En los últimos tiempos, la editorial Valdemar está consolidando en España la introducción de un escritor hasta hace poco apenas contemplado por nuestra edición pero de verdadero culto (y por una vez, no prefabricado ni basado en huecos deseos de mitomanía) fuera de nuestras fronteras. Se trata de Thomas Ligotti, nacido en Detroit en 1953, dueño de una obra no muy prolífica pero de una densidad extrema: de hecho, la brevedad es el signo distintivo de su autor, puesto que es el cuento el campo en el que se circunscribe la mayor parte de su obra. La información proporcionada en las solapas o en el prólogo con que el especialista Jesús Palacios presenta la primera publicación de Ligotti en la editorial lo entroniza como un descendiente de la estirpe de Poe y Lovecraft, a los que, desde luego, complementa o corrige (según el ánimo del lector), y con los que comparte el sentido obsesivo de la prosa, la capacidad para hacer que la atmósfera sea la gran protagonista de sus historias, el fetichismo de determinados objetos, en su caso las marionetas, el aroma de la decadencia y lo marchito o el relieve que se otorga a extraños cultos, a libros malditos, a seres de monstruosa divinidad que aguardan volver a filtrarse en nuestra realidad (o proclamar, definitivamente, que la Irrealidad es la verdadera dimensión real…). Como todos los autores que tienen de verdad cosas que decir, no es de lectura fácil —doy fe personal, porque en mi primer intento tuve que aparcarlo durante unos meses— y el poso que deja no se remansa tranquilo en nuestra memoria. Pero la insistencia termina por fructificar y revela a uno de los pocos autores contemporáneos de literatura fantástica que deja verdadera huella.
La primera obra del autor editada en España fue La fábrica de las pesadillas (1996) —que no he podido encontrar—, por La Factoría de las Ideas. Valdemar publicó a finales de 2012 Noctuario (1994) y acaba de hacer lo propio con Grimscribe. Vidas y obras (1991). (Como puede verse, las ediciones españolas están publicando su ficción en orden cronológico inverso.) A ellas hay que añadir el ensayo de sugerente título La conspiración contra la especie humana (2010), también en Valdemar. Las dos primeras obras, con traducción de Marta Lilo Murillo; la tercera, a cargo de Juan Antonio Santos. Por cierto, que lamento, en la por lo demás encomiable edición de Valdemar, la decisión de no traducir el sugestivo título original de Grimscribe, que significa algo así como El escribiente adusto o El copista triste o algo por el estilo, igualmente elusivo y misterioso…
Los relatos de Ligotti han sido descritos a menudo como cuentos filosóficos, por la evidente densidad intelectual que parece impregnar cada una de sus líneas. Una filosofía del pesimismo, que es precisamente lo que lo encadena a otros grandes autores del fantástico como los citados Poe y Lovecraft o el galés Arthur Machen. La premisa de partida de Ligotti es lo innecesario del ser humano: su condición de mutante que, al contrario de las otras especies con las que comparte la Tierra, posee la debida consciencia para poder advertir que no hay motivos para desear haber recibido nunca el regalo del autoconocimiento. El ser humano está condenado al sufrimiento y a la infelicidad, y ninguna de las máscaras o cortinas de humo con las que trata de convencerse de lo contrario es duradera o eficaz más allá de un breve instante, como bien declaran sus relatos, que suelen concluir con la realización de aquello que anhelaba, temía o buscaba el personaje protagonista, y que inevitablemente, claro, es su propia destrucción… o su disolución en un mundo exterior para el cual no ha sido sino un elemento indiferenciable de otros.
Las pocas informaciones que circulan sobre Ligotti —además de mencionar, de modo más bien inconcreto, su trabajo en el mundo de la edición durante más de 20 años— hablan de su estado de depresión crónica. Estado depresivo que, es evidente con solo la lectura de un par de cuentos, pugna por apoderarse del mismo lector a modo de virus de un pesimismo que no es ostentoso (todo lo contrario, parece ir aposentándose en nosotros de modo lento pero implacable, casi por capilaridad) pero que no por ello deja de ser atroz.
Quizá es por ello conveniente, para realizar un acercamiento a su obra, comenzar por ese ensayo mencionado de 2010, La conspiración contra la especie humana, pues casi actúa a modo de libro de instrucciones para acercarnos a su literatura. En él, Ligotti propone un catálogo de razones para el pesimismo que pretende ser una monumental refutación de la consoladora idea de que «estar vivo está bien». El escritor realiza un amplio recorrido por todos aquellos planteamientos y conceptos que se acercan a los suyos (de los sistemas filosóficos abiertamente desesperanzadores, como el de Schopenhauer, al budismo), al tiempo que refuta con vehemencia a cuantos postulan la tesis contraria. De hecho, la Conspiración parece una obra concebida en un periodo especialmente depresivo, surgida de la irritación contra los rimbombantes manuales de autoayuda (a los que dedica una atención tal vez excesiva, para zaherirlos más), cuya mejor expresión es la inolvidable diatriba contra el quejica (pgs. 210-213 de la edición Valdemar) que condensa de forma inmejorable la filosofía de Ligotti por medio de la argucia literaria de denunciar lo que en realidad se defiende.
Curiosamente, el principal pensador que inspira la obra y a cuyas razones vuelve una y otra vez es un autor no ya olvidado sino desconocido, el noruego Peter Wessel Zapffe (1899-1990), y su obra El último Mesías (1933). Zapffe parte de la consideración de que el hombre es la víctima de un regalo no deseado de la naturaleza: la consciencia, que nos conduce a la lúcida convicción de que la existencia es indeseable, una tragedia que desnuda nuestra profunda impotencia frente al mundo y el dolor que éste produce (pues solo puede producir dolor). Somos como marionetas que no somos conscientes de serlo, seres sin verdadera capacidad ejecutiva real, manejados por hilos invisibles: esa imagen de la marioneta, por cierto, es objeto de fetichista fascinación por parte de Ligotti, pues recurre a ella una y otra vez en su discurso y, claro, en sus cuentos.
Es por ello que Zapffe señala que la única solución para acabar con esa «conspiración» contra el ser humano es la no procreación (no el suicidio, es conveniente subrayar), lo que Ligotti llama desaparición autoprogramada. Sobre esta conclusión, el autor desgrana toda una serie de argumentaciones en apoyo de su pesimismo antropológico que, a ratos, resultan excesivamente repetitivas, pero que en otras ocasiones sorprenden por su absoluta independencia de juicio frente al mismo inspirador del libro, Zapffe. Por ejemplo, uno de los rasgos más notorios de este pensador, según las informaciones que de él pueden encontrarse, es su abierta defensa del ecologismo, bastante antes de convertirse en una idea compartida por muchos. Pues bien, Ligotti critica acerbamente todo amor por la naturaleza, puesto que a ella es a la que acusa de haber producido (o al menos «subvencionado», el verbo es literal) nuestra evolución. «Así pues, ¿en virtud de qué tiene derecho a ser absuelta de su pecado original?». Desde luego, hay que tener personalidad para esgrimir hoy semejante argumento.
Un aspecto especialmente interesante del libro es el análisis que hace del género de horror sobrenatural (es decir, aquél en que se incluye su propia obra de ficción). Género que, para Ligotti, supone una forma de defenderse contra la conspiración reinante por el método de situar al lector, como ante un espejo, frente a personajes insignificantes —como lo es el mismo hombre— confrontados a situaciones, a mundos, donde «el ser humano no tiene cabida y muere para sí llorando o gritando o espantado ante el horror de la existencia». (Eso sí, a continuación remarca la paradoja de que buena parte de los lectores de este tipo de ficción no la frecuenten, como es evidente, por razones filosóficas sino por puro escapismo, con lo cual, en el fondo, esta literatura acaba siendo una de las máscaras con las que el hombre conjura el miedo a ser tan solo lo que denuncian Ligotti y los pensadores pesimistas.) En cualquier caso, todo ello da pie para que el autor realice magníficos análisis de escritores como Ann Radcliffe, Poe, Lovecraft, Pirandello o Topor, y señale que, como no puede ser de otro modo, la atmósfera es el elemento fundamental de todo cuento de horror.
Volviendo a su obra de ficción, puede decirse ante todo que ese pesimismo antropológico que expresa la Conspiración, ese reproche a la consciencia, se deben a que ésta nos permite, al contrario que al resto de especies animales, ser capaces de advertir que el cambio, la transformación (lo que, ya sea tarde o temprano, siempre es para mal), es la característica fundamental de toda criatura natural. Ese miedo a la transformación, primero del mismo ser humano, después de la realidad que lo rodea, constituye el gran tema de sus relatos. En la práctica totalidad de estos se cuenta la historia de un lugar que cambia, de unos objetos que parecen cobrar nueva vida, de una casa a través de la cual se produce una extraña invasión de otra realidad, de sueños que se empeñan en proyectarse o en fundirse con la vigilia (o invertir sus parámetros)… Ese temor en ocasiones acaba convirtiéndose en morboso deseo: esos protagonistas que, como el ensimismado erudito del magnífico cuento La Medusa, persiguen toda su vida el acceso a esa transformación que en dicho relato se simboliza bajo el clásico personaje de la mitología griega, que se empeña en burlarlo una y otra vez y que al final, del modo más inesperado, acabará cobrándoselo.
Ligotti baila entre un ensimismamiento al borde del decadentismo —del que, por lo común, se libra debido al intenso realismo de la prosa y a la ausencia de toda mística del pasado: sus relatos, incluso los de inconcreta ubicación cronológica, son intensamente coetáneos, como situados en un presente eterno— y la crónica reflexiva, a ratos al borde mismo del ensayo, sobre sensaciones y texturas.
De hecho, la textura visual de sus palabras se empeña en evocarnos lienzos de pintores raros y extraños. En ocasiones, puede ser la elegante reorganización de la realidad (bajo la advocación del sueño) que encontramos en Remedios Varo; en otros, el gusto por lo pútrido de un Francis Bacon; en más de uno, los inquietantes paisajes de Giorgio de Chirico, desnudos de vida humana en los que cobran misteriosa vida los edificios o los seres inanimados, como, sintomáticamente, las muñecas. Especialmente bien elegidas están las ilustraciones del autor elegido por Valdemar para las portadas de sus dos libros de cuentos, el madrileño José Hernández, con su barroca galería de seres y paisajes en trance de lenta y decadente metamorfosis.
El escenario de sus historias suele fijarse en alguna ciudad, más o menos grande, que viene a convertirse en espacio de insondable soledad, por cuyos rincones (abigarrados o desiertos, qué más da) se pasean los personajes del autor, en busca de un libro o de un casa, o sencillamente a la deriva mientras extraños signos van interfiriendo, sin que por otra parte parezcan sorprenderse demasiado de ello, con la apariencia normal de las cosas. Desde luego, incluso en mayor grado que Lovecraft —escritor, recuérdese, traicionado por el amigo que lo salvó del olvido y su editor póstumo, el admirable y a la vez discutible August Derleth, que bañó las creaciones de aquél bajo un muy reconocible y cargante maniqueísmo—, en las páginas de Ligotti no hay ni rastro de la división, tan confortable para muchos autores del género, entre el Bien y el Mal. Sí lo hay de eso tan difícil de definir pero reconocible al instante que se puede etiquetar como lo terrible.
Esta filosofía de lo terrible encuentra tal vez su mejor resumen en el cuento Demente velada de expiación, la historia de un eminente científico que desaparece una temporada y que, cuando reaparece, parece haber devenido en un charlatán que se pasea de pueblo en pueblo, de teatro en teatro (hasta hundirse en la degradación del espectáculo de feria), refiriendo las experiencias que sufrió durante su retiro y presentándose como el profeta de la nueva verdad revelada. Que no es otra que señalar que, contra lo que se cree y propagan las falsas escrituras de (casi) todas las religiones, el Creador no ha venido a traer el orden y la armonía (lo que se entiende por el bien) al mundo. «Lo que el Creador ama sobre todas las cosas es lo irreal», proclama, y para su consecución primero se precisa la existencia de algo real que luego habrá de marchitarse hasta convertirse en ruina, en el remedo de lo que fue, y cuyo símbolo, cómo no, es la marioneta, el muñeco, el señuelo de vida: ahí, realmente, es donde radica la Vida. En un irónico giro final del cuento, ese ominoso Creador acabará revelándose como el narrador del mismo.
Uno de los grandes atractivos de sus relatos estriba en las formas narrativas, de una soltura y libertad que denotan a un escritor que ha leído y reflexionado sobre lo que ha leído. Ligotti cambia puntos de vista, alterna capítulos con distintos protagonismos, usa la narración en primera y en tercera persona, se distancia de lo que narra para luego implicarse personalmente en ello… Un buen ejemplo es el estupendo Nethescurial (en Grimscribe), que supone además un muestrario de gran parte de las inquietudes temáticas del autor: los sueños, las marionetas, la transformación de la realidad, los cultos misteriosos, la advocación de engendros malditos, los recorridos por escenarios urbanos que poco a poco empiezan a moldearse bajo la subjetividad del paseante… En él, además, utiliza el viejo recurso del manuscrito encontrado en circunstancias extrañas para transgredir las expectativas del aficionado avezado. El protagonista es el clásico erudito que se tropieza con el susodicho manuscrito y encuentra en él la crónica de unos extraños sucesos que reúnen en una isla apartada —todo esto tiene un indudable, y siniestro, aire a Clark Ashton Smith, así como al Poe del Arthur Gordon Pym, referencia que volverá a aparecer en este comentario— a los conocedores del pavoroso secreto que puede devolver a la Tierra a un dios oscuro y malvado. Ligotti expone con deliciosa ironía el análisis que el erudito hace del descubrimiento, jugando tanto con la reproducción de unas claves del género muy familiares como con su cuestionamiento, para girar en la parte final del cuento hacia una deriva muy propia de él: sin que pueda evitarlo, la mera lectura del manuscrito acabará provocando en el protagonista una intrusión de la irrealidad en sus sueños.
Otro buen ejemplo se encuentra en El Tsalal, estupenda historia incluida en Noctuario. Lo que cuenta, a grandes rasgos, son los siniestros acontecimientos que tienen lugar en una pequeña ciudad (apodada la «ciudad esqueleto»), en la cual está a punto de producirse el advenimiento de un ser, el Tsalal, que preludia además una modificación en la sustancia de la realidad, que ya está afectando de hecho a sus pobladores, encerrados en un bucle que les obliga a regresar a la ciudad de la que, espantados, desean escapar. El portador de la semilla del Tsalal es el hijo de quien fuera el líder del particular culto que puso en marcha dicho nacimiento, y que acabó renegando de su acto para convertirse en predicador, fundando una iglesia (la única del pueblo, en la cual se producirá el clímax del relato, que implica a los últimos y atónitos habitantes del lugar) y escribiendo un libro con el mismo nombre de la criatura, en el que enseña la manera de impedir su llegada.
Sobre el papel, no es un argumento original, pues recuerda muchos otros en la literatura y el cine (en particular, yo le encuentro un indiscutible sabor a John Carpenter, en concreto el de sus magníficas películas El príncipe de las tinieblas, de 1987, y En la boca del miedo, de 1992), con los elementos clásicos: el culto esotérico, el libro maldito, el engendro que pugna por penetrar en nuestro plano de realidad, las ominosas señales que lo anuncian, los pobres resistentes contra el mal… La densidad está, por supuesto, en la narración, desarrollada a través de una serie de pequeños capítulos numerados y titulados en los cuales va cambiando el punto de vista mediante el cual se cuenta la historia. Una historia que salta del pasado al presente, de unos personajes a otros, y que se centra sobre todo en Andrew Maness, el hombre que porta al Tsalal. Por cierto, que la advocación de Poe no se le puede ocultar al amante del escritor de Baltimore: Tsalal es el nombre de la isla de los mares antárticos donde concluye el alucinado periplo del protagonista de la Narración de Arthur Gordon Pym. El Tsalal es un relato para releer varias veces y paladearlo, porque en cada ocasión repararemos en una pieza a la que antes no habíamos prestado tanta atención: ¿…o será que la misma sustancia del texto, influenciada por los extraños poderes del Tsalal, cambia cada vez que volvemos a cogerlo en nuestras manos?
Ligotti es, en cuanto a los relatos de terror, lo más interesante que se ha visto en mucho tiempo, y no es exagerado el considerarlo un heredero de Lovecraft. Pero también de muchos otros no relacionados con la narrativa, porque los últimos años, además de reducir todavía más su ritmo de escritura, ha derivado hacia la filosofía principalmente: sus últimos dos relatos, en The Spectral Link, son en el fondo estudios sobre la eutanasia y la percepción de la realidad.
Te recomendaría que no te compliques mucho buscando la edición de la Factoría de La fábrica de pesadillas: la edición está purgada en casi la mitad de los relatos, y es probable que Valdemar continúe la publicación de sus libros. Si no, en octubre los de Penguin Classics sacan una edición especial con Songs of a Dead Dreamer y Grimscribe juntas, y la mayoría de los relatos de La fábrica provienen de esa primera antología. Personalmente ese, y La fábrica, son mis favoritos: todavía no tendía tanto como en los últimos tiempos hacia lo metafísico y suelen ser los más interesantes a la hora de empezar con el autor. Bueno, y en Pesadilla, una antología de relatos que sacó Grijalbo en los ochenta, cuenta con La última aventura de Alicia entre sus cuentos.
Es curioso también que con una filosofía tan pesimista (y que se encargó de presentar al gran público Pizziolato a través de Rust Cohle), a menudo en Ligotti se entrevea también cierto sentido del humor. Bastante marciano, por cierto: en La conspiración contra la raza humana explica como él último Mesías, antinatalista, fue asesinado por las parteras y fabricantes de pañales, o que la filosofía pesimista pretende acabar con todo lo que nos importa que es «el Bien, lo Bello y Una Taza de Váter Limpia y Reluciente». así, tal cual.
Cuando escribí sobre True Detective ya había leído alguna referencia sobre la relación entre Ligotti y Rust Cohle (lo mismo fue a ti…), pero no quise comentar nada sin haber leído antes al escritor. Ya había leído algunos de los cuentos de «Noctuario», pero no pude seguir adelante, aunque ya me entraron ganas al ver la serie. Ha sido tras la publicación de «Grimscribe» cuando por fin lo he retomado… y me ha dejado con ganas de mucho más, espero que Valdemar publique más cosas, entre ellas esos cuentos que me dices. Gracias por la recomendación sobre la edición de La Factoría: en Málaga, que no es el mejor sitio donde buscar cosas raras, no había encontrado ni rastro.
Leyendo este artículo me ha venido de inmediato a la memoria la obra de Camus, El mito de Sísifo. Creo sinceramente que estamos ante una de las cuestiones más esenciales del ser humano, y que la sola reflexión sobre ¿para qué? es abrumadora. Me pongo de inmediato a buscar a este escritor para mi desconocido y a su «maestro» noruego. Pensándolo bien, todo radica en comprender que absolutamente nada tiene que tener tener un motivo, menos aún lo esencial, esto es, la existencia. Igualmente la Naturaleza en su malabarismo azarístico confeccionó por casualidad a una especie cuya principal característica le sirvió en un momento dado, para que luego la misma pueda convertirse en el germen de su propia destrucción. Comprender el juego natural y su ausencia directriz es duro cuando todos somos el muñeco o marioneta, pero a fin de cuentas no hemos dicho siempre que la vida es un guiñol o teatro.
Claro: el principal reparo que se le hace a Ligotti es esa especie de determinismo sobre el que construye su lógica. Como nuestra prevalencia sobre las otras especies de la naturaleza es un absurdo, estamos destinados a vivir vidas absurdas y a ser meros monigotes de un azar cruel. Eso sí, como todos los buenos escritores que tienen sentido de la convicción, sus páginas como mínimo invitan a pensar. Aunque es irónico que, al final, lo mejor de su filosofía pesimista es que supone un inmejorable escenario dramático para la ficción.
No hay que obviar la posibilidad de que Ligotti tenga un notable grado de razón. Si estudiamos la psicología evolucionista, que no la tradicional evolutiva, muchos comportamientos humanos no tienen solo su origen en lo aprendido, y sí en un acervo biológico que pudo posibilitar desde el altruismo a la necesidad de lo trascendente, siempre que hayan tenido una eficacia adaptativa. Por ejemplo, esa omnipresente presencia religiosa en el hombre tiene difícil justificación a día de hoy, pero aún seguimos atesorando esas necesidades hasta tal punto que solo cabe pensar en una impronta remota, al igual que otros comportamientos como la violencia, el egoísmo, la amistad, incluso Azuaga habla de la monogamia.
A nadie se le ocurre pensar que una jirafa es libre, pues asumimos que las especies animales hacen aquello para lo que están diseñados o la azarística evolutiva ha dado como resultado de mutaciones acertadas o equivocadas. ¿Cuál es el motivo por el que la especie humana estaría totalmente fuera de ese rango de encasillamiento? Objetivamente ninguno. La historia humana es tozuda y acreedora de veracidad. En ella comprobamos que el hombre se comporta, poco más o menos, como un grupo de papiones, salvando las distancias. Lucha por el territorio, por los recursos, guerrea, se reproduce y, tan solo, debido a su peculiar capacidad intelectiva, crea algunas ideas que pocas veces son llevadas a la práctica (derechos y tratados son, en la mayoría de los casos, papel mojado frente a la reiteración de nuestras conductas destructivas y salvajes).
Se produce, por tanto, un enfrentamiento manifiesto entre la belleza de los objetivos y la imposibilidad real de llevarlos a la práctica. Es decir, la prehistoria y la historia no pueden domar al ser confeccionado durante mucho tiempo en el salvaje. Aquella frase mítica de que la civilización es un pestañeo frente a los millones de años en la sabana. Probablemente hacemos, al igual que otras especie, es decir, para lo que hemos sido diseñados (cuando digo diseñados me refiero no a una directriz, y sí al resultado sin intención). Somos mucho menos libres de los que nos creemos, pues objetivamente estamos atrapados en una genética más determinista de lo que nos pensamos, y no solo a nivel de enfermedades o características morfológicas. En el fondo no tiene el más mínimo sentido ser distintos del resto de especies que habitan el planeta. Unas son rápidas, otras gigantes y no nosotros tenemos un cerebro algo más grande que posibilita algunas opciones particulares.
Ahora bien, como el mito de Sísifo, ya que nos ha tocado comprender la inutilidad de la existencia más allá de lo estrictamente real, habrá que subir la piedra y en algún momento disfrutar antes de continuar con el esfuerzo. Puede que la piedra no pese tanto. En cualquier caso, también cabe la opción de el suicidio o la no reproducción como conclusión ética. Siempre hemos sido un cúmulo de contradicciones. Un abrazo.
Poco tengo que añadir a esta estupendo comentario que es más bien una «entrada» en sí misma sobre las reflexiones que produce la obra de Ligotti. Eso sí, no había leído de Camus más que «El extranjero» -aunque, curiosamente, sí bastantes artículos sobre él, muchos de ellos del gran Tony Judt, uno de sus mayores admiradores-, pero añado «El mito de Sísifo» a la lista de obras pendientes de próxima lectura. Un abrazo para ti también.
No sé muy bien el porque pero no me esperaba encontrar aquí un artículo sobre la obra de Ligotti.
Como me pasó con la reseña que hiciste de El proceso lo he encontrado por casualidad, y como aquel, lo he disfrutado muchísimo.
Los relatos de este autor son sin duda perturbadores e insidiosos en su forma de impregnar el ánimo del lector de pesimismo y negrura.
Gracias, tocayo.
Me alegra que este blog tenga capacidad para sorprender 🙂 . De hecho, una de las características que me gusta creer que posee es su diversidad de temas: pasar de Ligotti a Marvel o de Henry James a Lovecraft, además de no ser incompatible, refresca mucho las ideas. En cuanto a Ligotti, lo acababa de descubrir por la fecha en que escribí el artículo y supuso un enorme shock para mí. En efecto, su lectura es perturbadora y su efecto, insidioso. De ahí que, desde entonces, aunque han caído en mis manos otros títulos del autor (por fortuna, Valdemar parece empeñada en publicarlo en su totalidad), todavía no he encontrado el ánimo para zambullirme de nuevo en él.
Un abrazo, y gracias a ti por la lectura y el comentario.