El nombre de la rosa o el invierno de la Edad Media

Portada de la primera edición en Lumen de El nombre de la rosaUn sagacísimo monje franciscano investiga una serie de espantosas muertes que están teniendo lugar en una abadía del norte de Italia donde se encuentra la biblioteca más extensa (e impenetrable) de la Cristiandad. En 1980, Umberto Eco, conocido semiólogo, crítico literario y erudito de temas muy diversos, nos contó esta prometedora historia bajo el bello y sugestivo título de El nombre de la rosa, y nos dio el que tal vez sea el último ejemplar de best-seller genuinamente «culto» dentro de una especialidad, la novela histórica, hoy tan de moda. Lo consiguió encontrando el punto justo de equilibrio entre el denso ejercicio de reflexión histórica (que engloba, por el contexto elegido, también la religiosa y la filosófica) con la entrega desinhibida al puro placer de la narración. No sé si soy todavía más subjetivo de lo usual al hablar de esta obra —yo mismo soy licenciado en historia medieval—, pero la revisión de esta novela (y sin pretender en ningún momento que sea una obra maestra: no quiero tampoco pecar por exceso) me ha deparado uno de los placeres del verano. Un placer que, no es raro en mí, entrevera lo literario con lo cinematográfico: me ha resultado imposible no mezclar, mientras leía, el maravilloso personaje protagonista de fray Guillermo de Baskerville con el rostro y el elegante ademán irónico del hombre que lo encarnó en la gran pantalla, Sean Connery, ni pasear por el interior de sus muros sin tener bien presente la mole prismática donde transcurre la película.

Era el primer paso de Eco desde el ensayo (que había cultivado con notable éxito, dentro de los razonables márgenes de ese campo) a la ficción. Una novela policiaca con ropaje erudito, es posible que pensaran sus detractores. Un exceso de árboles para tan poco bosque, sostendrían aquellos a quienes tantas referencias cultas aburrieron. No en vano, en un primer vistazo se podía descubrir que el libro estaba (está) salpicado de numerosas frases en latín… que en la primera edición no se traducían: las ediciones actuales se encargan no solo de hacerlo (cuidado: soy el primero en agradecerlo) sino de incluir el pequeño ensayo Apostillas a «El nombre de la rosa», donde el autor explica buena parte de sus intenciones y alguna de las claves de la historia.

Es cierto que Eco ya hacía lo que muchos de los cultivadores de la novela histórica (o del best-seller de intriga construido sobre follaje histórico: que cada uno ponga los nombres que crea conveniente), esto es, apoyarse en una estructura siempre agradecida por el hipotético lector: la exposición de un enigma, por lo común criminal. Ahora bien, la diferencia es que ese enigma es el modo por medio del cual el autor expone, con tanta coherencia como sugerencia, una concepción de la vida y del pensamiento que tiene sentido en el contexto medieval en que se inscribe pero que, como las mejores obras literarias, posee un alcance universal.

Umberto Eco... con cierto aire a Sean ConneryEs bien sabido que el investigador monástico que creó no es sino una recreación de Sherlock Holmes. Como él, procede de las islas británicas (y en concreto, de Escocia, como el padre de la criatura, Conan Doyle), domina la ciencia de la deducción e incluso su descripción física —que, por supuesto, nada se corresponde con la del hombre que luego lo inmortalizaría en cine— se ajusta a la de los relatos (o más exactamente, a la clásica recreación del ilustrador Sidney Paget). Es más, del mismo modo que el original se evadía de la gris realidad mediante una solución de cocaína al siete por ciento, su nuevo avatar también hace lo propio, si bien mediante la ingesta de determinadas hierbas. El mismo nombre ya es un claro homenaje a la aventura más famosa del detective de Baker Street: El sabueso de los Baskerville. Y para consolidar el paralelismo, la crónica de sus hazañas detectivescas es contada por un ayudante que no hace sino asombrarse de los prodigios intelectivos de su maestro, y cuyo nombre, fonéticamente, recuerda al del biógrafo de Holmes: Adso en vez de Watson.

Eco situó a los dobles de Holmes y Watson en pleno medievo, en el año del señor de 1327, en el contexto de una turbulenta cristiandad dividida por dos causas fundamentales: por un lado, el enfrentamiento entre el emperador alemán y el papa de Aviñón (ciudad donde los pontífices se habían instalado en 1309 —bajo la evidente influencia del rey de Francia— y en donde permanecerían hasta 1378, periodo de tiempo llamado por sus detractores el «segundo cautiverio de Babilonia); por otro, la notable agitación herética nacida de los más ansiosos por regresar a la pureza originaria del cristianismo como respuesta al lujo desmedido de la Iglesia, propagada con sangre y ahogada (por la Inquisición) con más sangre todavía. En medio de ambos conflictos se encuentra atrapada la orden franciscana, a la que pertenece Guillermo, enfrentada al papa por su proclamación de la pobreza franciscana como dogma de fe. Precisamente, si el protagonista se encamina a la abadía es porque en ella ha de tener lugar una reunión entre los rectores franciscanos y los legados papales: la comisión de los crímenes será utilizada por los enemigos de los primeros para minar su posición, al descubrirse que entre los muros de ese lugar quedan restos de esas herejías mal que bien eliminadas.

El inteligentísimo Guillermo de Baskerville no tarda en deducir que los crímenes tienen que ver con la misteriosa biblioteca de la abadía, y en concreto con la existencia de un libro secreto que, de algún modo, conlleva la muerte para quien intenta asomarse a sus páginas prohibidas. Las señales son claras: los cadáveres presentan manchas negras en la lengua y en los dedos de la mano, y la causa se debe a algún desconocido y muy tóxico veneno. No es casualidad que la estructura de la novela, el gusto por detalles como la inclusión de detallados planos por parte del autor (del conjunto abacial y de la laberíntica biblioteca) y la inclusión de un capítulo final en el que el investigador hace una minuciosa exposición de los pormenores del caso supongan una curiosa reproducción del aroma de la novela-enigma anglosajona y, en concreto, de su autora más emblemática, Agatha Christie.

Guillermo de Baskerville y Adso de Melk, investigadores de crímenesEl primer mérito de Eco es conseguir que la voz que narra la historia, la de Adso de Melk, tenga su propia personalidad y no se limite a realizar la crónica turiferaria de un personaje llamativo. Bien al contrario, Adso, modesto pero no necio, admira al maestro pero no sin condiciones, pues su mente abierta no se limita a mirar sino que intenta interpretar, exigiendo para ello saber. Buen recurso que el autor utiliza para, al tiempo que su maestro informa al muchacho de los entresijos de la época, nos ilustre a nosotros. procura entrar en la mente de un inquieto novicio del siglo XIII sin incurrir en anacronismos, complaciéndose en rasgos estilísticos muy propio de la época, como el uso inmoderado de las enumeraciones (de monstruos, de atributos religiosos, de hierbas medicinales, de libros arcanos…), y consigue crear un personaje en principio menos llamativo que su maestro pero sin el cual la historia, seguramente, no poseería su delicioso sentido de la maravilla.

Ahora bien, sin la menor duda buena parte del interés de El nombre de la rosa radica en el excepcional interés de Guillermo de Baskerville, uno de los últimos grandes personajes que ha dado la literatura, y el portavoz del autor para dar cuerpo a sus reflexiones. A través de este evidente alter ego, Umberto Eco registra su desconfianza hacia las ortodoxias pero también hacia las heterodoxias (llamadas herejías en el medievo), desnudando el idéntico afán que exhiben, el mismo celo y violencia con que se erigen en portadores de una única verdad («El infierno es el paraíso visto desde el otro lado», le resume el lúcido Guillermo a Adso). La opción personal de Guillermo es la comprensión del otro, la compasión, la humanitas: antiguo inquisidor que nunca quemó a nadie pero que renunció al comprender que la Iglesia no le había otorgado tal comisión para devolver al árbol las frutas derribadas por el viento sino para segar sus ramas torcidas, sabe que la única opción posible para no dejarse envenenar por el celo apostólico del iluminado por la verdad se encuentra en la convicción de que, sin compasión, el mundo se convierte en un lugar terrible para vivir.

Y la verdad no puede ser inmutable: siempre hay que completarla, siempre hay que cuestionarla. Eco, como bien explica en sus Apostillas, convierte a su protagonista en franciscano porque era en el seno de esa orden donde estaban surgiendo voces que cuestionaban el dejarlo todo en manos de Dios. Así, lo convierte en amigo del controvertido Guillermo de Occam, cuyo adagio conocido como la «navaja de Occam» aplica a su propia ciencia deductiva (o sea, el principio de economía en el razonamiento, que aconseja no complicar innecesariamente las explicaciones), y de Roger Bacon, que contribuyó a iluminar la necesidad de observar y analizar la principal obra de Dios, la naturaleza, a lo cual el protagonista se entrega con delectación.

El plano de la abadía de los crímenes

La más admirable cualidad de El nombre de la rosa es la manera en que su autor consigue armonizar la tesis con la narración, el texto con el contexto, los personajes con una base histórica con las criaturas de ficción a los que sitúa bajo el tempestuoso viento que aquellos provocaron. Eco consigue interesar por las turbulencias ideológicas de la época porque tienen un fin dentro del enigma propuesto: a este respecto, es absolutamente memorable el capítulo «Nona» del Tercer Día, por la perfecta exposición que Guillermo la hace al ansioso Adso del enrevesado crisol de las herejías, mediante la cual, a la vez, el lector se hace una emocionada idea de la visión compasiva del protagonista hacia quienes, aun equivocados, buscan corregir la injusticia del mundo.

Es cierto que no faltan defectos en la novela, en muchos momentos provocados por la complacencia de Eco en su propia brillantez y erudición, que aumentan de modo innecesario el número de páginas del libro. En particular, creo que sobran los momentos en que Adso se abandona a las reflexiones sobre el erotismo, primero, y la pasión romántica, después (motivadas por su fugaz encuentro sexual con una campesina atraída a las cocinas del monasterio por el monje cillerero —el encargado del aprovisionamiento— para intercambiar favores carnales a cambio de comida), o bien el largo capítulo, casi al final de la obra, en que el muchacho se ve asaltado por un sueño, y que no aporta nada ni a la trama ni a la dramaturgia ya tan cercana a su conclusión. En cualquier caso, El nombre de la rosa supone una de las mejores aproximaciones a la fascinante época retratada que he leído nunca y una novela excelente en sí misma.

Cartel español de El nombre de la rosaEn 1986, el libro fue llevado al cine por medio de una coproducción entre varios países europeos (Italia, Alemania Occidental y Francia), rodada en inglés con el fin de exportarla al mayor número de mercados, lo cual además permitía la contratación de una estrella de Hollywood como Sean Connery. El actor escocés fue rodeado de un sólido conjunto de actores de las más diversas nacionalidades, que diríanse seleccionados por la variedad mineral de sus rostros (el del alemán Volker Prechtel, como el bibliotecario Malaquías, por ejemplo, parece tallado en alguna áspera piedra). De ellos, el más conocido en esos momentos era el también norteamericano F. Murray Abraham (que había ganado el Oscar al Mejor Actor un par de temporadas atrás por su conocida interpretación de Salieri en Amadeus) y a quien se dio el papel del inquisidor Bernardo Gui. Pero el más impresionante, sin duda, es el veteranísimo actor ruso Feodor Chaliapin jr en el papel del monje ciego Jorge de Burgos, cuya presencia a ratos incluso resulta aterradora. La dirección se encomendó al francés Jean-Jacques Annaud, cuyo trabajo previo, de cierta repercusión internacional, había sido una fábula si no histórica sí prehistórica, En busca del fuego (1981), de donde por cierto recuperó al excelente actor Ron Perlman, intérprete del monstruoso Salvatore.

El nombre de la rosa, película, debe decirse desde el principio, no posee la excelencia de la novela por diversas razones que ahora señalaré, pero desde luego supone un muy encomiable paralelo, en cine, de lo que Eco pretendió en literatura. Esto es, levantar una superproducción capaz de atraer la atención del espectador que busca el espectáculo visual pero no desdeña el contenido trascendente, reflexivo, al estilo de Lawrence de Arabia (1962) o El planeta de los simios (1968): nada más lejos de ese artefacto que hoy llamamos blockbuster y que no pretende tener mayor validez fuera del momento en que arrasa taquillas.

Como toda rauda adaptación de un título de éxito, los responsables del film, en buena medida, intentan contentar a los lectores de la novela mediante el respeto a sus principales elementos argumentales y a la satisfacción de la visualización de un escenario y unos personajes que hasta ese momento debían ser imaginados por cada uno. (En este sentido, hay que reconocer que, una vez que contemplamos cómo el cine da cuerpo material a lo que hasta entonces pertenecía a cada lector singular, ya nunca podremos retomar sus páginas como si nunca lo hubiéramos conocido, para bien y para mal: en mi caso, el ejemplo paradigmático siempre será la adaptación que hizo Peter Jackson de El señor de los anillos.)

El scriptorium y el bibliotecario MalaquíasPues bien, el primer triunfo de la película es la perfecta recreación de la abadía donde suceden los crímenes (que, como suele suceder, no se corresponde a una única extraída de la realidad: el rodaje se repartió entre diversas localizaciones, del monasterio de Eberbach, en Alemania, a decorados construidos expresamente en la emblemática Cinecittá). Resulta imborrable ese conjunto de rincones de la abadía que desfila ante nuestros ojos, de la enorme mole donde se encuentra la biblioteca al bello scriptorium pasando por la iglesia o el conjunto de cocinas, establos y demás dependencias cotidianas. En este sentido, resulta fundamental el trabajo del italiano Tonino delli Colli, bien conocido por los amantes de Sergio Leone, quien se hizo cargo de la espléndida fotografía de la película, acertando con su luminosidad oscura, de un tenebrismo sucio con ecos de Rembrandt, por anacrónica que sea en este caso la referencia, en adecuada correspondencia con una época de dificultosa iluminación y una historia que se complace en buscar los elementos de oscuridad (en todos los sentidos) presentes en la abadía.

Ahora bien, bastaría tan solo para justificar El nombre de la rosa, película, con el acierto supremo de los productores al adjudicar el papel protagonista a Sean Connery. Aunque ya había tenido ocasión de jugar en alguna película con cierta veta crepuscular a partir de la franca exhibición de sus arrugas y su calvicie nada disimulada —en el estimable díptico aventurero El hombre que pudo reinar (1975, John Huston) y Robin y Marian (1976, Richard Lester)—, el Connery de este momento añade un matiz que antes nunca había manifestado: una elegancia nacida de un rostro curtido en experiencias y animado por una profunda (e irónica) humanidad. Connery se funde indeleblemente con el ya de por sí inolvidable Guillermo del libro, consiguiendo que cada uno de sus gestos sea expresión de su personalidad, animada al tiempo por la riqueza intelectual y la compasión hacia las debilidades humanas, por el saludable sentido de la ironía sin incurrir jamás en el sarcasmo y por el anhelo de una actividad más allá del mero uso de sus facultades. Para actuar con plena justicia, quienes hemos visto esta película más de una vez en su versión española debemos aplaudir también el trabajo del espléndido actor que supo estar a la altura de la elegancia de Connery con la elegancia de su propia voz, de su dicción firme y serena, matizada y dúctil, el gran José Luis Sansalvador.

En fin, el papel dio un giro a la carrera del actor (sancionado por la obtención del Oscar al Mejor Actor Secundario, si bien por un personaje y una película no precisamente memorables: Los intocables de Eliot Ness [1987, Brian de Palma]), que lo llevó a vivir una segunda edad de oro por la relevancia (otra cosa es la calidad) de los proyectos que contaron con su presencia, y que sobre todo lo convirtieron en una figura muy querida por los cinéfilos y el público en general, consiguiendo algo muy difícil en un actor que ronda la ancianidad: que su mera presencia en un reparto (y doy fe de ello) moviera a ir a ver la película, por poco prometedora que fuera.

Dos son los problemas que le encuentro a la película y que le impiden aspirar a igualar la calidad del libro. Uno estriba en cierta falta de fuerza expresiva, en buena medida achacable al director Annaud, que no aporta con su trabajo nada que no venga dado por el guión, los actores y la sugestión visual del escenario. En este apartado incluyo también el que Adso carezca del relieve dramático que posee en el libro: si bien su papel como conductor del relato no es tan fundamental por la diferencia de medios, toda la historia sigue contándose desde su punto de vista, de modo que la escasa impresión que deja el personaje arrebata buena parte del sabroso desarrollo dialéctico de la historia.

El malvadísimo Bernardo GuiEl otro es peor, pues se trata de la inclusión de diversas concesiones al efectismo. Una es de orden romántico: la ampliación del papel de la joven aldeana, que consigue escapar de su condena a la hoguera para así aparecerse, en el final, al joven Adso cuando se marcha con Guillermo de la abadía, y ofrecer al muchacho una alternativa de vida que éste, tras un momento de vacilación, rehúsa. Cierto que no era necesario, pero tampoco está mal traído, puesto que permite que el endeble Adso cinematográfico retome el timón dramático para poder concluir la historia con su rememoración de aquellos hechos tan intensos desde su vejez (como sucede en el libro). En particular, y vuelvo al doblaje español, sus palabras de despedida permiten al inolvidable Fernando Ulloa —el James Stewart español— componer un momento de considerable emoción, al fundir la propia emotividad del original con la que desprende su voz dulce y sabia, tejida por los mil matices de la edad y que por un momento es capaz al personaje toda la densidad vital de que había carecido hasta entonces.

La otra concesión tiene que ver con el incremento de las maldades de la Iglesia a través del personaje del inquisidor Bernardo Gui, convertido con notable falta de sutileza por el actor F. Murray Abraham en un villano «total» que solo busca despertar el completo rechazo del público. El guión, además, introduce un ahora sí innecesario vínculo entre Bernardo y Guillermo, al hacer que éste haya sido una víctima previa del celo apostólico de aquél, de tal modo que, reunidos ahora, de nuevo consigue humillarlo con facilidad: no se precisaba tan molesto subrayado para remarcar la diferencia de talante entre ambos hombres. Encima, el guión inventa ya sin sentido de la medida que la quema en la hoguera de los monjes con pasado herético se realice en la misma abadía, y todo para que el pueblo se rebele contra los excesos del clero contra la muchacha y provoque la muerte de Bernardo (encima, brutal: empalado contra unos aguzados pinchos… sadismo que parece concebido para jaleamiento de plateas poco sofisticadas).

[Quien no conozca la resolución del caso criminal debe dejar de leer justo aquí]

Sin alcanzar el vigor de la novela, en buena medida porque el film no podía contar con el desbocado frenesí de páginas que Eco se concedió a sí mismo, cuando menos la película no deja en mal lugar la buena descripción de ese medievo turbulento capaz de unir la pureza y la vileza bajo el mismo manto. Y desde luego consigue que Guillermo de Baskerville transmita el mismo noble anhelo de humanitas, el mismo deseo de que el saber libere al hombre de, en palabras del asesino de la historia, «el miedo, tal vez el más propicio y afectuoso de los dones divinos». Es por ello que Umberto Eco hizo que el móvil que justifica los crímenes de la abadía fuera el peligro de dar a los hombres un punto de apoyo con el cual acabar con la mortífera gravedad asociada al saber humano: la risa. Por ello, inventa que el libro que todos buscan y cuyas páginas están envenenadas es el mítico y perdido libro II de la Póetica de Aristóteles, dedicado a la Comedia, del cual queda una única copia, que el asesino defiende con uñas y dientes de la contemplación por los demás.

El siniestro Jorge de BurgosDe acuerdo con los principios básicos de la novela-enigma, el criminal resultará ser al mismo tiempo el menos probable y el más lógico. El menos probable, por ser el monje ciego Jorge de Burgos —el nombre es un homenaje claro a Jorge Luis Borges, uno de los autores más admirados por Eco—, es decir, el hombre en teoría con menos autonomía para ser un asesino. El más lógico, porque en todo momento se sabe que Jorge considera que la labor de los rectores de la abadía (de la cuál él fue su bibliotecario cuarenta años atrás, antes de verse sumido en las tinieblas) es servir de custodios del saber que contiene y no de propagadores del mismo. Pues defiende que el saber está completo, desde el momento en que pertenece por completo a la esfera de la divina omnipotencia: el sabio, por tanto, no aprende sino recapitula. Ahora bien, en la autoridad de alguien del prestigio de Aristóteles —entronizado en esos siglos finales de la Edad Media como el sabio de sabios— en su defensa de la risa, esto es, del cuestionamiento de todo, incluso lo considerado grave y sagrado, los hombres encontrarán argumentos para rechazar la arbitrariedad sin razones del poder, sea de este o de otro mundo.

Por supuesto, la responsabilidad del siniestro ciego en los crímenes había ido siendo sobradamente anticipada por Umberto Eco, pero aun así el momento de su revelación resulta memorable. Si el capítulo de la confrontación entre Jorge y Guillermo (que, ay, minusvalora la capacidad del ciego para seguir haciendo daño: para seguir extendiendo la oscuridad) es estupendo, su traslado a imágenes es igualmente impresionante, en buena media gracias al ruso Chaliapin, con sus ojos blanquecinos, sus mejillas hundidas y la terrible severidad de su rostro. Y tanto libro como película hacen honor al bello pero triste destino final del protagonista: Guillermo de Baskerville descubrirá que no es suficiente con descubrir al asesino ni la raíz del mal (del Mal) para traer la luz y el calor a los hombres, cuando menos en ese invierno de la Edad Media que tan bien simboliza el sucio sudario que cubre el patio de la abadía… aun sometido al momentáneo calor del incendio que la reduce a ruinas.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Der name der rose / El nombre de la rosa. Año: 1986.

Dirección: Jean-Jacques Annaud. Guión: Andrew Birkin, Gérard Brach, Howard Franklin y Alain Godard; novela de Umberto Eco. Fotografía: Tonino delli Colli. Música: James Horner. Reparto: Sean Connery (Guillermo de Baskerville), Christian Slater (Adso de Melk), F. Murray Abraham (Bernardo Gui), Michel Lonsdale (El abad), Feodor Chaliapin jr (Jorge de Burgos). Dur.: 130 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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5 respuestas a El nombre de la rosa o el invierno de la Edad Media

  1. rexval dijo:

    Mi mujer sí leyó la novela, pero yo me quedé con la peli solo. Me gustó mucho. Tiene varias lecturas. Un es el poder económico y político de la Iglesia. Una abadía era un castillo de religiosos que explotaban a los campesinos de los alrededores, les cobraban el diezmo, etc. No existía la libertad de conciencia, ni de expresión ni de ningún tipo. Tampoco la intelectual. Para justificar sus riquezas deiscutían si Jesús poseyó o no la ropa que le cubría. En fin, mucha hipocresía y oscurantismo.

    Algo ha cambiado, algo, pero sigue. Donde lo tienen peor es en el Islam que, a falta de Renacimiento, Ilustración Y Revoluciones varias da la impresión que que vivan no en la Edad Media, sino en la Antigüedad.
    Saludos.

    • La novela tiene todavía más capas que esas, indudables, que tú mencionas y extrae de ellas un partido mejor, por eso la prefiero. Ahora bien, la película es espléndida y se basta a sí sola. Eso sí, me parece que intenta «complacer» demasiado al público indignado por las arbitrariedades de la Iglesia, creyendo que éste necesita siempre que se «castigue» a los abusadores. Y esa parte en concreto (todo lo relacionado con el personaje del inquisidor) pierde el equilibrio y acaba siendo poco verosímil. Por lo demás, magnífica.

      Un saludo, Regí.

      • rexval dijo:

        A mí este inquisidor me recuerda a Gran Inquisidor de Don Carlo, la ópera de Verdi. Son personajes siniestros que dan miedo a todo el mundo. Como te tache de herejem tortura y hoguera. El libreto est´basado en un señor que también metió caña a la Inquisició: Schiller.

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