Moby Dick, de John Huston: el capitán Ahab desafía a Dios

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Gregory Peck en Moby Dick

Después de todo lo que he señalado en mi comentario sobre la novela, ¿puede pensarse que haya libro más inadaptable para el cine que Moby Dick, salvo haciendo lo mismo que las versiones para niños, es decir, amputando buena parte de su esencia y reduciéndola a la historia de la caza de una ballena por parte de un hombre obsesionado con el animal que lo mutiló? Durante años me refugié en esa presunta imposibilidad para eludir la adaptación que John Huston había rodado en 1956. Me apoyaba, además, en el regular aprecio que tengo por la obra de un director cuyas películas más famosas —de El tesoro de Sierra Madre a La Reina de África, pasando por El halcón maltés— me parecían peores a medida que las revisaba. Y también en la mala fama de la interpretación de su protagonista, un actor excelente, Gregory Peck, pero que no parecía a priori el intérprete más adecuado (las otras ocasiones en que lo había visto como villano no me había gustado: en la mítica Duelo al sol y en la muy posterior Los niños de Brasil, haciendo un inverosímil genio del mal nazi). Pues bien, la reciente recuperación de esta película, siguiendo un instinto, no solo me ha corregido de estos dos últimos errores —tanto Huston como Peck, en sus respectivas labores, están espléndidos—, sino que me ha revelado una de las mejores adaptaciones que he visto en mi vida. Una adaptación consciente de lo imposible de abarcar la totalidad del original, que por ello se centra en una dimensión muy concreta y que, teniendo muy claro, lo que quiere expresar, se concentra en ello de modo memorable.

Ya dije que Moby Dick es una obra de una riquísima ambivalencia, que admite muchas interpretaciones diferentes. Pues bien, John Huston y el guionista que reclamó para que lo ayudara a «domar» el libro, el novelista Ray Bradbury, optaron por la que tal vez es la más popular: la obsesiva lucha de Ahab contra Moby Dick simboliza el desafío del hombre contra Dios, situándose en el terreno de la Gran Blasfemia (no hay riesgo de equivocarse en las intenciones del director, porque éste lo declaró así en repetidas ocasiones).

John Huston, izq., y Ray Bradbury, der.Ray Bradbury (1920-2012) tenía 35 años en el momento en que Huston lo llamó, pero ya era un muy relevante escritor de ciencia-ficción, un género que entonces vivía su primera edad de oro, y Bradbury se había convertido en uno de los primeros nombres no solo amados por el público sino respetados por la crítica estándar, en buena medida gracias a la belleza lírica de su famosa antología de cuentos Crónicas marcianas —qué inolvidable la frase inicial del primer relato que la compone: «Un minuto antes era invierno en Ohio»—, publicada en 1950. Puede sorprender que Huston llamara a un autor de un género que nada tenía que ver con la aventura, y cuyo estilo además era igualmente disímil del de Herman Melville. En realidad, fue una intuición genial. Puesto que Moby Dick en absoluto responde a las características esperables en una película ortodoxa de aventuras, Huston (aparte, claro, de la admiración que sentía por el joven autor) debió pensar que el tono y la historia requerían una textura que podría proporcionar un hombre procedente de un campo distinto, y en el que encontraba una sensibilidad especial: la sensibilidad adecuada revestir la historia de la atmósfera de extrañeza que precisaba. En cualquier caso, fue un acierto porque el guión de la película, una vez que tiene claro lo que desea contar de la historia original, lo hace de modo espléndido.

Así pues, Huston y Bradbury trasladan a un primer plano esa dimensión del libro mediante un notable sentido del enfatismo que, si en otras obras de Huston molesta por su tosquedad, aquí forma parte insoluble del buen juego dramático. Ahab es el gran blasfemo que consagra su vida a la destrucción de ese dios al que él ha desenmascarado como destructor del hombre (a partir, claro, está de la tremenda vanidad de considerar el daño que ha hecho sobre su propia persona como símbolo de un daño universal), convenciendo a toda su tripulación para que lo acompañe sin vacilar en su odisea, sacrificándolo todo a ella, incluso el desenvolvimiento de su oficio.

Gregory Peck, un inolvidable capitán AhabEn su día, se criticó mucho la elección de Gregory Peck, en un papel evidentemente muy alejado de sus habituales roles de nobleza. Sin embargo, en esa sorpresa radica un primer elemento del rico juego que Huston propicia, al poner a prueba las expectativas del espectador tanto sobre el intérprete como sobre el personaje. Es evidente que, de entrada, se busca un contrapeso emocional entre el capitán luciferino y el actor especializado en tipos positivos. Peck, por supuesto, realiza una transformación física, no solo por arrastrar una prótesis de marfil a modo de pierna izquierda, sino por el trabajo de caracterización en su rostro, marcado primero por una cicatriz blanquecina que le cruza la cara desde el pelo hasta el mentón (dejando unos mechones blancos arriba y abajo), y segundo por una barba que le enmarca la cara al estilo de Abraham Lincoln. Por cierto que esta semejanza con el padre de la abolición también fue muy criticada, pero es un rasgo genial de malicia: que Ahab, personaje verdaderamente infernal, se parezca al símbolo por excelencia de la nobleza de la historia americana. Ahab es un Abraham Lincoln deforme.

Gregory Peck nunca encarnó a Lincoln en el cine, pero tenía el aire físico y la prestancia necesaria, y de hecho acabó haciéndolo en televisión, muchos años después, en la serie Azules y grises, de 1982. De ahí que se incremente todavía más ese ambiguo juego entre actor, personaje y caracterización física. Y Peck, por lo general un actor nada ambiguo, contribuye con una interpretación maravillosa en el papel más arriesgado de su vida. Su voz grave y resonante, y la fuerza de una mirada que consigue expresar una dureza maniaca sin igual se aúnan con la caracterización física y la particular presencia que imponen esos movimientos marcados por su pierna de marfil. En literatura, Ahab es una creación memorable; en cine, también.

El mismo hecho de que su presencia se haga dilatar hasta ya entrado el relato contribuye a magnificar su carisma. En primer lugar, aparece como apenas una sombra que Ismael y los parroquianos de la taberna de New Bedford ven perderse en la oscuridad a través de la ventana. Una sombra que aquéllos perciben mediante el sonido de su pierna de marfil: más tarde, en el barco, también serán los secos golpes de su pierna de marfil sobre la cubierta, mientras sus hombres duermen o intentan hacerlo, lo que estos conocerán primero de él. Hay que recordar que, hasta que por fin entra en escena, Ismael es quien conduce la historia, y el espectador conoce cuanto éste conoce, y desconoce cuanto este desconoce.

Construida de tal manera la expectación sobre su presencia, la secuencia en que, por fin, se presenta ante la tripulación y lo primero que hace es convencerlos de que el objeto de su empresa es, por encima de todo, la caza de Moby Dick, esa secuencia, digo, consigue transmitir con una convicción sin igual la facilidad con que el marino impone su carisma y sus deseos a todos sus hombres. Por otra parte, es magnífica la construcción ritual de esa secuencia, en su forma de ir apoderándose de las almas de sus hombres mediante una ceremonia muy bien medida: primero, la arenga y el reclamo del doblón español de oro que clava en el mástil para el primero que aviste a la ballena blanca; segundo, el grog bebido por el capitán y sus hombres a modo de comunión (¿satánica?); y tercera, el ritual casi masónico en que Ahab termina de formular su juramento haciendo que sus tres oficiales (incluido el ceñudo Starbuck) hagan cruzar sus arpones frente a él para que imponga sus manos sobre el nudo que forman. Esta escena, por cierto, tendrá su equivalente en esa otra en que, al final de la tormenta, Ahab utiliza el fuego de San Telmo que baña la arboladura y los metales de a bordo para reafirmar su dominio sobre los elementos, al hacer desvanecer delante de todos sus hombres y con su propia mano el brillo que impregna su arpón. Sí: Ahab es tanto un capitán como un sumo sacerdote que exige sumisión total pero que sabe cuándo hay que dar un signo a sus seguidores.

John Huston nunca fue un cineasta sutil, sino muy franco, lo cual no es un elogio, pues no supone una franqueza narrativa al estilo de un Raoul Walsh sino una excesiva complacencia por el énfasis, ese elemento que yo considero el principal destructor del arte, cuando un «artista» se empeña en llevar de la mano al lector o espectador para asegurarse de que éste entienda lo que él ha decidido que debe entender en cada momento.

Orson Welles como el padre Mapple y su púlpito con forma de proaMoby Dick no es una excepción, pero la grandiosidad del arte, sea literario, cinematográfico o del tipo que sea, es que admite toda la diversidad posible sin que ningún camino o estilo sea unívoco. Pues, por una vez, el énfasis habitual de Huston, incluso su desaliño formal, resultan su mejor aliado, pues baña la atmósfera de la película en un perpetuo tono profético, de tal modo que cada palabra que pronuncia un personaje parece un presagio o una maldición, desde el sermón del padre Mapple (acerca de Jonás y la imposibilidad de que nuestros pecados escapen a la mirada de Dios) a la aparición fantasmal en el muelle de ese hombre que, antes de partir de New Bedford, lanza a Ismael su imprecación contra Ahab, prediciendo el signo que señalará el final del Pequod: cuando de pronto les sorprenda el olor de la tierra en mitad del mar será la indicación de la perdición de todos salvo uno (este brillante añadido es obra de los guionistas, por cierto, y no de Melville). Y en efecto, ese olor lo siente Ismael justo antes del encuentro final con Moby Dick: es el olor que la ballena arrastra debido a la enorme cantidad de arpones, cuerdas y derelictos que han acabado pegados a su cuerpo enorme tras tantas batallas con los hombres del mar, y que es asimismo una invención visual de los guionistas.

La comparación entre libro y película, como he señalado antes, supone una experiencia apasionante. Huston y Bradbury tomaron de la novela, con fidelidad, sus partes más activas, cierto es, pero añadiendo, aquí y allá, determinados toques que añaden o matizan ese tono que ellos querían remarcar: por ejemplo, el añadido de esas palabras del loco o el hecho de que si en la novela el sermón del padre Mapple solo lo escucha Ismael, en la película es toda la tripulación del Pequod la que asiste —es buena forma de presentárnosla—, de tal modo que las palabras del predicador se dirigen de forma directa a ella. Por cierto que Huston encomendó a Orson Welles (caracterizado y encuadrado como si de un profeta veterotestamentario se tratara) el breve rol de Mapple, respetando la configuración del púlpito, con su forma de proa y el detalle de que, para subir a él, lo haga por medio de una escala de cuerda.

En la película, Starbuck se distingue incluso más que en el libro como el único hombre que se opone al infausto designio de Ahab (de hecho, incluso tantea a sus otros compañeros oficiales acerca de la posibilidad de no permitir al capitán que siga adelante). Lo hace también por convicciones religiosas (ya sabemos que es cuáquero), que lo fuerzan a denunciar la blasfemia y a clamar contra la desmedida pretensión de su capitán —la frase de Melville «¡que Ahab se guarde de Ahab!» adquiere aquí un peso mayor que en el libro—, que solamente puede conducir a la destrucción de todos. Para remarcar ese antagonismo, Huston y Bradbury subrayan los lazos familiares de Starbuck (su familia lo acompaña al sermón del padre Mapple y lo despide en el muelle), frente al solitario Ahab (que en la novela sí está casado con una mujer muy joven que le ha dado un hijo). Eso sí, Starbuck, como en el libro, se revela incapaz de estar a la altura de su capitán, e incluso en la película va más lejos que en la novela, pues aunque será el último en caer bajo su hechizo también acabará dejándose llevar por la locura y, tras la muerte de su capitán, que a todos deja alucinados, será quien los haga reaccionar para seguir su obra, desencadenando por ello la rabia final de Moby Dick.

Richard Basehart como IsmaelCuriosamente, donde ambas obras coinciden es en el opacamiento de Ismael conforme avanza la trama. Huston y Bradbury no se privan de iniciar la película al modo del libro (supongo que es como pretender contar un Quijote sin empezar con el emblemático «en un lugar de la Mancha»), con el inolvidable monólogo de presentación del personaje. Eso sí, hay un sugerente contraste entre la apacible belleza de los paisajes que atraviesa Ismael en su camino hacia New Bedford y el tormentoso e inhóspito mar en el que luego se internará, por cuanto, recuérdese, esas famosas palabras iniciales son una justificación de su anhelo por huir de la tierra y lanzarse a recorrer los océanos. Como ya he dicho, en el inicio del film, Ismael vuelve a ser el conductor de la historia para, tan pronto entra en escena Ahab, dejar de serlo e incluso desaparecer de escena largo rato. El personaje, eso sí, es encarnado por un actor magnífico, Richard Basehart, que trabajó mucho en Europa, por ejemplo para Fellini en La Strada y para Berlanga en Los jueves, milagro. Del mismo modo, debe consignarse el fabuloso reparto de secundarios que contiene la película, seleccionados, se diría, por lo ingrato de sus rostros (muy marineros, pues), entre los cuales destaca la turbia fotogenia del imponente y extraño Friedrich Ledebur, que hace un magnífico Queequeg, el arponero polinesio, fascinante ya solo por el peculiar tatuaje córneo que cubre su cuerpo y personaliza su cara.

Huston arrima su cámara cuanto puede a estos personajes, restándole al film esa inclinación por los espacios abiertos que uno siempre asocia al género de la aventura, y si bien hay más de un bello encuadre del mar, a bordo del Pequod se consigue crear la sensación de que el espacio es claustrofóbico, un lugar muy propio para la alucinación, personal (Ahab) y colectiva (sus hombros). Un lugar donde a veces la realidad se suspende, como muestra la espléndida secuencia en que Queequeg parece caer en un estado de catatonia al leer la llegada de su muerte en los dientes que arroja a modo de runas (es otra estupenda invención del guión) y después de encargar al carpintero de a bordo que construya su propio ataúd (cuya imponente presencia, meciéndose entre las olas tras el desastre final, cerrará de modo imborrable la película).

La memorable atmósfera del film tiene un especial aliado en el soberbio uso del color que, siguiendo instrucciones de Huston, hace el operador Oswald Morris. Huyendo de la luminosidad del technicolor que suele asociarse a la coetánea edad de oro del cine de aventuras, Moby Dick hace gala de un colorido ocre, quemado, que a ratos incluso parece revestir a sus personajes de un blanco y negro preternatural, como por ejemplo puede verse en la maravillosa secuencia de la tormenta, uno de los momentos cenitales de la película. La atmósfera, y aquí la palabra debe entenderse literalmente, en fin, rodea asimismo todas y cada una de las apariciones de Moby Dick, pues parece portar consigo su propia textura, que se ve siempre anunciada por un signo propio de los dioses: la presencia de una bandada de gaviotas que no se separa de ella.

Ahab unido para siempre a Moby DickDe hecho, uno de los logros del film es la caracterización de la ballena: primero una mole blanca que se observa a la distancia y perturba por su color; después, una masa cuya piel es rugosa (indicando tanto una edad inconcebible —¿eterna?— como una existencia de lo más agitada). En el paroxismo de la batalla definitiva contra Ahab, la cámara de Huston incluso muestra (por única vez) el ojo enorme del monstruo, clavado en el enemigo que acaba de subirse a su lomo y que, por mucho que lo lastima clavándole una y otra vez el arpón, está ya ante las puertas de la muerte. De hecho, la última imagen de Ahab, que dejará encogido el corazón de sus hombres antes de la tragedia final, es la de su capitán, ya muerto, atrapado en el cordaje que arrastra la novela, convertido por tanto en otro de esos derelictos que llevará por los siete mares (o los siete infiernos) a modo de trofeo.

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Moby Dick / Moby Dick. Año: 1956.

Dirección: John Huston. Guión: John Huston y Ray Bradbury, según la novela de Herman Melville. Fotografía: Oswald Morris. Música: Philip Sainton. Reparto: Gregory Peck (Capitán Ahab), Richard Basehart (Ismael), Leo Genn (Starbuck), Harry Andrews (Stubb), Friedrich Ledebur (Queequeg), Orson Welles (Padre Mapple). Dur.: 116 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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9 respuestas a Moby Dick, de John Huston: el capitán Ahab desafía a Dios

  1. Iñaki Torre dijo:

    Perfecto complemento y contrapunto al análisis del libro. Repito: un placer leerte.

  2. Iñaki Torre dijo:

    Anoche, después de mi comentario tan escueto, me quedé con ganas de añadir algunas reflexiones. Aquí van:
    Curiosa relación la que mantienen el cine y la literatura, ¿verdad? Dos lenguajes distintos que se alimentan uno de otro, a veces con resultados brillantes (como el que comentas) y otras con algún que otro descalabro. Qué importante parece, a la luz de tus entradas, escoger el momento adecuado para que un libro o una película nos lleguen y nos llenen. Pero también hay que saber, creo yo, cuándo dejar un libro que se nos cae de las manos o una película que invita más al bostezo que a otra cosa. Reconozco que hace años era más tajante en eso de las renuncias y los abandonos; ahora, sin embargo, suelo consolarme pensando: «No es el momento; no voy con el estado de ánimo adecuado. Ya les llegará su oportunidad». Y pocas veces, desde entonces, me ha fallado el instinto.

    Aunque me encanta el cine, no dispongo de tanta cultura con respecto al Hollywood clásico como tú, de modo que me referiré a ejemplos más o menos recientes. Llegué al Thomas Mann de «Muerte en Venecia» a través de la película. Y ocurrió que, una vez leído el libro, me quedé con esa sensación de que la película lo había captado por completo (mediante la ambientación. la elección de los actores y, sobre todo, la soberbia interpretación de Dirk Bogarde) y que su lectura había resultado, al fin y a la postre, innecesaria (el adjetivo es muy rotundo, soy consciente de ello, pero así es como lo sentí). Todo lo contrario me sucedió con «Las horas», de Stephen Daldry: la película me aburrió (tendría, si acaso, que volver a verla para comprobar si se cumple una vez más, o no, lo que mencionaba más arriba) pero me empujó a acercarme a la novela de Michael Cunningham que, ésta sí, me gustó mucho. ¿Cuestión de lenguajes? ¿De sensibilidades? ¿De estados de ánimo? Una mezcla de todo ello, supongo.

    • Es una labor apasionante comparar literatura y cine, y en su apreciación influyen muchos factores. Por ejemplo, haber visto antes la película o leído la novela. En general, me aburren las adaptaciones literales que parecen hechas para que el espectador no tenga ni que leer la novela: en las últimas décadas se adaptaron así muchos libros de Jane Austen o Henry James. De ahí mi admiración por el «Moby Dick» de Huston, porque aun siguiendo en líneas generales la novela le aporta pequeños pero geniales elementos propios y se fabrica su propia atmósfera. En fin, me encanta comentar las relaciones entre una novela y sus adaptaciones, y tengo de hecho un grupo de abundantes comentarios, bajo la categoría «Del libro a la pantalla» (la puedes encontrar en una de las columnas de la derecha, abajo).

      «Las horas» película a mí tampoco me gusta, aunque no he leído el libro. En cambio, y aquí discrepamos, «Muerte en Venecia» novela me parece una obra maestra y sin embargo creo que Visconti no llegó a entrar en su meollo, y la pelicula me parece demasiado decorativo. Eso sí, Dirk Bogarde está genial (es lo mejor de ella) y el final es muy bello. Por cierto, que tengo comentario de esta adaptación en mi blog.

      • Iñaki Torre dijo:

        Coincido contigo en lo que comentas respecto a las adaptaciones literales. En efecto, son dos ejercicios distintos y el disfrute que puede sacarse de un libro o de una película tiende a diferir y, en el caso de una buena adaptación de un libro a la gran pantalla, ser complementario. A menudo les digo a mis alumnos que no sustituyan la lectura de un libro por la adaptación cinematográfica de turno. Eso sí, cuando acabamos de leer un libro en clase (este curso, «El pequeño Nicolás» (Sempé/Goscinny) y «Las brujas» de Roald Dahl), les suelo proyectar la película (si la hubiera) y después comentamos. Hasta ahora, no me he sentido defraudado de proceder así.

        Tomo nota de tus recomendaciones y me seguiré paseando por el blog.
        Un abrazo y gracias por responder. 🙂

  3. rexval dijo:

    Recuerdo cuando de niño vi la peli. Me caía fatal el capitan y me daba pena el animal. Siempre he sido muy «animalista». El tema del marino que desafía a Dios es antiguo. Wagner lo recoge en su ópera «El Holandés errante», que a su vez se basa en leyendas anteriores que tomó de Heine, gran poeta y escritor del XIX. En este caso, el marino blasfemó y dijo que cruzaría en medio de la tormenta el Cabo de Buena Esperanza aunque fuera lo último que hiciera en la vida. Fues escuchado desde las alturas y condenado a vagar por los mares hate el fin del mundo, hasta el juicio final. Cada siete años se le permitía bajar a toerra. Si encontraba una mujer que le fuera fiel hasta la muerte, quedaría redimido. En caso contrario, a vagar de nuevo. Precisamente, estoy escuchando esta ópera ahora. Te adjunto los datos y el enlace de bajada por si te interesa a ti a o tus lectores. Buena calidad. Vale la pena.

    Saludos.

    Regí

    Der fliegende Holländer

    Matinee Broadcast, Metropolitan Opera House: 02/13/1965

    http://www.mediafire.com/…/xu3o2yev6…/feb13hollander1965.zip

    DER FLIEGENDE HOLLÄNDER

    Dutchman…………….David Ward
    Senta……………….Leonie Rysanek
    Erik………………..Sándor Kónya
    Daland………………Giorgio Tozzi
    Mary………………..Gladys Kriese
    Steersman……………George Shirley
    Conductor……………Karl Böhm
    Premiere: November 9, 1950
    Regie: Herbert Graf

    Der fliegende Holländer Matinee Broadcast, Metropolitan Opera House: 02/13/1965

    http://www.mediafire.com/download/xu3o2yev6annbbl/feb13hollander1965.zip

    • Efectivamente, hay ecos indudables de la fascinante leyenda del Holandés Errante en «Moby Dick». Leyenda que siempre me ha interesado mucho y que, además de Wagner, ha tenido buenos cultivadores en literatura y cine, de la novela «El buque fantasma» del capitán Marryat a Hollywood («Pandora y el holandés errante», con el gran James Mason haciendo un muy particular avatar de este personaje).

      Muchas gracias por el enlace; lo pincho, claro.

      • rexval dijo:

        Gracias a ti por tu amabilidad. Efectivamente, el tema del marino maldito es frecuente en literatura y cine. Según parece, es una derivación del judío errante, que se remonta siglos atrás.

        Saludos.

        Regí

  4. Pingback: Les hommes de la balaine - histoire (s) du cinéma

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