Corredor sin retorno (1963) comienza con una frase que dice: A quien los dioses quieren destruir, primero lo vuelven loco, que se atribuye a Eurípides e incluso está fechada (425 a. C.), pero que parece que es apócrifa de este dramaturgo griego. En cualquier caso, de Eurípides o no, con autoridad clásica o sin ella, es una buena forma de comenzar una película que a continuación sigue con una reflexión en voice over de su protagonista, que con tono sombrío señala: «Esta es mi historia, hasta donde puedo contar». Lo cierto es que Corredor sin retorno, con mejor o peor resultado, es una de estas películas que obliga a verlas tan pronto uno conoce su historia: para investigar desde dentro un crimen nunca resuelto que se cometió en un sanatorio mental y cuyos testigos fueron tres de sus pacientes, un ambicioso periodista se hace pasar por loco, pero a medida que va profundizando en su indagación, su contacto con la realidad comienza a deslizarse por la pendiente… Hoy día pocos argumentos tienen capacidad para sorprendernos, y seguro que el de esta película dirigida y escrita por Samuel Fuller se ha contado otras veces y en distintos ámbitos (¡hasta en España, con Los renglones torcidos de Dios, de Torcuato Luca de Tena!). Ahora bien, quien haya visto esta historia a edad temprana —y aunque la revisión no sea lo que mejor le sienta— desde luego ya nunca podrá prescindir de ella: el recuerdo de la tremenda fascinación que nos provocó es uno de esos tesoros de la memoria que demuestran lo quebradiza que es la objetividad. Ay, quién sabe si esos dioses destructivos también se han fijado en nosotros para qué retorcidos fines…
Los cinéfilos veneran el nombre de Samuel Fuller (1912-1927) como el de uno de esos directores que siempre se movieron en los márgenes de la serie B y el cine de género, revelando una notable personalidad que, en su caso, parte además del hecho, insólito en un profesional de su tipo, de ser habitualmente el firmante de sus propios guiones. Fuller fue uno de esos menospreciados realizadores de Hollywood a los que los críticos franceses que inventaron el concepto de «política de autores» entronizaron como los verdaderos genios creativos de un film, del mismo modo en que un escritor lo es con respecto a sus novelas.
A principios de los años 60, su estrella profesional comenzaba a palidecer, y ello por una razón fundamental, que afectó a muchos otros como él: el fin del periodo clásico de los estudios de Hollywood, y con ello el del tradicional concepto de serie B, provocó que muchos de los clásicos artesanos se marcharan a la televisión, se retiraran (si la edad ya era avanzada) o se mudaran a otros lares. La resistencia de Fuller (que al final tuvo que emigrar a Francia) vino de la mano de dos películas que rodó, con un notable grado de libertad, para un par de productores independientes (Leon Fromkess y Sam Firks) que trabajaban para la firma Allied Artists. En ambas películas, por cierto, compartió el mismo equipo de colaboradores, fundamentales sobre todo para su gusto por la exacerbada composición visual, empezando por el director de fotografía Stanley Cortez o el director artístico Eugene Lourie, así como la misma actriz protagonista, Constance Towers.
Se trata de Corredor sin retorno (1963) —que tuvo cierto éxito y que, desde luego, hoy es uno de los títulos más conocidos de su autor— y Una luz en el hampa (1964), que no tuvo ninguno y que incluso desagradó bastante, lo cual no extraña, porque su trama es harto repulsiva/revulsiva (quien la haya visto sabe a qué me refiero: añado que a mí, con los reparos habituales que me provoca Fuller, me gusta bastante). El cineasta tuvo siempre tendencia a los argumentos desaforados y a los personajes extremos. Careció de sentido de la medida, y es por ello que su cine o convence absolutamente o no convence en absoluto: y esto sucede a lo largo de casi todas las películas que he visto de él. Fuller —su caso es muy parecido al de su compañero de generación Nicholas Ray: por cierto, ambos se despidieron de Hollywood casi a la vez— persiguió toda su vida la ejecución de una obra maestra que lo justificara para siempre y que no logró hacer nunca, aunque a veces estuviera cerca. Aun así, qué más da cuando sus películas poseen, aun en su imperfección, más vitalidad y más cine que las de muchos directores posiblemente más regulares y correctos.
Corredor sin retorno es un buen ejemplo, y antes de entrar en su interior quiero señalar que es un film tan atractivo como insostenible, tan grandioso como fallido. En primer lugar, y con el hándicap evidente de mi falta de conocimiento para juzgar lo fuerte o frágil que pueda ser la cordura en una situación extrema, la premisa central de la película me parece dramáticamente pertinente pero lógicamente inverosímil, y esto última empieza por la espantosa interpretación del actor protagonista, Peter Breck, bregado sobre todo en televisión, y del que no se conoce ningún otro papel relevante. Lo único positivo que Breck aporta a su personaje es la mirada inescrupulosa del sujeto al que nada le importa salvo el propósito al que lo ha fiado todo. Ahora bien, sus reacciones de «locura» rozan en más de un momento el ridículo, sobre todo en las escenas más delicadas: aquellas en las que tiene que fingir un papel (es un rol delicado para todo actor: hacer precisamente de alguien que hace una actuación), por ejemplo en sus confrontaciones con los médicos a los que tiene que convencer de su estado patológico.
Volviendo a esa premisa inverosímil, se trata de que, que como podía esperarse [y siento incluir desde el principio el spoiler: quien prefiera ver antes el film, debe dejar de leer aquí], Johnny Barrett, en su obtención de la verdad, acabará convirtiéndose en otro de esos locos con los que ha convivido y con los que ha tenido que identificarse para poder acceder mejor al secreto guardado en su tortuosa y, al principio, inexplicable mente. ¿De verdad es tan fácil enloquecer como haciéndose pasar por loco? Encima, no se convierte en un loco cualquiera, sino en un paciente en estado catatónico, y ello, me parece a mí, no porque Fuller hiciera un estudio riguroso del tipo de locura en que podía incurrir alguien en su caso, sino porque, de cara a las imágenes del final, la elegida era la de mayor impacto visual: un demente con expresión de esfinge, la mirada perdida en la nada y un brazo alargado hacia el vacío, al modo del otro paciente del mismo estilo que ya previamente había fascinado al mismo Johnny.
Entremos en materia. Fuller no fue nunca un poeta del cine ni un artista sensible ni un humanista preocupado por la injusticia social. Fuller fue un cineasta visceral, cuyo interés, sin cortapisa ninguna, fue la denuncia del ser humano y de su capacidad para la abyección, para la mezquindad, para lo miserable. Pues bien, Corredor sin retorno es, en este sentido, su film más sórdido y deprimente… eso sí, en apretada pugna con el siguiente, el mencionado Una luz en el hampa.
Y ello desde su mismo personaje protagonista. No se piense que es el espíritu de hacer resplandecer la verdad o el noble empeño de proteger a los desprotegidos (la víctima fue uno de los internos, llamado Sloan) lo que impulsa a Johnny Barrett a poner en peligro su cordura para resolver el caso. Al contrario, Barrett es uno de los seres más antipáticos que se pasearon nunca por una película norteamericana… hasta que se pusieron de moda los personajes antipáticos, claro. Su pretensión no es otra que ganar el Premio Pulitzer con una noticia sensacional(ista), y para ello obliga a su novia a hacerse pasar por su propia hermana para así denunciarlo como un enfermo sexual que la acosa con violencia para cometer incesto. De paso, es bien significativo que Fuller, de todas las patologías posibles, escogiera alguna aberración sexual para hacer que su personaje fuera sospechoso de enfermedad mental: el director siempre comprendió bien el tipo de país y de sociedad en que vivía.
Un primer acierto malsano de Corredor sin retorno es, precisamente, el personaje de la novia. De entrada, Fuller tiene la hábil ocurrencia de convertir a Cathy en bailarina de strip-tease (o eso dicen los diálogos, que en los varios números que se incluyen de ella, por ligera de ropa que vaya, no termina de desnudarse nunca). Es evidente que su propósito es incrementar la turbiedad sexual que rodea la relación entre los dos personajes: si no existe el incesto que alegan, es evidente que la suya tampoco es una relación completamente «natural». En sueños, la imagen de Cathy bailando se le aparece a Johnny, y Fuller siempre la sitúa en sobreimpresión sobre el rostro convulso del periodista, en plena pesadilla, bailando insinuante con su boa de plumas o directamente tumbada sobre sus mejillas mientras le hace cosquillas. Por supuesto, lo que se quiere sugerir es que, por «liberal» que parezca, Johnny se avergüenza de la profesión de su novia: de ahí que el hecho de obligarla a fingir que entre ellos hay una relación tan sucia en el fondo no es sino un castigo muy tortuoso.
Pues bien, Fuller escogió para este papel a una intérprete, Constance Towers, que en principio no parecía muy adecuada por la naturaleza de sus previos papeles. Los cinéfilos siempre relacionaremos a esta actriz no con Fuller sino con un cineasta mucho más venerable (y «limpio») como es el gran John Ford, para quien fue la protagonista femenina de dos de sus westerns, Misión de audaces (1959) y El sargento negro (1960), films en los que paseó la misma imagen de chica sana, decente y honesta, con un punto notable de cursilería, incluso hasta incurrir en lo estomagante. ¿Quién iba a decir que Fuller sacaría semejante partido de la contravención de las expectativas del cinéfilo acerca de la actriz? Porque viéndola bailar —eso sí, muy mal, pero no importa, porque tan ligera de ropa descubrimos que era una mujer muy atractiva—, contonearse y sugerir toda clase de malicias, los espectadores (masculinos, al menos) asistimos a una inesperada, y excitante, experiencia como voyeurs: darle la vuelta a esa imagen de pureza impoluta que tenía la actriz. La cual, además, resulta muy convincente en el plano dramático, superando con creces sus dos actuaciones para John Ford, y eso que éste fue un gran director de intérpretes. De hecho, en la siguiente película de Fuller, Una luz en el hampa, Towers fue incluso más lejos, sosteniendo ahora ella sola toda la historia, en su papel de prostituta arrepentida que acaba convirtiéndose en una inesperada cruzada contra la corrupción moral, desenmascarando a su propio enamorado como otro ser aberrante desde el punto de vista sexual.
El cine ha contemplado múltiples veces un sanatorio mental (en épocas en que no teníamos que medir tanto las palabras sin que enseguida se alzaran las cejas a nuestro alrededor se los llamaba manicomios), un lugar que la inmensa mayoría de los espectadores, como es consolador creer, solo conoce por estas referencias cinematográficas. Desde El gabinete del doctor Caligari (1919) hasta Alguien voló sobre el nido del cuco (1975) y más allá, la visión que se ha dado de estos lugares ha sido múltiple y diversa: desde un lugar más propio del infierno hasta una institución que simboliza los mecanismos represores de la sociedad, pasando, sencillamente, por lo que debiera ser ante todo: un espacio sanitario donde se intenta curar algo tan delicado como la mente. En cualquier caso, para mí ninguna película ha sabido dar cuerpo físico a este concepto como el pasillo que da título a Corredor sin retorno: una larga «calle» (así es como se la llama en los diálogos del film) que parece multiplicarse en el espacio (sin duda por el uso de espejos o trampantojos en su espacio final), donde los pacientes salen a disfrutar de sus momentos de ocio (?), lo cual permite a Johnny, y por medio suyo al espectador, asistir a todo un catálogo de locos. De entre ellos, cabe destacar al inolvidable Pagliacci, el obeso italiano que no para de cantar arias de El barbero de Sevilla, al oriental que dice estar embarazado de cinco meses y que se pasa el tiempo ejecutando toda clase de extravagancias mímicas o, claro, al impresionante catatónico al que se puede mover a su antojo el brazo erecto sin que se inmute.
Fuller construye su intriga, una vez ya integrado Johnny en el manicomio, a partir de la sucesiva confrontación de éste con los tres testigos que asistieron al asesinato. Tres locos, cada uno de los cuales posee una locura muy particular. El primero es el clásico demente que se cree un personaje célebre, en este caso el general del ejército confederado Jeb Stuart, que por tanto se pasa el tiempo analizando un plano de la batalla de Gettysburg, dando cargas imaginarias por el pasillo o emocionándose con la canción que simboliza al «eterno Sur», Dixie. El segundo es Trent, un joven negro que ha acabado convirtiéndose en un fanático de la Supremacía Blanca y se cree el fundador del Ku-Klux-Klan. El tercero es Boden, un físico nuclear y antiguo premio Nobel que ahora está reducido a la mente de un niño de 6 años que se pasa el rato haciendo dibujos infantiles. Por supuesto, huelga decir que el gran atractivo que poseen todos estos casos de demencia estriba, antes que nada, en la excelente interpretación de todo el cásting secundario, aunque de entre ellos yo sienta especial debilidad por las actuaciones de Larry Tucker (el obeso Pagliacci) y James Best (el patético Stuart).
Fuller ofrece una explicación racional —quizá demasiado racional, y esto es una nueva debilidad psicológica del guión, pues las causas de la locura acaban pareciendo muy mecánicas— en todos los casos. Stuart es un pobre infeliz, crecido en un medio fanático de la América profunda, lo que lo hizo presa fácil de la manipulación por parte de los comunistas que lo apresaron durante la guerra de Corea: convertido por ello en «traidor» a ojos de los suyos, la presión acabó desmoronando su cordura. Trent fue el primer estudiante negro en una universidad del Profundo Sur (¿demasiadas profundidades, verdad?), de tal modo que acabó proyectando en sí mismo todo el odio de que fue objeto. Por último, en el caso de Boden es el tremendo trauma sufrido al comprobar las terribles consecuencias que sus investigaciones pueden generar en la humanidad.
En cualquier caso, el más sobrecogedor acierto dramático de Fuller en su descripción de los dementes es que, en el corazón de la más irremediable locura, siempre hay un momento de lucidez en que el enfermo vuelve a ser quien fue. Johnny lo descubre y es así como va rellenando las piezas del puzzle, si bien por desgracia estos intervalos son tan fugaces que uno solo de los testigos no basta para decirle cuanto necesita saber, aunque al menos desde el principio acota que el asesino es uno de los enfermeros del sanatorio y que mató a Sloan porque había sido testigo de su abuso sexual (¡otra vez el sexo!) sobre las indefensas pacientes femeninas.
Al mismo tiempo, Johnny va sufriendo él mismo su propia caída en la neurosis. El primer síntoma, ante la alarma de Cathy, es cuando reacciona, ante el beso en la boca de la muchacha, con grandes gestos de repulsión física y moral, pues los hermanos no se besan así: lástima de lo mal actor que es Peter Breck, lo cual le resta parte del impacto a la escena. Pues bien, en otro genial hallazgo de Fuller, cuando por fin consigue arrastrar al último de los testigos (queda bien claro eso: que es su última oportunidad) al breve interludio lúcido, descubre con horror que las palabras no salen de su boca (aunque el espectador sí escucha sus patético gritos mentales: «¡¿Quién mató a Sloan??!!», consiguiendo un momento de insoportable tensión. (Sintomáticamente, y como demostración suprema del pesimismo de Fuller por la condición humana, el asesino será el que el espectador no quería que fuera: el enfermero de comportamiento más humanitario.)
Corredor sin retorno, por lo tanto, es una película que exige una entrega absoluta (una entrega que, reconozco, no siempre se puede dar), porque se advierte en ella una convicción absoluta por parte de su creador, tan absorbido por su magnífica idea que no le importa sacrificar detalles por el conjunto (el problema es cuando lo que él cree un detalle, para el espectador no lo es). Así, el film contiene momentos muy discutibles: el increíble ataque de las ninfómanas (que más bien parecen zombis) contra el atónito protagonista. Pero, por fortuna, abundan los espléndidos, imborrables, incluso alucinantes: el instante en que Johnny ve el pasillo completamente inundado por una lluvia imposible que cae por todas partes y que lo ahoga literalmente (lo cual simboliza, realmente, su punto de no retorno); los diálogos nocturnos que Johnny comparte con Pagliacci, quien consigue resultar entrañable sin dejar nunca de ser profundamente inquietante, lo cual es un gran mérito del actor (y de su elección); las apariciones de Cathy en los sueños de Johnny, cantando una y otra vez la misma, dulzona y morbosa canción; los insertos en color que el director introduce en los momentos de lucidez de los locos (que el mismo cineasta rodó en Japón y Brasil, y que introducen una nota de extrañeza francamente sugestiva: al final, las mismas imágenes se colarán en los pensamientos de Johnny, sellando su identificación con aquéllos)… Repito, Corredor sin retorno no es, no puede ser, una obra maestra, pero ofrece tanta intensidad que obliga a replantearse urgentemente qué es preferible, si la granítica perfección o la imperfecta pasión de los creadores que luchan una y otra vez por alcanzar un punto al que nunca lograrán llegar.
En cualquier caso, cuando al año siguiente Fuller decidió radicalizar su discurso sombrío y extremo, con Una luz en el hampa, el fracaso fue tan tremendo y el desagrado entre crítica e industria tan enorme, que el director se vio obligado a hacer las maletas y marchar a Europa, sin volver a pisar Hollywood en quince años, y cuando volvió ya no fue lo mismo. Para dar tan tremendos portazos a la industria se necesita personalidad: y si Samuel Fuller tal vez no fuera un genio, sí desde luego un hombre sobradamente personal.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Corredor sin retorno / Shock Corridor. Año: 1963.
Dirección y guión: Samuel Fuller. Fotografía: Stanley Cortez. Música: Paul Dunlap. Reparto: Peter Breck (Johnny Barrett), Contance Towers (Cathy), Gene Evans (Boden), James Best (Stuart), Hari Rhodes (Trent), Larry Tucker (Pagliacci). Dur.: 101 min.
Intentaré ver la peli. Me ha hecho pensar en «Alguien voló sobre el nido del cuco» del magnífico director Milos Forman (Amadeus) con todo un Jack Nicholson en estado de gracia. Se plantea el tema de cómo el sistema es capaz de destruir al individuo y convertirlo en un «loco» sin derechos y al albur de su cuidadora carcelera, bien sádica por cierto. Como sabes, el protagonista empieza fingiendo que estaba loco para evitar una pena mayor – era un delincuente – y acaba siendo un vegetal ante la mirada criminal de su terapeuta. Es toda una reflexión antiautoritaria. Diferentes regímenes: Hitler, Stalin, etc. han considerado «locos» a sus opositores y han acabado con ellos en «psiqquiátricos» ad hoc.
Uf, Regí, lo siento, pero en «Alguien voló sobre el nido del cuco» yo estoy totalmente al lado de la enfermera para fastidiarle la vida a Jack Nicholson jajaja. La verdad es que no me gusta este actor de mil y un gestos, al que le gusta hacer el loco en mil y un películas, esté encerrado o no en un manicomio. Mi otra «loca» insoportable del cine es Angelina Jolie en «Inocencia interrumpida». Encima, a los dos les dieron el Oscar!!!