El nombre de Woody Allen se asocia a un tipo de cine «inteligente», plasmado en una serie de comedias de alto contenido satírico, que refleja a una fauna de personajes que son o pretenden ser intelectuales y artistas, urbanitas (con preferencia neoyorquinos) sorprendidos siempre en tránsito entre diversas cuitas existenciales, culturales, profesionales y, sobre todo, sentimentales, que se expresan ante todo mediante la palabra, y cuyo portavoz físico ha sido habitualmente el mismo Allen. Pues bien, reducir su cine a este modelo (el de Annie Hall o Manhattan), como señalé hace tiempo en otro comentario, es empobrecer una carrera que contempla, a día de hoy, más de 40 títulos, lo cual hace una media de casi una película por año desde el lejano 1969 de su debut. Y es que, en realidad, Allen siempre ha sido un cineasta con tendencia a diversificar sus propuestas, por mucho que todas ellas, claro, posean un background común: un tipo de humor o una forma de ver la vida. Pero desde que en Zelig (1983) nos sorprendiera con la estructura de un falso documental a partir de un presunto hombre-camaleón, periódicamente Allen ha gustado de abordar historias y planteamientos caracterizados por alguna inesperada singularidad: fábulas que mimetizan el cine expresionista alemán, musicales a partir de clásicos de la canción ligera, reconstrucciones del pulp policiaco de los años 30, biografías de un falso jazzman… Este tipo de películas, por otro lado, no es sino un modo de brindar un homenaje nostálgico a todos aquellos referentes cinéfilos, musicales, literarios o vitales que conforman su memoria sentimental. En este marco se encuadran dos de sus más entrañables películas, La rosa púrpura del Cairo y Días de radio, a las que voy a dedicar unas líneas tras haberlas revisado después de muchos años.
Se trata de dos películas que comparten numerosos elementos en común. Entre ellas no hay más espacio que el de dos años: La rosa púrpura del Cairo es de 1985 y Días de radio, de 1987. Ambas cuentan historias ambientadas en el pasado, en los años 30 y 40, es decir, en el periodo de la infancia del propio Allen —la acción de la primera película transcurre, en concreto, en 1935, su año de nacimiento— y por medio de ellas, refleja su deuda, primero, con una forma de entender la cinefilia que, creo, cada vez más está en desuso, y segundo, con un tipo de memoria personal, la radiofónica, hoy muy difícil de comprender porque pertenece a un mundo que ya no volverá. Actores de una saltan a la otra: el trío protagonista de La rosa realiza papeles de colaboración en Días, y varios de los secundarios de la primera cobran relevancia en la segunda (Dianne Wiest, Michael Tucker). Igualmente, ambos son dos títulos en los que Allen no hace acto de presencia como actor, si bien en el caso de Días de radio esto es relativo, por cuanto que la voz que va narrando la historia es la del mismo director, de tal modo que el personaje del pequeño Joe podría considerarse un trasunto infantil del cineasta, y de hecho el físico del niño Seth Green posee un indudable «aire» alleniano. Y ambas tienen el mismo aire de fábula, el mismo encanto en la reproducción de las texturas de una época, la misma condición de cuento modesto (y eso que a Allen suele acusársele, muchas veces con razón, de pretenciosidad), tanto por su breve duración (menos de hora y media en ambos casos, algo casi impensable en el mainstream actual de Hollywood) como por el tono dramático escogido, nada retórico, como si sus historias se contaran en voz baja…
La rosa púrpura del Cairo generó en su momento un pequeño culto del que todavía hoy se beneficia, aunque creo que poco a poco empieza a verse sepultada en la vasta filmografía del autor. Aun así, durante mucho tiempo ha sido uno de los títulos más amados de Allen y sin duda ello se debe a su condición de cuento cinéfilo y a un argumento brillante (que no original) con el que muchos amantes del cine hemos soñado: la posibilidad de que las películas se conviertan en ventanas por las que se puede entrar y salir.
Esa atractiva anécdota central de la película nos sitúa en la depauperada América de los años 30 y toma como vórtice a una infeliz cuya vida cotidiana es tan gris y opresiva que se pasa el día soñando con las películas que acude a ver en el cine del barrio. Pues bien, una tarde en que, especialmente deprimida, ha permanecido en el cine viendo una y otra vez el más reciente estreno (una especie de comedia romántica en ambientes sofisticados titulada La rosa púrpura del Cairo), uno de los personajes de la pantalla, el noble explorador Tom Baxter, de los Baxter de Chicago, admirado ante su pertinacia, acaba fijándose en ella, sale de la pantalla y se escapa al mundo real en su compañía. La conmoción es completa: el resto de personajes, fastidiado, queda dentro de la película en impasse mientras esperan a que Gil vuelva (un buen detalle: una de ellos intenta imitarlo, pero se tropieza con la misma pantalla, como si chocara con un cristal), el dueño del cine se desespera al pensar en las pérdidas que va a sufrir al no exhibir con normalidad el título, y el productor y el actor que interpreta al explorador, Gil Shepherd, corren a Nueva York para hacer que todo vuelva a su redil. En este sentido, es todo un acierto que el relato asuma desde dentro la premisa fantástica como si lo alarmante no fuera ella en sí misma sino sus consecuencias.
Esta historia permitía ser abordada desde varias perspectivas, ninguna de ellas incompatible con las otras. En primer lugar, claro, para efectuar una mirada sobre la cinefilia compulsiva y, de paso, para una reflexión en torno al juego entre la realidad y la ficción, y los numerosos vasos comunicantes entre una y otra. También para una pequeña crónica de una realidad social muy deprimida, para la cual el cine constituyó una de sus pocas válvulas de escape. Por último, para una reflexión amarga sobre la representación y las convenciones, sobre el peso de la ilusión en la vida. Es evidente que la opción que a Allen más le interesa es la primera: siempre ha sido un artista dispuesto a hacer girar su cine en torno a sus filias personales, y quien año tras año no se pierde sus películas lo tiene por uno de sus grandes atractivos.
Y ese es el principal problema que presenta la película, y lo que la ha hecho envejecer considerable-mente. La revisión nos deja con la clara sensación de que el director no ha estado ni cerca de exprimir todas las posibilidades que tenía su planteamiento: que ha ido a lo más fácil, aunque esto se baste para crear un film de considerable encanto. De hecho, alguno de sus hallazgos es involuntario: el momento en que, mientras los personajes de la pantalla esperan a que regrese el escapado, no hacen nada más que hablar y aburrirse en común, el público del cine sigue en la sala porque descubre que eso les interesa… ¿no anticipa la aparición de los reality shows al estilo de Gran Hermano?
Por otro lado, el film vuelve a demostrar que el fuerte de Woody Allen nunca ha sido el registro sentimental. Cuando el humor o la dimensión satírica de sus historias pasan a un segundo plano, el cineasta neoyorquino se nota incómodo. Su dirección se nota rígida y fría: a la película le falta la atmósfera de melancolía que requería, y que sí poseen los escenarios escogidos, como esa Nueva York invernal o lugares como el parque de atracciones vacío que sirve de marco de las citas de los dos protagonistas. Lo que hubiera hecho un Max Ophüls, el director de Carta de una desconocida, con una historia como ésta…
Dicho de otro modo: la película adolece de una alarmante falta de feeling entre el espectador y los personajes. Ni siquiera la desgraciada Cecilia interesa mucho, en parte por lo discreto del dibujo que Allen nos da de su vida antes de que comience su aventura (una serie de tópicos sin matiz alguno: un marido parado, borrachín, adúltero y encima maltratador, un trabajo de camarera en el que encima es demasiado torpe, ausencia de amigos…) y en parte por uno de los lastres del cine del autor de la época, el protagonismo de su entonces amadísima Mia Farrow. Pese a que su aspecto de pajarillo asustado daba el físico que requería Cecilia, Farrow era una intérprete demasiado floja para un papel tan delicado, de ahí que su personaje se construya antes por medio de una caracterización física que porque posea un verdadero relieve dramático. Mejor está, eso sí, su partenaire, Jeff Daniels, en el papel que lo reveló, pues sabe extraer buen partido de su expresión a la vez noble y pazguata tanto para dar el rol del explorador —destaca ese momento en que va a parar a un burdel y acaba ganándose la ternura de las prostitutas, que toman por pureza espiritual lo que no es sino el completo desconocimiento de la realidad por un sin sustancia real— como el del actor, en apariencia también noble pero en realidad un manipulador que teme que su carrera se vaya al traste con semejante escándalo.
Ahora bien, todos estos defectos no quitan que la película siga resultando entrañable, que su brillantez no haya decaído y que su trama se siga todavía con gran complicidad. Buen ejemplo de esto es ese momento que siempre que veo la película me parece especialmente entrañable. Me refiero a la escena en que —dentro de la película en blanco y negro y en la sofisticada sala de baile donde se han reunido todos los personajes— el explorador anuncia que se va a saltar el guión previsto porque se ha enamorado de Cecilia… y el camarero que los atiende decide imitar su ejemplo, saltarse su papel y cumplir su «sueño», que no es sino iniciar un frenético claqué ante la sorpresa de todos los presentes. (Yo mismo, de pequeño, cada vez que veía un film de Fred Astaire, soñaba con hacer lo mismo.)
El efecto nostálgico se multiplica en Días de radio. Pues si el film anterior inventa una ficción particular, la presente película lo que hace es relatar la crónica de una humilde familia judía —en el mismo hogar conviven padres, tíos casados, una tía soltera y el abuelo—, a caballo entre los 30 y los 40, desde el punto de vista de los recuerdos del más pequeño de sus miembros, el niño Joe, utilizando como leit-motiv emocional la evocación de la importancia que tenía entonces la radio en sus vidas cotidianas. La trama, de hecho, se divide en dos segmentos paralelos: por un lado, las peripecias de esa familia; por otro, las anécdotas y relatos en torno a la fauna radiofónica de ese momento.
La infancia del pequeño Joe se sitúa en un ambiente especialmente gris, como el de La rosa púrpura del Cairo, pero con una diferencia: esos lazos familiares que, aun no siendo nada sublimes, no dejan de ser importantes en su vida. De hecho, la vulgaridad familiar no se intenta disimular en momento alguno. Sus padres se quieren como todos los padres, es decir, con una mezcla de cariño y resignación; el ambiente judío de su educación Allen lo toma con la guasa no exenta de ternura que es habitual en él: por ejemplo, en la celebración del Día de la Expiación, su tío es convencido con facilidad por sus vecinos comunistas —a los que había ido a exigir, irritado, que dejaran de hacer el ruido que les impide celebrar con el debido recogimiento la fiesta de la Expiación— de que la religión es el opio del pueblo; y el trato que recibe de sus padres, y de los adultos en general, es el lógico en un mundo en que todavía la infancia no se había convertido en un estado de tiranía sacralizada: el pequeño recibe golpes con una facilidad impresionante, unas veces como justo castigo por sus trastadas y otras porque así sus padres descargan sus frustraciones (como sucede tras el hilarante encuentro con el «niño prodigio» que se ha convertido en una estrella de la radio y el Padre le pega por no ser como él). Golpes, por cierto, que ni le suponen un trauma ni remiten el cariño que él siente por su familia.
La vulgar cotidianeidad de esa vida es expresada muy bien por los planos que Allen dedica al barrio de Rockaway donde vive la familia, una larga calle de pequeñas casitas unifamiliares al final de la cual se llega directamente al mar. Pero un mar mostrado siempre en invierno, transmitiendo frío, sin el menor matiz de la calidez o de la poesía que podría haberse esperado… con la salvedad lírica del momento en que el pequeño ve por fin lo que tanto buscaba desde que se dio la «alarma» en su programa de radio favorito: una huella del acecho alemán a América, esto es, un submarino (con la esvástica bien visible: eso señala bien la cualidad de visión onírica que sufre el niño) que emerge por un instante de las grises aguas.
Pues bien, aquí entra en situación el segundo segmento de la película: y es que la narración del film viene siempre punteada, matizada, subrayada e incluso completada por el recuerdo de los múltiples programas de radio que la familia (cada uno con sus favoritos) escucha, en un momento en que no existía la televisión y la otra alternativa al entretenimiento era el cine. El mensaje es claro: la radio era la válvula de evasión a un mundo mágico, emocionante, entretenido: distinto.
Así, junto a las pequeñas vivencias que van componiendo el fresco familiar, Allen alterna la narración con el retrato de ese mundo de la radio y con la exposición de algunas anécdotas de la fauna que sobrevuela en torno a él. Dentro de esta parte narrativa es donde se inserta la divertida historia de la atontolinada Sally White (otra vez Mia Farrow, qué se le va a hacer) y su ascenso en el medio artístico, desde su inicial posición como cerillera hasta conseguir, mal que bien, introducirse en la radio, siempre más por sus (presuntos) atractivos físicos que por su talento real. El retrato que realiza Allen de la radio está lleno de ternura y de admiración (que en él, por supuesto, nunca excluye la sátira, por mucho que sea una sátira nada destructiva), de rendida nostalgia que el cineasta transmite con tan notable convicción que, en efecto, uno siente haberse perdido esa época. Al mismo tiempo, el retrato del medio sirve para realizar una pequeña crónica de la realidad histórica aludida, no en vano entre los jalones radiofónicos que relata están la mítica transmisión de La guerra de los mundos, por Orson Welles, el 30 de octubre de 1938, o del bombardeo de Pearl Harbour el 7 de diciembre de 1941.
La estructura narrativa de Días de radio, de tan sencilla, podía haber acabado incurriendo en la mera mecánica repetitiva, y no puedo negar que es lógico que haya muchos espectadores que acaben pensándolo. Es decir, una serie de pequeños cuentos, entre la anécdota jocosa y el apunte costumbrista (dependiendo, por lo común, de que pertenezca a la trama radiofónica o a la familiar), que van sucediéndose punteados o comentados por el narrador desde su etapa de adulto (o lo que es lo mismo, por Woody Allen). Sin embargo, el encanto inmarcesible que posee la película desde la primera de sus entrañables historias —la pareja de ladrones que gana un concurso de radio desde el domicilio que están desvalijando— no decae en ningún momento a lo largo de la trama y permite sostener sin altibajos un metraje que, además y por fortuna, no excede de los noventa minutos, justo en el límite para haber acabado cansando. Allen sabe pasar muy bien de lo general (la fauna radiofónica) a lo particular (la historia de la familia protagonista o incluso las andanzas de miss White) con envidiable soltura, sin que en ningún momento parezca que nos están contando dos películas diferentes unidas a duras penas.
Como en La rosa púrpura del Cairo, ese contraste entre ambos mundos no es enfocado desde un punto de vista crítico; de hecho, en Días de radio menos aún. Y sin embargo, en esta película no pesa tanto porque el componente caleidoscópico del argumento deja que sea el espectador quien juzgue y valore a los personajes y sus vidas, sin mediatización alguna de una trama muy concreta, como pasaba en el film anterior. Y el resultado es mucho mejor. Días de radio sí sabe transmitir bien el carácter ilusorio, el espejismo vital y social que suponía la radio para esas existencias modestas, equilibrando muy bien el oropel y la excitación que les llegaba en sus propios domicilios con el gris devenir de su vida cotidiana. Y es que el mérito de Allen estriba en hacer ver que esas «estrellas» de la radio, en el fondo, eran seres bien conscientes de su propia normalidad y sencillez, y por lo tanto que ellos como sus oyentes estaban unidos por un innegable sentido de lo doméstico. Trátese de actores que aprovechan sus magníficas voces para dar vida a justicieros «enmascarados» —siempre me ha parecido una notable paradoja que en la radio de la época triunfaran tantos personajes de fuerte componente visual— o de personalidades de la sociedad que aprovechan su presunta distinción para hacer lo que en el fondo no es ni más ni menos que un trabajo, trátese de unos o de otros, repito, son bien conscientes de que son celebridades del día en un medio cuya propia naturaleza es demasiado vertiginosa, y que siempre contiene la amenaza del regreso raudo al anonimato.
[Aunque no es una película que «concluya» realmente de modo concreto, quien no la haya visto o no recuerde su final debe dejar de leer aquí]
De ahí la intensa belleza del final de la película (uno de los momentos más líricos del cine de un hombre, Allen, que nunca ha sido especialmente lírico), que significati-vamente no se dedica a la familia sino a las gentes de la radio. Reunidos todos los artistas de la radio que han aparecido en la película para una cena de gala, son conducidos por Sally White a la azotea donde vivió uno de los más descacharrantes episodio de su «ascenso», y allí, entre las luces de neón que los rodean, respirando el aire nocturno de un espacio cuya soledad invita a la reflexión, se preguntan en un momento de bella lucidez si no serán olvidados tan pronto sus voces enmudezcan. Bien, es probable que así lo fuera en la realidad, pero no en la memoria de Woody Allen, que los atesoró para un día transmitirnos un poco de la magia que él sintió cuando los escuchaba de pequeño.
Posdata. Esta película también es especial para los amantes del doblaje, pues contiene la última vez en que Woody Allen recibió la voz inolvidable de su primer doblador, el gran Miguel Ángel Valdivieso (voz también, por ejemplo, de Jerry Lewis o del C3PO de Star Wars). La sonora riqueza de su timbre, al mismo tiempo cálido y metálico, hicieron posible que Allen “hablara” en español durante los primeros quince años de su carrera, de tal modo que es difícil, pese al estimable trabajo de su sucesor, Joan Pera, escucharlo con otra voz que no sea la suya.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: La rosa púrpura del Cairo / The Purple Rose of Cairo. Año: 1985.
Dirección y guión: Woody Allen. Fotografía: Gordon Willis. Música: Dick Hyman. Reparto: Mia Farrow (Cecilia), Jeff Daniels (Tom Baxter/Gil Shepherd), Danny Aiello (Monk). Dur.: 82 min.
Título: Días de radio / Radio Days. Año: 1987.
Dirección y guión: Woody Allen. Fotografía: Carlo Di Palma. Reparto: Seth Green (Joe), Julie Kavner (La madre), Michael Tucker (El padre), Dianne Wiest (La tía Bea), Mia Farrow (Sally White) Dur.: 88 min.