Samuráis y pistoleros, giri y amistad, Oriente y Occidente: Yakuza

Estupendo poster americano de YakuzaHoy está al alcance de cualquier cinéfilo con curiosidad (o de quien sienta interés general por Japón) todo tipo de información sobre esas castas particulares que caracterizan la historia del llamado país del sol naciente, en especial los famosos samuráis y los también célebres yakuzas. Los primeros fueron popularizados por las películas de Akira Kurosawa (Los siete samuráis, Trono de sangre, Ran…); los segundos, mucho antes de que se oyera hablar de Takeshi Kitano, encontraron en la magnífica película Yakuza (1975, Sydney Pollack) su mejor carta de difusión en Occidente. Sus responsables (fundamentalmente los hermanos Leonard y Paul Schrader —este último guionista de varios de los primeros y más conocidos films de Scorsese y a su vez muy personal director), desde luego, está claro que se tomaron el proyecto como una especie de manual básico sobre los elementos de esos dos géneros tan fascinantes, fundiéndolos con el thriller (el cine de género) occidental a partir de un contraste entre mundos que a ratos puede parecer muy evidente pero que no deja de resultar inolvidable. Pues Yakuza es una exquisita combinación de modos, de mundos, de géneros, de actores de dos espacios muy diferentes pero, a la vista está, complementarios, que empieza como el clásico film norteamericano sobre el individuo solitario capaz de meterse en el mayor lío por amistad y concluye como una película de samuráis (o un western con katanas) que acaba asumiendo y valorando una ética de la lealtad muy distinta a la occidental, con imborrable sentido de la melancolía.

La historia de Yakuza narra el reencuentro, en el Tokio ultramoderno y apabullante de los 70, de diversos individuos que se conocieron y trabaron una compleja red de dependencias emocionales en el Tokio de la ocupación norteamericana. En 1949, Harry Kilmer, miembro de las fuerzas de ocupación, se enamoró de Eiko Tanaka, una mujer cuyo marido había muerto en el frente y se enfrentaba sola a la vida con una hija muy pequeña, Hanako. Kilmer las protegió y se las llevó a vivir con ellas, hasta que de pronto reapareció Ken, hermano de Eiko y ex combatiente, que consideró un insulto y una humillación que aquélla se hubiera mancillado en su relación con un extranjero, al que al mismo tiempo debía la gratitud eterna de haber salvado la vida de su familia. Eiko dejó a Kilmer, quien, desconcertado ante unas normas morales incomprensibles para él, pidió dinero prestado a su amigo George Tanner, le compró un restaurante a su amada y se marchó del Japón para no volver. Por su parte, Ken se convirtió en un yakuza. Veinte años después, sin embargo, Harry regresa a Tokio, pues su viejo amigo Tanner le pide ayuda: un jefe yakuza, Tono (Toko en la versión española), ha secuestrado a su hija tras un negocio fallido entre ambos y le da cuatro días para darle satisfacción; Tanner pide a Harry que obtenga su liberación gracias al giri (deuda moral, obligación que no puede dejar de ser satisfecha) que tiene contraído Tanaka Ken con él.

Baraja de cartas hanafudaEn el momento en que la vi por primera vez, por supuesto, no tenía la menor idea de lo que era un yakuza, fuera del evidente paralelismo que permite establecer la misma película: un miembro del crimen organizado japonés, al estilo de la mafia italiana o las tríadas de Hong-Kong. Sin embargo, la introducción que precede a los créditos de la película ofrece más detalles. En japonés, yakuza es la forma abreviada de pronunciar los dígitos ocho-nueve-tres, cuya suma da veinte, número que se considera la peor mano posible de esa peculiar baraja de cartas llamado hanafuda —que sustentan diversos juegos que se basan en las combinaciones de imágenes—, al que se entregan, imperturbables, los gángsters nipones en los garitos de juego, repartidos a lo largo de una mesa larguísima. El apelativo, por tanto, supone una forma arrogante de asumir un término despectivo para darle la vuelta y dotarlo de un nuevo contenido, al modo en que, por ejemplo, los impresionistas o los cubistas adoptaron sin embozo el calificativo de intenciones peyorativas con que los críticos hostiles a su entonces incomprendido estilo intentaban reírse de ellos.

El origen de los yakuzas —nunca la Yakuza, como señalan Carlos y Daniel Aguilar en su imprescindible libro Yakuza Cinema. Crisantemos y dragones (Calamar Ediciones, 2005)— procede del turbulento periodo en que comienza la decadencia de la cerrada sociedad Tokugawa que intentó blindar al país de toda evolución hacia la modernidad (por ejemplo, cerrándolo al contacto con el exterior) entre los siglos XVI y XIX. Como tantos otros sistemas, el fin del llamado Periodo Edo (es decir, el Japón en que los samuráis se convierten en la clase superior de la sociedad) comenzó, por paradójico que padezca, por la inevitable transformación que tuvo lugar en un mundo en el que, si bien los valores samuráis condicionaban todo el orden social, el shogunato (el gobierno de la familia Tokugawa) había acabado con las guerras y la inestabilidad, haciendo anacrónica la preeminencia de los guerreros. En este momento de turbulencia social, empiezan a aparecer cada vez más los individuos desclasados —por ejemplo, los famosos ronin o samuráis sin señor popularizados por los tebeos (japoneses y norteamericanos)—, y de ese denso magma surgen también los yakuzas, inicialmente marginados y vagabundos que viven del juego, del robo o de lo que sea.

Desplazados finalmente a las ciudades —la extensión de la urbanización siempre es otro síntoma de la decadencia de un sistema rural basado en la agricultura—, los yakuzas acabaron organizándose para mejor atender unos intereses evidentemente delictivos, y en un acto muy propio de cualquier hermandad (del tipo que sea) acabaron asumiendo unos valores y una ética que, irónicamente, tomaron de los samuráis. La obligada modernización del Japón llamada Revolución Meiji exigió la desaparición de esa casta guerrera: resultó fácil, así, en un país pese a todo tan tradicional, a los yakuzas asumir ese código de honor, esa lealtad hasta la muerte hacia la palabra dada al superior a quien se está ligado por juramento, que en Occidente, seguramente de modo superficial, asociamos al llamado bushido (literalmente, el «camino del guerrero»). Ese prólogo del film de Pollack también se encarga de informarnos de esto: cuestión fundamental para entender la actitud que mostrará, a lo largo de la historia, Tanaka Ken.

Ken Takakura, en una de sus típicas películas de yakuza, tatuaje incluidoUna buena muestra de esa identificación lo constituye, precisamente, el thriller nipón conocido como yakuza eiga, películas de yakuzas. Sus protagonistas, por lo común, son solitarios gángsters, muchas veces sin amo o clan al que servir (o sea, el equivalente al ronin en el mundo de los samuráis), que asumen con fatalismo la defensa de los desvalidos (o de una mujer), sabiendo que es muy probable que su esfuerzo se vea coronado por la muerte, debido a la desigualdad de número frente a sus enemigos. El género convirtió en un tópico que ese enfrentamiento final fuera las más de las veces un combate con katanas, pues ya se sabe que la espada es el arma noble por excelencia: lo fue en Occidente y lo siguió siendo en Oriente, por anacrónico que resulte. Ken Takakura, el protagonista de Yakuza, es precisamente la estrella de este género de mayor fama en su país —como prueba su proyección internacional: por ejemplo, años después también sería reclamado para Black Rain (1988, Ridley Scott)—, y su especialidad, que en el film de Pollack tiene ocasión de lucir sobradamente, es precisamente la lucha con katana.

Por supuesto, no es necesario conocer ninguno de estos datos para comprender Yakuza, pero sabiéndolo se saborea mucho más su muy conseguido entramado dramático. Como he leído en expertos conocedores del cine de género japonés, es evidente que los hermanos Schrader, bien conscientes de que en ese momento desbrozaban una selva todavía poco explorada, compusieron su libreto con un consciente sentido del didactismo, lo cual al mismo tiempo implica cierta ingenuidad y una notable estilización dramática. Y en efecto, en cuanto uno se interna más en el cine nipón (es decir, cuando decide que Kurosawa, Mizoguchi y Ozu son solo la punta de un iceberg que encierra notables maravillas… y que nos descubre un cine de una diversidad increíble), descubre que Yakuza es una emotiva reelaboración del género desde el fascinado punto de vista del especialista en el cine de género… norteamericano.

El gran atractivo del que parte la película se halla en el diverso juego de contrastes sobre los que construye su dramaturgia. En primer lugar, el flexible concepto de la lealtad occidental frente al rígido concepto, ya señalado, del giri, ese deber al que no puede escaparse y que el guión expresa magníficamente bien mediante la obligación que, por mucho que haya pasado el tiempo, sigue teniendo Ken para con Harry, pese a que éste sea a la vez el hombre que destrozó su vida. Pero también el juego generacional entre los personajes que conocieron la guerra (Harry, Ken, Tanner, Eiko u Oliver, el entrañable intelectual cuya casa sirve a todos de punto de encuentro) y los jóvenes (Hanako, la hija de Eiko, pero también Dusty, el muchacho que actúa como guardaespaldas de Harry a instancias de su jefe Tanner, y que es el vástago de otro compañero de guerra de los primeros). O la reflexión acerca de cómo el tiempo pasa de forma distinta para unos y otros: Tanner el oportunista, el hombre que se adapta a cualquier entorno (sin importarle traicionar amistades) frente a Harry, cuya vida de esos veinte años separado del Japón y de la mujer que ama se nos transmite que ha sido un hiato sin relieve, y en especial Ken.

Otro estupendo cartel, francés ahora, de YakuzaPero el gran tema de Yakuza, claro, es el de la amistad. Si Harry Kilmer acepta volver al lugar que asocia al mayor dolor de su vida es porque su amigo Tanner está en un grave apuro (ignora que Tanner le está mintiendo sobre las razones del secuestro de su hija, que en el fondo es socio del yakuza contra el que envía a Harry y que, al final, para reconciliarse con aquél, aceptará sacrificar a su amigo). El maduro Harry se ha pasado la vida, como le dice al joven Dusty —con quien a su vez comienza trabando algo parecido a a la amistad, de tal modo que el muchacho, avergonzado, abandona a su indigno jefe, Tanner, para ayudarlo a él—, rebotando de un oficio a otro, con frecuencia violento (detective, policía), sin parar en ningún lado ni formar el menor lazo familiar (¿ni amistoso? Diríase que sus únicos amigos siguen siendo los que hizo durante la guerra en Japón, los mismos que ahora reencuentra).

En este sentido, Ken actúa, por distintos que sean ambos hombres, como su doble especular, porque también él quedó varado en el tiempo. En primer lugar, por las circunstancias familiares con que se tropezó a su regreso de la guerra; en segundo lugar, por el propio tormento que le produce (a él, un tradicionalista, un «hombre de otra época», como le define su hermano, el también yakuza Goro) la evolución a la «modernidad» de su país. Y el drama, incluso la tragedia final que se abatirá sobre todos, tiene su raíz en que Harry no sabe que Ken ya hacía muchos años que había dejado atrás su condición de yakuza, de modo que la transgresión cometida al volver a intervenir en ese mundo lo deja aislado, sin que nadie, ni siquiera su hermano, pueda hacer nada por él.

Pues bien, esos dos hombres se ven obligados, pese a la reticencia mutua que se tienen, a combatir juntos. Aunque no le gusta nada, por lealtad a su viejo amigo Tanner, Harry pulsa el sentido del giri que tiene Ken para que lo ayude a llegar hasta el jefe yakuza que ha secuestrado a la hija de aquél. Y ese combate hombro con hombro contra enemigos muy superiores en número da pie a los autores del film a plantear (en buena medida de la mano de sus dos actores y sus imágenes respectivas) distintas fusiones de géneros pertenecientes a cada ámbito geográfico y cultural pero claramente compatibles. El paraguas del cine policiaco acoge el thriller occidental y el yakuza eiga oriental, pero también el western americano y el cine de samuráis japonés: es más, incluso el melodrama, género que pertenece a todos y a nadie. Un buen ejemplo de ese sincretismo lo supone su secuencia final —en rigor uno de los elementos argumentales típicos del género yakuza (el llamado nagurikomi o incursión final en el cubil enemigo, resuelto usualmente mediante duelo con katanas)—, con esa estupenda imagen de Ken luchando con la espada y Harry con el revólver y la escopeta.

Robert Mitchum, pistolero en TokioYakuza narra el muy accidentado camino de violencia que conduce a Harry Kilmer y a Tanaka Ken hacia el respeto mutuo y, aun de modo extremadamente contenido, a la amistad final. Y en ese proceso es fundamental la extraordinaria y compenetrada interpretación de los dos actores. Mitchum y Takakura, en realidad, son caras de la misma moneda pues ambos, cada uno a su manera, comparten ese mismo rechazo del fácil adorno gestual, y a partir de ahí consiguen trabar un nuevo vínculo entre sus admirables personajes. Camino de los 60 años, el rostro del gran Robert Mitchum, ya en la inevitable decadencia física, une de modo inmejorable el cansancio que otorga la edad con ese gesto entre firme e indolente de sus buenos tiempos en el cine negro de los 40 (¿quién puede olvidar su maravilloso papel en Retorno al pasado [1947], de Jacques Tourneur?). Mitchum siempre evocó de modo sugestivo la paradoja del hombre cuya apariencia irradia cierta lasitud pero al que no tardamos en descubrir presto a la rauda acción: el hombre que necesita pocas palabras porque se expresa con los gestos, la esencia de los grandes actores clásicos de Hollywood.

Pero si Mitchum siempre fue un actor sobrio —su genial e histriónica creación del predicador asesino de La noche del cazador (1955) es, como se dice, la excepción que confirma la regla—, ¿qué decir de Ken Takakura? Estrella del yakuza eiga, como ya he dicho, extrema el hieratismo nipón pero haciendo de su expresión de esfinge —en la historia, sus antiguos compañeros yakuzas lo llaman «el hombre que nunca sonríe»— la clave de una sutilísima interpretación que se aprecia más y más con cada revisión de la película. Incluso sin haber visto ninguna de las películas japonesas del actor, en su forma de moverse, o de imponer su presencia rodeado de sicarios, puede advertirse el carisma de alguien que, en su género, bien puede considerarse un equivalente del gran John Wayne dentro del western. Precisamente uno de los momentos culminantes de su papel es cuando, durante el combate final con el clan de su enemigo, se despoja de su camisa y su espalda revela un enorme tatuaje —seña de identidad de todo yakuza, como hemos podido ver a lo largo del film—, la huella de un pasado que nunca se deja atrás: una de las ideas fundamentales del film.

El resto del reparto está igualmente espléndido. La forma de moverse y expresarse de Brian Keith/Tanner sugiere desde el principio la doblez que al final se descubrirá como el elemento principal de su carácter, sobre todo en contraste con la ternura del secundario Herb Edelman/Oliver: hay algo en Tanner que desentona en el ambiente de calidez de esos viejos amigos ahora reencontrados. También está muy bien el joven Richard Jordan/Dusty, en un papel cuasi hawksiano, el del joven impulsivo e inexperto que ayuda y al mismo tiempo necesita la protección de la figura mayor y venerable bajo cuya sombra se encuentra. Los actores orientales (unos genuinos japoneses, otros norteamericanos de ascendencia asiática) componen el adecuado coro que otorga la credibilidad a la intriga de fondo, si bien debe destacarse a la bella y ya madura Keiko Kishi, la mujer que une/enfrenta a los dos hombres, y que desprende una notable calidez que justifica la importancia de su rol.

Sydney Pollack dirigiendo a Mitchum y a Keiko KishiEl nombre que menos se ha mencionado hasta ahora es el de la persona a la que los partidarios de la teoría del «cine de autor» suelen achacar los méritos casi únicos de un film: el director. Y desde luego, con una mala dirección Yakuza no podría ser la gran película que es. Ahora bien, si algo demuestra la carrera de Sydney Pollack es que fue un hombre esclavo del interés de los guiones que le ofrecían, sin que pueda encontrarse una sola idea dramática (más allá de lugares comunes) o un estilo reconocible que unifique su filmografía (como sí sucede con grandes directores que jamás firmaron un guión de sus trabajos, tales como Terence Fisher, Don Siegel o el ya mencionado Jacques Tourneur). Es más, ante momentos tan virtuosos, y extraños a su estilo, como la resolución del enfrentamiento final entre Harry y Ken contra el ejército de yakuzas —esos planos cenitales que registran el avance de los combatientes en el exiguo espacio delimitado por los paneles de papel que separan las estancias en las casas tradicionales japonesas—, uno se pregunta si no figuraban ya en el guión de los hermanos Schrader, buenos conocedores de momentos similares de las yakuza eiga. En cualquier caso, lo justo es lo justo: Pollack firma una dirección sólida y con tensión, que sabe dotar de la misma fuerza a las escenas intimistas y a los percutantes estallidos de violencia (es magnífico el ataque en los baños, con esa estupenda imagen del enorme tatuaje que cubra la espalda del sicario deslizándose bajo el agua). Sin duda, Yakuza es el mejor trabajo (y a mucha distancia) de toda su carrera. Eso sí, solo con pensar que el director que se iba a encargar inicialmente del proyecto era el gran Robert Aldrich…

[Quien no conozca el final de esta espléndida película debe dejar de leer aquí]

La clave dramática de la película es su inolvidable atmósfera de fatalismo, el peso que tiene el pasado en los personajes y no solo por el hecho evidente de que la historia los aborda cuando ya están viejos y con demasiadas heridas en el cuerpo. El fatalismo rodea, ante todo (y no podía ser menos en un actor con su imagen), al personaje encarnado por Mitchum. Pues será el regreso de Harry a Japón lo que provoque una auténtica tragedia, puesto que cuando se derrama la primera sangre, el honor yakuza exige reparación en la misma medida. Y no serán los viejos (salvo el corrupto Tanner, ejecutado por el mismo hombre al que traicionó) los que entreguen la suya, sino la generación joven: la represalia de Tono concluye con la muerte de Dusty y también con la de Hanako en el fuego cruzado (un bonito detalles es que, poco antes, se había dejado entrever cómo nacía un principio de atracción entre ambos jóvenes). Es decir, la vida de esos personajes que se conocieron en el duro Japón de la posguerra acaba revelándose, en el otoño de sus trayectorias, una vida estéril, condenada a envejecer sabiendo que la renovación de su savia ha quedado abruptamente cercenada. Es más, en el combate final en el que Harry y Ken penetran en el cuartel general del clan Tono, aquél acaba enfrentándose a un joven sicario con una araña tatuada en la cabeza, que sabe bien que es el hijo de su hermano Goro, quien le había pedido que, en lo posible, no lo dañara. Pero la llamada de la sangre es terrible, y Ken lo ejecuta sin vacilación (incluso con rabia, como indican las imágenes que cruzan por su cabeza: Eiko llorando ante el cadáver de Hanako).

Y sin embargo, para Harry será aún peor, cuando en el final de la historia, Goro le revela su mayor ignorancia: Ken no sólo es el hermano de Eiko… sino su esposo, y por tanto el padre de Hanako. Harry es víctima, por tanto, de la famosa impenetrabilidad que, para el occidental, es sello esencial del carácter nacional japonés. Por tanto, Yakuza, también es la historia de la iluminación final de un hombre que pese al trato íntimo que tuvo en su juventud con el Japón y los japoneses, nunca llegó a conocerlos realmente. Pero que ahora acaba entendiendo que la única forma de reparación es hacerlo al modo oriental. Antes se nos había informado —Dusty lo preguntó al ver la pequeña mutilación en la mano de un yakuza— que cuando uno de ellos ha cometido una ofensa grave, la forma de repararla y pedir el perdón del ofendido es cortarse ritualmente el dedo meñique y entregárselo envuelto en un pañuelo. Ken lo hace ante su hermano, como compensación por la muerte de su sobrino, y en el final Harry, cuando ya iba camino del avión, descubre que no puede marcharse así como así, y regresa al apartamento del «hombre que nunca sonríe» para hacerle la misma ofrenda de reparación. Ante este gesto, un occidental delicado podría pensar que es el signo de la brutalidad oriental: pero en Yakuza es la expresión de un punto de encuentro entre dos mundos, del deseo de redención de un par de hombres cansados, del camino lacerante hacia una amistad basada en el dolor compartido.

Ken Takakura katana en mano

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Yakuza / The Yakuza. Año: 1974.

Dirección: Sydney Pollack. Guión: Paul Schrader y Robert Towne; historia de Leonard Schrader. Fotografía: Duke Callaghan y Kozo Okazaki. Música: Dave Grusin. Reparto: Robert Mitchum (Harry Kilmer), Ken Takakura (Tanaka Ken), Brian Keith (Tanner), Richard Jordan (Dusty), Herb Edelman (Oliver), Keiko Kishi (Eiko). Dur.: 112 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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