Después de vista la segunda temporada de la serie Sherlock —compuesta, al igual que la primera, por tres episodios de 90 minutos cada uno—, admiro todavía más la espléndida reelaboración que del mito holmesiano realizan sus autores y la magnífica traducción de sus principales elementos para situar a los personajes en la época contemporánea. Está claro que cualquiera, tenga mayor o menor (incluso ningún) conocimiento sobre el personaje creado por Arthur Conan Doyle, podrá disfrutarla a la perfección, pero quienes amamos al personaje desde el mismo Canon tenemos la ocasión de admirar dos notables triunfos. Primero, el respeto al personaje, a los elementos que componen su historia y circunstancias, por tanto el respeto por quienes, de entrada, no acuden de vacío a los episodios. Segundo, la riqueza de su adaptación, que permite tomar nuevos rumbos, explorar diferentes caminos a los ya conocidos, sin traicionar lo anterior pero sin remedar de modo mecánico los relatos. Del mismo modo que la franquicia cinematográfica encabezada por Robert Downey jr no solo hace lo que le da la gana con el personaje sino que, encima, lo convierte en un monigote para dar brincos aquí y allá, otras series (por ejemplo, la famosa de los años ochenta con Jeremy Brett, que aquí se vio tardíamente), se contentaban con reproducir lo más fielmente posible el sabor original. Lo cual, inicialmente, puede complacer pero acaba por cansar por insípido. Sherlock es una adaptación que desborda, en todos los sentidos, de enorme riqueza, por no hablar de que ofrece en Benedict Cumberbatch a uno de los mejores Holmes jamás vistos.
En esta temporada, los creadores incrementan los lazos con el Canon al elegir (para adaptarlas muy libremente, eso sí) tres aventuras especialmente emblemáticas de Sherlock Holmes.
El episodio 4º (primero de la nueva temporada) adapta Escándalo en Bohemia. Este cuento, de 1891, fue el primer relato corto que Arthur Conan Doyle escribió sobre Sherlock Holmes (antes habían venido las dos novelas Estudio en escarlata y El signo de los cuatro, cuyo éxito fue más bien tibio). Se publicó en la revista Strand Magazine (donde vieron la luz el resto de relatos del Canon), con las famosas ilustraciones de Sidney Paget que crearon la imagen gráfica del personaje, y su éxito, y el de los siguientes, fue ahora sí arrollador, dando origen al mito. En ese relato, Sherlock Holmes se enfrenta, por cuenta del rey de Bohemia, a Irene Adler, aventurera internacional y antigua amante de éste, de quien posee una fotografía comprometedora que puede dar al traste con su inmediata boda. De hecho, Irene Adler derrotará a Holmes (es decir, éste no conseguirá arrebatarle la presa disputada) y éste siempre la recordará, en palabras de Watson, como la mujer.
Bajo guión del gran Steven Moffat, el relato se reconvierte en Escándalo en Belgravia (nombre de uno de los barrios más acomodados de Londres). Quien contrata a Holmes es nada menos que la familia real británica, cuyo portavoz es Mycroft, para conseguir una inconcreta información que ésta ha obtenido. El episodio, memorable, enfrenta a Holmes una vez más con alguien a su altura, con quien le acaba uniendo una ambigua relación que me resulta difícil definir, pues impregna la fascinación intelectual con el aroma del deseo sexual, si bien el detective, haciendo honor a su fama de hombre impenetrable al amor, a cualquier tipo de amor, resistirá incluso la presencia de la mujer completamente desnuda en su primer encuentro. La historia —que da tantos giros que casi hay que tener la rapidez mental del detective para abarcarla en su totalidad— tensa hasta el límite las capacidades del detective por primera pero no única vez en la temporada, demostrando que incluso él es manipulable. El final del encuentro entre tan poderosas voluntades es memorable, por cierto. Y una mención especial para la actriz Lara Pulver, que realiza una encarnación de lo más inquietante, partiendo de su sugestivo físico andrógino.
El segundo episodio es Los sabuesos de Baskerville (sí, en plural), paráfrasis por tanto de la más famosa aventura del personaje, en concreto la tercera de sus novelas, publicada en 1901 con enorme éxito (había gran ansia por leer nuevas aventuras del personaje, que llevaba oficialmente muerto ocho años: eso sí, Conan Doyle no lo resucitaba, sino que Watson publicaba una aventura anterior a ese presunto deceso). Al igual que sucedía en la temporada anterior de la serie, el segundo episodio que la compone me parece el menos conseguido, si bien no por malo sino porque, siendo muy estimable, no alcanza la maestría de los que lo rodean. La aventura saca a Holmes y Watson de Londres y los lleva a Devon, a los páramos de Dartmoor, escenario de la historia original, para vivir una aventura que supone una ingeniosa vuelta de tuerca de aquélla. En particular, la inclusión de una misteriosa instalación científica gubernamental, lógicamente implicada en el enigma, otorga al episodio un grato aroma a esa ciencia-ficción británica de los años 50, tan sobria y austera, y en concreto a varias películas de la Hammer como Quatermass II (1956) o X the Unknown (1956).
Por último, el tercer episodio, La caída de Reichenbach narra el enfrentamiento final entre Holmes y Moriarty, sobradamente anticipado a lo largo de los cinco episodios previos. La historia adaptada esta vez es El problema final, de 1893, el relato con el cual en su día Conan Doyle pretendió quitarse de en medio al gran detective, personaje cuya popularidad le molestaba, pues le impedía dedicarse a otras obras por las que estaba seguro (¡qué ironía!) que se le recordaría mejor. (Los brazaletes negros que al día siguiente de su publicación portaron los empleados de la City o los propios reproches de la madre del autor ya forman parte de la leyenda de la literatura.) Reichenbach es el nombre de unas cataratas situadas en los Alpes suizos a las que se precipitarían, mortalmente abrazados, los dos antagonistas. En la serie, el guionista —curiosamente es Steve Thompson, responsable del mediocre libreto del peor episodio de la temporada anterior, quien aquí, en cambio, brinda un trabajo espléndido— no saca la acción de Londres, inventándose un supuesto cuadro de Turner, Las cataratas de Reichenbach, que Holmes recobra en el inicio de la aventura y que hace que la prensa lo obsequie con el apodo de «El héroe de Reichenbach». (La conversión esta temporada de Holmes en una figura mediática es esencial para los planes de su némesis.) Pues el plan maestro de Moriarty consistirá en convencer al mundo entero de que Holmes no es sino un gran fraude y que él mismo es un actor televisivo al que el supuesto detective contrató para fingir ante el mundo que es su archienemigo y así incrementar la majestuosidad de sus triunfos. Es decir, justo ha llegado a la cumbre de su éxito, lanzarlo al abismo de la derrota, en todos los órdenes, incluso el moral.
Esta segunda temporada, al igual que la primera, mima a los amantes del mito mediante la inclusión de algunos de los elementos «imprescindibles» del mito. Quizá el más divertido es la aparición, por fin, de la gorra con doble visera que forma parte indisociable de la iconografía básica del personaje. El detective, aquí, se pone esa gorra, que coge al azar, para taparse mejor el rostro puesto que la prensa —que lo asedia ya como a cualquier celebrity—, y la foto que lo inmortaliza se encargará de «perseguirlo» desde ese momento. Es, pues, un inteligente guiño irónico al mito.
Uno de los momentos más sabrosos tiene lugar con la aparición del famoso Club Diógenes, creado por Conan Doyle en el relato El intérprete griego, en el que asimismo hizo aparecer por primera vez a Mycroft, el hermano de Sherlock. La peculiaridad de este exclusivo club es que (salvo en una sala llamada «de Forasteros») no se permite hablar entre sus paredes. Pues bien, en una impagable escena, Watson/Freeman acude allí en busca de Mycroft, preguntando por él a cuantos se cruza en su camino y perturbando a los venerables ancianos que leen tranquilamente en su sala principal, hasta que es sacado a rastras por los empleados. Por cierto, que en esta temporada se da una estremecedora vuelta de tuerca a la complicada relación entre los dos hermanos: hacia el final del capítulo 6, Watson descubrirá, de los mismos labios de Mycroft, que la información mediante la cual Moriarty está a punto de destruir del detective… la obtuvo de su mismo hermano, tras fracasar los duros métodos de interrogatorio a que el gobierno inglés sometió al delincuente asesor. ¿Cuál es el Holmes inhumano, entonces?
Otro elemento sobre el que se vuelve (se hizo ya desde el mismísimo episodio 1) es la ambigüedad homófila de la relación entre los dos amigos. Una vez más, se hace buen uso de la ironía: cuando ambos llegan a la posada de Devon desde la cual investigarán el caso de los sabuesos de Baskerville, el posadero se excusa por… no poder ofrecerles una cama de matrimonio.
Eso sí, esta serie insiste en la aguda inclinación de Watson por las mujeres, hasta tal punto que su compañero utiliza esa facilidad de su amigo para el trato con el sexo opuesto para otorgarle misiones especiales, como sonsacar a la psicóloga de su cliente en Los sabuesos de Baskerville. Hay que recordar que, en el Canon, el pudoroso y caballeresco Watson ya tiene que escuchar de labios de Holmes que «el sexo débil es su especialidad». Y es verdad que, por elusivas que en el fondo sean las referencias que Conan Doyle nos da a los lectores, el buen doctor tuvo tiempo a lo largo de su vida de casarse ¡hasta tres veces! y de quedar viudo, en consonancia, de dos de sus esposas, circunstancias que, debido al secretismo del Canon, han dado lugar a toda clase de jugosas/jocosas especulaciones entre los aficionados.
Si, pese a las palabras de Holmes y a la debilidad de Watson por el matrimonio, en el Canon es difícil imaginar al buen doctor perdiendo la cabeza por las mujeres, todo eso cambió una vez comenzaron las adaptaciones al cine. Y es que, por desgracia, el Watson cinematográfico, por lo común, desvirtúa al Watson literario al convertirlo en un tipo zumbón, bastante tontaina y, por tanto, al que se le cae la baba con facilidad ante una mujer hermosa. Al menos, en la genial película de Billy Wilder La vida privada de Sherlock Holmes este lado de Watson da pie a momentos de gran comicidad (la fiesta del ballet ruso) y a las irónicas pullas que el director se permite acerca de esa rara convivencia entre dos hombres, todo ello, eso sí, como modo de introducción a la melancólica historia de amor que en ese film vivirá el gran detective. En Sherlock, una vez más se produce una aparente contradicción: que el serio y poco irresistible Martin Freeman tampoco parezca tener el menor problema para las relaciones con las mujeres, y que incluso, al menos según las divertidas invectivas que le lanza Holmes, acumule un amplio historial de novias en el espacio cronológico de su convivencia en Baker Street.
Y no puedo finalizar este apartado romántico de la serie sin hacer referencia al entrañable personaje de Molly, la joven patóloga de la morgue de San Bartolomé, perdidamente enamorada del detective, y a la que éste utiliza a su antojo, dando por sentado siempre su colaboración, mas como mera subalterna, e incluso humillándola en más de una ocasión (en justo castigo, en una de ellas esa humillación le sale cara: su antagonista Moriarty, como presunto ligue gay de la joven, se brinda por primera vez a sus ojos, burlándose de su inteligencia al no recibir ninguna atención por su parte). Molly, estupenda Louise Brealey, es un personaje muy típico de Steven Moffat, y sus apariciones en la serie siempre dan pie a alguna excelente escena.
Este Sherlock Holmes es el más radicalmente expresivo de cuantos se habían visto hasta ahora, y esa es otra de las grandes innovaciones de la serie. El Holmes creado por Conan Doyle equilibra la sobriedad expresiva con el alarde de sus dotes, pues es evidente que el gran detective no es, no puede ser, un individuo modesto, aunque su inteligencia entienda que hay un límite para la exhibición de sus talentos. Ese límite es el que no reconoce el Holmes de Cumberbatch, que no solo declara sin remedio su enorme superioridad intelectual con respecto a cuantos lo rodean, sino que los maltrata abiertamente. Así, no extraña que los subordinados del inspector Lestrade lo detesten y se esfuercen, en el capítulo 6º, por probar, hábilmente manipulados por Moriarty, que el gran detective no es solo un habilísimo impostor, sino el criminal en que todos ellos esperaban —y así se lo dijeron a Watson en su primer encuentro, como advertencia— que degeneraría algún día.
Es mérito de Benedict Cumberbatch que nos convenza de que no es que él sea un actor histriónico, sino que este Sherlock Holmes sí lo es. Del mismo modo que en diversos momentos necesita una concentración absoluta (obliga sin contemplaciones a Watson a coger otro taxi: él no tolera en ese momento que alguien le hable), en muchos otros necesita expresar fuera de sí toda esa intensa carga de excepcionalidad que lleva dentro, aun cuando, al hacerlo, revele que también hay algo infantil dentro de él.
Señalaba en mi comentario anterior que aquí, más que nunca, Holmes es un ser perdido en un mundo que no puede comprenderlo y que él comprende muy bien, pero de un modo distinto a los demás. Los guionistas de la serie insisten en que la excepcionalidad del intelecto de Holmes lo convierte en una víctima. Una víctima de un mundo gris, rutinario, sin apenas alicientes, condenado al contacto con hombres que no lo estimulan puesto que, enseguida, él se advierte muy superior a ellos. De ahí que ese poderoso intelecto lo haya enfocado hacia una actividad que lo encadena a la resolución continua de problemas: el crimen. Lo estremecedor, claro, es que, de la mano de ese rictus muchas veces tan falto de empatía —en uno de los capítulos de esta película el mismo Watson llega a plantear que su amigo es claramente un Asperger—, tan lindante con la pura des-humanidad, bien podemos llegar a pensar que la contribución al bien, a la minoración de daños contra inocentes, no motive a Holmes ni siquiera una mínima parte de lo que lo hace el reto intelectual.
En especial, la serie propone al Moriarty más inquietante que se ha visto nunca en sus adaptaciones al medio audiovisual. Hay que recordar que, en el Canon, Moriarty es el antagonista directo del gran detective en un único relato, El problema final, precisamente aquél en que Holmes parece morir en combate directo con el hombre al que él mismo llama el «Napoleón del mal». Su nombre se menciona en otros seis, en uno de ellos, El valle del terror (1915), aportando más detalles sobre sus actividades. (En el relato El constructor de Norwood, su segunda aventura después de su milagrosa reaparición, Holmes le dirá a Watson una frase que encajaría muy bien en la versión de Cumberbatch: «Londres se ha convertido en una ciudad particularmente aburrida desde la muerte del llorado profesor Moriarty».) Precisamente, el gran atractivo del personaje en el Canon es que el misterio que produce su única aparición física subraya su excepcionalidad: lo letal de una araña —el animal con que Holmes lo compara— es que sus presas no notan su presencia hasta que es demasiado tarde. En las adaptaciones posteriores, sin embargo, y como bien se sabe, Moriarty se convierte en el archienemigo recurrente del detective, trivializándolo al estar tan presente y ser derrotado tantas veces. (En la película El secreto de la pirámide, incluso, asume esa identidad después de una primera derrota, bajo otra identidad inicial, a manos del entonces adolescente Holmes.)
Si el Moriarty del cine ha acabado por resultar un villano cansino, en Sherlock, por fin, da la medida de todas sus posibilidades. En primer lugar, Moriarty, como el mismo Holmes, rejuvenece en edad. Andrew Scott, el actor que lo interpreta, tiene 34-36 años en el momento de rodar las dos temporadas en que aparece. Su aspecto, de hecho, insiste en la apariencia juvenil: parece un estudiante de posgrado que acaba de superar el acné. Incluso, como he señalado, en su primer encuentro con Holmes pasará desapercibido a sus ojos por su anodina apariencia.
Moriarty es, definitivamente, justo el doble exacto de Holmes. Pero el doble exactamente oscuro. Como él, en ese mundo prosaico, es la luz en la oscuridad, el pozo en el desierto. Solo que una luz tenebrosa, un pozo envenenado. Si Holmes es el único detective consultor que existe, Moriarty es justo lo mismo pero en el campo del crimen. Para él, el mundo es también un páramo de vulgaridad, solo que, al contrario que Holmes, ha encontrado la forma de estímulo necesario: primero, enfrentarse a su opuesto; después volver literalmente del revés su vida; por último, matarlo. Recuérdese que ya es una presencia en la serie desde su primer episodio: él era la sombra que estimulaba al asesino de la historia a cometer sus crímenes y a intentar matar al mismo Holmes.
Pero si Holmes mantiene a duras penas la cordura, Moriarty ha cedido definitivamente a la locura. No ha intentado ni resistirse a ella. Es el mal absoluto. El único defecto de Holmes, señala, es «estar en el bando de los ángeles». («Pero no soy uno de ellos», replicará éste.) Moriarty asesora a todo aquel que pretende cometer un crimen, cuanto más sofisticado mejor, por supuesto, por mera inclinación al mal, por mero deseo de utilizar su intelecto supremo para la destrucción. No duda en cobrarse cualquier víctima: en el duelo al que somete a Holmes en el episodio 3, la primera víctima que ejecuta de esos rehenes a los que ha atado una bomba, es a un niño. Moriarty me recuerda a un genial personaje de villano surgido de las páginas del cómic, en concreto de Capitán Britannia, ideado por Alan Moore y dibujado por Alan Davis: el Loco Jim Jaspers (fíjense que el nombre de pila coincide, e incluso físicamente ambos se dan un aire…), un ser cuyo poder es el de alterar la misma esencia de la realidad, y que en efecto lo hace, convirtiéndola en un infierno caótico, por puro deleite de maldad. («No muy lejos, un hombre perverso sonríe perversamente», era la estupenda frase inicial con que Moore lo introduce en la aventura que lo enfrenta al superhéroe titular.)
[Quien no quiera conocer los detalles del final de la temporada debe dejar de leer aquí]
En su duelo con Holmes, Moriarty no dudará en cobrarse la víctima más inesperada para obligar al héroe a tener que hacer justo lo mismo. En un espléndido momento shock, se suicida ante el estupor de su enemigo, para evitar que lo obligue a abortar la prueba definitiva a que lo está sometiendo: también él debe matarse, sin haber podido restablecer además su buen nombre, pues si no lo hace tres asesinos contratados matarán a sus tres únicos amigos en el mundo (Watson, Lestrade y la señora Hudson: y correspondientes planos nos muestran que, en efecto, hay tres sicarios acechando a todos ellos). Es decir, en un rasgo genial, Moriarty pone a Holmes en la tesitura de probar, de modo irrefutable, que ese ser a quien tantos creen inhumano es capaz del acto de máxima humanidad: el sacrificio personal y moral de sí mismo por sus seres queridos. Esta secuencia final, situada en lo alto de una azotea, me ha proporcionado uno de los momentos más intensos en mi larga relación con el gran detective. La respuesta a lo que sucede en ella… en la tercera temporada que acaba de estrenarse con extraordinario éxito en su Reino Unido natal.
FICHA DE LA TEMPORADA
Título: Sherlock / Sherlock. Año: 2012 (temporada 2ª).
Creadores: Mark Gatiss y Steven Moffat. Dirección: Paul McGuigan (cap. 4 y 5) y Toby Haynes (cap. 6). Guión: Steven Moffat (cap. 4), Mark Gatiss (cap. 5) y Steve Thompson (cap. 6). Reparto: Benedict Cumberbatch (Sherlock Holmes), Martin Freeman (Dr. John Watson), Rupert Graves (Inspector Lestrade), Una Stubbs (Sra. Hudson), Andrew Scott (Moriarty), Louise Breasley (Molly Hooper), Lara Pulver (Irene Adler). Duración de cada capítulo: 90 min.
La versión de Moffat es una de las más divertidas que he conocido de Sherlock. He visto algunas, incluso unas en las que también adaptaban al personaje a la época actual (o al menos, a la época en la que se rodaba, la II Guerra Mundial), pero esta llega a mezclar todos los detalles posibles y darle vida al personaje de una forma en que el sherlock de Moffat y Gatiss es una creación aparte de las anteriores. Y también cuenta con el divertidísimo trabajo que Gatiss hace encarnando a Mycroft como jefe de la seguridad británica. En resumen, esta versión tuvo tanto empaque y fue tan suya que es normal que el Sherlock de Guy Ritchie, cuya secuela había salido en el mismo año, acabara quedando un poco eclipsada…Y la versión estadounidense en la que adaptan de una forma muy libre al personaje, también. Para gustos, colores, pero según el personaje de Benedict Cumberbatch me parece original y distinto, Elementary se queda en un procedimental más.
Pues no tenía ninguna noticia de «Elementary», lo cual demuestra lo poco que sigo las series de TV y lo milagroso que es que haya descubierto «Sherlock». Eso sí, ¿Holmes y Watson hombre y mujer? ¿Tensión sexual habemus…? Bueno, hay versiones de todo tipo de la pareja. En una de las más curiosas, por ejemplo, en la película «Sin pistas», que no sé si conoces, Watson (Ben Kingsley) es el auténtico detective, y Holmes (Michael Caine) es un actor vanidoso que tiene contratado para despistar a prensa y criminales y trabajar en paz…
Pues mi mujer dice lo mismo, Ivonne, de modo que a ver si va a ser verdad jaja.