El oro cuyos sucesivos robos desencadenan una terrible maldición, el guerrero que se vuelve invulnerable al bañarse en la sangre de un dragón salvo en el pequeño rincón de la espalda donde una hoja de tilo interrumpió el baño, la valquiria rescatada con engaños por un héroe con la apariencia de otro, las dos cuñadas que se odian hasta el salvajismo y desatan una matanza entre sus parientes masculinos… Son elementos de una historia que a unos hace evocar viejos cantares medievales como el de los Nibelungos; a otros, melómanos, una monumental tetralogía de Wagner; a otros, un clásico del cine expresionista alemán y, en fin, a unos cuantos más, ciertas obras maestras del cómic de superhéroes. Es el prototípico y fascinante caso de un magma mítico y narrativo surgido en los albores de la literatura nacional europea, y que en realidad lo que hizo fue sellar por escrito una tradición oral previa y considerablemente transformada, una tradición surgida en ese inconcreto momento en que se tropezaron el paganismo y el cristianismo. La materialización literaria de esa leyenda nos ha llegado a través de diversas fuentes. Las esenciales son: el conjunto de poemas islandeses agrupados bajo el nombre de Edda Mayor, el poema épico alemán conocido como el Cantar de los Nibelungos y la también islandesa Saga de los Volsungos. A ellas hay que añadir la muy personal síntesis que de todo ello hizo el compositor Richard Wagner en la tetralogía conocida como El anillo del nibelungo.
Hay que tener, en cuenta, por lo tanto, que las fuentes escritas de que disponemos para conformar la leyenda que nos ocupa son, lógicamente, muy posteriores al momento de su formulación oral. En el nacimiento de la leyenda confluyen elementos mitológicos e históricos cuyo origen se encuentra en ese crisol de pueblos que fue lo que los romanos llamaron Germania y que rebasa las fronteras de la actual Alemania puesto que debe incluir ambas orillas del mar Báltico, si bien fueron los pueblos más meridionales los que se tropezaron con los romanos y así entraron en la historia. Cuanto más al norte radica la fuente, el sustrato mitológico domina la leyenda; cuanto más al sur, la leyenda se cristianiza, y es así que en el Cantar de los Nibelungos es parte central de su dramaturgia.
El magma histórico que late por debajo de la historia que nos ocupa parece remontarse a ese convulso periodo que abarca el final de la Edad Antigua y el inicio de la Media, en torno a los siglos V y VI. Hablamos de la furiosa irrupción de los hunos, procedentes de Asia, en Europa, con el consiguiente desplazamiento de pueblos y fronteras, lo cual supuso además una aceleración en la descomposición del ya decadente imperio romano. Según los expertos, el episodio que da origen a la leyenda de los nibelungos es la muerte de Gundahario, fundador del reino burgundio en la orilla izquierda del Rin (con capital en la ciudad de Worms), en batalla en 436 contra Atila. Gundahario se convertiría en el infeliz rey que se llama Gunther en los Nibelungos y Gunnar en los Volsungos. La leyenda también recoge el final de Atila —Etzel en las fuentes alemanas, Atli en las nórdicas—, el cual murió en 453 (después de interrumpir de modo famosamente enigmático su campaña en Italia, tras la entrevista con el papa León I) durante la noche de sus esponsales con la joven goda Ildico, completamente embriagado y ahogado por su propia sangre, pues padecía de recurrentes hemorragias nasales. El ambiguo papel que se atribuyó a Ildico se corresponde con el que ejecuta la terrible Krimilda-Gudrun en la leyenda. Ahora bien, el personaje que cataliza el enfrentamiento entre todos estos de vaga reminiscencia histórica sería el invulnerable héroe conocido como Sigfrido o Sigurd, encarnación del fatalismo germánico que es el factor dramático que hace tan inolvidable el mito.
La primera cristalización de esta historia se encuentra en un conjunto de poemas agrupados en la llamada Edda Mayor y que fueron redactados en un periodo comprendido entre los siglos IX y XII. En general, se agrupan en dos grandes núcleos. Uno de ellos, el mitológico, contiene la principal exposición del fascinante panteón de los dioses nórdicos. El otro, el llamado épico, sin duda tiene un trasfondo más antiguo, pues es el que recoge esa trasposición de hechos históricos transmutados por el tiempo y el trasvase oral. De ellos, diez cantos forman la leyenda de Sigurd, si bien no todos, en realidad, se corresponden con este héroe, sino con otros ciclos. Sin embargo, más tarde serían reformulados en prosa por un autor anónimo que así intentó fundirlos en un relato coherente, o sea, una saga, la de los Volsungos. En cualquier caso, también los cantos de la Edda —término que significa «bisabuela», sin que se sepa el motivo de que se aplique a estas recopilaciones— tienen numerosas intercalaciones en prosa, incluidas por un prosista para resumir unos versos en muchas ocasiones demasiado oscuros.
La Saga de los Volsungos pertenece al rico conjunto de sagas —el término procede del verbo islandés sagen (=contar), lo cual subraya su significado de relato de origen oral— de la literatura islandesa medieval. Escrita en la corte del rey noruego Hakon el Viejo (1217-1263) como parte de un programa de este soberano para preservar el abundante material poético escandinavo que comenzaba a perderse, su composición parece datarse a mediados del siglo XIII. Es posterior, por lo tanto, al Cantar de los Nibelungos, la otra gran versión de la misma historia (datado en los inicios del siglo), pero si hablamos de ella antes es porque su contenido, sin duda, se corresponde con una versión más primitiva: por ejemplo, no hay rastro en ella, como sí sucede en la obra alemana, del cristianismo. El autor, como señalaba antes, intenta dar un orden y una unidad a una historia de origen disperso, sin poder evitar el acabar cometiendo determinadas incoherencias, que aun así poseen la belleza sugestiva de lo trunco.
La saga se remonta, de entrada, al mismo Odín, de quien descienden todos los volsungos, cuyas ambiguas apariciones —siempre disfrazado de anciano vagabundo, pero reconocible por su ojo tuerto— puntean la trama y con quien concluye además el cantar, ayudando a dar fin a la dinastía como reconociendo que solo dolor ha traído su paso por la tierra. El nombre de la familia procede de Volsung, rey del país de los hunos (sin nada que ver con los históricos, aquí se refiere al territorio situado al sur del mar Báltico), cuya violenta muerte a traición por parte de su yerno Siggeir, rey de los gautas —la primera de las varias emboscadas familiares que jalonan tan sangrienta saga—, da comienzo verdadero a la historia. El hijo de Volsung es Sigmund, que morirá en una batalla tras que el propio Odín le haga frente destruyendo la formidable espada que él mismo le había otorgado muchos años atrás. La esposa de Sigmund huye embarazada de un hijo destinado a ser más formidable que el padre: Sigurd. Educado en la corte danesa, al alcanzar la edad adulta, el muchacho es inducido por su tutor, Regin, a ir en busca de riquezas propias que le devuelvan su verdadero rango.
Aquí el autor —recuérdese: su labor principal es la fusión de historias de diverso origen— enlaza con el mito que luego Wagner hará tan célebre: la maldición del oro del Rin (aunque aquí este río no es mencionado). La historia es como sigue: tres de los dioses nórdicos, Odín, Loki y Hoenir, matan una nutria en el río, ignorando que es el hijo transformado de Hreidmar, el anfitrión que los acoge como huéspedes esa noche, antes de saber nada de lo que han hecho. Los dioses han de pagar el precio de la sangre (tan fundamental en todo el mundo germánico), para lo cual Loki, el dios de los engaños, arrebata su oro al enano Andvari: éste es quien lanza la maldición contra cualquiera que posea su tesoro perdido. El primer efecto de aquélla es que Fafnir, el hijo mayor de Hreidmar, mata al padre, se apodera del tesoro y se convierte en serpiente (en Los Nibelungos, dragón) para mejor custodiarlo. El hermano menor es precisamente Regin, quien espera recuperarlo gracias a su pupilo Sigurd. El resultado es conocido: Regin, gran maestro herrero, forja una espada invencible, Gram, con los restos de la de Sigmund; Sigurd mata con ella a la serpiente y al probar accidentalmente su sangre descubre que posee la facultad de entender el lenguaje de los pájaros, que lo advierten de la doblez de Regin. Sigurd lo mata y se apodera del tesoro.
La mitología vuelve a trabarse con la historia a partir de aquí. La desgracia de Sigurd, maldito también al apoderarse del oro, lo asocia con dos mujeres, terribles ambas, que se disputan su amor. La primera, Brynhildr (o Brunilda), es una valquiria a quien Odín despojó de su condición por no favorecer en la batalla al maduro guerrero que él había designado sino a otro más joven: indirecta y bonita forma de dibujar la sensualidad como el rasgo fundamental del personaje. Odín le otorga el mismo castigo que otro dios terrible —el Yavé del Antiguo Testamento— impuso a los seres de su creación que osaron contravenir sus indicaciones: abandonar el invulnerable edén, convertirse en humanos. En el caso de Brunilda, casarse y tener hijos. Sólo que ella se impondrá una condición: solo aceptará al hombre que no le tenga miedo, y ese solo puede ser Sigurd, capaz de superar la prueba del casi inaccesible acceso a la mujer, en lo alto de una montaña protegida por un anillo de escudos que deslumbran como soles.
Prometidos en matrimonio, sin embargo, y sin que se sepa por qué —¿el fatalismo que envuelve toda la saga? ¿la incoherencia que el autor se ve incapaz de superar en su combinación de fuentes?—, antes de casarse Sigurd prosigue sus aventuras y llega a la corte de los gjiukungos, nombre derivado de su rey Gjuki: en una de las partes de la Edda, éstos habían recibido el nombre de niflungos, ya más familiar a nuestros oídos. Éste tiene tres hijos, su heredero Gunnar, el noble Hogni (en el Cantar de los Nibelungos, y en Wagner, el inmortal Hagen, sin ningún vínculo familiar con aquellos) y el benjamín Guttorm, más una hija de enorme belleza, Gudrun. La madre de la joven, que es bruja, hace ingerir a Sigurd una pócima de olvido para que así se enamore y case con su hija. El destino corre implacable: la madre-bruja, al oír hablar de Brunilda, decide que es la esposa que precisa su hijo Gunnar. Ahora bien, será Sigurd, bajo los rasgos del primero, y sin recordar sus actos anteriores, quien supere la prueba de la valquiria y consiga su mano. Un día en que las dos cuñadas disputan acerca de la importancia de los maridos, la airada Gudrun refiere, para su desdicha, el papel de su esposo en el matrimonio de su rival. El odio de ésta, sin límite, llevará a instigar el asesinato de Sigurd —que aquí no es invulnerable como en Los Nibelungos— y a levantar así una red de venganzas. Es entonces cuando entra en escena Atli, el rey que se convierte en el segundo esposo de Gudrun, y que, envidioso del tesoro que sus cuñados arrebataron a Sigurd, los atrae a su corte para intentar obtenerlo por la fuerza. Sólo conseguirá la muerte de ambos y la suya propia a manos de la vengativa Gudrun. Y la saga no concluirá hasta la extinción de todos los descendientes de la mujer…
La obligadamente breve recensión ya puede dar una idea de los ríos de sangre que se derraman a lo largo de la obra. Sin embargo, el horror no emana de esa violencia —el contexto al que se corresponde la obra era familiar para autor y lector: algo aceptado como natural—, sino del alucinatorio ambiente de barbarie y salvajismo, que sin duda debió de haber hecho las delicias de un Robert E. Howard, el autor de Conan.
En ese escenario no se filtra la menor brizna de compasión cristiana. Los hombres y mujeres (éstas son peores que ellos) viven en un mundo duro y sangriento, lo cual les hace duros y sangrientos: igual que ellos se comportan con implacable crueldad, no esperan recibir el menor cuartel y aceptan su suerte y su destino sin vacilación, aun sabiendo de antemano lo que les espera. Cualquier agravio violento sólo puede ser reparado con la muerte de los agraviadores, por mucho que eso rompa familias y destruya el hogar propio: hasta los hijos son sacrificados sin la menor duda. La terrible Gudrun venga la muerte de sus hermanos por Atli matando a los hijos pequeños de éste —¿y suyos? El texto no lo aclara, pero no sería la primera vez que alguno de sus personajes lo hace— y sirviéndoselos como cena. Que aquellos hermanos a su vez hubieran sido los culpables de la muerte de su amado Sigurd no frena en nada su mano: estamos en un mundo de culpas impenetrables y de enigmáticos anhelos de venganza.
De todos modos, no es la mano de los hombres la que actúa. En ese mundo todavía mítico no existe el libre albedrío, pues los seres humanos son víctimas del juego de unos dioses, que parecen actuar por puro capricho. ¿Por qué Odín clava una espada en el tronco de un árbol —la reminiscencia con la artúrica Excalibur es obvia— que sólo el elegido Sigmund puede extraer, para muchos años después enfrentarse a él en una batalla en la que, en principio, nada le implica y destruir su hoja? ¿Por qué se encarga él mismo, en el capítulo final de la obra, de asegurarse de que los hijos de Gudrun, nuevamente lanzados por su madre en pos de otra venganza, mueran y la estirpe perezca para siempre?
Por ello, aunque los sueños juegan un papel fundamental en la historia, no es para servir de advertencia, sino para convencer a todos sus protagonistas de que la vida es una corriente contra la cual no se puede luchar: el conocimiento no ayuda a corregir el rumbo, sino a aceptar con mayor valor el destino del que no hay escapatoria.
El mismo autor no ahorra sufrimientos a sus personajes. Un ejemplo es la muerte final de Gunnar en el pozo de serpientes al que lo ha arrojado Atli: si en un primer momento consigue domar a los reptiles con su música, una culebra resiste el canto, se introduce por su nariz y llega así hasta su corazón, que devora. Por otra parte, decir que el cristianismo es ajeno a esta saga parece precipitado: ¿no parece este episodio una burla o parodia del muy similar que, en el Antiguo Testamento, sitúa a Daniel en el pozo de los leones del rey de Babilonia?
Es así que el gran protagonista real de la saga es su poderoso sentido del fatalismo. No es atributo único de esta saga, cierto, sino elemento común a todas las mitologías del mundo, que en realidad surgieron como explicación de la profunda vulnerabilidad del ser humano ante un cosmos que no comprende. Pero en la historia de los volsungos ese aroma fatalista ya adquiere la textura de una telaraña que atrapa a sus criaturas antes de que estas siquiera soñaran con lo que puede ser la libertad. En buena medida, hay que decirlo, se debe a las constantes repeticiones que provoca la suma de partes que emprende el autor: hay más de una emboscada familiar como la de Atli, hay más de una esposa vengadora capaz de sacrificar incluso a sus hijos, hay más de una mujer con sentido de la profecía. A este respecto, quizá lo más estremecedor sea el que la misma valquiria Brunilda ya había profetizado todo a la misma Gudrun mucho antes de que sucediera, cuando ésta va a ver a la primera, atraída precisamente por su fama, y la valquiria le indica que se casará con Sigurd (el hombre con el que ella, en ese momento, está prometida), matrimonio que sólo acarreará desgracias.
Sobre todos los capítulos destaca el inmortal capítulo XXXI, que trata precisamente sobre el dolor sin límite que siente Brunilda cuando Gudrun le hace conocer lo que ella entiende como traición de su amado. El mismo Sigurd acude a intentar convencerla de que lo olvide todo y acepte lo sucedido. Los amargos lamentos de la mujer (pocas expresiones literarias saben transmitir mejor la frustración que provoca la traición en alguien que hasta entonces no ha conocido la doblez) contrastan con la firme aceptación por parte de Sigurd de su destino. La belleza fatalista de sus palabras es inolvidable, pues entonces es cuando él mismo cuenta algo de lo que hasta entonces nada se había dicho al lector: el dolor que él mismo sintió cuando, después de haber consumado su papel sustituyendo a Gunnar, se disipó el efecto de la poción de la bruja y recordó que Brunilda era su verdadera amada. Igual belleza posee su lamento póstumo —en esta saga raro es el personaje que muere de modo instantáneo y no tiene tiempo para legar unas palabras a la posteridad— tras ser herido mortalmente por su cuñado Guttorm: el dolor por lo que ya no podrá ser, por lo que todos pierden con su muerte, por el triste y sangriento hado del que su muerte solo es un mero prólogo.
Comienzo aquí una serie de comentarios sobre el apasionante devenir de la leyenda de los nibelungos, que dividiré en cuatro entregas: la primera dedicada a las fuentes nórdicas (poemas éddicos y saga de los Volsungos); la segunda al cantar germánico de los Nibelungos; la tercera a la tetralogía que compuso Wagner sobre el tema; y la cuarta a la genial película de Fritz Lang, que fue la que provocó mi fascinación sobre esta historia. De acuerdo con el principio de diversidad temática que guía este blog, iré alternando las sucesivas entregas con otros comentarios, para no cansar a quien no sienta especial interés por este ámbito que agrupo bajo la etiqueta «Edad Media soñada» y que a mí, licenciado en historia medieval, tanto me atrae.
Una maravilla tus artículos sobre los nibelungos. Tan solo faltaria comentar la versión teatral de un alemán que nació el mismo año que Wagner, pero que murió veinte antes que años. Se trata de la trilogía de Friedrich Hebbel «Los nibelungos», que ahonda en el cantar y que probablemente conoció tanto Wagner como Fritz Lang. Existe edición castellana, pero está agotada.
Aprovecho para pedirte permito y «rebloguear» estos artículos nibelúnicos para mi blog wageriano. Sería todo un honor. Lógicamente, aparecería tu nombre.
Muchas gracias
Regí
No conocía esa trilogía de Hebbel, pero por supuesto voy a buscar rápida información. En cuanto a tu petición, claro que puedes rebloguear mis artículos sobre los nibelungos, y gracias por la difusión que así puedan alcanzar.
Un abrazo.
Pues muchas gracias. Si te enteras de algo de la trilogia de Hebbel, haz el favor de decírmelo. En Valencia no está ni en las bibliotecas. En su épova tuvo mucho éxito en Alemania y se vendía como rosquillas. Tengo entendido que es la versión teatralizada del «Nibelungenlied» y segura que será de lectura más amena. Como a ti, lo que más me gusta es la peli de Lang, una preciosidad, sobre todo la primera parte. La sehuda la veo más floja.
Un abrazo.
Regí
Muy bien, desde luego te informo si descubro alguna forma de acceder a esa versión.
Reblogueó esto en El Cavaller del Cigney comentado:
Uno de mis blog favoritos es este que «reblogueo» ahora. José Miguel hace un excelente trabajo sobre libro, películas y cómics. En el caso que nos ocupa ha tratado el tema nibelungo en cuatro entregas de manera envidiable. Aprovecho para felicitarle y aconsejaros que visitési su blog. Pasaréis un buen rato.