El fantasma de las balas de oro, una aventura del teniente Blueberry

Portada de la primera edición de El fantasma de las balas de oroIgnoro a qué conjunción de los astros se debió que mis padres regalaran a mi hermano un tebeo titulado El fantasma de las balas de oro. Es posible que fuera por ser un western, género que sabían que nos apasionaba (yo fui niño educado en el noble arte de pegar tiros a pistoleros, comanches, cazarrecompensas y demás gentes de mal vivir). O por el título, que sugería una conexión con otro de nuestros géneros favoritos, el terror. O por la sensacional portada: en medio de una fabulosa noche azul, un siniestro individuo que viste andrajos y de quien solo vemos su espalda y una hirsuta pelambrera, acecha con su fusil desde una cornisa rocosa a una pareja de cow-boys que ha encendido un fuego abajo en la llanura, en apariencia ajenos al peligro. Se trata de una aventura del teniente Blueberry, el famoso personaje creado por Charlier y Giraud, que luego supe que era la segunda parte de un díptico que comienza con el previo La mina del alemán perdido, que mis padres, sin saberlo, nunca nos compraron. Por esta razón, El fantasma de las balas de oro fue para mí el primer y fascinante ejemplo de historia in medias res al que había de acceder en mi vida: los cuatro personajes que protagonizan la aventura, westerners duros y avezados, sin duda han compartido en las páginas del otro álbum ya una violenta trayectoria previa, que, la verdad, no se requiere conocer para entrar en situación en el presente. Por otro lado, no he necesitado leer mucho más del personaje —cuestión de oportunidad, pues el resto de tebeos de su saga promete— para convertir este cómic en uno de los mitos de mi niñez. Revisarlo descubre que por él no ha pasado el tiempo: lo he leído con la misma y fascinada avidez.

Y es que su primera página se basta para situarnos en acción. Dos viñetas, que muestran a un puñado de jinetes a caballo a través de un paisaje rocoso y calcinado por el sol: tres en la primera y más grande (uno de ellos, dibujado en primer plano, es Blueberry); el cuarto en la segunda (el villano Prosit, el centro dramático de toda la historia, el desencadenante de la trama en cuanto poseedor del secreto de la mina de oro que todos los personajes acabarán buscando, atrapados en un recóndito lugar llamado la Mesa del Caballo Muerto). Divididos enseguida, tras un enfrentamiento con los indios, en dos grupos de a dos —por un lado, Blueberry y su amigo, el viejo Jimmy McClure; por otro, Prosit y Wally, el pistolero que lo retiene y atormenta sin darle una gota de agua hasta que revele el secreto del oro—, los cuatro cruzarán la Mesa en un viaje al tiempo exterior e interior, laberíntico, marcado por un doble peligro. Fuera, los indios que rodean la Mesa —a la que sus supersticiones como espacio hechizado, tabú, no les permiten entrar— para que no salga de ella ninguno de los blancos; dentro, tanto las trapacerías de los dos villanos, a su vez enfrentados el uno al otro, como el peligro, incógnito y misterioso del espectro que da título al álbum y que muestra la portada. O sea, el andrajoso fantasma que dispara proyectiles de oro puro.

Vayamos por partes. El teniente Blueberry es una creación de dos hombres, puntales del cómic franco-belga, del cual cada uno de ellos viene a simbolizar una de sus etapas, la de eclosión de los años 50-60, y la de renovación de los 70-80. Se trata del belga Jean Michel Charlier (1924) y del francés Jean Giraud (1938). El primero, guionista, fue co-fundador de la mítica revista Pilote (1959) junto a la celebérrima pareja formada por Uderzo y Goscinny; el segundo, dibujante, fue uno de los creadores de la otra revista fundamental de la bande dessinée, en este caso Métal Hurlant (1975). Giraud, como bien se sabe, acabaría desdoblándose en otro creador, todavía más influyente, conocido como Moebius, y su carrera bajo este alias, con sus excursos hacia el cine, ha conformado una de las trayectorias fundamentales del llamado noveno arte.

Belmondo, modelo de BlueberryBlueberry nació precisamente en Pilote en el año 1963. En origen, el personaje se llama Mike Donovan —síí, como el protagonista de la famosa serie V, que encarnaba Marc Singer—, y es hijo de un hacendado sudista de Georgia que, a consecuencia de una injusta acusación de asesinato, debe escapar al norte, donde cambia de nombre, eligiendo el de Mike S. Blueberry (en inglés, arándano), y se alista en el ejército de la Unión, donde alcanzará el grado de teniente. La primera aventura de la saga se llama Fort Navajo, y desde entonces son incontables los episodios de su saga: además de la canónica, también acabaría realizándose La juventud de Blueberry, en la cual (tras la muerte de Charlier y la cesión de los lápices por Giraud) el número de artistas a su cargo sería nutrido. Una última cuestión a anotar acerca de su creación es que Giraud (que en las primeras entregas firmaba como Gir) se inspiró en el físico del actor Jean-Paul Belmondo y su famosa nariz rota para su personaje.

Es curioso, pero la edición española en tomos por parte de Grijalbo/Dargaud comenzó, no por nada, por este díptico señalado, sin duda porque sus editores fueron bien conscientes de que constituía una inmejorable carta de presentación. Pero en realidad, La mina del alemán perdido era el undécimo tomo de su saga, publicado en 1972, si bien previamente había pasado por las páginas de Pilote a lo largo del año 1969. Hay que comenzar, claro, por este álbum, sin duda muy estimable, cuyo único inconveniente, como he dicho, es que a quienes, como yo, cogen el díptico directamente por la segunda aventura, les resulta completamente prescindible. En cualquier caso, la aventura se inicia con el teniente Blueberry degradado (por asuntos narrados en los episodios anteriores) a la simple condición de marshall en una localidad fronteriza de Nuevo Mexico llamada Palomito, sin más compañía que la del viejo ex minero borrachuzo que es McClure. Allí, y en el desierto que nace a pocas millas de ella, es donde se desarrollan los preliminares de El fantasma. El personaje central, como he señalado, es un granuja de origen alemán que alega ser de noble familia prusiana y que dice llamarse Werner Amadeus von Luckner, al que todos llaman «Prosit» (el equivalente a cheers o salud en alemán). Prosit afirma poseer el secreto de una mina de oro perdida en algún lugar de los Montes de la Superstición (significativo el nombrecito), lo cual utiliza como reclamo para incautos que financian el material necesario para la empresa y a los que el alemán después asesina y abandona en el desierto. McClure caerá en las redes de Prosit, perdiendo no la vida pero sí un ojo, y es salvado a duras penas por Blueberry, mientras el prusiano es perseguido por una pareja de pistoleros que sin duda cree su historia. Uno morirá en duelo con el marshall; el otro, el maduro e implacable Wally Blount, está destinado a ser el cuarto hombre de la historia narrada en el tebeo siguiente.

La estupenda página inicial de El fantasma de las balas de oroEl fantasma de las balas de oro comienza de modo estupendo, con los cuatro personajes dirigiéndose hacia el solitario paraje donde debe hallarse la mina, de tal modo que los villanos ya tienen ocasión de mostrar todo su repertorio de trapacerías: Prosit intenta, de entrada, aplastar a los otros tres mediante una avalancha cuando se habían arrojado sobre el último pozo de agua del territorio; Wally, después, cuando los apaches hacen acto de presencia, dispara contra el caballo de Blueberry para dejarlo a merced de los indios y aprovecha para escapar con Prosit, ya puesto a su merced. Los cuatro huyen al único refugio posible: la Mesa.

Francamente, nunca he conseguido encontrar un espacio en el western más fascinante que la Mesa del Caballo Muerto, ese formidable nudo de rocas que brota de un desierto cuya inspiración en el fordiano Monument Valley es más que evidente. La Mesa se revelará como un espacio infernal (no hay ninguna fuente de agua en él… al menos en su superficie), plagado de trampas (esas blancas dunas que encierran mortales arenas movedizas), laberíntico (está surcada de túneles y galerías, que a su vez ofrecen tremendos peligros, como esa roca redondeada que amenaza con aplastar a Wally y Prosit, y que es probable que inspirara a Spielberg el episodio similar del inicio de En busca del arca perdida) y en el que, en suma, se respira la muerte. Desde que los indios suspenden la persecución de los blancos, en sus mismas puertas, el lector avezado sabe muy bien que el drama a cuatro (finalmente a cinco) que se va a resolver en su interior no podrá sino acabar muy mal para más de uno.

Mencionaba antes al gran John Ford, pero El fantasma de las balas de oro (ignoro si el resto de la saga de Blueberry) no tiene como modelo, ni mucho menos, al western clásico. En todo caso, al apasionante spaghetti western mediterráneo o, incluso, a la deriva que éste sufrió, irónicamente, en el mismo Hollywood y que fue llamada dirty western (y que dio lugar a títulos poco conocidos pero interesantísimos, como Caza implacable o Infierno de cobardes, esta última dirigida e interpretada por el mismísimo Clint Eastwood). De ellos proviene esa atmósfera de suciedad tanto física como espiritual, el tratamiento hiperrealista de la escenografía y del vestuario o el gusto por los percutantes golpes de efecto. Un mundo de una verosimilitud abrumadora, marcado por la violencia y en donde la nobleza tiene poco que hacer, si bien hay que señalar, claro, la excepción que marca el mismo Blueberry. Ahora bien, incluso éste se ajusta más mal que bien a la imagen de los nobles westerners de antaño, los Gary Cooper o John Wayne, empezando por el desaliño, el gusto por el alcohol y los cigarros o la indudable facilidad con que también pone en juego puños o pistolas.

Prosit cree liquidar al fantasmaLos dibujos de Giraud, claramente diferentes a los que luego desarrollaría (sobre todo en el campo de la ciencia-ficción) bajo su «nueva» personalidad de Moebius, poseen una inolvidable dureza mineral. No son dibujos gratos: su legibilidad tiene poco que ver con la famosa «línea clara» que presidía, todavía, el cómic franco-belga y que tiene en Hergé a su más depurado ejecutor. Las facciones de los personajes denotan una notable aspereza: las cabelleras hirsutas y despeinadas, las barbas mal afeitadas, las miradas de odio y cinismo caracterizan a los personajes tanto como sus actos. El verdugo se convierte en víctima sin que lo sintamos en absoluto: el descarnado Wally Blount, implacable torturador de Prosit, no da lástima cuando éste revierte la situación. El viejo McClure está a punto de pagar cara su ingenuidad, pero lo que provoca ésta no es sino la codicia. El mismo personaje del fantasma, cuando por fin se disuelve todo el velo de misterio sobre su figura, tampoco mueve a la simpatía, pese a que en principio sus actos puedan parecer justificados. Un colorido en tonos ocres y amarillentos recorre las páginas del tebeo, sugiriendo muy bien la omnipresencia del desierto y de la sed como constantes de la atmósfera. Decididamente, la impronta visual de El fantasma de las balas de oro resulta tan perturbadora como desagradable: no parecía un cómic para comprar a un niño, por ello hay que agradecer doblemente que el milagro se produjera.

Si Giraud realiza un trabajo maestro, el guión de Charlier no raya a menor altura. Tanto el trazado psicológico de los personajes como el progresivo desarrollo de la historia son magistrales. La narración paralela y complementaria de las trayectorias de las dos parejas resulta apasionante: admirablemente, son Wally y Prosit quienes centran el interés dramático, y por medio de ese duelo de inteligencias, a cual más mezquina y traidora, se desarrolla un malsano juego de identificaciones entre los villanos y el lector. Confieso haber deseado que Prosit triunfara sobre Wally, y el larguísimo episodio en que lo consigue es sencillamente estremecedor. Nunca podré olvidar el dibujo de Prosit en el momento en que por fin triunfa sobre el pistolero: Giraud se limita a trazar la silueta del alemán, identificado por sus agrestes cabellos y sus patillas, mientras Wally trata de hacer pedazos a la serpiente de cascabel y el otro asiste, impasible, a su terror.

Por otra parte, todo cuanto tiene que ver con el quinto personaje, el fantasma, resulta absolutamente fascinante. Charlier, por supuesto, dosifica sus apariciones para crear un atractivo misterio. Inicialmente, su presencia se revela mediante un aullido en mitad de la noche que ninguno de los impresionados personaje es capaz de dirimir si es de hombre o animal; después, por medio de un rifle que surge en la parte inferior de la viñeta para disparar contra los dos villanos, y un hacha que se abate sobre el sombrero vacío que el astuto Prosit había adelantado para prevenir cualquier trampa. Su primera aparición física, en la plancha 22, trotando sobre una elevada cornisa mientras allá abajo sus enemigos rumian la trampa, tiene el acierto de mostrarlo integrado en ese paisaje sombrío y agreste que parece una prolongación de sí mismo. Por fin, Charlier y Giraud lo muestran por entero y con detalle en la plancha 24: huesudo, andrajoso, dueño de una alucinada astucia. Algunos comentaristas lo han comparado con el Ben Gunn de La isla del tesoro, y en efecto, lo es, por apariencia e incluso por justificación argumental: pero es el reverso más siniestro y pesadillesco del entrañable personaje de la novela de Stevenson.

[El lector que no haya leído el genial tebeo original debe dejar de leer justo aquí]

La ciudad del fantasma de las balas de oroLa parte final se desarrolla en otro espacio fascinante: una antigua ciudad indígena enclavada en una oquedad natural situada en medio de la pared rocosa, como las que existen en el Parque Nacional Mesa Verde, en Colorado, construido por los indios pueblos, civilización amerindia que desapareció varios siglos antes de la llegada de los europeos al territorio que luego sería Estados Unidos. (Este escenario final, y el hecho de que la trama vincule a distintos indeseables en torno a la búsqueda del oro, ha llevado a algunos a alegar que Giraud se inspiró en una película estrenada poco antes, El oro de McKenna, de 1969, si bien en poco más coinciden.) Allí es donde se revelará la sórdida verdad: el fantasma (cuyo objetivo hace ya muchas páginas que es evidente: el mismo Prosit y nadie más) no es sino el verdadero Werner Amadeus von Luckner, el auténtico aristócrata prusiano de quien el falso no era sino su criado.

Ese Luckner encontró en un monasterio de Toledo el mapa de la mina de oro (firmado nada menos que por el mismísimo Francisco Vázquez de Coronado, el célebre buscador de El Dorado), y muy cerca de ella fue vilmente atacado por su criado, al negarse a compartir con él el secreto del tesoro —otra viñeta impactante, que muestra a Luckner con el rostro sangriento, hendido por el tremendo golpe con la pala que le ha dado Prosit, quien todavía sostiene en alto la herramienta, mirándolo con verdadera saña. El desenlace de la aventura posee un grado tal de amarga sordidez que desemboca en la pura abstracción, y casi concluye con el triunfo absoluto del villano, solo derrotado a unas pocas viñetas de la conclusión. Y una vez más, el lector no puede sino asistir a su derrota con cierto desencanto: pues si alguien, a lo largo de las enfebrecidas páginas de esta obra cumbre que es El fantasma de las balas de oro, había merecido el tesoro, era su pérfido, rastrero, cínico, odioso… pero muy adictivo villano.

Mesa Verde National Park

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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4 respuestas a El fantasma de las balas de oro, una aventura del teniente Blueberry

  1. Renaissance dijo:

    A Blueberry lo pude leer hace algunos años gracias a una extensa colección de comics que el País había sacado un verano (antes de que se impusieran las cartillas para conseguir palos selfie y cosas igual de desconcertantes), donde incluían los dos álbumes más representativos del personaje. Me gustaron, porque sin llegar a ser apasionada del Western, sí tengo más simpatía por sus versiones más sucias, crepusculares y continentales que por la etapa clásica del cine estadounidenses.
    Por desgracia, no llegué a seguir con el personaje, aunque esta historia del Fantasma de las balas de oro me ha llamado mucho la atención por el personaje de Prosit. A menudo es interesante leer algo que llegue a provocar tal grado de interés y complicidad con un antagonista que en ningún momento ha sido planteado para ser suavizado con características redentoras.

    • Cierto: Prosit es un villano irredimible y más sucio y tracionero que cualquiera que haya aparecido jamás en un western. Pero se curra tanto la obtención del tesoro que llega un momento en que no podemos sino contemplarlo con simpatía. Quizá el motivo por el que no haya leído más Blueberries sea porque sabía que Prosit no aparecería más… y era el verdadero centro del interés del álbum.

  2. rexval dijo:

    Excelente trabajo. Enhorabuena.De pequeño solía leer lo que encontraba en el kiosco. «Hazañas Bélicas», «Jabato», «El capitán Trueno», «Roberto Alcázar y Pedrín», «Mortadelo y Filemón»… Por aquella época, nací en el 60, no habían muchas pelas y los tebeos eran caros. Los kiosqueros se convirtieron en «prestamistas de tebeos». Te dejaban el tebeo durante un tiempo por cierta cantidad de dinero y si no lo devolvías en el plazo, te ponía una «multa» como recargo. Luego vinieron los video clubs y el tema de los cómics decayó.

    Saludos

    Regí

    • Ese mundo de los préstamos de tebeos lo conocí de modo tangencial, buscando comprar comics de segunda mano. En Málaga, en los barrios, todavía se encontraban esos negocios de intercambio (sobre todo de bolsilibros, aunque ya estaban en decadencia), pero ya estaban siendo reemplazados por las librerías de antiguo donde los niños convertidos ya en adolescentes iban y vendían lo que creían que ya eran mayores para seguir leyendo. Por fortuna, yo no cometí ese error con los tebeos, y son raros los que llegué a vender.

      Un abrazo y gracias de nuevo por tus elogios.

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