I II III
Las murallas de Samaris (1982)
Como señalé en mi artículo introductorio al mundo de Las Ciudades Oscuras, Las murallas de Samaris es el capítulo inicial de la serie cuando ésta, lógicamente, todavía no debía estar en la mente de sus dos autores, esos dos compañeros de instituto reencontrados gracias al medio artístico del cómic, Benoit Peeters y François Schuiten. Su publicación se realizó primero por entregas en las páginas de la revista belga A suivre, a partir del nº 53, de mayo de 1982, hasta el 56. Esta revista pertenecía a la poderosa editorial Casterman, la casa madre, por ejemplo, de las aventuras del Tintín de Hergé, que al año siguiente editaría la historia ya con forma de álbum, sin que por supuesto apareciera en parte alguna de su portada o interior ninguna referencia al que sería después el título general de la serie. En 1998, sería reeditado, y sus autores aprovecharían para realizar algunas modificaciones: por ejemplo, se retocarían algunas páginas del final para hacer aparecer (joven) al protagonista de la siguiente reunión del dúo, el urbatecto Robick de Urbicanda, y así fortalecer los lazos de serialidad que en un principio no existían. Como solo he leído la reedición no puedo comparar, pero reconozco que no me gustan este tipo de operaciones: legalmente, la obra pertenecerá a sus autores, pero una vez que sale de las manos de estos, pasa a ser patrimonio universal. En cualquier caso, repito, solo conozco la versión reeditada. Peeters añadiría también un texto titulado Regreso a Samaris, donde reflexiona sobre el proceso de creación de la historia.
La historia inventa las dos primeras Ciudades Oscuras, Xhystos y Samaris. Las autoridades de la primera, inquietas por la falta de noticias sobre viajeros que partieron hacia la segunda, deciden enviar al protagonista, el joven Franz Bauer, para que descubra lo que sucede allí. Los amigos de Franz intentan disuadirlo de que parta, arguyendo oscuras intenciones de las autoridades: algunos de los desaparecidos, precisamente, pertenecen al círculo de aquellos. Sin embargo, Franz parte y llega a ella tras un largo viaje cuya culminación tiene lugar cuando, pareciendo estar a un trecho de Samaris, la ciudad parece resistirse a dejarse alcanzar. Una vez dentro, Franz se siente progresivamente invadido por la inquietud. Samaris parece vivir gobernada por una mórbida quietud, una ausencia de vigor, de vida, que parece animar al joven a repetir uno y otro día la misma rutina, la misma mecánica.
Cierta tarde, después de haber estado a punto de provocar la única reacción vital en sus habitantes (la rabia), tras un pequeño incidente, al volver a su hotel Franz descubre que las paredes del mismo son un decorado, y al trepar a lo alto del mismo, confirmará que toda Samaris es una mera escenografía, un conjunto de tramoyas destinadas a hacerle creer que hay una ciudad real, y que a medida que él «avanza» por las falsas calles, se trasladan sobre rieles para combinar nuevas formas. Franz consigue escapar de Samaris y volver a Xhystos. sin embargo, cuando por fin alcanza su ciudad natal diríase que han pasado muchos años: no solo no encuentro a ninguno de sus amigos sino que nadie recuerda su misión y es recibido como un pobre loco digno de lástima. Incluso, cuando por fin consigue ser recibido por las autoridades de la ciudad para dar el informe de su misión, estos empiezan a presentarse ante sus ojos como simulacros y trampantojos. ¿Quiere decir eso que, en el fondo, Samaris es su verdadero hogar?
Las murallas de Samaris ya refleja el amor por la arquitectura modernista que tanto comparten sus dos bruselenses autores. Xhystos resulta una filigrana art nouveau, la materialización de la fantasía de un Victor Horta o un Paul Hanker, con sus paredes de texturas orgánicas, su sensualidad ornamental y su debilidad por lo curvilíneo. Las páginas iniciales de la historia obligan a divagar la mirada por el conjunto de calles y edificios que Schuiten recrea ante nuestros ojos, y cuya riqueza y variedad hace aún más llamativo el contraste con Samaris. Aquí, la monótona sucesión de enormes paredes —las altura de las calles las semeja a desfiladeros, pues su misión es impedir que Franz pueda contemplarlas a ellas (y al enigma de la ciudad) con la suficiente perspectiva— y la vulgaridad de sus fachadas, a ratos de un feo ascetismo, a ratos dueñas de una ornamentalidad pompier, delata la decadencia y degradación de la urbe a la que ha llegado Franz.
El misterio que oculta Samaris (y que se delata, aun cuando el joven no sea capaz de advertirlo hasta mucho después, por el zumbido que provoca la maquinaria hidráulica encargada de mover los decorados a medida que aquél se mueve por sus calles), aun siendo en teoría fascinante, no termina de provocar esta sensación en el espectador. Y es que este primer tebeo de la serie no puede ocultar, sobre todo a medida que avanzan las páginas, su evidente imperfección: es la clásica obra realizada con entusiasmo pero que denota la falta de experiencia de sus autores, los cuales por un lado intentan crear una atmósfera a base de veladas sugerencias y situaciones inexplicadas, y por otro acaban explicando demasiado, pero sin demasiada convicción. Especialmente, a partir del momento en que el protagonista descubre la verdad, los autores no terminan de tener claro lo que quieren plantear: si la resolución del misterio o la eterna postergación de su respuesta. (La misma reelaboración de las páginas finales, quince años después, deja entrever la insatisfacción de aquéllos.) Y es una pena porque el final, con el protagonista regresando a una ciudad sobre la que parece haber pasado un tiempo vago pero dilatado, posee cierto aire a lo Rip van Winkle, el entrañable cuento de Washington Irving, que podía haber dado lugar a un resultado memorable.
Estamos, es evidente, ante un esbozo de lo que luego serían capaces, y así es como debemos valorarlo: un ensayo, simpático, a ratos incluso muy sugerente, pero más bien precario. No en vano sus siguientes títulos, La fiebre de Urbicanda y La torre, partirán de muy similar planteamiento, para conseguir plenamente, ahora sí, el evanescente sentido de la abstracción que perseguían en Las murallas de Samaris.
La fiebre de Urbicanda (1984)
Entre Las murallas de Samaris y La fiebre de Urbicanda sólo transcurre un año, pero las diferencias entre ambos álbumes son notables. Peeters y Schuiten abandonan el color por el blanco y negro y, sobre todo, el dibujo se despoja del carácter ornamental que poseía en el primero de aquéllos, en beneficio de una economía en el diseño muy coherente con el propio retrato de su protagonista, el urbatecto Eugen Robick, el hombre cuyo sobrio racionalismo, en su apogeo profesional, marca desde hace años el dibujo visual de la ciudad para cuyo Consejo trabaja. Del mismo modo, Peeters depura su trabajo como guionista, a partir de un planteamiento similar al previo álbum: un enigma inexplicable conturba una ciudad, y al cual intenta hacer frente el personaje protagonista. Los excesivos puntos de fuga que posee la trama de Samaris, la cierta impotencia de que hace gala en su parte final, aquí desaparecen en beneficio de un desarrollo armónico, sencillo y muy sugerente, que toma como principio narrativo hacer gala de una extraordinaria claridad expositiva incluso en sus momentos de mayor misterio. De ahí que no necesite más que dejar entrar al lector en sus páginas y asistir al desenvolvimiento de una peripecia subyugante.
El motor argumental es sencillo y fascinante: en la excavación de unas obras en la ciudad de Urbicanda es encontrado un pequeño cubo, conformado por medio de una estructura de delgados largueros a modo de esqueleto exterior que limitan un interior hueco, y que está compuesto por un metal desconocido y en apariencia indestructible. El cubo es entregado a Robick —cuyo nombre no es casual: se juega con la asociación homófona del entonces muy famoso cubo de Rubik, aunque él lo llamará la Red de Robick—, quien lo deposita sobre su mesa. Cuando esa noche vuelve a centrar su atención en el cubo, descubre que las extremidades del hexaedro han crecido ligeramente cada una en su dirección. A la mañana siguiente, más grande aún, el cubo ha quedado incrustado en la mesa y a partir de ese momento su crecimiento resulta imparable, escapando del despacho de Robick a medida que aumenta su tamaño y se extiende por toda la ciudad.
Peeters y Schuiten desarrollan un thriller fantástico bajo la advocación de un cuento intelectual de indudable hálito borgiano. La sencillez del punto de partida (realmente minimalista) podía empujar a la tentación, o bien de la monotonía o bien de la gratuita complicación. Sin embargo, la historia no tarda en presentar otros elementos dramáticos, a medida que el enigma del cubo (que nunca llegará a resolverse, a todo esto) va dando paso al efecto que produce el crecimiento de la estructura entre los habitantes de Urbicanda.
Así, al desconcierto inicial le sucede la tensión política (la falta de respuestas de la autoridades al misterio acaba provocando la caída de éstas) y la social (la Red acaba actuando a modo de catalizador de una revolución, puesto que altera la rígida segregación clasista entre sus partes, separadas físicamente por un río sin apenas puentes: el cubo los proporcionará), pero también la urbanista (los ciudadanos se dividen entre aquellos —la oligarquía— a quienes horroriza la perturbación de su ciudad, modelo de orden y estructura (símbolos, claro, de la pervivencia de privilegios), y esos otros —los partidarios de los cambios en todos los órdenes— que aplauden la re-ordenación urbana). El acierto de La fiebre de Urbicanda es que estos elementos dan pie, a la vez, a la sátira socio-política y a la reflexión filosófica, mediante un admirable sentido del equilibrio. Es decir, que la historia admite diversas lecturas, y ninguna de ellas es incompatible con las demás.
La Red, por tanto, supone una revolución para los habitantes de la ciudad, que hace caer a su oligarquía dirigente —después de estériles intentos por controlar la situación, que incluye el puntual encarcelamiento de Robick, encerrado sin duda por ser visto como el elemento que ha provocado la subversión presente—, pero sin que ello acabe suponiendo un cambio real: tras una efímera primavera libertaria, en el que el gozo inunda todos los estratos de la ciudad, el cubo inspira, tras su «desaparición», una oleada de misticismo y, sobre todo, acaba convertido en el nuevo opio del pueblo con el que las nuevas autoridades desvían la atención de los habitantes sobre sus necesidades reales. Para ello, y por absurdo que suena a oídos de Robick (quien se niega a colaborar en tan insensata empresa), se decide reconstruir la estructura de la Red. En breves e incisivas páginas, Peeters y Schuiten, pues, proponen una muy ácida reflexión política.
Gráficamente, Schuiten crea unos diseños inolvidables, tanto de la estructura arquitectónica de la ciudad como de sus habitantes y de la Red, a partir de un elemento gráfico que supone todo un hallazgo: los personajes humanos están trazados de modo arquitectónico, como seres columnares de maciza apariencia (remarcada por el uso de casacas, para los hombres, o vestidos de largas faldas, para las mujeres), cuyo volumen parece concluir en aristas antes que en el bulto redondo propio de la carne. La tendencia a la inexpresividad de las caras del dibujante, casi estatuarias, contribuye a crear la misma sensación de que todos los seres humanos de la historia son también objetos. De hecho, la cosificación de la humanidad es uno de los temas que, entre líneas, fluyen con implacable armonía de La fiebre de Urbicanda.
La torre (1987)
El mito de Babel se halla en la base de inspiración de La torre, cuya acción se ubica en una enorme construcción situada quién sabe dónde, cuyas piedras rezuman edad, y que protagoniza el veterano «mantenedor» de una solitaria sección de la misma, Giovanni Battista, quien consume los años reparando bóvedas, pilares y muros mientras espera que llegue por fin hasta sus lares el inspector al cual podrá elevar las quejas que lleva tanto tiempo acumulando acerca del abandono en que se encuentra. Un buen día se decide a bajar hasta la base en busca de las autoridades, propósito que esconde el evidente anhelo de escapar de su pavoroso aislamiento. Sin embargo, su marcha en un leonardesco aparato volador lo lleva hacia arriba, al encuentro, por fin, de otras gentes. Entre estas, conoce a Aureolus, astrólogo y médico de almas (personaje inspirado, evidentemente, en Paracelso), dueño de una galería de pinturas que utiliza como «tratamiento» para sus pacientes, que permite a la pareja jugar con las texturas y el contraste entre el blanco y negro de la historia y el color de esos cuadros, entre los cuales no falta un lienzo que evoca claramente una de las más famosas reproducciones de la Torre de Babel, la versión de Pieter Brueghel el Viejo. El contacto con Aureolus estimula su sed de conocimientos, de tal modo que se decide no a bajar a la base sino a alcanzar la cima de la Torre, en busca de los míticos Pioneros que la construyeron, decidido por tanto a alcanzar la iluminación definitiva.
La ubicación cronológica resulta más resbaladiza que nunca, aunque las vestimentas, objetos (por ejemplo, los libros) y mobiliario sugieran algún periodo que funde el fin del medievo con el Renacimiento italiano. Ahora bien, si la historia subraya la idea de la decadencia —los artífices de la Torre donde transcurre la acción hace mucho que se perdieron en la senda del tiempo, como dioses que abandonan sin explicación a las desvalidas criaturas que han creado—, lo cierto es que, en la cronología que se fue creando con la publicación de los siguientes álbumes, los acontecimientos de este título han acabado por situarse en el origen: el año cero del mundo de Las Ciudades Oscuras sería el de la construcción del enorme edificio que da título a esta historia.
En La torre hace presencia un elemento a partir de entonces muy importante en todos los álbumes del ciclo: la presencia del sexo (o del amor) hacia una muchacha llamada Milena, asistente de Aureolus que se unirá a él en su expedición hacia la cúspide. En los álbumes siguientes, Schuiten y Peeters repetirán —si bien con menos convicción: ninguna pareja de su serie llega a resultar tan entrañable como el dúo de esta historia— el mismo esquema que une a un maduro protagonista que parece sentirse especialmente excitada con la timidez e inicial pazguatismo sexual de su veterano amante.
La torre, como La fiebre de Urbicanda, se beneficia de un inolvidable halo de misterio inexplicable: sus páginas están impregnadas del aroma de un enigma sagrado, al borde de cuya revelación el protagonista parece hallarse más de una vez pero sin que jamás llegue a atisbar ni siquiera su orilla. A este respecto, el sexto y último capítulo del álbum supone un gozo continuo: el ascenso final y lo que encuentra allí, que concluye con un descenso a la Base pero por el enorme pozo que constituye el núcleo interior de la expedición, poseen un hálito a aventura «dantesca» que se sigue con estremecida fascinación. El final, sensacional, se abandona a la pura inconcreción: el mundo que Giovanni encuentra al salir de la Torre refulge de color y de vida (Giovanni emerge en medio de una batalla, y sin pensárselo mucho, se sume en ella)… y de una gozosa falta de explicaciones.
En el aspecto gráfico, La torre supone el complemento perfecto del previo álbum. Allí donde todo eran formas geométricas y diseños lineales, donde todo se embargaba de futurismo, aquí se ve reemplazado por las turgencias, las formas redondas (en primer lugar, del orondo Giovanni —cuyo rostro, por cierto, es similar al de Robick, pero menos rígido— y de la deliciosa Milena) y los diseños arquitectónicos basados en el círculo: los arcos, las bóvedas, las exedras… El mundo de la torre es un mundo sin aristas, al contrario que el de Urbicanda, en razón de la degradación que ha traído el tiempo sobre sus piedras, desgastadas, erosionadas, incluso porosas. Schuiten luce de modo esplendoroso en el diseño de la arquitectura de la torre: en sus escaleras que se pierden, hacia arriba o hacia abajo, en el infinito; en sus nichos de altura imposible; en sus columnatas clásicas; en sus arcadas y contrafuertes hechidos de antigüedad; en su memorable superposición de elementos de todos los estilos arquitectónicos, del griego al romano, del románico al gótico…
Brüsel (1992)
Como ya indiqué en mi primer comentario, Brüsel es el equivalente de Bruselas en el mundo de Las Ciudades Oscuras, a través del cual sus autores realizan una crítica y una sátira del gigantismo reformista de las grandes urbes occidentales, a través del caso arquetípico de la ciudad que tanto aman. Las autoridades de Brüsel devastan sin dudar su ciudad, derribando casas, abriendo avenidas, soterrando ríos y construyendo enormes mamotretos, en nombre de un sacrosanto Progreso que parece justificarlo todo.
No hay fantasía en Brüsel, en el sentido de que contenga elementos argumentales imposibles, pero las texturas del fantástico refulgen en sus páginas. La alteración de la vida de la ciudad se cuenta a través de la odisea que va a vivir su humilde protagonista, Constant Abeels, el dueño de una tienda de plantas de plástico —es decir, un hombre también interesado, aun de modo ingenuo, por lo «moderno»—, cuya casa y negocio es derruido y cuya salud, puesta en quiebra, se ve además sometida a la experimentación en un hospital presuntamente ultramoderno, del que se convierte en su primer paciente y conejillo de indios. Paralelamente, Constant se relaciona con una joven guerrillera urbana con la que vivirá una intensa relación sexual, que de hecho parece excitarse especialmente al tropezarse con el protagonista siempre en los sitios más peregrinamente públicos
Brüsel es la fábula más kafkiana de sus autores —el Palacio de Justicia que domina la ciudad desde su punto más alto (ver ilustración inferior) diríase un trasunto del Castillo de la famosa novela del autor—, en el verdadero sentido de lo kafkiano: la atroz odisea de un hombre corriente sometido a un completo hostigamiento en el curso de sus circunstancias cotidianas, lo cual es narrado bajo un desarmante sentido del realismo, bajo una implacable lógica que hace que lo absurdo aparezca revestido de la mayor coherencia.
La peripecia particular de Abeels se subsume, por lo tanto, en la general que afecta, y asola, a toda la ciudad, que acaba en el más puro desastre, a punto de ser sumergida bajo las aguas que tanta excavación han revelado en su subsuelo (y que es la particular evocación por parte del equipo de artistas del antiguo río de Bruselas, el Senne, que fue soterrado y, por tanto, volatilizado en beneficio del nuevo racionalismo urbano). Brüsel es, así, una gigantesca sátira de los desastres que puede traer el culto bienintencionado pero idolátrico del Progreso. Por cierto, ¿no recuerda este tebeo, desde la misma similitud del título a su ubicación distópica, sus pretensiones satíricas, su principal personaje femenino y su atractiva escenografía a la que tal vez sea la mejor película del brillante pero muy irregular Terry Gilliam, esto es, Brazil (1985)?
Resulta muy curioso el tratamiento ecuánime que Peeters y Schuiten otorgan a todos sus personajes. Ni Constant es un héroe en el sentido clásico (el hecho de ser una víctima que se resiste a serlo no basta para convertirlo en tal) ni Tina una admirable resistente (de hecho, en su caracterización denota mucho de atracción por el gamberrismo puro y duro… lo cual la dota de mayor atractivo: es genial la viñeta en que, mientras la pareja se besa en la cabina de control donde ella se ha infiltrado, los trenes que llegan a la estación de Brüsel están a punto de precipitarse unos contra otros, sin que se muestre nunca la resolución de tan apurado momento). Pero tampoco los visionarios que traen el caos a Brüsel reciben una condena total: son hombres que equivocan la forma de ejecutar su vocación, pero en el fondo también figuras transidas de un insólito quijotismo, como el doctor Darsenvel, visionario de la sanidad, que intenta ayudar continuamente a Constant, por lo general con resultados desastrosos. Hasta sobre quien en principio es el personaje más censurable, De Vrouw, el gran promotor de las obras, se acaba vertiendo cierta comprensión, y de hecho los autores acaban «salvándolo» del incierto panorama en que queda Brüsel haciéndolo subir al vehículo en el que los personajes protagonistas (todos los antedichos) se marchan de la ciudad, justo cuando ésta parece quedar sumergida bajo un pavoroso océano. Este final, al tiempo cataclísmico y sereno, bello e irónico (cuando Constant aparece por primera vez está cantando la inolvidable canción La mer, popularizada en los años 30 por el gran Charles Trenet), tan inconcreto y admirable como el de La torre, posee una fuerza indescriptible, y cierra en una posición muy alta tanto este comentario como la primera y sin duda más interesante parte de Las Ciudades Oscuras.
Por cierto que este es el cuarto y último título publicado primero en las páginas de A suivre. Los siguientes ya aparecerán directamente en álbumes, y además marcan un rumbo distinto. Hablaré de ello en la próxima entrega.