Al cartel que figura junto a estas líneas debo mi descubrimiento de la memorable película que es El rapto de Bunny Lake (1965), realización de la que, a pesar de venir firmada por el gran Otto Preminger, nada conocía. Un cartel lleno de elementos inquietantes —la imagen de la pareja compuesta por una joven que parece cantar una nana al muchacho que acuna sobre su regazo, la mirada cuestionadora del hombre maduro que los observa, la silueta recortada del muñeco infantil— que transmite un indefinible sentimiento de zozobra que termina de completar el memorable lema: Bunny ha desaparecido, pero… ¿existe Bunny? Como ya nos advierte éste, la película parte de un sugerente argumento —la investigación de la desaparición de una niña se convierte de pronto en la investigación sobre si esa niña existe de verdad—, que bajo el formato del suspense nos conduce a un tipo de cine por el que siento especial predilección. Esto es, la obra que cuestiona, sin necesidad de argumentos fantásticos, la supuesta consistencia de eso que llamamos «realidad»; la obra que defiende que esta sólida capa que nos proporciona la base firme para enfrentarnos al mundo, en el fondo es de lo más quebradiza, puesto que depende del punto de vista o de la convicción con que los demás (no basta con uno mismo) la admitan. Y cuando esa capa se rompe es para dejarnos al borde de un abismo que, contra lo que dijo Nietzsche, ni nos mira, ni mucho menos le importa la rapidez con que podemos caer por él y ser olvidados como si nunca hubiéramos concernido a nadie. El miedo a no ser, el miedo a dejar de ser: de ellos se alimentan las peores pesadillas. Y El rapto de Bunny Lake es justo eso: una pesadilla que no se limita a sucederle a unos personajes, sino que se empeña en perturbarnos a nosotros mismos, los espectadores que creíamos estar asistiendo a una mera intriga policiaca.
El nombre de Saul Bass es indisociable del primer efecto que provoca esta película. No solo es el autor del cartel original sino también de sus títulos de crédito, faceta ésta precisamente en la cual había sido el director Otto Preminger quien lo descubrió para el cine, con Carmen Jones (1953). Asociado ante todo a los nombres de Preminger y Alfred Hitchcock, director asimismo de una única y genial película, Sucesos en la IV fase (1974) —aterradora fábula de ciencia-ficción en la que las hormigas se disponen a derrotar a la humanidad sin necesidad de aumento de tamaño sino de inteligencia—, el trabajo de Bass viene anticipado por el cartel: una mano va rasgando la pantalla en negro, como si fuera papel, mostrando los créditos que se escondían debajo, y lo último que arranca es un monigote (el mismo del póster). Después, la mano desprende ya todo el telón negro y comienzan las imágenes del film.
Unos créditos que avanzan lo que serán las claves dramáticas de la película: la idea de que hay que rasgar la realidad que se nos muestra en primer término para llegar al fondo de la verdad (y que en la película se encargará de hacer el policía encarnado por Olivier) así como, de la mano de ese monigote recortado, la importancia de lo infantil en la historia… y no solo porque, en teoría, narre la desaparición de una niña de cuatro años. La estupenda música de Paul Glass —tan dulzona como obsesiva— remarca el pequeño poso de inquietud que provoca el trabajo de Bass.
Resumo con rapidez la trama. La joven norteamericana Mary Lake, que acaba de mudarse a Londres para reunirse allí con su hermano Steven, periodista que trabaja para una agencia de noticias, al ir a recoger en su primer día a la guardería a su hija pequeña, Felicia (a la que llama Bunny), descubre que no hay el menor rastro de ella, y que nadie tiene constancia de haberla visto. Se avisa de inmediato a la policía y se hace responsable del caso el experimentado superintendente Newhouse, el cual interroga a conciencia a los responsables de la guardería, así como a la madre y al hermano. La situación se complica cuando se descubre que los enseres cotidianos de la pequeña han desaparecido de la casa a la que ese mismo día se mudaban; por otra parte, nadie parece haber visto ninguno de esos días a Bunny. Más elementos de juicio comienzan a provocar la suspicacia de Newhouse: Mary Lake (que, además, es madre soltera) tuvo de pequeña una amiga imaginaria a la que llamaba Bunny; los dos Lake están muy unidos, pues han tenido que bastarse solos casi toda su vida, y Steven, que es el mayor, parece dispuesto a sobreproteger como sea a su hermana. Surge así la sospecha: ¿acaso no será la pequeña Bunny el producto de la mente desequilibrada de Mary Lake?
De entrada, el gran acierto de Preminger es que no intenta jugar con las texturas del cine subjetivo de atmósfera fantastique, pese a que no se tarde en sugerir la posible naturaleza perturbada de su protagonista femenina. Por aclarar, Preminger no hace lo que Roman Polanski, ese mismo año de 1965, haría en Repulsión (1965) al exponer el caso de otra muchacha perdida en el Londres contemporáneo y sus problemas con la realidad, jugando abiertamente con un tono subjetivo que a ratos desemboca en la pura alucinación (la famosa imagen del pasillo del que surgen brazos extendidos). Bien al contrario, el director vienés cuenta su historia mediante la planificación clásica que aprendió en el Hollywood del cine de los estudios —recordemos, es el autor de obras maestras como Laura (1944) o Anatomía de un asesinato (1959)—, tan diáfana como elegante, sin intentar forzar la interpretación del espectador mediante un movimiento de cámara o un encuadre raros. Dicho de otro modo: Preminger no intenta mediatizarnos mediante su trabajo. Los elementos que cuestionan la verdad de los Lake o la ambigüedad de la situación van penetrando en la historia (esto sí está claro), pero a través de la atmósfera, las situaciones y la interpretación de los actores.
Ahí está la clave de Bunny Lake: en la atmósfera. Desde que Mary deja a la niña en la guardería —Preminger nos la muestra por primera vez justo cuando está cerrando la puerta de esa «habitación del primer día» donde dirá que ha dejado a Bunny—, casi todas las personas que se cruzan con la muchacha (profesoras y empleadas, incluso otras madres) la tratan con notable antipatía, manifiestan una insólita hostilidad o, sencillamente, resultan muy desagradables. La misma hostilidad que luego recibirá de la policía cuando intente hacer creer que alguien se ha llevado a su niña…
En especial, resultan inquietantes los personajes de dos ancianos que diríanse pensados para servir de sospechosos enfermizos de la desaparición, pero cuyo papel es mucho más profundo. Teniendo en cuenta ese elemento de pesadilla infantil que impregna El rapto de Bunny Lake, los personajes de la señora Ford, la fundadora del colegio, que ahora vive retirada en las habitaciones superiores, y del casero de los Lake, Horatio Wilson, que hace acto de presencia sin llamar a la puerta puesto que tiene las llaves de la casa, hacen las veces (o parecen hacerlo) de ogros del relato. La señora Ford (estupenda Martita Hunt, en un personaje con reminiscencias del memorable rol que había interpretado no hacía mucho, la madre del vampiro de Las novias de Drácula, de la Hammer) vive ahora aislada del mundo, dedicada a recopilar precisamente relatos infantiles sobre pesadillas y diríase una maléfica bruja en espera de la llegada de Hansel y Gretel a su casita de chocolate. El señor Wilson (interpretado por un Noël Coward que parece estar componiendo el doble tenebroso de su imagen pública, muy conocida en las islas británicas y muy poco en España) parece un ogro de notable turbiedad moral y sexual que penetra sin ser llamado en la casa de los protagonistas para acechar a Mary con evidentes intenciones lúbricas, envolviéndola con la untuosidad de su verbo (afirma ser un «rapsoda de piezas alcohólicas para la BBC») y el elemento de regresión que suponen las máscaras africanas que mantiene en el apartamento alquilado: una de ellas, la máscara de la fertilidad, la arroja de modo significativo sobre la cama de Mary en su primer encuentro, y allí parece quedarse durante todo el día en que se desarrolla la historia.
Ante semejante recepción por parte de los londinenses, no será extraño que el policía Newhouse bañe a los dos hermanos Lake, casi desde el primer momento, bajo una notable capa de ironía que no puede ocultar el progresivo escepticismo que siente ante tan extraña pareja. Y es que la relación entre Stephen y Mary está teñida de una tremenda ambigüedad: en el inicio de la historia, lo lógico es pensar que esos jóvenes son marido y mujer, y no hermanos. («Muy muy curioso», exclamará significativamente la señora Ford al enterarse.) Hay un sutil pero incontenible aire incestuoso en las imágenes que muestran a los dos hermanos: sirvan como ejemplos el plano que muestra el vaso con los dos cepillos de dientes, que sugiere que ambos comparten el cuarto de baño, o la escena en que precisamente, tras la marcha de la policía, Steven se está bañando y con toda naturalidad le pide a su hermana que le alargue unos cigarrillos, cosa que Mary hace sentándose en el borde de la bañera sin el menor embarazo mientras hablan sobre las circunstancias del rapto.
Justo es señalar, a estas alturas, el formidable juego interpretativo que Preminger obtiene de sus tres intérpretes principales (de los secundarios, todos geniales, ya está dicho). Los dos americanos tenían un aire físico similar —su elección es todo un acierto de cásting—, con su aire aniñado y sus cabellos rubios, con la rigidez un tanto mecánica de su mirada. Carol Lynley era lo que siempre se ha llamado una «joven promesa» (por lo común, para referirse a intérpretes que nunca llegaron a cristalizar lo que supuestamente prometían), que aquí supo brindar el papel de su vida. Keir Dullea, con su aire metálico (el cráneo rectilíneo y esos ojos «huecos»), no hizo mucho más en el cine, pero al menos varios directores supieron aprovechar su estampa inquietante: su papel más famoso lo hizo para Kubrick en 2001: una odisea del espacio (1968), donde el famoso HAL-3000 casi nos convencía de que era más humano que él.
Al lado de ambos, un Laurence Olivier totalmente alejado de esos irritantes manierismos de gran actor shakesperiano, que estropean más de uno de sus papeles, supone el perfecto contraste. Con la ironía justa —que supone, antes que una mirada fácilmente sarcástica sobre el mundo, la distancia necesaria en un hombre de su oficio para no dejarse engañar por las apariencias— y la expresividad adecuada, Olivier compone un papel que elude la grisura del clásico funcionario británico para acabar emergiendo como algo más que un policía: como un perfecto conocedor de la naturaleza humana que sabe cuándo conviene hacer de psicólogo y cuándo de sabueso.
[El lector que no conozca absolutamente sobre el final de esta película debe dejar de leer justo aquí]
La trama de la película se desarrolla a lo largo de justo un día: desde las primeras horas de la mañana hasta que cae la noche cerrada, y ese curso cronológico se convierte, del mismo modo, en un progresivo desarrollo hacia el horror. Conforme avanza el día y da paso a la noche, las sombras se apoderan de todo el relato a medida que va intuyéndose progresivamente la verdad. La fotografía poco a poco se complace en registrar los contrastes de luz, y la cámara de Preminger se impregna también de un sentido de lo tortuoso, que estalla incontenible en la memorable secuencia que termina con la revelación de la verdad. Al borde de la desesperación en la casa, mientras habla con su hermano en la bañera, Mary recuerda por fin que tiene una prueba de la existencia de la pequeña: una muñeca que llevó a reparar el día anterior. Y sin esperar a Steven, sale corriendo, zambulléndose en el abigarrado Londres nocturno hasta llegar a la «clínica de muñecas», que atiende otro anciano que, si bien tiene un aspecto bonancible —lo interpreta Finlay Currie, el San Pedro de Quo Vadis?—, a la vez resulta tan extraño como los otros dos. Y que, refiriéndose al estado de los pobres juguetes que llegan a sus manos de «cirujano», le dirá una frase que enseguida resultará una terrible verdad: «El amor infringe las más terribles heridas».
Mary toma una lámpara de aceite y se dirige escaleras abajo, al sótano donde reposan las muñecas maltrechas, y Preminger crea un momento de absoluta irrealidad (potenciado por la luz evanescente y la música de Paul Glass) mientras la muchacha recorre ese espacio de criaturas que no deberían estar vivas, pero cuyos ojos parecen a punto de pestañear. Y encuentra la muñeca, justo cuando llega a Steven, al que se la entrega mientras corre a pagar al dueño. Pocos momentos me han provocado más pánico en la sala oscura de un cine como el que viene a continuación: que el director mantenga el encuadre en Steven, y en suave contrapicado, ya alerta de la inminencia de lo terrible. El joven mira la muñeca y entonces advertimos que su mirada no es natural, que a su cara asoma una sonrisa maniaca. Y bañando la muñeca con el aceite de la lámpara, le prende fuego, borrando la prueba de que Bunny Lake existe y él está empeñado en hacer creer lo contrario.
En la primera mención de la película que leí en mi vida, en la segunda edición de la entonces Guía del video-cine de Carlos Aguilar, éste señalaba en rápido y perfecto trazo que «este film absorbente y misterioso» concluía con «un final tan lógico como inesperado». Y es cierto: la grandeza de El rapto de Bunny Lake es que ni Preminger ni sus guionistas intentan en ningún momento engañar al espectador. Éste puede adivinar desde el principio que la clave de todo está no en la imaginación paranoica de la muchacha sino en la relación con su hermano. Las señales han sido múltiples. En la primera escena del film habíamos visto cómo Steven cogía un osito de peluche del jardín de la gran casa de donde se mudan (lo cual indica al espectador, antes que comience a ser cuestionable, que donde hay un juguete debe haber una niña real). En el cuarto de baño, y como dije antes, se observan los dos cepillos de dientes en el vaso de la repisa… del mismo modo que inicialmente hay otro, más pequeño y en otro vaso, que luego desaparecerá. Steven guarda en su cartera una foto de una niña que Newhouse cree inicialmente que es Bunny, pero que es la misma Mary. Las caricias de consuelo del joven hacia la muchacha, en la guardería, ayudan, antes de que se nos aclare, a hacer creer que su relación es antes sentimental que fraternal. Y el mismo sentido cobra el relato, contado por la misma Mary, de cómo Steven siempre la ha protegido, y de cómo quiso que abortara y echó de casa al jovenzuelo que era su padre…
Steven siente un amor absorbente y del todo excluyente por su hermana: Bunny, por tanto, es la intrusa de ese paraíso infantil para dos que él quiere a toda costa perpetuar. Preminger ya nos había dado otra pista: en la escena en que Steven habla con Newhouse, en la sala de juegos de la guardería, él se mece en el pequeño columpio que hay en ella. Y no por nada, si al final Steven no consigue ejecutar a la pequeña Bunny es porque Mary sabe cómo atraer su ya por completo perturbada atención: obligándolo a mecerla en el columpio del jardín de la gran casa donde se desarrolla el clímax final, la casa donde se inició la película.
Si admirable es, a lo largo del metraje previo, el mágico equilibrio con que Preminger sostiene la dimensión realista de la investigación con los elementos malsanos y tenuemente fantastiques de la trama, esa parte final ya se abandona por completo a una narración propia del cine de terror, con momentos bañados por una incontenible tensión: el seguimiento silencioso que hace Mary detrás de los cristales de las ventanas (cerradas: Steven ha clausurado toda la casa) y el momento en que descubre, por fin, a Bunny con su hermano, a punto de ser estrangulada con la corbata; el angustioso juego del escondite por la casa y luego de la gallinita ciega por el jardín; el intento de ocultar a la niña en el invernadero y luego ir a pedir auxilio, que acaba con el aterrador momento en que Mary descubre, desde fuera, que Steven ya estaba dentro (¡¿cómo?!); o el final en el columpio, cuando la cámara de Preminger ya abandona toda sobriedad para mecerse incontenible a medida que él empuja «más alto y más alto» a la hermana… a tiempo para que Newhouse, que entretanto ha descubierto por fin los manejos de Steven, llegue en el último minuto, como la caballería. Todos esos momentos sumergen ya al espectador en un clima de verdadera pesadilla, expresa y no sugerida.
Pesadilla que, en apariencia, concluye con el restablecimiento de la Normalidad que trae consigo el firme y sólido Newhouse: «Váyanse a dormir las dos… ahora que existes», les dice, señalando con afectuosidad a Bunny, abrazada casi con fiereza por su madre. Pero el último plano (sobre el que vuelve a cerrarse la pantalla en negro, con el monigote volviendo a su sitio en ella), centrado en la madre que echa a caminar con la niña en brazos, revela, en la mirada inexpresiva, perdida, casi catatónica, de Mary Lake, que el vínculo entre los dos hermanos es mucho más cercano de lo que parece: que sólo la posibilidad de haber hecho real aquel juego infantil con la imaginaria Bunny es lo que separa a Mary del completo hundimiento paranoico en que ha caído Steven.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El rapto de Bunny Lake / Bunny Lake Is Missing. Año: 1965.
Dirección: Otto Preminger. Guión: John Mortimer y Penelope Mortimer; novela de Evelyn Piper. Fotografía: Denys Coop. Música: Paul Glass. Reparto: Laurence Olivier (Newhouse), Carol Lynley (Mary Lake), Keir Dullea (Steven Lake), Noël Coward (Horatio Wilson), Martita Hunt (Señora Ford). Dur.: 107 min.
Otra película que no conocía pero con una premisa interesante. Tanto por el componente psicológico como detalles que se tienen mucho más en cuenta al tomar como referencia la época en la que fue filmada (especialmente, que Mary Lake sea soltera).
Creo que entre finales de los noventa o mediados del dos mil también habían filmado una película con una premisa similar, salvo que ambientada en un avión y con una resolución muy de thriller en plan «el guionista no sabe como salir del berenjenal en que se ha metido».
La tendré en cuenta porque los sesenta es una década que tengo muy despoblada en cuanto a cine.
Pues sí, buena memoria. La peli que dices se llama «Plan de vuelo: desaparecida», con Jodie Foster. A mil años luz de Bunny Lake, claro, que te recomiendo con urgencia!!