Últimamente estoy a vueltas con los dragones. En las vacaciones me vi el lamentable díptico Cómo entrenar a tu dragón —nefasto por demasiadas razones, de las cuales destaco dos: un dibujo psicológico propio de teleseries de humor modernas (¡y los personajes son vikingos!) al estilo de El príncipe de Bel Air o Cosas de casa, y un motor argumental de chiste (los vikingos descubren que los dragones con quienes viven en estado de guerra desde hace siglos… solo están esperando a que los traten como mascotas para volverse dóciles cuales perrillos)—; he repasado cómics Marvel de Thor, en los que salen dragones cada dos por tres; he leído las diversas obras que abordan la famosa leyenda de los nibelungos, en la que es pieza central un dragón que custodia un tesoro; me estoy preparando para la tercera parte de El hobbit, donde tendrá parte destacada otro de estos monstruos… Pues bien, para recuperarme del mal sabor de boca de ese díptico veraniego, rescaté una película que en su día pasó completamente desapercibida, que de hecho se estrenó, en su Estados Unidos natal y aquí, en formato doméstico, pero que contiene una de las mejores apariciones de ese ser fabuloso que a tantos nos ha fascinado en todas las épocas. Además, y entre diversos aficionados (sin duda, los que compartimos el «secreto»), casi posee el estatus de película de culto. Se trata de El vuelo de los dragones, una película de animación que se acoge al género de Fantasía Heroica para proponer una historia tan bonita como sencilla, carente de cualquier tipo de pretensiones. ¿La recuerda alguien?
Lo que cuenta El vuelo de los dragones se ha contado mil veces: sus valores no se hallan en la originalidad sino en el encanto con que retoma la vieja historia. La cual no es otra que el eterno combate entre la Luz y la Oscuridad en un mundo en el que se está produciendo el crepúsculo de la magia, derrotada por la creencia del hombre en la ciencia (en el materialismo). Derrota que, cuidado, las fuerzas de la Luz no contemplan con lamento, sino con serena conformidad. Es inevitable que el ser humano llegue un momento en que deja de necesitar la magia, pero todavía le puede prestar un último servicio: que el mal no aproveche el nuevo culto a la ciencia para sembrar su semilla en ese mundo de la ciencia.
La película es una producción de una pareja formada por Arthur Rankin jr y Jules Bass, auténticos expertos en la animación (si bien en su vertiente más modesta), cuya carrera en este campo se desarrolló sobre todo en la televisión. Recuerdo con simpatía una serie titulada Festival de Clásicos Animados —no puedo asegurar que este sea el nombre con que se difundió también en España—, que adaptaba algunas de las historias para niños más famosas de la literatura, y cuya presentación consistía en un arco iris sobre el cual se iban desplazando personajes universales como la Bella Durmiente, el Gato con Botas y Robin Hood, y otros más locales del folklore norteamericano (y de cuya existencia me enteré por esta serie) como el gigantón Paul Bunyan o el pintoresco Johnny Manzana. (Digresión: a este personaje, al parecer real, que sembró de manzanas el valle del Ohio, le cobré bastante cariño por ser el protagonista de la leyenda que justificaba el título español de una superproducción del viejo Hollywood que me gustó mucho en los días de la infancia: El árbol de la vida, de 1957.)
El guión firmado por Romeo Muller acredita adaptación de dos libros: una somera búsqueda de información acerca de ellos revela que se trata de dos fuentes muy diferentes. El primero, y que da título al film, The Flight of Dragons, no es una obra de ficción sino un ensayo escrito por Peter Dickinson que especula con la posibilidad de que los dragones existieran realmente y que fueran una evolución de los desaparecidos dinosaurios. Con cierto ingenio —y al menos por las explicaciones que se dan en la película—, Dickinson equipara la capacidad de vuelo de estas criaturas y su relación con el fuego a los dirigibles: en el interior de su estómago se crea hidrógeno que los hincha de modo natural (por eso tienen esa apariencia tan gruesa) y los eleva; si expulsan fuego es para descender. La trama de ficción de la película, sin embargo, se inspira en otra novela, The Dragon and the Georges, obra del más conocido escritor de ciencia-ficción Gordon R. Dickson. Los créditos, eso sí, otorgan preeminencia al original de Dickinson (como ya indica el título), ya que la obra de Dickson solo se señala en los letreros finales del film.
En cualquier caso, el planteamiento de El vuelo de los dragones se inscribe plenamente en el género de Fantasía Heroica, de moda junto a la Espada y Brujería desde los años 70 gracias al redescubrimiento de autores como Robert E. Howard, al cómic y al mismo cine: no mucho antes se había estrenado, con buena repercusión, la versión que Ralph Bakshi hizo de El Señor de los Anillos. De hecho, no cabe la menor duda de que la principal fuente de inspiración de cuantos intervienen en el film es el mundo de Tolkien y en concreto su visión crepuscular de la fantasía.
No en vano, El vuelo de los dragones se sitúa precisamente en ese momento «entre el final de la era del Encantamiento y el principio de la era de la Lógica» —como indica el mago Carolinus, introductor de la historia— para narrar esa última batalla que se presagia ante la propuesta de los agentes de la luz de recluirse en un santuario que preserve a los últimos de su clase y desde donde, si acaso, los seres humanos podrán seguir beneficiándose de su benévola influencia cada vez que lo precisen. «¡Un estúpido pueblo de jubilados!», exclamará Ommandon, el Mago Rojo, al rechazar la idea. Y defiende, ante sus aterrados hermanos, los tres magos benéficos, que en realidad ese hombre científico que reniega de la magia será más fácilmente influenciable a sus insidias. Su muy convincente exposición concluye con la imagen de un hongo atómico intensamente escarlata… que termina convirtiéndose en el contorno rojo de su enorme figura. La única posibilidad de derrotarlo es arrebatarle la Corona Roja que le otorga su poder —el eterno fetichismo de los objetos tan habitual en la Espada y Brujería, del que ya Tolkien obtuvo un afortunado partido—, pero para conseguirlo se necesitan campeones que representen a los dos mundos en pugna, de la magia y de la ciencia. Hay que encontrar un paladín entre los hombres, que resultará ser un joven llamado Peter Dickinson, licenciado en ciencias pero absorto en el presente por su fascinación hacia los dragones.
El gran acierto de El vuelo de los dragones es el conseguidísimo equilibrio que propone entre la atmósfera crepuscular consustancial a esa aventura con un espíritu de radiante descubrimiento propio de la primera vez que nos cuentan una historia, y que traduce muy bien el punto de vista del protagonista, ese humano que de pronto ve convertido sus sueños en realidad… aunque también amenacen con convertirse en pesadilla. Es decir, el film posee un instintivo sentido de la modestia y de la falta de pretensiones que libran a la historia (en el fondo, muy de manual) de cualquier tipo de autocomplacencia o, peor aún, de cursilería. Los personajes hablan y actúan como si fueran los primeros prototipos de su respectivo rol que se plantearan en el género, y transmiten una contagiosa gentileza al espectador. Esa condición gentil de sus héroes es inolvidable, empezando por ese otoñal caballero de sienes plateadas que responde al muy british nombre de sir Orrin Neville-Smythe y que es especialmente enamoradizo hacia toda clase de damas a las que dobla la edad.
Es posible que lo mejor de la aventura se encuentre en su arranque, en la descripción del mundo de la magia y de sus grandes magos, que posee una fuerza lírica considerable. Después de unos bonitos créditos centrados en el majestuoso vuelo de incontables dragones sobre el cielo, mientras suena la pegadiza canción, el mago Carolinus vive una triste y humillante experiencia: su magia le falla cuando lanzaba un sencillo hechizo contra unos engreídos molineros cuyas ruedas sobre el río han estado a punto de cobrarse la vida de un cisne y de unas hadas diminutas. Tristemente consciente de la decadencia de la magia, Carolinus reúne a sus tres hermanos en el Templo de Toda la Antigüedad (otro elemento muy bien utilizado del manual de la Espada y Brujería es el recurso a unos nombres de grata pomposidad para lugares y objetos: la Flauta del Sueño Sanador, el Limpio Estanque del Tiempo, la Posada del Camino del Infierno…).
Cada uno de los cuatro hermanos y magos influye sobre un dominio distinto, que más o menos se corresponden a los cuatro elementos clásicos (tierra, agua, aire y fuego), aunque dos de ellos, los menos relevantes de cara a la historia, entremezclan sus propiedades. Carolinus es el Mago Verde de la Naturaleza, y por ello tendrá que asumir la dirección del enfrentamiento, pues los campeones elegidos tendrán que atravesar su reino. Lo Thae Shao es el Mago Amarillo, señor de la trascendencia y la contemplación, y consecuentemente su apariencia es la de un sabio del Extremo Oriental, incluyendo como su animal personal al dragón chino, alargado y sinuoso como una estela, de acuerdo con su filiación con el agua y no con la tierra. Solarius es el Mago Azul, señor de lo más profundo y lo más alto, o sea, de los abismos marinos y las supremas cumbres. Por último, Ommandon, el Mago Rojo, el señor del reino del mal y poderoso practicante de la magia negra, cuya apariencia, enorme y deforme, se envuelve en un repulsivo manto escarlata, es un trasunto evidente del Sauron de Tolkien.
Ante el evidente atractivo de los personajes del mundo de la magia, era de temer que el campeón humano que se ve arrastrado a ese mundo no estuviera a la altura. Sin embargo, y por fortuna, esa modesta gentileza a que hacía referencia acompaña también el diseño del joven Peter Dickinson, el cual y de todos modos, en su primera noche en la casa de Carolinus, sufre un intento de secuestro por parte del dragón del Mago Rojo. Como consecuencia de un mal hechizo de Carolinus, cuya decadencia se revela así irreversible, Peter se funde con el joven dragón Gorbash, idea ingeniosa mediante la cual el muchacho tiene ocasión de descubrir y experimentar en sus propias carnes el mecanismo de vuelo de esas criaturas fabulosas. Siguiendo el modelo tolkieniano, los héroes compondrán una compañía que parte hacia la tierra del mal, a lo largo de los cuales se van uniendo otros habitantes de ese mundo hasta componer todo un fresco de seres mágicos: al caballero sir Orrin, al dragón-Peter y al más veterano dragón Smrgol, los campeones iniciales, se van añadiendo el lobo Arak —que salva a los anteriores del más apurado de sus peligros, el ataque de las criaturas que responden al estupendo nombre (otro más) de Lóbregos de Arena—, la bella arquera Danielle de los Bosques y el pequeño elfo Giles.
Conforme se van acercando a su objetivo, y más aún cuando penetran en él, un sugestivo eco de desesperanza va apoderándose de ellos, a medida además de que se producen algunas bajas (por ejemplo, Smrgol), hasta que, como era de esperar, el único que queda en pie para enfrentarse a Ommandon es Peter Dickinson. Y es una afortunadísima idea que Peter derrote al Mago Rojo respondiendo a sus conjuros con otros ante los cuales la magia ya nada tiene que hacer: los axiomas de esa ciencia, o los nombres de sus principales disciplinas, destinada a recluir lo mágico al ámbito de lo mitológico, a ese «pueblo de jubilados» del que renegaba Ommandon, quien en el momento de su caída incluso alcanza cierta grandeza, no en vano es el único ser feérico que se niega a aceptar la derrota y la oclusión. El vuelo de los dragones es uno de los últimos ejemplos de fantasía clásica, que no cree necesario «modernizar» psicologías, humor y roles para hacerla más digerible a los nuevos espectadores —al modo, insisto, de Cómo entrenar a tu dragón—, sino plasmar con sencilla convicción las historias de siempre como si fuera la primera vez que se cuentan.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El vuelo de los dragones / The Flight of Dragons. Año: 1982.
Dirección: Jules Bass y Arthur Rankin jr. Guión: Romeo Muller, según los libros The Flight of Dragons, de Peter Dickinson y The Dragon and the Georges, de Gordon R. Dickson. Música: Maury Laws. Intérpretes (ficha de doblaje): Francisco Sánchez (Carolinus), Teófilo Martínez (Ommandon), Conchita Núñez (Melisande), Héctor Cantolla (Sir Orrin), Estanis González (Arak), Rafael Taibo (Gorbash). Dur.: 96 min.
Creo que El vuelo de los dragones también estaba basada libremente en La torre abominable, una serie fantástica de Gordon R. Dickson, al menos en el primer volumen (creo que en España salieron dos como mínimo, en Timun Mas).
Respecto a la película..¡Sí, la recuerdo! Es de esas que se quedan flotando en la memoria por miles de detalles, como por su dibujo, los colores de los dragones y lo grotesco del diseño del mago «malo». Me quedó suficiente memoria de ella como para conseguirla años después, pero precisamente lo que más me impactó en su momento fue el final, donde la ciencia vence a la magia..Desde ese punto de vista, el bien triunfando sobre el mal nunca tuvo un regusto tan triste…y el que una niña de cinco o seis años llorara como una madgalena, aun sin llegar a entenderlo de todo, lo demuestra.
Respecto a Como entrenar a tu dragón, alguna vez me planteé en verla (solo conocía la serie de dibujos posterior, pero tampoco es de las que más me chista), después me olvidé, poco después me comentaron que la gracia principal era que los dragones se comportaban como gatos y empezó a interesarme mucho más…y después me olvidé de nuevo.
¡Qué inolvidable el enfrentamiento final entre Peter y Ommandon, gritando éste los nombres de las ciencias como si fuera un sortilegio, sí! En cuanto a ese libro que mencionas de Gordon R. Dickson, puede que sea la edición española del libro que señalan los créditos (The Dragon and the Georges).
En cuanto a «Cómo entrenar a tu dragón», los monstruos estos no se comportan como gatos, sino como perritos… Y francamente ver a un dragón que se emociona porque su amo, más o menos, le tira un palito para que juegue con él, a mí me ha resultado estomagante. Encima, la 2 tiene un pase, pero la 1 es insoportable y hay que verla para mejor entender la otra (bueno, realmente, casi ni hace falta…)
Algunos apuntes, sin animo de ofender…
Las dos entregas de «Como entrenar a tu dragón» son a cual mas entretenida.
«El vuelo de los dragones», de «espada y brujería» nada, si acaso «fantasía épica», caballero. Busque usted mismo las definiciones, busque…
No se si sabrá que Tolkien y Howard, aún compartiendo en su literatura un tipo de escenario «pseudo-medieval», no tienen nada mas que ver e incluso se les puede considerar antítesis uno de otro.
Por lo demás, una película esta maravillosa, de las mas y mejor recordadas de mi infancia.
Al contrario, Juan, de lo más oportuna su rectificación porque tienes toda la razón. «El vuelo de los dragones» no es Espada y Brujería sino Fantasía Heroica, géneros que pueden coincidir en «decorado» pero no en atmósfera ni en intención. Howard y Tolkien, en efecto, son antagónicos. Repasé con apresuramiento notas escritas en otro tiempo (de confusión, claro) y me concentré antes que nada en la revisión del comentario de la película. Agradeciéndole de nuevo la observación, acabo de editar la entrada rectificando el error.
Y la película, maravillosa, sí: hasta el doblaje (única versión que conozco) es estupendo. Sobre las dos entregas de «Cómo entrenar…» ya no estamos de acuerdo. Aun así, reconozco que la segunda parte, con el personaje de Drago, mejora. Pero el resto, del conflicto padre-hijo a los personajes de los otros vikingos adolescentes, pasando por el planteamiento argumental, no me entra nada.
Yo la disfruté cuando la vi en televisión allá en los 80, pero apenas soy capaz de retener algunas escenas (la reseña me ha hecho recordar alguna más: muchas gracias). El doblaje era hispanoamericano y sospecho que diferente al que se refiere en la ficha técnica. Habrá que buscarla.
Ese era el objeto de esta reseña: agitar la memoria sobre un film modesto y poco conocido, pero para mí entrañable por la misma razón que para ti, por las emisiones televisivas en que lo descubrí. No he escuchado ese doblaje hispanoamericano, pero claro, el mío es el español de la época, estupendo. En cuanto a escenas, seguro que la que más recuerdas es el final en que el héroe derrota al villano «lanzándole» como puñales los nombres de todas las disciplinas científicas que destruyen el reinado de la superstición que tanto conviene al Mal.
Efectivamente, era esa la escena que mejor recordaba. O, por lo menos, aquella que me hacia pensar que aquella película había tenido mas significado que el de una mera aventurilla de dragones y mazmorras….
Que grande! Muy impresionado con este análisis. A mí esta peli me flipo en su día (llevo un rato buscándola en internet) y tb recuerdo unos cómics de Paul Bunyan y Johnny Manzana…. Que cosas…..
¡Muchas gracias! Yo esta película la perseguí durante mucho tiempo: la vi por primera vez en un video comunitario que, por breve espacio, disfrutamos en mi casa, cuando era niño. Luego apareció en vhs y más tarde en dvd. No creo que sea muy difícil de encontrar. ¡Suerte!
¡Oh, qué bienvenida reseña! Yo vi esta película acá en mi país (Chile) durante los ochenta, en plena infancia soñadora, y me impactó absolutamente: jamás he dejado de recordarla, y en su momento la crisis del protagonista (el dilema de optar inevitablemente por la magia o por la ciencia, descartando a su opuesto en el proceso) me indujo a una pequeña crisis semejante, ya que estaba por entonces despertando al mundo de la lógica gracias a Sherlock Holmes y a la lectura en general. Sobre todo la música fue inolvidable, porque me lanzaba hacia una especie de fantasía medieval que era, en el fondo, un símbolo del refugio imaginario, hogareño y pacificador que la infancia representa para todo hombre. Creo que en ese plano, el simbólico, pocas ficciones animadas son tan serias bajo apariencias de mero entretenimiento, como esta película. Desde que vi esta película, con diez años o muy poco más, nunca he dejado de buscar la manera de «cuadrar el círculo» y conciliar la disyuntiva del protagonista: aceptar la lógica de los hechos y la evidencia de la realidad, pero proteger la fe en que aun con esto la «magia» (lo imprevisto, lo sorprendente) es todavía posible, y que todavía «vuelen los dragones». De hecho, esto me recuerda una anécdota de uno de mis compositores clásicos favoritos, el finés Jean Sibelius, que sacó un enorme caudal de inspiración desde la naturaleza de su país, y se retiró a una granja aislada por treinta años sin componer nada más. Cuando era una nonagenario y faltaba muy poco para su muerte, salió un día a caminar con unos amigos por los bosques vecinos y una bandada de grullas, ave que le fascinaba, pasó volando encima de ellos; una de las grullas inesperadamente abandonó la bandada, voló hacia ellos, hizo un par de círculos encima del compositor y sus amigos y luego regresó con las demás aves para seguir su viaje. Sibelius exclamó extasiado: «Ah, las aves de mi juventud». Creo que los dragones de la película son uno poco «las grullas de Sibelius» para mí, es decir, el símbolo de algo inmortal que se admiró en la infancia, que recorre toda la vida y aun al final de ésta seguiremos mirando con asombrados ojos de niño. Es la más auténtica magia, esa que existe en nuestro mundo pese a cualquier mago rojo.
Muy bonitas palabras, entre la nostalgia y la reflexión (la primera suele inspirar las más bellas reflexiones, cierto), que hacen honor a la bella cualidad que posee esta película, no sé si infravalorada sino poco conocida, puesto que no conozco a nadie que la conozca y no la ame o, cuando menos, sienta un irresistible cariño por ella. El artículo tiene ya su tiempo, pero tu comentario ha hecho que vuelva a recordar esta película y me entren ganas de revisarla. ¡Muchas gracias!
La vi de adolescente y me marcó. A día de hoy me sigue encantando y la veo de vez en cuando. La melodía de la flauta se me quedó grabada a fuego en la memoria.
Yo también la vi a esas edades, cuando además para mí los dibujos animados se reducían a Walt Disney, y también me impactó. Luego pasaron muchos años hasta que tuve ocasión de recuperarla. Llegué a creer que era una película «fantasma», ya que no encontraba ni siquiera noticias de ella (no había internet, claro). Por fortuna, ahora puedo disfrutar de ella cuando quiera, aunque todavía está pendiente una edición en bluray digna de su calidad.
Siempre miraba esta película en las navidades, fascinado por los dragones, el ambiente de suspenso que generaba cada etapa de avance del grupo, acompañado de la música.
Hasta la fecha espero que un dia algun director tome esta película y la realice con la tecnológia actual, seria formidable ver esos dragones de la versión de dibujos animados, en un formato digital y realista.
Lastima que el señor de los anillos tiene una temática similar y quizás ese sea un contra para que este pelicula se realice.
Hola, Hugo. Desde que escribí el artículo he descubierto alguna cosa más: por ejemplo, que la novela de Gordon R. Dickson en que se basa la trama novelesca tiene edición en español, titulada «La torre abominable», y que forma parte de una serie. Por tanto, ahí están los derechos que deberían adquirir los interesados por adaptar de nuevo la historia. Eso sí, no me cuento entre ellos. La versión animada ya me parece irrepetible, como para que tenga que competir con una película ante la que corremos el riesgo de que se haga, como bien dices, para parecerse todo lo posible a «El Señor de los Anillos» y demás éxitos. Que cada obra mantenga su personalidad propia, por tanto. Un abrazo y gracias por tu comentario.