son sus libros iniciales. En ellos, y bajo el nervio de un narrador sobrio y a la vez sugerente, Wells supo servir un conjunto de excelentes planteamientos de ciencia-ficción mediante los cuales desarrolló toda una visión particular del ser humano, de sus ambiciosos anhelos y de sus mucho más modestos logros. Como bien se sabe, la mayor parte de esos escritos ofrecen un sombrío panorama sobre el hombre, tanto más melancólico cuando viene servido por un fervoroso convencido del progreso humano.

El argumento de La isla del doctor Moreau es bien conocido: un náufrago, Pendrick, va a parar a una pequeña isla del Pacífico que no figura en los mapas y que gobierna un científico desaparecido mucho tiempo atrás de la faz de la tierra, después de causar gran escándalo en Londres a causa de los experimentos con animales en los que ha intentado probar sus avanzadas teorías. Con la única compañía de otro británico, Montgomery, un antiguo estudiante de medicina que tuvo que huir de la civilización «por diez minutos de locura», Moreau ha creado un particular dominio en esa isla: valiéndose de sus conocimientos fisiológicos y bioquímicos, ha transformado a una serie de animales en individuos más o menos antropoides, a veces acelerando la evolución de una especie singular hacia la apariencia humana, en otros casos fundiendo características de distintos animales en una criatura. Como es lógico, Pendrick va descubriendo todo esto de modo gradual, mediante un crescendo atmosférico que es quizá el gran logro de Wells, y que es lo que permite la pervivencia de una trama que, a estas alturas, poco puede sorprender. Así, el horrorizado Pendrick asiste a la parodia de sociedad que Moreau ha creado, y dentro de la cual ejerce un papel supuestamente humanizador la imposición de «la Ley»: un recitado de sentencias bajo la apariencia de una pagana ceremonia religiosa en la que los hombres-bestia afirman primero unas normas (no comer carne, no caminar a cuatro patas, no cazar a otros hombres) pues, repiten, «¿Acaso no somos seres humanos?» y después reverencian a su particular Dios, Moreau, pues «suya es la Mano que crea, suya es la Mano que hiere, suya es la Mano que cura», como se narra en uno de los capítulos culminantes de la novela.

Portada de la primera edición inglesa de The Island of Dr. MoreauEste argumento da pie a Wells para efectuar una parábola de la sociedad como una entidad que solo genera monstruos, a los cuales se intenta mantener pasivos y acríticos hacia las injusticias y los privilegiados, utilizándose para ello normas arbitrarias cuyos creadores son los primeros que las incumplen o credos religiosos que mantengan al hombre en la ignorancia. Por supuesto, también para denunciar —en ese positivista ocaso del siglo XIX— el horror de una ciencia sin ética, algo tanto más encomiable en cuanto que Wells fue un materialista convencido. La conclusión de Wells es todavía más pesimista que en otras novelas suyas (como La máquina del tiempo), sin que ese pesimismo se vea temperado por la melancolía humanista que impregna esa obra maestra con la que inició su carrera. De hecho, ni siquiera tiene necesidad de convertir a su doctor Moreau en un genio del mal sino en un homo superior impasible al sufrimiento que genera su propósito de ordenar el universo (la sociedad) según sus principios —y que simboliza el significativo nombre que él mismo ha dado al laboratorio donde modela a sus criaturas: la Casa del Dolor.

El Moreau literario encuentra la muerte mucho antes de que termine la novela: lo mata una de sus criaturas como símbolo de su fracaso, puesto que el científico, por mucho que intente alterar la naturaleza, no consigue evitar la regresión que sus humanimales acaban sufriendo, debido a la llamada superior del instinto, en lo que supone un (involuntario o no) terrible presagio por parte de Wells de las revoluciones del siglo XX: el precio que han de pagar las víctimas por rebelarse contra sus injustos amos ha de estar marcado por la sangre y el sufrimiento, y en ningún caso de ese levantamiento contra su Dios podrán extraer beneficio alguno.

El cine se fijaría en la novela por lo menos tres veces, ciertamente espaciadas, a lo largo del pasado siglo, siempre en el seno del cine norteamericano. Todas ellas, pese a su fidelidad general al argumento del autor, lo alterarían de modo fundamental, y lo curioso es que cada una perpetuaría las variaciones propuestas por el film previo, como si constituyeran entre sí una cadena bien eslabonada. La principal modificación ya la fijó la primera adaptación, la de Kenton. Consiste en un elemento muy típico de Hollywood, esto es, la inclusión de una criatura femenina entre los seres urdidos por Moreau, pero que, justo es reconocerlo, al menos en las mejores adaptaciones de la novela, constituye todo un acierto. Del mismo modo, el papel del náufrago —por cierto, ninguna película respeta su nombre original de Pendrick, tal vez por ser considerado «raro», proponiendo uno distinto cada vez— también sería alterado, pues de ser un testigo privilegiado de la caída de Moreau pasará a ser víctima de sus experimentos.

La isla de las almas perdidas (1932, Erle C. Kenton)

Cartel de La isla de las almas perdidas, centrado en la Mujer PanteraEn los albores de la edad de oro del cine de terror surgida con el éxito de las primeras películas de la Universal, la Paramount decidió sacar adelante su propia producción dentro del género, muy influida por aquellas. De hecho, esa influencia es uno de sus grandes atractivos: como bien se ha dicho, la película mezcla elementos de El doctor Frankenstein con otra obra menos conocida pero de justificado culto (si bien producida por la RKO) titulada El malvado Zaroff, asimismo ambientada en una isla cuyo dueño, en apariencia inteligente y sofisticado, esconde a un monstruo dispuesto a retorcer todas las leyes de la hospitalidad hacia los incautos huéspedes que llegan a sus manos y que correrán múltiples peligros en la impenetrable jungla que nace a pocos pasos de su lujosa morada. La primera gran modificación que realiza el film sobre la novela es la conversión de Moreau en un mad doctor genialoide que no sólo no tiene el menor escrúpulo moral en su papel de dios sino que actúa de modo conscientemente artero para engañar a cuantos le rodean. Huelga decir que Charles Laughton, como es natural, realiza toda una exhibición de egolatría autosatisfecha y de excesos al borde de la caricatura, que han hecho muy popular este papel entre los cinéfilos. (Por cierto, que el rebautizo del título original, por una vez, no es de la distribución española sino que viene de origen… y desborda fuerza evocadora.)

Y es que hay que distinguir rápidamente: como adaptación de Wells, la película, pese a contener algunos elementos prometedores, no está a la altura del original; pero como caja de resonancia de terrores cinematográficos, no tiene precio. El mismo Wells renegó de la película cuando la vio (y la censura británica, de modo involuntario, le prestó el servicio de que tardara mucho tiempo en ser estrenada en su país natal), irritado por las alteraciones argumentales de la Paramount. La principal, ya se ha dicho, es que Moreau ha creado un ser femenino, Lota, la Mujer Pantera —de modo incongruente (esto se repetirá en todos los títulos), le ha salido bellísima, cuando todos sus engendros masculinos son a cuál más feo—, cuyos encantos humanos decide probar obligándola a seducir a Parker (nombre que aquí recibe Pendrick).

Kathleen Burke como la Mujer PanteraEn sí mismo, este planteamiento podía haber resultado prometedor, y justo es reconocer que permite notables sugerencias de sexo perverso, en buena medida gracias a la fotogenia animal que desprende la actriz Kathleen Burke. De hecho, las secuencias entre Parker y Lota tienen una gracia primitiva, un erotismo nada subterráneo, que no es de desdeñar, en especial la escena de seducción en el jardín en que la muchacha consigue progresivamente atraer la atención del galán, que lee un libro en el que espera hallar la forma de huir de la isla —y que, muy simbólicamente, acaba siendo arrojado al estanque al borde del cual juegan—, hasta que éste no puede resistir más y la besa con pasión… para descubrir, al ser abrazado con vehemencia por ella, que sus uñas son garras, revelando así su verdadera naturaleza. Y es que, como luego harán las otras adaptaciones, el guión respeta la idea de que las criaturas de Moreau acaban cayendo en regresión hacia su estado primitivo, lo cual, en el caso del bello personaje femenino, resulta más trágico.

Es una pena que el guión de la película sea tan ramplón, entre otras razones por incluir otro personaje femenino, la prometida de Parker, que también se presenta en la supuestamente inaccesible isla, la cual acaba convertida en un espacio más transitado que el castillo de Drácula. Esto no solo no aporta nada de interés al argumento —pero sí belleza: es sugerente el contraste entre las dos actrices, una regla de oro de toda película de horror donde hay doble papel femenino—, sino que está a punto de hacerlo caer en el puro disparate. Al menos, el personaje del capitán que llega con esta muchacha sirve para que, al ordenar Moreau a sus hombres-bestia que lo maten, estos se planteen que, al quebrantar el amo sus propias leyes, ya no le deben más obediencia («No Law More!», es su grito de guerra, ciertamente sobrecogedor: el Recitador de la Ley es interpretado aquí por un Bela Lugosi que de no ser por su muy característica dicción habría pasado inadvertido detrás de su espeso maquillaje facial).

Y es que, como ya señalaba, la fuerza visual de las imágenes de La isla de las almas perdidas acaba compensando la endeblez dramática de la propuesta. El poco conocido artesano Erle C. Kenton aprovecha muy bien el expresionista trabajo de luz para exhibir un notable sentido de lo bizarre, que estalla incontenible en la explosión de violencia final en que perece Moreau. De hecho, su ajusticiamiento final constituye uno de los momentos más terriblemente sádicos de toda la historia del cine: mientras algunos de los hombres-bestia lo retienen en la mesa de operaciones donde todos sufrieron gran dolor, otros destrozan la vitrina de los aparatos de cirugía y, bien aprovisionados de toda clase de bisturíes e instrumentos de cortar, se dirigen a darle a su creador una dosis de su propia medicina…

La isla del doctor Moreau (1977, Don Taylor)

Cartel de La isla del dr Moreau, versión de 1977Treinta y cinco años después de la primera versión fue estrenada la segunda que en su momento gozó de cierta repercusión (sobre todo por los memorables maquillajes de los hombres-bestia, obra de John Chambers, el responsable de esta misma labor en El planeta de los simios) pero que se ganó enseguida una mala prensa que ha acabado convirtiéndola, en la memoria, en algo así como una película maldita muy difícil de poder revisar. Y la sorpresa es que, si se hace, revela una adaptación de lo más estimable, que además puede presumir de un elemento mediante el cual supera netamente a los otros dos títulos: un guión coherente, que nace de la considerable sencillez con que retoma la historia de Wells, respetando sus líneas generales (por ejemplo, el punto de vista subjetivo del náufrago, ahora llamado Braddock, haciendo que incluso éste tarde en descubrir lo que pasa en la isla a la que ha llegado) pero sabiendo verter novedades con tanta modestia como convicción.

Ante todo, el planteamiento elige centrarse en uno de los aspectos de la novela de Wells y jugarlo a fondo: la ética de la ciencia. El científico que el ya maduro Burt Lancaster encarna de modo magnífico —proponiendo sin duda al mejor Moreau de la pantalla— no necesita cargar las tintas en ninguna sobreactuación de fáciles reminiscencias siniestras. Es un hombre sin duda obsesionado con dominar la remodelación de la materia que es el objeto de estudio de toda su vida, pero de entrada no necesariamente malvado (ayuda a ello, claro, la expectativa inicial que Lancaster despierta en el espectador acostumbrado a sus roles positivos). De ahí lo escalofriante, por coherente, que resulta ese giro inesperado en que cae cuando su frustración como científico —ya lo conocemos: sus hombres-bestia, después del éxito inicial de su transformación, acaban entrando en regresión y retornando a su estadio animal— lo decide a utilizar al náufrago que el azar ha puesto en sus manos como nuevo campo de pruebas, para realizar el experimento contrario y convertirlo en una bestia. «Cuando se estudia la naturaleza, hay que ser despiadado como la naturaleza», es su fría justificación. Y la caída de Moreau se producirá no por su quebrantamiento de la ética médica (en esa isla, ese concepto ni siquiera se plantea), sino por su violación del código legal que había dado a sus creaciones, que lo ven derramar sangre, la de su sicario Montgomery (a quien además mata a traición, por la espalda).

El plano final de Barbara Carrera en La isla del dr. MoreauCon estas cartas, el personaje femenino reviste un considerable interés, y la relación entre ambos está muy bien trazada. Con la ayuda de ese adecuado telón de fondo que es la lujuriosa jungla tropical y la sensualidad de la actriz (una guapísima Barbara Carrera, a cuyo lado incluso Michael York molesta menos que en otras ocasiones), hasta el oscuro artesano Don Taylor parece contagiarse y resuelve de modo inspirado la escena del primer encuentro sexual entre la pareja, mediante acertados encuadres de la muchacha frotándose sensualmente sobre el torso del hombre al que ofrece su espalda (proponiéndose así una curiosa variante de la escena similar, ya comentada, de la película de Kenton), que concluye con un buen movimiento de la cámara hacia la ventana, por entre cuyas persianas descubrimos que Moreau, abajo en el patio, es consciente de la situación, quién sabe con qué fines. Otra buena idea es que Braddock (al contrario ahora que el mismo personaje en el film de Kenton) no llegue a sospechar en ningún momento que María es otra de las mutaciones de Moreau, de ahí el impacto del final cuando, después de despertar de su desvanecimiento en el bote donde los dos amantes han conseguido escapar de la isla de Moreau, él descubre alborozado la presencia de un barco que se dirige hacia ellos… mientras a sus espaldas María lo mira con inmenso dolor y su rostro (y sus dientes) muestran las huellas inequívocas de que su retorno hacia el ser felino que una vez fue ha comenzado.

Con todos estos elementos argumentales y dramáticos, La isla del doctor Moreau desarrolla un cuento entre aventurero y fantástico bien narrado y que no baja la tensión ni el interés en ningún momento, amén de poseer un logrado atractivo visual. La fotografía del operador Gerry Fisher posee el sentido del color y de la luz del cine de aventuras clásico, y las mencionadas creaciones de John Chambers para dar vida a los hombres-bestia son impresionantes. Y el estallido final de violencia, breve y percutante, no tan intenso como el del film de Kenton pero mil veces más conseguido que el inútilmente dilatado del de Frankenheimer, acierta al hacer que en ese caos surgido tras la caída de la Ley los hombres-bestia perezcan no ya por el frenesí destructivo que los lleva a incendiar la odiada Casa del Dolor, sino por liberar —en un ejercicio que no tiene más sentido que el puro nihilismo— a las bestias salvajes (leones, tigres, panteras) que esperaban su turno enjaulados en el laboratorio de Moreau.

La isla del doctor Moreau (1996, John Frankenheimer)

Mediocre poster de La isla del dr. Moreau, versión de 1996A la vista de los resultados, no ya desangelados sino del todo inocuos, de esta nueva versión, uno diría que se trata del clásico proyecto que a la mitad de su elaboración desinteresa a todos sus promotores, conscientes de que no hay modo de salvarlo (de hecho, el mismo director, el veterano Frankenheimer, se incorporó al mismo ya comenzado el rodaje, ante la pérdida de confianza en el realizador inicialmente contratado), pero que la elevada inversión realizada obliga a terminarlo como sea. De hecho, teniendo en cuenta que el estallido del caos final ocupa todo un tercio del metraje (y que éste es muy reducido para una superproducción: poco más de 90 minutos), parece como si una parte del guión inicial se hubiera quedado en el camino. ¿No es simbólico que el mismo cartel anunciador de la película, que se puede ver sobre estas líneas, sea el más mediocre de los incluidos en este artículo, y se centre ante todo en los rostros de sus «atractivas» estrellas?

Y es que, en primer lugar, la película parte de un lastre irremediable: un reparto penoso. Como era de esperar, Marlon Brando no interpreta a Moreau sino que ejecuta el número de gran actor de prestigio que cree que basta con enarcar una ceja para que caigamos rendidos de admiración. Es más, conociéndolo, seguro que algunos de los detalles más cargantes de su papel —su primera aparición parodiando al papa, la supuesta sensibilidad al sol que lo obliga a embadurnarse el rostro de blanco hasta parecer albino— son aportaciones suyas, que ya sabemos lo «creativos» que son los actores del Método. Val Kilmer (curiosamente contratado para el papel del hasta entonces poco significativo Montgomery, que quizá por ello aquí aumenta de categoría, definiéndoselo como un «eminente» cirujano neurólogo… aunque luego no lo parezca), decidiendo no ser menos, hace un papel de composición absolutamente insufrible,  imitando al divo de mayor edad. Lo malo es que el tercer actor, David Thewlis (a cargo del fundamental Pendrick, ahora llamado Douglas), no está mucho mejor, convirtiendo su personaje en un tipo realmente antipático, del que importa muy poco lo que pueda pasarle.

Pero lo peor de esta Isla es que, al contrario que las películas previas, no sabe lo que quiere contar. Por inercia, el guión retoma las novedades que aquéllas habían introducido —una chica-animal (Fairuza Balk, que no le sabe dar el morbo de las anteriores actrices), el protagonista como víctima de los experimentos de Moreau—, mas tratándolas como de pasada, por pura inercia: ni hay relación sentimental entre ambos ni ella tiene la menor importancia (su eliminación carece por ello de fuerza) ni Douglas tiene ocasión de preocuparse mucho por lo que le han hecho, pues se entera de casualidad y ningún efecto físico parece afectar su cuerpo. En cuanto a las motivaciones de Moreau, el buen doctor afirma ahora que el objetivo de su trabajo es desterrar la parte malvada de la naturaleza humana en sus creaciones: supuestamente, por tanto, crear una especie más pura e inocente, supuestamente dotada de bondad innata.

Brando montando el número como el dr. MoreauEn todo caso, y quién sabe si es aportación personal de Frankenheimer, en su día miembro combativo del ala más progresista de Hollywood, de entre sus amorfas imágenes parece filtrarse una especie de denuncia anti-totalitaria, desde luego mal planteada. Así, Moreau se ha erigido en dios en esa isla, en dictador absolutista, incluso totalitario (en cuanto que no solo quiere ser obedecido, sino amado, en su forma de decidir sobre la vida y la muerte), que no acepta, claro, la menor divergencia. En cuanto a esto último, el guión inventa otra novedad, más bien simple: Moreau ha implantado dentro del cuerpo de sus creaciones un chip que le permite provocar terribles descargas eléctricas gracias a un mando a distancia. De este modo, la Ley no puede ser sino una burla, una parodia de organización social, y no deja de ser simbólico que el Recitador sea en esta ocasión… ciego. Así, cuando se produce el caos final (del cual Moreau es su primera víctima, en rasgo de insólito respeto hacia la novela), el animal que lidera la revuelta, la Hiena, no pretende liberar a sus semejantes, sino convertirse en su nuevo tirano, para lo cual él —que se ha arrancado previamente el chip— se apodera del susodicho mando.

La parábola política, por otra parte, se basa, ante todo, en la idea retórica de que el hombre (siempre lobo para el hombre, es decir, más animal que los animales), en su propósito de encontrar en la bestia la pureza inocente que él perdió hace mucho tiempo, lo que consigue en realidad, es humanizar al animal, esto es, hacerlo tan sanguinario y malvado como él. Lo cual podía haber deparado un film interesante, pero no lo consigue nunca: muy pronto nos damos cuenta de que la desidia es la reina de la función, y aunque al menos es encomiable que el director Frankenheimer brinde una narrativa clásica que (en unos momentos en que el mainstream ya acostumbraba a hacer ininteligible toda escena de acción) permite saber siempre todo lo que está pasando en la pantalla, no basta. Y nada más significativo que señalar que lo más recordable de la película son sus títulos de crédito, un conjunto de imágenes de pupilas, humanas y animales, que van sucediéndose en la pantalla para sugerir la fusión/confusión de naturalezas, que tiene una capacidad de sugerencia que luego será inexistente en la historia.

Los estupendo maquillajes de John Chambers para los hombres-bestia

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: La isla de las almas perdidas / Island of the Lost Souls. Año: 1932.

Dirección: Erle C. Kenton. Guión: Waldemar Young y Philip Wylie. Fotografía: Karl Struss. Reparto: Charles Laughton (Dr. Moreau), Richard Arlen (Parker), Leila Hyams (Ruth), Bela Lugosi (Recitador de la Ley), Kathleen Burke (Mujer pantera). Dur.: 70 min.

Título: La isla del doctor Moreau / The Island of Dr. Moreau. Año: 1977.

Dirección: Don Taylor. Guión: Al Ramrus y John Herman Shaner. Fotografía: Gerry Fisher. Música: Laurence Rosenthal. Reparto: Burt Lancaster (Dr. Moreau), Michael York (Braddock), Barbara Carrera (Maria), Nigel Davenport (Montgomery), Richard Basehart (Recitador de la Ley). Dur.: 99 min.

Título: La isla del doctor Moreau / The Island of Dr. Moreau. Año: 1996.

Dirección: John Frankenheimer. Guión: Richard Stanley y Ron Hutchinson. Fotografía: William A. Fraker. Música: Gary Chang. Reparto: Marlon Brando (Dr. Moreau), Val Kilmer (Montgomery), David Thewlis (Douglas), Fairuza Balk (Aissa), Ron Perlman (Recitador de la Ley). Dur.: 96 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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11 respuestas a Las islas del doctor Moreau

  1. Renaissance dijo:

    De las adapciones de Wells me quedo con La máquina del tiempo de 1960, Parece que ha acabado por convertirse en norma, y de conservación obligatoria, el incluir una trama romántica en las versiones cinematográficas de novelas donde estas brillan con su ausencia…ahora, depende ya cómo estas acaben ejecutándose puede ser un aporte memorable o un desastre.
    La versión de 1996 fue uno de los peores ejemplos de la época de un blockbuster que no llega a buen puerto (más bien, se estrella contra las rocas cual barco atraído a los acantilados de San Antonio Bay). El montaje resulta raro, cada vez más atropellado y se nota que intentaron terminar la producción como pudieron.
    Brando, definitivamente, lo peor de su carrera y actitud. Su doctor Moreau grotesco y lleno de caracterizaciones extra no aporta nada, excepto el pretender tirar del antiguo nombre de un actor que estaba muy en horas bajas. Kilmer tampoco tiene mucho sentido y Fairuza Balk, parece puesta en el papel porque su personaje femenino es canon y porque da mucho el pego como mujer pantera muy mona. La forma de deshacerse de ella ya es un ejemplo de su importancia en la historia y de todos los descalabros que acumularon.

    • Uff, Renaissance, si hablamos de «El tiempo en sus manos» ya tocamos una de mis pelis fantásticas favoritas, desde la infancia hasta la última vez que la revisé, hace pocas semanas.

      Lo de añadir «chicas» a las adaptaciones de clásicos de la aventura es una cláusula obligatoria de todo contrato de Hollywood, y Julio Verne lo ha sufrido más de una vez (en «La isla misteriosa», versión Harryhausen, no contentos con añadir una… ¡metieron dos!).

      En cuanto a la versión Brando de «Moreau», me quedo corto en los calificativos que me merece este actor que, como hizo en sus últimos años, extendió la mano para cobrar el cheque y se limitó a hacerse el extravagante ante la cámara. Lo de Fairuza Balk es una pena porque su físico, a priori, encajaba bien para un personaje tan genuinamente «felino» y siempre me había parecido que la actriz estaba pidiendo a gritos un buen papel. Lástima que le llegara tan desdibujado y que tampoco ella aportara lo que parecía…

  2. Ángel Hernando dijo:

    A modo de comentarios rápidos, diré que 1) la novela de Wells es realmente espléndida, 2) el film de don Taylor, actor y muy gris director (los aficionados al cine le conocerán sobre todo por El final de la cuenta atrás, una película que podría haber dado más juego) merece una revalorización (y coincido en la apreciación de la magnífica interpretación de Lancaster) y 3) la película de Frankenheimer es totalmente fallida (y fíjate que este director hizo un montón de películas interesantes). Brando está pasado de vueltas e insoportable como nunca (y Val Kilmer no le anda a la zaga). No he visto el film de Kenton.
    Perdona, José Miguel, ya sé que no es la entrada que corresponde, pero los viejos cinéfilos no podemos dejar de recordar, aunque solo sea un minuto, a Maureen O’Hara, la entrañable pelirroja de nuestra adolescencia y juventud en un sinfín de películas. Como ejemplo, mencionaré tres: Qué verde era mi valle, El cisne negro y El hombre tranquilo. Adiós, Maureen, descansa en paz en Innisfree.

    • John Frankenheimer, en efecto, tiene una carrera interesantísima, sobre todo en los 60, pero todavía en los 70 («Domingo negro») e incluso en los 90 («Ronin»), pero aquí lo más que pudo hacer es permitir cierta claridad narrativa y poco más. Lo de Brando es indignante: aunque a mí me parece que ya era artificioso desde el inicio de su carrera, hay que reconocer que tenía una presencia formidable y que, con un buen papel, en más de una ocasión demostró que podía estar bien (para mi gusto, quien mejor le sacó partido… fue él mismo en «El rostro impenetrable», como creo que hemos comentado ya).

      Repasando la carrera de Don Taylor, su carrera como realizador es muy larga desde mediados de los 50, si bien sobre todo en tv. En los 70 es cuando pusieron en sus manos algunas películas con cierto nivel industrial, como «Huida del planeta de los simios», película que, curiosamente, fue la primera de la saga que yo vi, en una matinal de cine de mi niñez, y que aunque al revisarla se revela como floja, solo por eso me merece un recuerdo entrañable. Casi el mismo que «El final de la cuenta atrás», una de esas películas que en la infancia fueron muy populares entre la gente de mi edad… y fuera de ella resultó ser una castaña muy grande.

      En cuanto a Maureen O’Hara, cualquier rincón cinéfilo vale para rendirle el recuerdo que merece a la pelirroja más inolvidable del cine (con permiso de Eleanor Parker), y esas tres películas que citas contienen, seguramente, sus papeles más memorables, junto con otro Ford, menos mítico pero también estupendo, «Escrito bajo el sol».

  3. Ángel Hernando dijo:

    Cierto, se me había olvidado «Escrito bajo el sol», uno de mis Ford favoritos y una película que me pone un nudo en la garganta cada vez que la veo, de tan triste y melancólica que es. Desde luego, a Ford le salió un homenaje de lo más sombrío y menos complaciente a su amigo Frank «Spig» Wead, guionista de otro Ford memorable, They were expendable.
    Lo del artificio no solo le ocurre a Brando. También Paul Newman estuvo pasado de rosca durante buena parte de su carrera hasta que se «calmó» un poco con la madurez. Pero de esto podríamos hablar otro día.

    • Gran película «Escrito bajo el sol», quizá más apropiada que otras del mismo Ford para revelar por qué era tan grande, pues no tiene el apoyo de una historia especialmente interesante sino el desarrollo de la vida de una pareja. Inolvidables Maureen y Wayne, su despedida final del barco, con lágrimas en los ojos, basta para demostrar la clase de actor que fue… Muy superior a Brando y a Newman por meras razones de autenticidad. Y sí, mientras que Brando fue a peor, Newman se «serenó» y tiene muy buenas interpretaciones en su vejez («Veredicto final», por ejemplo).

  4. Ángel Hernando dijo:

    Aparte de esa escena que mencionas, también recuerdo con emoción la escena en que John Wayne mira el álbum con las fotografías de su familia y se percata de que ha tirado su vida afectiva por la borda; te pone en corazón en un puño (gran actor Wayne, además con esa dicción tan particular que tenía)…

  5. Manuel dijo:

    Solo he visto la versión de 1977, y aun así la lectura de tu crítica ha sido un descubrimiento para mí. No solo por el buen juicio habitual, sino por la escena final, la de la «regresión» del personaje de Bárbara Carrera. No la recordaba, y es bien raro con lo impactante que es. ¿Será posible que fuera eliminada en alguna versión para TV, para forzar así un tranquilizador final feliz?

  6. Alfredo dijo:

    Efectivamente, el final de la película de 1977 cuenta con dos versiones: una, la que acaba mostrando la naturaleza animalesca del personaje de Bárbara Carrera; otra, que ofrece el mismo plano de la actriz nicaragüense simplemente con el rimmel corrido tras haber llorado, como símbolo de su desesperación, pero sin dar muestras de ser un experimento de Moreau.

    Si no recuerdo mal, creo que se debe a que la primera opción causó desagrado en los pases previos a su estreno; así que se optó por un final menos desasosegante. En las últimas emisiones por televisión -las de la desaparecida cadena Nitro-, se eligió la versión en la que Carrera aparece con el rimmel corrido.

    Este cambio es muy interesante, tanto por las implicaciones que presenta en su relación con el personaje de Michael York justo cuando van a ser rescatados del bote a la deriva; como en lo que respecta a Moreau. Si la chica es humana ¿las muestras de cariño del profesor son producidas por un amor paternal hacia una suerte de hija adoptiva? ¿son los rescoldos de amor de un viejo amante que ya no puede yacer con la muchacha debido a su edad, y cede su puesto conscientemente a alguien más joven?
    Por otra parte, si el personaje de María es producto de la ciencia de Moreau, eso también humaniza al doctor, pues nos lo muestra como capaz de desarrollar sentimientos por su creación -siempre y cuando sea su expresión más perfecta, eso sí-; frente a un Charles Laughton que sólo ve a un valioso especimen.

    La versión del plano final con el rostro animalizado creo que se emitió en la Noche Temática cuando ese espacio aún incluía películas junto a los documentales, me parece recordar que fue como a finales de los noventa (yo todavía iba al instituto, casi nada)

    • Pues muchas gracias por el dato, que como decía arriba ignoraba por completo. Desde luego, no extraña en absoluto: la costumbre de las previews en las películas comerciales norteamericanas tiene un historial tristemente nefasto, porque es increíble alterar un resultado final no por decisiones artísticas sino porque una «selección» de espectadores indiquen en unas tarjetitas al final de la sesión lo que no les ha gustado. Sin haber visto nunca ese final alterado, lógicamente prefiero el de la Barbara Carrera animalizada porque su impacto es considerable. Tus dos interpretaciones del personaje de Moreau, en función de cada uno de los dos finales, lo que confirma en cualquier caso es la gran riqueza del personaje, en buena medida por la espléndida interpretación de Lancaster.

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