El fin de una guerra y el principio de otra, por Alexander Lernet-Holenia

El estandarte, de Alexander Lernet HoleniaAlexander Lernet-Holenia (1897-1976) es el nombre de un escritor austriaco que gozó de un considerable éxito en su día (en España se publicaron bastantes obras suyas), que luego y poco a poco sufrió un gran eclipse. En los últimos años, de la mano de esa resurrección del interés por la cultura austro-húngara (y por tanto, austriaca), se está rescatando del armario a autores tan notables como Stefan Zweig, Joseph Roth y tantos otros. Al contrario que los más conocidos (por ejemplos, los antedichos), Lernet-Holenia no era judío y por tanto no tuvo que escapar con la llegada de los nazis a su país, sino que pudo seguir publicando con regularidad. Las novelas que nos han llegado a él, eso sí, revelan el tremendo impacto que para él supuso el finis Austriae, la oclusión del imperio en el que desarrolló su infancia y que tanto desubicó a los intelectuales de su generación. Lo vivió, además, en plena juventud, en la época en que las pasiones y los desengaños son más fuertes, y lo hizo además en su doble condición de aristócrata y de oficial del ejército. Sus novelas más famosas no dejan nunca de retrotraerse a ese mundo perdido, a las causas de su desaparición, a las secuelas de la misma. A dos de ellas, las más recientemente editadas, El estandarte (en Libros del Asteroide, traducción de Annie Renney y Elvira Martín) y Marte en Aries (en Minúscula, traducción del gran Adan Kovacsis), voy a dedicar unas breves líneas, aprovechando los vasos comunicantes que poseen, tanto argumental y dramáticamente como en cuanto al particular tratamiento, entre fantasmal y lejano, que dan de las dos diferentes guerras, la primera y segunda mundiales respectivamente, en que se ubican.

Si para los intelectuales judíos, esa desaparición supuso el fin de la situación que —aun soportando en ocasiones un notable antisemitismo— les había permitido desarrollar su vida al amparo de la protección del imperio, para Lernet-Holenia fue antes una cuestión de estilo de vida, de metafísica, de rango. El imperio para él estuvo asociado a una forma de vida, que pareció haberse perdido con su desaparición: en Austria el periodo de entreguerras, por menos conocido que sea en comparación con el de Alemania, no fue menos convulso. Ahora bien, el escritor retrata esa pérdida no sin desvelar sus contradicciones, no sin ejercer la crítica, como también se observa en sus novelas y sin ir más lejos en las dos que nos ocupan, pero sobre todo en la que aborda directamente el tema, El estandarte, y en cuyas páginas finales recoge muy bien la perplejidad que debió suponer para el joven que fue la aparente falta de sentido trágico con que sus conciudadanos acogieron la noticia.

Era hijo de la baronesa Boyneburgk-Stettfeld, de soltera Holenia, y del teniente de la marina Alexander Lernet. Las particulares circunstancias de la convivencia de la pareja en el tiempo que rodeó su nacimiento —se habían separado poco antes del nacimiento del hijo, aunque luego volvieron a unirse— dio alas al rumor de que, en realidad, el pequeño no era hijo del teniente, sino de un archiduque de la familia imperial de los Habsburgo. Esta cuestión sin duda debió preocupar al muchacho, y quizá sea significativo que al llegar a la edad adulta añadiera el apellido materno al de su presunto padre. Voluntario en la Gran Guerra, inició su carrera tras ella, primero como poeta y dramaturgo, y luego como novelista, terreno en el que, a partir de los años 30, obtuvo sus mayores éxitos.

El viejo emperador Francisco José de AustriaLo mejor de la narrativa de Lernet-Holenia —autor que desentona de sus coetáneos (Canetti, Musil, Broch) por su absoluta despreocupación por la «modernidad» literaria: él solo se ocupa por contar una historia del mejor modo posible, que para él era el clásico— siempre se encuentra en la atmósfera. Esto es, en el dibujo no de las circunstancias realistas de unos ambientes, sino de lo que flota sobre ellos, del aire (muchas veces inconcreto) que los impregna. Aunque sus relatos no son propiamente fantásticos, en los mejores de ellos siempre flota cierta sombra fantastique, siempre hay espacio para los presagios y las sensaciones que cuestionen la realidad de lo que está sucediendo y que suelen condicionar las acciones de sus personajes. Es lo que sucede en las cinco novelas que, hasta ahora, he leído de él. Particularmente creo que las mejores son las otras tres (pero no por ello dejes de leer este artículo, claro…), si bien hace más tiempo desde su lectura. Son El barón Bagge (1936), Las Dos Sicilias (1942) y El conde Luna (1955). Pero las dos que me van a ocupar suponen un inmejorable pórtico de entrada a su mundo, y son especialmente significativas de la complejidad, incluso ambigüedad, de esa mirada que, ya a cierta distancia y rodeado de unas circunstancias políticas harto complicadas, arroja sobre sus obsesiones habituales.

El estandarte, publicada en 1934, fue un enorme éxito en su momento y sigue siendo una de las novelas más conocidas del autor. Para muchos, es su definitiva plasmación del fin del imperio austro-húngaro, no en vano su trama se sitúa justo aquí, en las últimas semanas de la Gran Guerra cuando, en efecto, el ya desastroso curso de la guerra provocó la disolución del reino habsbúrguico. Su protagonista es un joven alférez del ejército austriaco, Herbert Menis, que ha estado ausente por heridas (y por influencias familiares) del curso principal de la guerra y que, sin embargo, será justo en este embate final cuando vuelve a incorporarse al frente, siendo enviado en concreto a Belgrado y sus alrededores, es decir, a ese territorio serbio que dio motivo al casus belli que provocó el conflicto (y que, por cierto, tanto el autor como los personajes observan con indiferencia, como si la rivalidad con Serbia jamás hubiera importado en absoluto).

El atractivo principal de El estandarte tiene mucho que ver con el inteligente planteamiento por el que opta el autor: en vez de situarnos frontalmente ante la tragedia de la guerra, lo hace por medio de un personaje al que ésta, de entrada, parece importarle bien poco, pues nada más llegar a su destino, en Belgrado, se deja arrastrar por la pasión de un affaire amoroso que lo distrae por completo de cualquier otra cosa. Este juego entre el desapasionamiento con que Menis contempla la guerra, y sin embargo el arrojo con que se entrega al juego romántico —y que precipita su llegada al frente, como castigo por el incidente protocolario que protagoniza en la ópera de Belgrado al intentar ser presentado como fuere a la joven beldad en que se ha fijado—, se basta para proporcionar un magnífico teatro ambiental de la época, un juego dramático-histórico notable: ¿a quién le importaba, en realidad, esa guerra que tantos destinos cambió, incluido el de la tranquila Europa de ese mundo de la seguridad de que habla Zweig en sus magníficas memorias?

El mapa de la disolución del imperio austro-húngaro

Esa colisión de lo fantástico dentro del relato realista tan propio del autor brilla a gran altura en la novela e incluso proporciona el que sea posiblemente su mejor episodio. En plena retirada (todavía encubierta a ojos de una tropa plurinacional que empieza a mostrar visos de rebelión), el regimiento del protagonista recibe la visita de un pintoresco y maduro oficial que se las arregla para enredar al alférez porta-estandarte en un infernal reto dialéctico que concluye la revelación ante todo del origen bastardo de éste (es más: es gitano). El episodio no solo sugestiona por la extraña fascinación que desprende esa fantasmal presencia del viejo oficial, sino por su fuerza metafórica: Austria-Hungría pierde la guerra del mismo modo que las viejas convenciones saltan por los aires, sin que a nadie importe más que por la incomodidad malsana que provoca el incidente entre sus testigos.

El viejo oficial es, además, un heraldo de la muerte: anuncia la muerte a ese oficial, y tan pronto cumple con su función desaparece como si nunca hubiera existido. Su intervención posee una indudable fuerza metafórica, porque su anuncio parece cumplir el anhelo subterráneo de Menis: desde que vio el estandarte en su camarada no piensa en otra cosa que en ser él quien lo porte, pues es el siguiente por antigüedad a quien compete esa misión. De hecho, y de acuerdo con esa atmósfera de presagios en que tan bien se mueve Lernet-Holenia, podríamos pensar que es el mismo Menis quien provoca la muerte de su compañero.

Es evidente que el autor intenta otorgar una enorme fuerza simbólica a ese trapo que a la vez encarna la aureola mística del imperio y la banalidad final de la misma, que no tiene otra salida que la destrucción. Ahora bien, aquí se encuentra el gran defecto de la novela, irreprochable hasta entonces: Lernet-Holenia no consigue transmitir con la debida convicción la necesidad que el protagonista siente por su custodia, de tal modo que parece antes una arbitrariedad simbólica que una necesidad dramática, perdiéndose la fuerza metafórica de la absurda odisea de peligros (para él y quienes lo rodean, alguno de los cuales paga con su vida) en que Menis se embarca para «salvar» ese trozo de tela y devolverlo al cuartel general en Viena… solo para descubrir que a nadie importa ya que haya «salvado» ese trozo de tela: no hay nadie a quien entregarlo. Por otro lado, Lernet-Holenia incurre en una molesta prolijidad cuando, en esa parte final, enreda demasiado la novela en un sendero, el de la aventura, que no domina bien: el episodio en que Menis y sus compañeros supervivientes del regimiento tratan de huir de la fortaleza real de Belgrado, tomada por sus enemigos los ingleses, se alarga mucho y no ofrece, a cambio, ninguna emoción especial. El estandarte, por ello, rebaja bastante su fuerza revulsiva y su dibujo entre crítico y melancólico de ese momento fundamental en que un mundo desaparece siempre, sucedido por otro al que caracterizará la incertidumbre.

Marte en AriesA sus 43 años, Lernet-Holenia fue reclamado para volver al ejército, justo a tiempo para participar en la invasión de Polonia. Dos días después de atravesada la frontera, fue herido y así acabó su participación en la segunda guerra de su vida. El resultado de esos días de incertidumbre fue una novela, Marte en Aries. La publicó inicialmente en 1941, por entregas en una revista llamada Die Dame, bajo el título de La hora azul, y parece ser que el mismo Goebbels prohibió su edición en libro (aunque extraña que permitiera esa primera aparición: estos datos los ofrece el crítico Ignacio Vidal-Folch en su prólogo a la edición de El estandarte en Libros del Asteroide), y no fue hasta 1947 que pudo hacerlo, ya bajo el título con que hoy la conocemos. Es probable que a esta novela deba Lernet-Holenia la falta de complicaciones que para él supuso la caída del Tercer Reich, al contrario que para otros artistas que vivieron sin problemas bajo la égida de Hitler (y es que no solo publicó sin problemas, sino que además fue guionista en alguna película de gran éxito). Pues es evidente que nada hay tan lejano del triunfalismo nazi y de su concepto de Polonia que lo que registra el autor en su obra: su mirada sobre la guerra, en el mejor de los casos, está impregnada de una prudente pero pesimista melancolía, y sobre todo, la visión que da de los combatientes polacos los retrata con dignidad sin intentar cosificarlos, lo cual es sin duda lo que motivó su prohibición.

Antes que nada, diré que Marte en Aries es una novela que parte de un espléndido planteamiento al que luego, sin embargo, no hace el honor debido. No es que sea un mal libro, ni mucho menos, pero se queda rebajado en casi todos sus componentes, y no consigue estar a la altura de lo que prometía: narrar la entrada en la guerra de su personaje protagonista (en el que parece haber aportado numerosos elementos propios) como si de una fantasmagoría se tratara, tanto en el dibujo de las circunstancias personales que lo ocupan en ese momento como en el retrato de las mismas peripecias bélicas que debe sufrir en sus propias carnes.

Como señalaba líneas arriba, los vasos comunicantes entre Marte en Aries y El estandarte son numerosos. En ambas novelas, su protagonista desdeña otorgar su plena atención a la vida castrense en la que se encuentra para centrarse en la pasión amorosa que le despierta la bella mujer a la que acaba de conocer. En ambas, esa relación pasa a un segundo plano en la segunda mitad de la novela justo cuando, por fin, la guerra atrapa sin remisión a ese reticente soldado y distrae su atención. Y en ambas hay la misma porosidad entre la dimensión real y la del sueño o de la fantasía, como si precisamente en esos tiempos de incertidumbre es cuando sus fronteras se entrecruzan del modo más inadvertido.

Alemania invado PoloniaHablaba de que el personaje central posee rasgos autobiográficos del autor. He leído dos versiones distintas de por qué un hombre que ya no estaba en la juventud fue llamado a filas en el comienzo de la Segunda Guerra Mundial: en una fue movilizado forzosamente, en la otra acudió voluntario. Es evidente que gusta más creer en la primera, y quizá parece más coherente, al menos por lo que rezuman las páginas de la novela que inspiró. En cualquier caso, Wallmoden, el protagonista de la historia, es un hombre que, como él, tuvo tiempo de participar en la guerra anterior, es austriaco y no alemán y de buena familia: no es un mero simpatizante del nacionalsocialismo (al que, por cierto, no se hace mención en ningún renglón del libro: es probable que Lernet-Holenia lo eliminara de cara a su edición de 1947). El pretexto mediante el cual Wallmoden —de quien tampoco se indica ninguna ocupación concreta en la vida civil— se encuentra en el ejército alemán en vísperas de la invasión es porque debe personarse en su antiguo regimiento para un reingreso formal en la vida militar que debe llevarle un mes, y que ya encaja bien en el celo que los nazis otorgaban a la preparación del Volk para una guerra que tenían bien claro que estallaría tarde o temprano.

El regimiento de Wallmoden está destinado en las cercanías de Viena, y eso permite al protagonista conocer a una sugestiva femme fatale, tan atractiva por su físico como por el misterio que desprende y las estrambóticas circunstancias de su vida, que porta el nombre de baronesa Cuba Pistohlkors. Como buena mujer fatal, Cuba parece jugar todo el tiempo con las expectativas de Wallmoden, cuyos avances permite al tiempo que interpone cierto distanciamiento, lo cual, como es natural, solo consigue enardecer más el ánimo posesivo de su pretendiente. La invasión de Polonia viene a interrumpir el curso, ya de por sí abrupto, de esa relación, pues obliga a Wallmoden a alejarse de Viena y de su amada. En cualquier caso, ahí está ya la clave de la novela: más aún que El estandarte (y enlazando con las otras y estupendas obras del autor), Marte en Aries destila un aire fantástico que acaba dando cuerpo a su sustancia de tal manera que la historia entera resulta incomprensible (y muy pobre) si intentamos leerla solo como la crónica del inicio de la guerra mundial.

No en vano comienza con una conversación entre los oficiales del regimiento en torno a los sueños y la muerte: a la posibilidad de que los fantasmas se presenten ante los vivos. La reacción de unos es escéptica —el capitán Sodoma, desde ese momento, y cada vez que se encuentra con Wallmoden le anuncia que, por el momento, todavía es un ser de carne y hueso; como es lógico, llegará el momento, ya en los días de la guerra, en que se le aparezca confesando que ya está muerto, y después se confirmará la noticia—, en otros es de convencimiento en su existencia. El protagonista, como en casi todo lo que hace en la obra, no se implica ni en un sentido ni en otro, remarcando su condición de observador, de alguien capaz de admitir lo real y lo irreal, y de hecho a partir de ese momento su aventura irá adquiriendo poco a poco las trazas de un paseo por ese momento entre el sueño y la vigilia en que el cuerpo no sabe todavía si está durmiendo o soñando, en especial a partir del instante en que, con la suerte de Europa ya echada mientras él trataba de decidir su propia suerte, se ve arrastrado a la campaña polaca.

Con la cabeza más pendiente del recuerdo de Cuba, y de esa quimérica cita que él ha trazado para el 16 de septiembre (justo cuando acaba su periodo de servicio: ilusamente, como le dicen, pues es claro que ni la campaña —por rápida y exitosa que sea— habrá acabado para entonces ni le permitirán dejar así como así el ejército), Wallmoden se sume en la campaña como quien se deja llevar de la mano como un sonámbulo. Sin saber bien por dónde anda, sin tener en cuenta (y eso que el recuerdo de la Gran Guerra lo domina de tal modo que a ratos parece hallarse todavía en ella) el peligro que está viviendo.

[Quien no conozca el final de esta novela debe dejar de leer aquí]

Mi tendencia a sobredimensionar cualquier indicio fantastique en las historias que leo probablemente me lleva a ver más de lo que hay, pero yo juraría que el Wallmoden que se pasea por las páginas finales de la historia es otro fantasma como el del capitán Sodoma. De hecho, en determinado momento, él mismo advierte que se ha confiado al pasear junto a las líneas y que ha estado en el punto de mira de francotiradores que han fallado por poco: ¿o no lo han hecho? Más adelante, será herido por el lanzamiento de una granada y despertará en una ambulancia, en apariencia incólume: ¿o no? En cualquier caso, desde el momento en que se inicia la campaña, los fantasmas y las apariciones se empeñan en convertirse en algo familiar para él, hasta tal punto que llega un momento en que es lícito dudar de si lo que está viviendo es real o forma parte de alguno de los también varios sueños que nos narra en los agitados momentos en que el regimiento puede destacar.

Y de hecho, el final de la historia tiene el mismo poso inconcreto, indeterminado, fantasmal. Wallmoden acaba sabiendo al final, de labios de un compañero, que Cuba murió al poco de separarse en Viena, y de modo violento (tan ambigua es la información que se le da, y se nos da, que lo mismo podemos pensar que ella y el grupo del que se rodeaba eran espías como resistentes contra el nazismo: ambiguo era, asimismo, Lernet-Holenia). Pues bien, en la conclusión del relato, Wallmoden, alejado de su regimiento debido a la supuesta herida recibida, errante como un fantasma en medio de casas abandonadas por los sometidos polacos, vive un extraño encuentro sexual con una mujer a la que también toma en un principio por una aparición, y que le revelará no solo que ella es la verdadera Cuba Pistohlkors, a quien la otra le había robado el pasaporte, usurpando su identidad.

En fin, dos novelas que suponen un muy atractivo pórtico hacia un autor habitualmente etiquetado como menor. Ah, cuántos tesoros llegan a esconderse bajo esa condescendiente palabra…

Escudo del Imperio Austro-húngaro

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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6 respuestas a El fin de una guerra y el principio de otra, por Alexander Lernet-Holenia

  1. rexval dijo:

    Enhorabuena. Muy bien escrito y sumamente interesante. Me alegro de que haya gente como t-u que escribe con todo detalle. Es algo que se agradece en este mundo de sms o comentrios que tenga menos de no sé cuántos caracteres.

    Un abrazo.

    Regí

    • Gracias otra vez. En efecto, me gusta el largo recorrido por encima del apunte o del esbozo (y te aseguro que más de un comentario está ya sobradamente editado para no incurrir en un exceso de prolijidad), algo en lo que, a la vista de tu estupendo blog, tú y yo coincidimos plenamente. Y mira que más de un amigo o conocido siempre me ha dicho que me leería de no ser, precisamente, porque los artículos les resultan demasiado «largos», jaja.

  2. enjaramillo2010 dijo:

    Tuve el gusto de leer El Estandarte este año. Me gustó mucho, aunque estoy de acuerdo en que el ritmo decae un poco al final.
    Que novelas considera como las más ilustrativas sobre el declive y caida del imperio austro-húngaro?
    Impulsado por la lectura del libro de Lernet-Holenia me compré La Marcha Radetzky de Joseph Roth, y el primer volumen (Los dias Contados) de la «trilogía transilvana» de Miklos Banffy, pero aun no los empiezo.
    Los ha leído? Que tal le parecieron?
    Un saludo literario.

    • El gran clásico del final del imperio austrohúngaro pasa por ser, en efecto, «La marcha Radetzky», aunque no puedo hablar en primera persona porque es una de mis cuentas pendientes: tengo el libro en mi biblioteca pero todavía no lo he leído. La trilogía que citas no la conozco.

      De Roth sí he leído, y guardo un buen recuerdo, «La cripta de los capuchinos», también una historia que aborda el final del imperio. Y, ya en la categoría de autobiografías, las famosas memorias de STefan Zweig «El mundo de ayer» son inapreciables para conocer desde dentro lo que significó esta caída, sobre todo para los judíos cultos como Roth o el propio autor del libro.

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