Nibelungos I II III IV
Desde su redescubrimiento en 1755, el Nibelungenlied o Cantar de los Nibelungos pasa por ser el poema nacional germano, la «Ilíada del Norte». Los soldados alemanes llevaban una edición en sus mochilas durante la Guerra de Liberación contra Napoleón; más de cien años después, la imaginería nazi se pertrechó de la mitología a la que se remonta el cantar para convertir a Sigfrido y a los nibelungos en la esencia del alma alemana. Entre medias, claro, la leyenda fue reformulada, a su modo, por el compositor Richard Wagner para dar cuerpo a su tetralogía El anillo del nibelungo. Incluso, puede hablarse de un tercer elemento imprescindible en la construcción de la historia, como es el monumental film en dos partes que Fritz Lang realizó en los años del cine mudo alemán, ese que suele despacharse, entero, bajo la reductora etiqueta de «expresionista». No es, por tanto, una obra a la que acercarse con inocencia: desde la comparación entre Sigfrido y Cristo o la imagen de la famosa «puñalada por la espalda» que es evocada a través de la muerte a traición del héroe a manos de Hagen (con la cual los militares germanos, encabezados por quien luego sería el presidente de la República que llamaría a Hitler al poder, Hindenburg, intentaron justificar su derrota), se ha escrito demasiado sobre este poema épico. En cualquier caso, todo ello solo es la prueba de la tremenda vitalidad de una leyenda que, como ya indiqué en mi anterior entrada, tiene sus raíces en el convulso mundo entre dos edades, la antigua y la media, y que no ha cesado de reelaborarse desde entonces.
El cantar, escrito en alemán medio, también es conocido (por sus palabras finales) como Nibelunge not, esto es, la destrucción o —como prefería Borges, gran admirador de la leyenda— la desdicha de los nibelungos. El cantar, aunque suele transcribirse en prosa en las principales traducciones al español (la mejor que he leído está publicada en Cátedra, y pertenece al profesor Emilio Lorenzo Criado), es un poema épico compuesto por 39 cantos (en el original, «aventuras») que, a su vez, pueden subdividirse en dos partes: los 19 primeros narran la historia de Sigfrido hasta su muerte e inmolación final, los 20 siguientes ya transcurren en el reino de Atila, tras la boda de éste con Krimilda, la viuda del héroe. La subdivisión no es solo de orden argumental: la primera parte resulta bastante decepcionante, en comparación con la misma versión expuesta en la Saga de los Volsungos; en cambio, en la segunda por fin aparece ese tono de primitivismo brutal que tanto exige la historia, y resulta excelente.
La obra habría sido compuesta en torno a 1204, según los expertos, por un anónimo juglar bávaro de la corte arzobispal de Passau (esta ubicación se razona, en buena medida, por la estancia en esa ciudad, sin especial trascendencia argumental, por parte de los protagonistas, en la segunda parte, en su malhadado camino a la corte de Atila). El poema, muy popular a lo largo de la Edad Media, se daba por perdido desde el siglo XVI, pero doscientos años después volvieron a encontrarse manuscritos (hasta 37), a partir de los cuales ha podido reconstruirse en su integridad.
Debe recordarse que el cantar da forma por escrito a una leyenda transmitida por las fuentes orales desde muchos siglos atrás. Es por ello que la otra gran versión medieval de la historia, la Saga de los Volsungos, pese a ser posterior (mediados del siglo XII), registra un estadio anterior de la misma, como denota la ausencia de elementos cristianos explícitos. En cambio, el cantar sí es una obra claramente correspondiente a la época de su redacción: es la evidente exposición de un mundo feudal presidido por las relaciones de vasallaje. Eso sí, por mucho que aparezcan sacerdotes, catedrales y elementos cristianos, el mundo primordial del que había surgido la leyenda, con su oda a la brutalidad más primitiva, acaba imponiéndose sobre el barniz religioso que, de rato en rato, y como para disimular, va apareciendo.
Dando por conocida las líneas generales de la historia, ya expuestas en el comentario anterior, conviene señalar las divergencias argumentales. En primer lugar, y como es lógico, en el cantar ya no hay la menor referencia a las deidades paganas que presiden y puntean la historia original. Si los Volsungos dedica un buen espacio inicial a narrar el origen de la estirpe hasta llegar a los protagonistas, los Nibelungos principia ya directamente por ellos. Ahora bien, hay una diferencia fundamental: si en la primera obra el héroe Sigfrido conoce antes a la valquiria Brunilda, le otorga su palabra de amor y luego, olvidada aquella por una oportuna pócima de su futura suegra, corteja y se casa con Krimilda, aquí es la segunda, en todo momento, la amada del héroe, a quien conoce en primer lugar. También falta toda la parte inicial que detalla el origen de Sigfrido, su enfrentamiento con el dragón y la obtención de la invulnerabilidad y el tesoro de los nibelungos.
De entrada, Sigfrido es hijo del rey de los Países Bajos (Niederland en el original), Sigmundo, cuya capital es Xanten, antigua colonia romana hoy situada en la Baja Renania (Alemania), muy cerca de la frontera holandesa. Al llegar a sus oídos noticias de la belleza de Krimilda, princesa burgundia, decide acudir a la corte de Worms donde reina su hermano Gunther, a quien acompañan —el cantar indica que también con el rango de reyes— sus otros dos hermanos, Gernot y Giselher (este último, el más joven, es también uno de los personajes más gentiles del cantar). Al contrario que en la saga, el padre de todos ellos ha muerto; su madre, Ute, está viva y aquí no es una bruja. Entre los vasallos del rey Gunther destaca sin lugar a dudas el formidable guerrero Hagen de Tronje. Recuérdese que en los Volsungos, este personaje, con el nombre de Hogni, era el segundo de los tres hermanos. Pese al menoscabo de rango, el papel de Hagen es sin duda mucho más relevante, hasta el punto de convertirse prácticamente en el protagonista de la segunda mitad del cantar y el personaje más rico de toda la obra.
El cantar relata someramente (por boca del personaje de Hagen) las hazañas más famosas de Sigfrido: la conquista del país de los nibelungos y la destrucción del dragón, si bien no las vincula, y de hecho el tesoro lo obtiene en la primera aventura y no en la segunda. Hay que señalar que el cantar prescinde de los elementos fantásticos de la leyenda, con excepción de la historia del dragón, y eso porque no la sitúa en primer plano. Eso sí, con respecto a la saga, el cantar narra —una vez más, de forma indirecta: Krimilda se lo cuenta incautamente al hombre que lo habrá de matar, Hagen— cómo al bañarse en la sangre del dragón, Sigfrido obtuvo la invulnerabilidad, salvo por el pequeño punto en la espalda donde una hoja de tilo se interpuso entre su piel y el fluido vital. Este detalle, es evidente, vincula a Sigfrido con el otro famoso héroe invulnerable de la mitología, el griego Aquiles.
Es momento de señalar el origen de ese término, nibelungos, que da nombre al cantar. En la Edda Mayor se habla de los niflungos, y en la mitología escandinava Nifleheim es la Tierra de las Nieblas, un incierto reino subterráneo. ¿Acaso son los nibelungos los habitantes del otro mundo, o sea, el país de los muertos? Las referencias son equívocas, pero en el cantar están asociados a diversos elementos sobrenaturales: cuando Sigfrido regresa a ese país para hacer que mil soldados lo acompañen para escoltar el séquito de Gunther y Brunilda, el texto señala que recorre en un día y una noche una distancia de cien millas «o incluso más»; el tesoro que allí consigue, por mucho que se gaste, no mengua jamás. Su rey también se llama Nibelungo, y por extensión sus habitantes: uno de ellos, y de gran rango, es un enano llamado Alberico, al que luego Wagner convertirá en personaje central de su obra. Por último, hay que señalar la ambigüedad con que el autor del cantar usa el término, puesto que, en su segunda parte, acaba aplicándoselo también a los burgundios, tal vez por la apropiación que estos hacen del tesoro, una vez muerto Sigfrido (y que Hagen arrojará al Rin, para que su heredera, Krimilda, jamás pueda usarlo en contra de los burgundios).
En fin, a instancias de Hagen, Gunther pone como condición para darle su hermana el que lo ayude a ganar la mano de Brunilda, quien aquí, claro, ya no es una valquiria sino la reina de Islandia. Una reina guerrera que somete a cuantos la pretenden a tres pruebas: lanzamiento de piedra, salto y lucha con lanza. El superior vigor de Brunilda es tal que, para vencerla, Gunther pide ayuda a Sigfrido: éste, con la ayuda de una capa mágica que lo hace invisible, la Tarnkappe, consigue que parezca que ha sido el rey el que la ha vencido. Aun así, y ya en la corte de Worms, la reina todavía se resiste a aceptar en su lecho a Gunther, quien una vez más recurre al héroe. Ahora bien, si en la saga nórdica Sigfrido-Sigurd adoptaba la apariencia de Gunther-Gunnar por artes mágicas, aquí el engaño es más burdo: se hace pasar por el rey en medio de la oscuridad para doblegar a la reina guerrera, y de esa lid se lleva dos prendas (un anillo y un cinto) que luego provocarán la perdición de todos. Pues, una vez más, la tragedia se desencadena cuando las dos cuñadas disputan por el rango de sus maridos (en este caso, además, por la preeminencia de entrada en la catedral) y Krimilda, en su rabia, delata, con aquellas pruebas, la suplantación de Gunther por su esposo. Brunilda exigirá la sangre de éste como venganza. Por cierto, que un rasgo nuevo del cantar es que Sigfrido castiga físicamente a Krimilda (y ésta lo acepta como justo) por haberse dejado ir de la lengua. Será Hagen —cuya cualidad esencial es la lealtad sin límite hacia su señor, incluso tomando iniciativas que éste no le ha indicado, siempre para proteger su buena fama— quien ejecute la venganza, engañando a la ingenua Krimilda para que marque en el jubón de su esposo el punto vulnerable, donde le clavará una lanza asesina mientras celebran una cacería.
Sin lugar a dudas, la primera parte del cantar no solo palidece en su comparación con el espléndido segmento paralelo de la saga, sino que en sí misma adolece de falta de fuerza y de vigor narrativo. En primer lugar, al no existir un lazo directo entre Sigfrido y Brunilda, la relación triangular pierde dramatismo: de hecho, el personaje de la reina islandesa está muy diluida e incluso no advertimos que, consumada su venganza, deja de aparecer en la historia sin que le haya sucedido nada: ni se suicida ni abandona la corte. Sencillamente, se la olvida cuando ya no es necesaria. Por otra parte, se echa de menos la emoción mítica de las pruebas que convertían a Sigfrido en el mejor guerrero del mundo. En el cantar, esta condición hay que darla por supuesta, mientras que en la saga lo demostraba directamente. El cantar es un ejemplo de un mundo mucho más cortesano que el de los volsungos, como prueba la atención que se presta a la «utillería»: a las vestimentas, a las joyas, a la composición de los séquitos. El lenguaje, por otro lado, es mucho más obsequioso y carece de esa brutal concisión, muchas veces elíptica, que tan bien caracterizaba a los personajes sin necesidad de más palabras.
El fatalismo de la saga se mantiene, pero en un sentido diferente. El autor conserva el recurso a los sueños premonitorios —de hecho, el cantar comienza con uno de ellos— y continuamente refuerza la idea inexorable de las incontables muertes que acabarán produciéndose. Pero el inolvidable tono elegíaco de los Volsungos se ve sustituido por un fatalismo solemne, que si acaba funcionando es por el efecto de repetición, que aumenta en la parte final hasta casi parecer un mantra hipnótico.
La segunda parte del cantar ya es otra cosa. Con respecto a la saga, mantiene prácticamente el mismo argumento: Atila (Etzel en el original) pide la mano de Krimilda, que acepta pues así espera conseguir su venganza de Hagen. Una venganza que aún habrá de esperar muchos años: trece transcurren hasta su boda con Atila y otros siete hasta que, por fin, pide a su esposo que invita a sus hermanos a su capital para conocer a su hijo habido con él, el pequeño Ortlieb. (Tantos años, se supone, deben haber ajado su famosa belleza: es así que casi puede pensarse que la terrible Krimilda que instiga tanta violencia acaba correspondiéndose, físicamente, a su condición de furia sin remisión, de bruja repulsiva.) Una vez en Etzelburg, y sin esperar un segundo, Krimilda pone en marcha la venganza, sin siquiera haber contado nada a su marido: de hecho, prácticamente induce a Hagen a asesinar a su propio hijo para así desencadenar la furia de Atila. En los Volsungos era al revés: es Atila/Atli quien los hace llamar con siniestras intenciones y Krimilda acabará vengándolos, matando a su esposo y a sus hijos. Sin duda, en este caso la saga es más incongruente y el cantar posee una fuerza indudable.
Pues ese es el triunfo de esta parte: el inexorable sentimiento de una honda tragedia que nada ni nadie podrá evitar. De hecho, una de las novedades del cantar es soberbia: en su camino al reino de Atila, al cruzar el Danubio, Hagen oye de labios de tres ondinas (significativo que aquí se incluya el único elemento fantástico de esta mitad) el presagio de que ninguno de los guerreros retornará a Burgundia. Solo lo hará, señalan, el capellán del rey. Al cruzar el río, y para demostrar que el presagio es falso, Hagen arroja al clérigo por la borda para que se ahogue, pero el capellán alcanza la orilla milagrosamente. Resignado, y nada más desembarcar, el guerrero destruye la nave, como aceptación fatal de su destino.
Sin la menor duda, Hagen de Tronje se convierte en el personaje central del cantar y el más imborrable del mismo. Como imbuido por un fatum violento que no puede evitar, incluso precipita el desastre. Él es el primero en derramar sangre, matando al insolente barquero que se resistía a cederles su barca, y en la corte de Atila, cada vez que alguien propone llegar a un acuerdo, él se niega con vehemencia. Incluso será su mano la que acabe con el hijo pequeño de su anfitrión y desencadene la matanza final. Es más, la visión que el cantar da de Atila es de una gentileza que nada tiene que ver con su figura histórica: el llamado Etzel es un rey noble, que se resiste cuanto puede a dejarse llevar por la violencia y que, abrumado por la tragedia, nada hará al final para impedir que uno de sus vasallos, muertos todos los burgundios, saque su espada y ejecute a la implacable Krimilda. En fin, si la primera parte del cantar resultaba fastidiosamente cortesana, en esta segunda mitad, por fin, va surgiendo como una llamarada, al principio insidiosa y después incontenible, todo el fondo de violencia primitiva y sentimientos inexorables que es lo que hacen tan grandiosa la leyenda.