La India milenaria, un sueño occidental

Los templos indios y sus rostros en las paredesLo sé. Como profesor de geografía e historia, a la hora de pensar en la India, ante todo tendrían que venírseme a la cabeza su renta per cápita, las claves de su condición de potencia emergente o las tensiones sociales que provoca la pervivencia de su sistema de castas. Pero no: para mí la palabra India evoca ante todo un puñado de imágenes que he recibido del cine y de la literatura, de la ficción europea, en suma. Supongo que, diría Edward Said, padezco un caso incurable de orientalismo en su vertiente india. Pero es escuchar esa palabra y echarme la mano al cuello por si está acechándome por detrás un miembro de los thugs, esa terrible secta de estranguladores a la que se enfrentó Sandokán; o contemplar cómo se eleva por encima de la jungla un templo cuyos sillares forman rostros de piedra sobre sus muros; o estremecerme ante un siniestro faquir cuya mano agarrotó años ha para servir de recipiente, a modo de maceta, a una planta; o soñar con sensuales bayaderas que danzan ante una diosa ceñuda con seis brazos que desprende una ominosa sensación de muerte; o sentir con sudor frío el sinuoso reptar de la cobra sobre el sueloo del bungalow; o seguir con emoción, desde el hauda instalado sobre la grupa de un elefante, la caza del tigre devorador de hombres…

Ese sueño occidental, por supuesto, está trabado sobre la dominación británica de la India, que comenzó en el siglo XVIII, en competencia con Francia, y bajo las manos privadas de la Compañía de las Indias Orientales, hasta que en 1857 la revuelta de los cipayos llevó a las autoridades de Londres a asumir personalmente el gobierno de la colonia. En pocos años, ésta se había transformado en el Raj, la Joya de la Corona, hasta tal punto preciada que el primer ministro Benjamin Disraeli hizo coronar a la reina Victoria como emperatriz de la India. Los ingleses impusieron un sistema mixto combinando el dominio directo con el mantenimiento de los gobiernos locales de los príncipes de diferentes y etnias, a cuyo lado, eso sí, mantenían «consejeros» blancos, y buena parte de las ficciones europeas parten de este peculiar statu quo político.

La India entra en el imaginario occidental, es evidente, de la mano de los grandes escritores europeos de novelas de aventuras, esto es, encasillados en literatura «juvenil». No voy a hablar aquí por tanto de la obra de escritores tildados como «serios». No entrecomillo por ironía, sino para simplificar —cito, por ejemplo, un caso tan espléndido como el de E. M. Forster y su Pasaje para la India—, pues ya se corresponden con otro tipo de perspectiva que ahora no viene al caso.

Edición inglesa de El libro de la selvaEs evidente que el nombre fundamental en la literatura sobre la India, sea o no de aventuras, es y será siempre el de Rudyard Kipling, escritor inglés que nació allí, concretamente en Bombay, donde su padre era director de la Escuela de Artes y Oficios, en 1865. Kipling pasó su primera infancia en la India, y de hecho el idioma hindi, que le enseñaron los fieles sirvientes que cuidaban de él, fue para él tan materno como el inglés. Después de sus años de educación en la metrópoli, el futuro escritor regresó a la India en 1882, con 17 años, iniciando su carrera profesional en letras como periodista en la Gaceta civil y militar de Lahore, lugar donde su padre era ahora director del museo. Allí publicará sus primeros cuentos, que no tardaron en ir haciéndole un nombre. Se convertiría en uno de los escritores más populares de su tiempo, como da fe el hecho de que, todavía hoy, es el más joven ganador del Premio Nobel de Literatura, que obtuvo en 1907, a los 42 años.

Sobre Rudyard Kipling siempre han pesado dos injustas reducciones. Por un lado, su consideración —al igual que todos sus compañeros de género— como un escritor para niños o jóvenes (la inmensa mayoría lo asocia a una de sus obras más populares, El libro de la selva… muchos sin haberla leído, sólo por la asociación con la película de Disney), y ello pese a la ardorosa defensa que de la complejidad y estilo de su prosa hicieron escritores tan bien considerados como Borges. Por otro lado, los rígidos guardianes de las esencias ideológicas en la cultura se han empeñado en marcarle bajo la etiqueta de escritor colonialista, sin atender a ningún matiz, algo especialmente injusto en un autor cuya obra siempre se caracterizó por la riqueza de matices.

Es cierto: Kipling defendió siempre la misión del occidental, y en concreto el británico, en los rincones del mundo donde se sintió llamado por eso que él llamó, en un poema tan célebre como criticado, la carga del hombre blanco. Pero eso no quiere decir que no comprendiera el terrible impacto que provoca en el europeo que se cree civilizado —y por tanto, superior: y aquí Kipling sí es plenamente crítico con quienes se conducían en la India con semejante pretensión— la inesperada sutilidad de un mundo que sin duda el occidental cree más simple pero que acaba devorándolo literalmente: no son pocos los cuentos de Kipling en los que los protagonistas acaban destrozados, física o moralmente (de modo frecuente de ambas maneras), perdidos en el terrible e indescifrable magma socio-moral que ellos creían primitivo e inferior. El clima poco saludable, las creencias que a menudo considera aberrantes, la fatiga vital provocada por un servicio que quizá ha podido atraer en un principio por sus componentes exóticos pero que termina por revelar en un momento u otro el carácter alienante que posee toda rutina, y más si se desarrolla en un medio que acaba considerándose hostil, los peligros de un medio en el que no puede bajarse nunca la guardia: todos ellos conforman los elementos que acaban minando la resistencia del hombre blanco.

El hombre que pudo reinar, John Huston adapta a KiplingLeyendo a Kipling da la sensación de que nunca dejó de considerar la India como un enorme monstruo, a la vez muy abstracto y demasiado concreto, con múltiples ojos que nunca dejan de escrutar al europeo, buscando un resquicio por donde traspasar sus barreras protectoras. Un buen ejemplo de esto es el conocido relato El hombre que pudo reinar (1888). El par de pícaros, veteranos del ejército inglés, que busca, y encuentra, un presunto paraíso indígena virgen de la ocupación blanca, con el objeto de entronizarse en él, acabarán destrozados, perdiendo la vida o la cordura… justo cuando creían haber triunfado al convertirse uno de ellos en rey, al ser tomado por heredero del mismísimo Alejandro Magno, el último hombre blanco que había venido desde fuera.

Esa es la clave de la mirada que efectúa Kipling sobre la India: la reflexión sobre la otredad. Reflexión que es probable que encuentre en su maravillosa novela Kim (1901) la culminación de toda su literatura. Trabada de muy evidentes evocaciones autobiográficas, Kim narra el viaje físico y a la vez espiritual que realiza el pequeño que da título a la obra, un joven mestizo anglo-indio, es decir, alguien atrapado entre los dos mundos, acompañando a un bondadoso lama que va en busca del simbólico Río de la Flecha, río que según las enseñanzas budistas brotó en el lugar donde el mismo Siddharta lanzó un dardo y que tiene la virtud de curar todo pecado a quien se lava en sus aguas. La complejidad que posee Kim es tal, en todos los órdenes —del dramático al psicológico, del retrato de esa contradictoria India que el autor conocía tan bien a su condición de parábola sobre la humanidad en general, terminando por el conjunto de géneros que Kipling entrecruza en su curso (la aventura, la intriga, el costumbrismo, el drama…)— que tengo pendiente una entrada para ella sola. Baste apuntar, tan solo, que me parece una de las obras culminantes de la literatura de todos los tiempos.

El otro gran escritor europeo del género que hizo de la India el escenario de buena parte de sus ficciones fue el gran Emilio Salgari. No se pueden imaginar dos autores más opuestos, tanto en vida como en obra. Si Borges señaló que Kipling era «el único autor que escribía con todo el diccionario», Salgari rara vez tuvo tiempo de pulir un estilo: su obra, vastísima, lo obligó a escribir sin parar, sometido a un contrato leonino que hizo millonarios a sus editores y que a él acabó conduciéndolo al suicidio, angustiado por sus problemas familiares. En Kipling siempre hay tiempo para la reflexión, que surge con extraordinaria armonía incluso en medio del relato más pródigo en acontecimientos; en Salgari, solo hay espacio para la prisa por contar (¡pero qué capacidad para contar!). En fin, Kipling es de estos autores del género que conocieron de primera mano las lejanas tierras donde luego situaron a sus personajes; Salgari, pese a la leyenda que él mismo difundió acerca de sí mismo, fue, como Julio Verne, un aventurero de gabinete, que documentaba su minucioso aluvión de datos en enciclopedias al alcance de cualquiera. Al alcance de cualquiera la información, quiero decir: la sugestiva habilidad para hacer uso de ella como si él mismo fuera su propia fuente es lo que está al alcance de unos pocos.

Los misterios de la jungla negra, de Emilio SalgariSalgari ubicó muchas de sus mejores novelas en el subcontinente indio. Como Kipling, incluso en mayor medida que él, hizo que sus héroes fueran no los colonizadores blancos, sino los indígenas. En el caso del italiano, siempre me ha parecido admirable su capacidad para ponerse siempre del lado del oprimido, de ese otro que señalaba antes, no ya sin el menor asomo de paternalismo sino dotándolo de las mismas cualidades que cualquier héroe blanco ya de sus otras novelas o del género. La ecuanimidad del autor al caracterizar sus personajes no revela sino su enorme nobleza interior: nadie como Salgari supo dar voz al ansia libertaria de verdad o, mejor aún, a la dignidad que late en el ser humano en general, tenga la raza que tenga, pero que él tan bien encarnó en asiáticos o americanos.

Es el caso de su inolvidable Tremal-Naik, el cazador de los sunderbunds, el conjunto de islas que forman la intrincada desembocadura del Ganges, que protagoniza una de las mejores novelas del autor, Los misterios de la jungla negra, que es un magnífico compendio de los atributos de esa India milenaria de la ficción: la jungla poblada de peligros; las pagodas que aparecen en mitad de la selva; las sectas tenebrosas lideradas por individuos de negro corazón pero a los que no se les puede negar un valor y una capacidad de sufrimiento indecible; la fascinación por el tigre (Tremal-Naik tiene por mascota a uno de estos felinos, Darma)…

Aunque ya habían sido revelados ante el público occidental por la novela del inglés Philip Meadows Taylor Confesiones de un thug (1839), a Salgari se debe la popularización en occidente de la secta de estos siniestros adoradores de Kali, la célebre diosa de la muerte de múltiples brazos, que llegaron a constituir un peligro de primera magnitud en la India colonial: una fraternidad de silenciosos asesinos que se cobraban sus víctimas mediante el método del estrangulamiento por la espalda con una fina pañoleta amarilla, y a los que se atribuyen decenas de miles de asesinatos. Silenciosos y múltiples como insectos, los thugs literarios fueron combatidos en las novelas de Salgari nada menos que por el tigre de la Malasia, el indómito Sandokán. El italiano unió los personajes de Los misterios de la jungla negra a la saga del pirata de Mompracem, de la que ahora se considera su primer capítulo, convirtiéndose Suyodhana, su líder, en el gran villano de la saga. La espléndida novela Los dos tigres (también conocida como Los dos rivales) es donde se sustancia el definitivo enfrentamiento.

Aventuras del capitán CorcoránA un francés, Alfred Assollant, se debe una de las más desarmantes incursiones de la literatura de aventuras en la India. Se trata de una novela muy popular en su día, aunque progresivamente olvidada (pero aun así el único título hoy conocido de su autor), titulada Aventuras maravillosas pero auténticas del capitán Corcorán (1867). A pocos años de la famosa rebelión de los cipayos, Assollant realiza una descarnada crítica del colonialismo inglés, denunciando que ellos solitos tuvieron la culpa de ese episodio cuyas matanzas de blancos provocaron la consternación de toda Europa. (Cuánto hay de crítica del imperialismo o de mera anglofobia es otra cuestión.) El protagonista acaba convertido en el soberano de un principado indio, librándolo precisamente de la rapiña inglesa, al cual intenta llevar el orden y la organización política europeos, pero sin perder de vista nunca lo absurdo de tal propósito. Corcorán, en realidad, tanto parece un superhombre —aunque su mejor arma es su mascota, una invencible tigresa llamada Louison, a la que Assollant aborda como si fuera un personaje humano— como el clásico pícaro fanfarrón pero noble y afectuoso, muy francés, que bien podría haber sido un personaje de Alejandro Dumas (y de hecho, la novela tiene esa ligereza narrativa tan propia de este autor, lo que convierte en un pequeño placer su lectura).

En fin, no puedo finalizar esta recensión de la visión que de la India han dado los grandes de la aventura sin referirme a mi entrañable Julio Verne. Si bien la única novela suya que transcurre por completo en la India, La casa de vapor, es más bien floja, este espacio no le fue indiferente al novelista bretón. Uno de los ritos indios que en occidente han difundido la imagen más salvaje del país aparece en uno de los momentos centrales de la maravillosa La vuelta al mundo en 80 días: el del sati, la inmolación de la viuda en la pira funeraria de su esposo muerto. Es así como Phileas Fogg (o mejor dicho, su criado Passepartout, mediante un notable ejemplo de arrojo personal) salva a la princesa Aouda, que luego se convertirá en la única recompensa material del flemático gentleman por haber emprendido el viaje. Por último, no debe olvidarse que la identidad del mítico capitán Nemo, tan celosamente oculta en la novela de la que es protagonista, 20.000 leguas de viaje submarino, acaba revelándose en La isla misteriosa: Nemo, en el siglo, fue un soberano indio, el príncipe Dakkar, rebelde frente a los ingleses en la famosa fecha de 1857 y desde entonces proscrito y fugitivo por todos los mares del mundo en su Nautilus, hasta esa tumba subterránea en la isla de Lincoln que es el marco geográfico de la segunda de las novelas citadas.

El cine también se ha hecho eco de múltiples aventuras indostánicas, por ejemplo todas aquellas que adoptan a los autores y novelas mencionados. Por ejemplo, una de las más célebres es precisamente la adaptación que John Huston hizo en 1975 de El hombre que pudo reinar. El resultado, por cierto, no está a la altura de Kipling —ni en su sentido narrativo ni en su penetración moral—, pero aun así la película tiene un aroma agradablemente clásico que comienza, claro, por la elección de dos actores con ese aroma de los de siempre como Sean Connery y Michael Caine.

Tres lanceros bengalíes, cartel USAVolviendo atrás, en los años 30 el Hollywood clásico había creado un subgénero bautizado como el de «aventuras coloniales», que constituye, éste sí, una celebración de la misión civilizadora del hombre blanco. El detonante fue Tres lanceros bengalíes (1935, Henry Hathaway), un film que tiene ciertos ecos de Kipling pero cuyo desarrollo no puede estar más alejado de este autor. Se trata de un canto imperialista ya sin disimulo alguno, en el que los nobles soldados británicos se enfrentan a malvadísimos rebeldes indios sin plantear en ningún momento que, tal vez, estos tengan algún motivo para no desear el sometimiento al Raj. Aunque es un film que uno recuerda con agrado de los días de infancia, su revisión provoca la mayor de las decepciones, y no ya por su carga ideológica sino por su simplicidad dramática y por carecer del necesario sentido de la aventura. En fin, su éxito dio origen a otros títulos en la misma onda, si bien en distintos escenarios coloniales: en la India transcurren varios de ellos, y muy populares, como La carga de la brigada ligera (1936), con Errol Flynn como protagonista enfrentándose otra vez a malvados indios, en una pugna que se traslada de la India nada menos que a la famosa batalla de la guerra de Crimea que sugiere el título, o Gunga Din (1939), ésta sí basada en Kipling (de modo muy ligero…), con los tres soldados protagonistas —uno de ellos nada menos que Cary Grant— enfrentándose a los mismísimos thugs.

Las adaptaciones de Kipling al cine, claro, han sido muy numerosas, pero las más famosas son las versiones de su famoso El libro de la selva. La más conocida siempre será la película de la Disney de 1967 (producción póstuma del mago de Burbank, que no llegó a verla concluida) y que aunque no figura entre lo mejor de la compañía sí es un título entrañable, que destaca sobre todo por la galería de personajes… los cuales, eso sí, responden antes a Disney que a Kipling. De entre ellos, justo es destacar al fenomenal Shere Khan, que remata de modo espléndido la galería de «grandes» tigres de la ficción, algunos de cuyos mejores ejemplares ya he ido indicando.

Sin embargo, la mejor aparición cinematográfica de la India milenaria no se debe a Hollywood, sino curiosamente al cine alemán. Se trata del formidable díptico formado por las películas El tigre de Esnapur y La tumba india, dirigidas en 1959 por el genial Fritz Lang, en el trabajo que suponía su regreso a Alemania después de su exilio con la llegada del nazismo un cuarto de siglo atrás. Ambas películas en realidad son una sola distribuida en dos partes para su mejor comercialización, que deben verse sin pausa una después de la otra. Su origen es una novela de sabor pulp escrita por Thea von Harbou, la esposa de Lang y guionista de sus películas durante el periodo mudo (por ejemplo, a ella pertenece el libreto, y la espléndida novela que lo complementa, de Metrópolis), que ya había sido llevada una vez al cine, también en dos entregas, en 1921, por Joe May, bajo guión de la pareja.

La bailarina Seeta, o sea, Debra Paget, en El tigre de EsnapurEl tigre de Esnapur —así cito el díptico desde ahora, para ahorrar espacio— es, sin la menor duda, tanto el símbolo eminente como su culminación de este orientalismo indio que vengo registrando en el presente comentario. El conjunto de elementos que componen el argumento, y su inolvidable plasmación visual, diríanse nacidos del sueño de un admirador irredento de todo lo indio, de un firme degustador de Kipling, pero sobre todo de Salgari, no en vano el libreto habría podido perfectamente haberse inspirado en el italiano. La historia comienza con la llegada de un arquitecto alemán, Harald Berger, al principado de Esnapur, reclamado por su maharajá, Chandra, para realizar un conjunto de construcciones que traigan la modernidad al lugar. Sin embargo, Berger se enamora perdidamente de una joven y bellísima bailarina, Seetha, en quien también ha puesto sus ojos el ardiente soberano, lo cual enfrentará a ambos hombres en una contienda a la que se añaden intrigas palaciegas, fanatismos religiosos y una contraposición entre los dos mundos de admirable riqueza y densidad dramáticas (aquí es donde aparece Kipling). Por cierto, a la vista de la deslumbradora belleza de Debra Paget (cuidado, magnífica también como actriz: hubo un tiempo en que ambas dimensiones no estaban reñidas), no cuesta trabajo entender la progresiva espiral de odio en que incurre el al principio sereno y fatalista Chandra. Las dos escenas de danza ante la diosa Shiva son momentos culminantes del onirismo/erotismo cinematográficos.

En manos de ese narrador puro que fue Lang, cineasta romántico por excelencia y que siempre tuvo una enorme debilidad por las intrigas aventureras, El tigre de Esnapur alcanza la categoría no ya de obra maestra sino de irresistible y fascinante perla, al mismo tiempo de pura diafanidad y de subterránea complejidad, a la medida de ese intrincado conjunto de pasadizos que conforman el subsuelo del principado y donde tienen lugar muchas de las escenas más imborrables del film. De hecho, la película traza un laberinto de intrigas, sentimientos, oposiciones y simbolismos que parece situarse en misteriosa conjunción con los más destacados ejemplares de la aventura india que hemos ido viendo. Lang apura a fondo el juego de contrastes como elemento narrativo y dramático, como bien simboliza el doble intercambio de frases que, en distintos momentos del film, cruzan los dos apasionados antagonistas. Al llegar a Esnapur, y al hablar de las diferencias entre sus dos mundos, Chandra le dice a Berger: «¿Qué es el tiempo frente al aliento del mundo?», a lo que el arquitecto replica que él cuenta en horas. Mucho más tarde, el maharajá, devorado por los celos y el odio, mientras ordena la persecución de los dos enamorados, exclamará que por primera vez experimenta la sensación europea de la prisa. ¿Cómo no entender al pobre príncipe en su desalentador descubrimiento de que el contacto entre perspectivas diferentes es lo que enriquece la vida y el arte? Las ficciones sobre la India bien lo supieron expresar y ahí radica la clave de su inmarchitable atractivo.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a La India milenaria, un sueño occidental

  1. Renaissance dijo:

    Casi no me acordaba de Salgari. Probablemente porque lo leí no como literatura juvenil de aventuras, sino en un tomo bastante extenso donde recopilaban un par de aventuras de Sandokan. Efectivamente, la suya es un escenario exótico, de aventuras y sin tiempo para la reflexión. Aunque se sigue notando su capacidad como narrador, donde lo realmente importante es la aventura no tanto como el trasfondo.

    • Hay pocos narradores como Salgari, que te metan con tanta facilidad en un escenario concreto haciendo que parezca familiar desde la primera escena. Incluso más que Julio Verne, leyéndolo parece que ha conocido de primera mano esos lugares y, sobre todo, a sus pobladores: nadie como él ha sabido ponerse en el punto de vista del indígena sin que pareciera un europeo al que han «barnizado» la piel, como en tanta película de Hollywood. Lo único que me desconcierta de él es lo abruptamente que suele acabar sus historias, como si de pronto se diera cuenta de que el editor le ha dado un límite de páginas y estaba a punto de rebasarlo.

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