Budai, un sabio lingüista, tal vez por un error en la conexión aérea del avión que debía llevarlo al congreso de Helsinki donde iba a participar, acaba yendo a parar a una desconocida ciudad extranjera. Cuando intenta corregir el error, descubre que no es capaz de hacerse entender: no solo el idioma local es completamente indescifrable (ni su alfabeto ni su fonética ni sus construcciones parecen tener nada que ver con cualquier lengua conocida) sino que nadie parece hablar ningún otro idioma. Y Budai iniciará una terrible odisea: rodeado de gente en una ciudad tan populosa como nunca ha conocido, su soledad será mayúscula al no conseguir ni comprender ni hacerse comprender. Pero es un científico del lenguaje y un hombre con una inteligencia lógica y ordenada: no concibe que nada pueda ser absolutamente hermético. Con este apasionante argumento, el escritor húngaro Ferenc Karinthy, prácticamente desconocido en nuestro país —y así seguiría sin la estupenda iniciativa de la editorial Funambulista de editar algunas de sus novelas—, escribió una de las pesadillas más fascinantes que concibió un siglo tan pródigo en pesadillas como el XX: Metrópolis (nada que ver con la famosa película de Fritz Lang: el nombre escogido por Funambulista es el único error de su espléndida edición, pues crea una equivocada interferencia artística). Una pesadilla especialmente horrible para los urbanitas, tanto el personaje central de la historia como muchos de sus hipotéticos lectores, pues convierte ese lugar sin el cual ninguno de nosotros concibe la existencia, la gran ciudad, en un lugar situado en el infierno.
Algunas palabras sobre Ferenc Karinthy. Nacido en 1921 y muerto en 1992, la práctica totalidad de la edad adulta (y por tanto de la madurez intelectual y artística) del escritor se desarrolló en medio de los grandes totalitarismos del siglo XX: primero el nazi (Hungría fue entusiasta aliada del Eje, pues obtuvo grandes beneficios territoriales de Hitler) y después el comunista. Era hijo de Frigyes Karinthy, uno de los principales escritores del país. Debutó en la literatura en 1943, cuando publicó La edad de oro —el otro libro que Funambulista ha editado de él, incluso con anterioridad al que nos ocupa—, pero su campo profesional abarcó el periodismo, la edición, la traducción, el teatro, la televisión y, según la imprescindible wikipedia, incluso el deporte: fue campeón de water polo.
Metrópolis fue publicada en 1970 y enseguida alcanzó la condición de novela de culto (no en nuestro país), siendo comparada con otras grandes distopías del siglo, empezando por la emblemática 1984, de George Orwell. La elección del título de la edición española, reitero, es un error posiblemente auspiciado por anteriores traducciones a otros idiomas, por ejemplo al inglés, en el que fue rebautizada como Metropole. El título original del libro es Épépé, que es el nombre del único ser en la innominada ciudad con el que Budai consigue establecer un contacto: la joven ascensorista del hotel donde se aloja. La elección de ese título ya es una manifestación de ironía por parte de Karinthy, pues, en primer lugar, Epepé es solo una de las posibles transcripciones del nombre de la muchacha (otras son Dedé, Bebebé, Tyeté…) y supone por tanto un buen ejemplo de lo inextricable de ese idioma en el que cada vez que Budai cree identificar una palabra, ésta puede tener otra pronunciación distinta (a veces, incluso otro significado). Pero también es un símbolo de la irrenunciable necesidad que tiene el ser humano por la unión, incluso de la comunión, con otros seres… aunque nunca pueda llegar a ser completa.
Para narrar esa fábula sobre la incomunicación, Karinthy elige para su protagonista la disciplina que abre todas las puertas de la comunicación: el dominio de las lenguas. Budai es un lingüista, un políglota que domina una enorme cantidad de lenguas vivas y muertas y posee nociones sobre otras cuantas. Pero nada de ello le servirá, pues en esa metrópoli el idioma que se habla —el único: nadie parece tener ni la más mínima noción de cualquier otro— es incomprensible. Es una lengua tan distinta, tan aislada, que ni siquiera ofrece la «confortabilidad» de esa serie de extranjerismos que hay en todo idioma —incluso algunos tan ajenos a los indoeuropeos como puedan ser el japonés o el euskera— y que muestran la fluidez del intercambio idiomático internacional: taxi, hotel, bus, metro… Una lengua cuyo alfabeto tiene una apariencia rúnica o cuneiforme, pero cuyos signos bien pueden ser alfabéticos, silábicos o ideográficos: Budai ni llegará a saberlo nunca ni a progresar en su comprensión, más allá del establecimiento (y aun así, inseguro…) de unos cuantos signos numéricos (los números sí son arábigos). Hay que recordar que el mismo Karinthy (uno de cuyos oficios fue el de traductor: vertió al húngaro a Maquiavelo o a Molière) era doctor en lingüística.
En principio, y para hacer frente a ese complejo jeroglífico que supone hallarse en una ciudad donde le está vedada la comunicación con sus semejantes, Budai posee la cualidad necesaria para el reto: es un hombre lógico, un intelectual acostumbrado a utilizar su raciocinio, a indagar de modo sistemático un sistema complejo hasta desentrañarlo por completo. Un hombre que «no tiene más arma que la claridad de su conciencia». Así, pondrá todo su empeño al servicio de la investigación ordenada, de un método. Su punto de partida, su único asidero, es que dispone de una habitación en el hotel a donde lo llevó el autobús que lo trasladó desde el aeropuerto (y donde cambió unos cheques de viaje). Eso sí, esa primera noche entregó en el mostrador su pasaporte y no lo ha podido recuperar… sencillamente porque no sabe cómo hacer entender su petición de devolución. El hotel le garantiza una cama, una ducha, un lugar donde descansar y recapitular al final de cada desalentadora jornada. Pero el hotel cuesta dinero, y cada semana se le entrega una factura, y él contempla alarmado cómo esas monedas que obtuvo a cambio de sus cheques van disminuyendo: no en vano los primeros días —cuando todavía creía que su situación era provisional y que enseguida o bien él se haría entender o lo encontrarían sus seres queridos o sus conocidos, después de ver que no ha aparecido en Helsinki— gastó con rapidez y sin previsión alguna.
La primera pregunta que se plantea, lógicamente es: ¿en qué rincón del mundo se encuentra? La posición de las estrellas le indica que está en el hemisferio norte, y en una latitud aproximada a la de su propio país, pues la climatología es muy similar, si bien la estación invernal en que ha llegado presenta una perpetua luz mortecina en la que el sol parece tan ahogado como él mismo. Los alimentos son similares a los habituales en cualquier país europeo, si bien tanto la comida como la bebida tienen un molesto regusto dulzón. La pluralidad racial es sorprendente, ya que todas las etnias del mundo aparecen presentes, y mezcladas, sin que ninguna parezca imponerse a las demás. La ordenación semanal parece la misma, pues el séptimo día, el domingo, es día de descanso.
Ahora bien, el resto de elementos de su investigación no lo llevan a ningún lado. No llega a descubrir dónde se encuentran edificios tan útiles para él como un banco, una embajada o un consulado. No consigue extraer ninguna conclusión del estudio de elementos tan útiles para la identificación de un lugar como puedan ser sus billetes y monedas, las facturas, la guía telefónica. Budai no conseguirá que nadie le preste atención suficiente, llegando incluso al extremo de provocar su propia detención, pensando que al menos la policía se esforzará en comprender quién es o de dónde puede haber surgido: pero el episodio se resolverá de modo tan humillante y sórdido como inútil: una derrota más. Su mayor triunfo será descubrir cómo moverse por la red del metro y volver cada día al hotel.
Esa enorme ciudad a la que nunca podrá poner nombre tiene tres características. La masa: sus calles, a todas horas, todos los días, está atravesada por una ingente multitud (lo que incluye un tráfico de automóviles en perpetuo atasco), de tal modo que las vías se convierten en verdaderos ríos humanos y cualquier actividad viene marcada por la presencia de largas colas (para comprar cualquier producto, para obtener cualquier servicio… incluidos los de las prostitutas). La prisa, que convierte a esa multitud en una masa inhumana cuyos integrantes no parecen tener tiempo para nada que no sea avanzar. Y la indiferencia, corolario de las dos anteriores: una masa tan ingente y animada por una perpetua prisa lógicamente acaba mirando a su semejante como a una cosa, más aún si ese semejante habla una jerga que para ellos también es inextricable.
¿Podemos formular alguna tesis sobre la odisea de Budai? Por supuesto, la primera, la más tradicional, la que emparentaría la novela con esa ciencia-ficción en la que, en el fondo, parece obligado integrar cualquier distopía, sería la de que el protagonista ha ingresado en un universo paralelo después de cruzar, inadvertidamente, algún portal dimensional. O bien, y aunque él no lo sepa, ha muerto y se halla en algún punto de tránsito hacia su definitivo acceso al otro lado, en el que las cosas son y no son aquellas a las que él está acostumbrado, como pasa en muchos otros relatos de ciencia-ficción sobre no vivos ignorantes todavía de su condición de tales. También puede ser (él mismo llegará a preguntárselo en determinado momento) víctima de una conspiración, de un ataque bien dirigido contra él por enemigos que ni concibe y llevado a un lugar donde rigen y no rigen las leyes habituales de la civilización, algo así como en la vieja y mítica serie de El prisionero. O tal vez, por qué no, el mismo Budai sea un hombre indescifrable que ha caído en una locura que convierte sus percepciones, bajo el ojo interior de su mente esquizofrénica, en un enigma insoluble que todas sus armas lógicas ya no pueden resolver. Y desde luego, como sucede con todas las novelas que han sido escritas bajo un régimen dictatorial y contienen, aun de modo abstracto, una mirada revulsiva sobre el mundo, inevitablemente tendemos a buscar en sus páginas una parábola sobre el totalitarismo.
Pero, ante todo, y teniendo en cuenta la fuerza hipnótica de esa megalópolis (más que metrópolis) donde transcurre la historia, Metrópolis es una pesadilla urbanita, una enloquecedora fantasía que convierte la ciudad en la alucinada parodia de un arquetipo platónico. Una parodia sin embargo que no incita a la risa sino que congela el gesto, que posee un aroma tan malsano como se encuentra en pocas novelas: podría citar, aun siendo muy distintas, Los siete locos, de Roberto Arlt, o Auto de fe, de Elias Canetti. La afortunada elección por parte de Karinthy del tiempo presente para narrar toda su historia estanca el tiempo interior de ésta y sobredimensiona todavía más la importancia del escenario.
En varias de las reseñas que he podido leer de Metrópolis se la suele definir como una fábula kafkiana, y es verdad que tiene mucho del escritor praguense, pero encuentro más importante la influencia del gran Elias Canetti y de su ya antedicha obra maestra, donde también asistimos al descenso a los infiernos de un intelectual que ve convertida su realidad en una pesadilla, y con la que comparte, además, el hecho de que el autor no le ahorre una crueldad a su personaje. De hecho, el gran temor y al mismo tiempo el gran anhelo de Budai es, ante esta suprema prueba de soledad, convertirse en un hombre-masa, alguien que acabe anhelando la comunión con sus semejantes, la gregarización, como le sucede en varias ocasiones: su asistencia a un abstruso espectáculo deportivo, su tropiezo con los tribunales y con (lo que puede ser) un juicio, y que es el episodio más evidentemente kafkiano del libro. Pero, sobre todo, cuando encuentra un enorme edificio que interpreta como una catedral de una religión que no puede identificar (no hay cruces ni símbolos de ninguno de los credos que conoce) y se deja arrastrar, aun durante un suspiro, a esa comunión con quienes desea creer que todavía son sus semejantes.
En general, Metrópolis tiene el aroma propio de esos escritores sobre todo en lengua alemana que han sabido crear minuciosas pesadillas a las que vuelve tan aterradoras su profundo sentido lógico, es decir, su inexorable y comprensible coherencia interior. Son absurdas, lo sabemos, no pueden estar sucediendo (queremos creer), pero mientras las leemos debemos reconocer que todo cuanto sucede es lícito que suceda, pues el autor no incurre, con deliberación, en ningún elemento rigurosamente imposible.
En su visita a la catedral, Budai asciende hasta su punto superior —de una altura inconcebible: la linterna se encuentra a 200 metros del suelo, casi más que la de ningún otro templo actual—, desde donde por fin podrá contemplar la extensión de esa metrópoli cuyos límites lleva tanto tiempo buscando (pues un límite significa una salida, y una salida significa un avance hacia el mundo conocido). Todo para descubrir que se encuentra en una ciudad sin límites, un lugar cuyas calles, edificios, arterias y construcciones se extienden hasta el horizonte que él divisa. En lo alto de ese lugar, horrorizado al descubrir que su prisión no parece poseer límites, sin embargo Budai no puede ni siquiera «negar la inmensa belleza de esa ciudad».
En medio de ese terrible aislamiento, el protagonista solo encontrará un consuelo humano: la joven ascensorista que da título (original) a la novela. Una muchacha que establece una corriente de simpatía con él de un modo tan instintivo que el mismo lingüista sólo se explica al suponerla en posesión de una vida tan desgraciada como él. En el capítulo al mismo tiempo más tierno y más patético de toda la novela, la joven y el protagonista, aprovechando un apagón en la ciudad que le permite a ella escapar por unas horas del tiránico turno en su puesto de trabajo, viven una noche de ¿amor? cuyo momento más intenso no es el sexual sino el intercambio, el desahogo más bien, de sus propias historias, mediante largos monólogos en las que uno habla y el otro escucha (es decir, deja que el otro hable sin comprender una sola palabra de lo que dice). Pero eso basta para que Budai no solo se haga una composición sobre la vida de Epepé (que, claro, puede ser del todo equivocada) como para que, por un efímero instante, se haga la ilusión de que quizá no quiere, en realidad, abandonar esa ciudad y por ello no ha progresado nada en su investigación.
[El lector que no conozca los pormenores de la parte final de esta increíble novela debe dejar de leer justo aquí]
En su crueldad, Ferenc Karinthy no da un solo momento de tregua a su pobre protagonista y es entonces —después de que Budai haya preparado con todo mimo su siguiente cita, prevista para la noche siguiente a ese primer encuentro íntimo— cuando lo despoja de ese efímero refugio que ahora se revela tan esencial: su habitación del hotel. Despojo tan brusco que Budai no tendrá ocasión ya de volver a ver a Epepé (aunque en los capítulos finales se imaginará que la reconoce entre la multitud, por supuesto sin tiempo ni ocasión para confirmarlo), y a partir del cual el antes lingüista se convierte ya en un despojo, en un homeless que vive de cualquier modo en las inmediaciones del mercado de abasto donde trabaja para ganarse las míseras monedas que lo separan de la inanición total, haciendo realidad su gran temor: verse reducido a la condición de un mero número entre la masa ingente de la ciudad. Pero un número distinto a todos, sin que esa diferenciación suponga un consuelo: un número incapaz de relacionarse con el modelo lógico o ilógico en el que, a la fuerza, se ha visto integrado.
¿O sí se integra? En sus alucinadas páginas finales, en la ciudad, o al menos en el sector de la ciudad donde él (mal)vive, estalla o parece estallar una violenta revolución contra las autoridades, en la que él se deja arrastrar, empuñando un arma, luchando en los combates, dejándose llevar por la voluntad de los líderes populares. Y esa revolución, sin embargo, pese a parecer por un momento que va a triunfar, acabará deshaciéndose como un azucarillo, como si fuera un mero elemento más del terrible engranaje que hace funcionar a la ciudad, un mero mecanismo de renovación de su vitalidad para regresar a su gris horizonte cotidiano. El clásico «todo debe cambiar para que nada cambie». Regresado a su condición de número en una ciudad donde la gente parece haber olvidado ese momento de intensa revulsión, Budai, también él aliviado por ese regreso a la tranquilidad —como antes se había visto enervado por esa violentación de su rutina de lumpen— vuelve a sentir otro momento de comunión muy propio del hombre-masa que ya casi es: el placer ante la llegada de la primavera, con sus confortadores rayos de sol, en un parque abarrotado. Y entonces, al arrojar una bolita de papel al estanque, descubre que la bolita se mueve, impulsada sin duda por una corriente, y esa corriente, deduce alborozado, indica un arroyo, luego tal vez un río, por lo tanto una indicación del camino hacia el límite que durante tanto tiempo ha estado buscado: el mar. Y la novela concluye con ese patético rayo de esperanza para Budai, que se pone en pie y se lanza a seguir esa corriente, de nuevo el intelectual con un objeto y con un método para enfrentarse a la realidad, le sirve o no para salir con bien de esa pesadilla.