En psicología, se denomina síndrome de Walter Mitty a la predisposición de determinados individuos a pasarse el día soñando despiertos, en especial sueños que reflejan una visión heroica de sí mismos, para evadirse de la gris realidad. El nombre está tomado del personaje protagonista de un relato bastante célebre en la literatura norteamericana, obra del periodista, dibujante y humorista James Thurber, que lo publicó el 18 de marzo de 1939 en el prestigioso semanario The New Yorker. En las apenas ocho páginas del relato, Thurber se basta para realizar un agudo retrato de este tipo de individuo, cuya vida cotidiana, en efecto, parece muy poco confortable (zarandeado por una esposa dominante que lo trata como a un niño y no le permite un resquicio de autonomía) y que, a la primera de cambio, y con cualquier excusa que le proporciona el mundo circundante (un anuncio de periódico, una fotografía, un edificio público ante el que está pasando) se convierte en un heroico piloto de guerra, en un médico capaz de realizar la operación más difícil mientras repara, con tan solo una estilográfica, la máquina anestesiadora o en un insolente ganapán que reta a todo un fiscal en el estrado de los acusados. El espléndido relato es tan popular en Estados Unidos como para haber merecido dos adaptaciones al cine, al servicio de dos actores especializados en papeles cómicos: la primera en 1947 con Danny Kaye y la segunda de reciente estreno navideño con Ben Stiller en el papel titular. Con la excusa de esta muy simpática nueva versión voy a hacer un pequeño recorrido por el personaje.
No sé si el nombre de James Thurber (1894-1961) es mucho o poco conocido fuera de su país, aunque sospecho lo contrario. En cualquier caso, en los últimos años se han editado en España varios libros con su nombre. Dos corresponden a la editorial Acantilado y son pequeñas antologías de los relatos de humor que publicó el autor en la revista indicada líneas arriba, bajo los títulos de Carnaval, y, precisamente, La vida secreta de Walter Mitty, ahora reeditado ante el estreno de la segunda versión en cine. Otros dos revelan a un Thurber que, sin perder su característica cualidad humorística, hace incursión en el cuento maravilloso y están editados por la modesta Ático de los Libros: La maravillosa O y Los 13 relojes (este último, delicioso, lo leí hace varios años).
El relato que nos ocupa (traducido por Celia Filipetto en la edición Acantilado) supone una pequeña obra maestra, al mismo tiempo bella y cáustica, lírica y sombría. Con ese estilo ágil y ligero tan propio de los grandes humoristas americanos, de Mark Twain a Damon Runyon, Thurber narra la pequeña crónica «heroica» de un hombre común del que nada sabremos salvo esos dos detalles que marcan su vida: una esposa mandona y un mundo de sueños al que marcha con envidiable facilidad. Pero se nos deja rellenar, entre renglones, esos huecos: la mediana edad, el matrimonio sin hijos, el hogar suburbano, el trabajo cómodo y sin margen para la iniciativa. La vida secreta de Walter Mitty realiza una aguda sátira del famoso matriarcado norteamericano, al tiempo que efectúa un regocijante dibujo de la tensión entre la mediocridad y la necesidad de sublimar lo mediocre. Pero, sobre todo, es un prodigio de narración, plena de triste encanto: las transiciones del mundo real al soñado por parte de Mitty poseen un sabor amargo al mismo tiempo que divierten profundamente. Y no debe ocultarse que el último sueño sitúa al protagonista directamente ante un pelotón de fusilamiento (al cual se enfrenta con envidiable gallardía, por supuesto), dejando en alma del lector una indefinible melancolía…
En 1947, el productor Samuel Goldwyn decidió utilizarlo como vehículo para su último descubrimiento, un cómico de Broadway llamado Danny Kaye, especializado en monólogos cantores en los que lucir sus habilidades para el sonsonete rápido y absurdo. Kaye es hoy otro nombre olvidado, pero en su momento fue un cómico popular (algunos dirían populachero), dentro de una categoría evidentemente inferior a la de los grandes en su género como Jerry Lewis, Charles Chaplin o los hermanos Marx.
La personalidad cinematográfica de Kaye no fue precisamente original: se especializó en papeles de individuo trémulo e infeliz, torpe y patoso, pero dueño de un carácter interior que, al final, acaba resplandeciendo. En sus películas más célebres hacía gala de una notable ingenuidad, tras la cual, claro, se escondía un profundo romanticismo. Uno de esos papeles fue nada menos que el de Hans Christian Andersen, en El fabuloso Andersen (1952), donde cantaba una canción que se hizo muy célebre: «Wonderful Copenhague». De pequeño sus películas me encantaban, y aunque no resisten bien el paso del tiempo, creo que hay que ser agradecidos con aquello que una vez nos hizo feliz y guardarles el debido cariño y respeto.
El primer reto de la película, claro, era convertir un cuento de ocho páginas en una película con una duración estándar, incluso excesiva para lo habitual en este tipo de vehículos cómicos: 110 minutos. Y el argumento escogido por los guionistas es el previsible, la verdad: como en el relato, Walter Mitty se evade de la realidad mediante una serie de ensoñaciones en las que siempre aparece como un héroe… hasta que un día la fantasía cobra realidad y se envuelve en una peligrosa aventura en la que debe acudir al rescate de una bella mujer en apuros. Para marcar diferencias con el cuento, el Mitty encarnado por Danny Kaye no está casado pero su vida sigue dominada por mujeres. En primer lugar, una madre que tiene las mismas características atosigantes que su esposa, y después una prometida bastante repelente que está acompañada todo el tiempo por su propia madre, cuyo físico poco grato y comportamiento melindroso encarnan, claro, la amenaza de aquello en que se convertirá algún día su hija. Así pues, el retrato (fácilmente amenazador) del matriarcado se mantiene en el paso a la gran pantalla.
Hay, sin embargo, una importante novedad, que es fundamental para la trama: Walter Mitty trabaja como corrector de relatos para una editorial especializada en revistas pulp, como señalan las portadas enmarcadas que decoran la redacción. Es decir, se añade la circunstancia (puede parecer pueril, pero a mí me resulta entrañable) de que Mitty tiene como ocupación una labor que ya induce al ensueño. Una vida vulgar, una expectativa familiar poco apetecible, un trabajo que lo rodea del ambiente necesario… ¿se necesita algo más para lanzarse a soñar? ¿O a desear que esos sueños puedan ser realidad?
El gran fuerte de La vida secreta de Walter Mitty, por supuesto, estriba en la visualización de los sueños del relato. Unos siguen las propuestas de Thurber; otros están inventadas para lucir las habilidades cómico-canoras de Danny Kaye. Todos ellos están presididos por el mismo tono visual: colores luminosos, atmósfera de algodón de azúcar, decoración amablemente kitsch… y, en general, poseen un encanto que, por desgracia, no se traslada al resto de la historia, ya situada en el llamado mundo real.
Y es que, en primer lugar, este Walter Mitty no concita la menor simpatía, en buena medida porque se exagera el número de patoso infelizote a cargo de Kaye, que continuamente se tropieza con algo (tropiezo que siempre se ve venir, claro) o toma iniciativas que siempre le salen mal por culpa de su naturaleza medrosa. Por otro lado, la trama es muy vulgar y se va desarrollando con considerable apatía. Grave error, porque al ser tan tontorrona y previsible, solo podría haberse salvado jugando a darle el tono de fábula que permitía el relato. Justo en lo que acierta la película posterior de Ben Stiller.
Y eso que hay un elemento curiosamente fantástico que luego ni se explica ni se explora: en todas sus fantasías siempre aparece una mujer rubia y con expresión invariablemente admirativa… que de pronto cobra vida en la realidad y que será la que lo arrastre a una intriga criminal relacionada con antiguos colaboradores nazis. La chica es encarnada por la adorable Virginia Mayo, cuya belleza resulta deslumbrante —ay ese momento en que se presenta en casa de Walter por la noche y empapada de lluvia y se queda en enaguas— y que mejora considerablemente la película cada vez que aparece. También está el gran Boris Karloff parodiando claramente su rol siniestro, sobre todo en la escena en que encarna al psiquiatra al cual llevan, por fin, a Walter para curarle de su inveterada manía fantástica. Pero poco más: es una película muy muy envejecida.
Más de seis décadas después llega la nueva versión de la historia, dirigida y protagonizada por Ben Stiller. Antes de nada, voy a señalar que a mí Stiller nunca me ha llamado positivamente la atención. Mi primer contacto con él fue con otra película que él mismo dirigió y en la que tenía uno de los papeles protagonistas, Bocados de realidad (1993), que en su día tuvo cierta repercusión por su presunta condición de transgresor manifiesto generacional (¿se acuerda alguien de la generación X?) pero que era una tontería conservadora al servicio de la imagen de heroína romántica, en este caso moderna, que se quiso dar a sí misma la sobrevalorada Winona Ryder en su época de efímero esplendor (¡cómo cayó después esta chica!). Muchos años después vi Tropic Thunder: una guerra muy perra (2008), que me pareció una sátira sobre el mainstream norteamericano en teoría llena de mala idea, pero perjudicada, en la práctica, por privilegiar la parte de humor más fácil de su argumento. Entre medias, y para mi sorpresa, Stiller se había convertido en uno de los cómicos más populares de Hollywood. Lo vi en un par de papeles, uno de ellos el de Algo pasa con Mary (1998), donde no me divirtió precisamente. Eso sí: curiosamente (o no tanto…), el tipo de papel que interpretaba en ella no es muy diferente de esos en los que se especializó Danny Kaye en su buena época: un infeliz bobo y romanticón que al final, y por pura tenacidad, acaba llevándose a la chica de sus sueños.
Si señalo todo esto para indicar que no confiaba en que Ben Stiller fuera una de las virtudes de esta película, como al final es. Su aire pánfilo, su ademán dubitativo, trabajan bien la creación de los rasgos característicos del personaje sin necesidad de subrayarlos demasiado: su Walter Mitty sigue siendo un individuo al que la vida parece superar con facilidad pero no un bobo amedrentado por todo. Tengo que reconocerlo: Ben Stiller no solo realiza la mejor interpretación que yo le he visto nunca, sino que incluso es el alma de la historia.
En realidad, las razones por la que acudí a ver La vida secreta de Walter Mitty se hallan, primero, en mi atracción hacia las adaptaciones de historias que me gustan, y la curiosidad de compararlas con otras versiones. Y segundo, en el irresistible atractivo de su espléndido tráiler, que muestra la virtuosa recreación de los famosos sueños mediante espectaculares efectos digitales. Claro, podía temerse que la trama de Thurber sirviera de excusa para un cansino derroche de secuencias «donde todo puede pasar», pero una primera sorpresa es que no lo es en absoluto.
Y es que esta nueva adaptación, en rigor, tiene menos aún que ver con el relato de Thurber que la película de Danny Kaye. A bote pronto, podría decirse que el cáustico relato original se ve convertido en un manual de autoayuda cuya principal enseñanza es que no hay que perderse en meras fantasías cuando es mejor hacerlas realidad en tu propia vida. Pero este enunciado hace pensar que nos hallamos ante una película banal, y no es así. Pues si no es un film que destaque por su profundidad psicológica (ni lo pretende), sí supone una bonita fábula sobre la necesidad de hacer girar el timón de la propia vida cuando el rumbo anterior nos ha conducido a un mar estancado. Eso sí, lo encomiable es que, para ello, el guión no exagere la falta de alicientes de la vida de Walter Mitty ni lo rodee de seres tan desagradables como en la película anterior.
Ese es el gran acierto de esta película: Walter Mitty no es un hombre vulgar con una vida vulgar, sino un hombre sencillo cuya sencilla vida, eso sí, está incompleta, y al que determinada situación inducirá a saltar las vallas que ha puesto a su alrededor por comodidad o por miedo a lo desconocido. No desecha, por tanto, todo lo que Walter es antes de los episodios que va a vivir en la película —y que es mucho más que el encuentro, por fin, del amor— sino que, precisamente, devuelve el valor correcto a lo que ya tenía.
El Walter Mitty del guión que firma Steve Conrad, de entrada, es también un hombre de escaso carácter que, en mitad de cualquier situación, es capaz de evadirse del mundo que lo rodea. Un hombre del que lo primero que se nos muestra son sus intentos de trabar relación con una compañera de trabajo… a través de una página de contactos en la cual la ha descubierto. Eso señala, por tanto, que es un hombre muy tímido. Sin embargo, y aunque al principio parece haber un amago de indicar que su familia (aquí compuesta por una hermana que es actriz de medio pelo y una madre a quien interpreta nada menos que Shirley MacLaine) es tan opresiva como en el relato y la otra película, será una falsa alarma: ese pequeño núcleo familiar resultará ser un grupo de seres que se quieren y respetan.
Como en el film de 1947, las circunstancias profesionales de Walter Mitty son fundamentales a la hora de establecer las pautas argumentales por donde discurrirá la película. En este caso, Walter es el jefe de la sección de negativos de nada menos que la revista Life. Es una idea magnífica: a la medida de su carácter humilde y poco llamativo, Walter trabaja en la sección con menos glamour de la revista, y de hecho su reducto no está en la planta principal de una redacción que bulle de vida y ruido, sino en las entrañas del edificio, en un lugar solitario y oscuro (lógico, teniendo en cuenta el material con el que trabaja). Ahora bien, es un trabajo creativo, ya que Walter es, a fin de cuentas, el hombre por el que, en los muchos años que lleva en la empresa, han pasado todas las fotografías que siempre han sido el sello personal de la revista, y de su famosa portada, como bien remarca el importante personaje del fotógrafo que encarna Sean Penn, Sean O’Connell. De hecho, es la relación entre estos dos hombres el motor argumental de la película. El guión aprovecha un suceso real, el cierre de la edición «material» de Life (en abril de 2007) para concentrarse en su versión digital. Los jefes de Mitty, por tanto, quieren convertir su última portada en el símbolo de su legado, y O’Connell ha enviado una fotografía destinada a ella… que sin embargo no aparece por ninguna parte.
La búsqueda de esa instantánea es la que llevará a Walter a buscar al fotógrafo por medio mundo, de Groenlandia a Islandia (¡donde su llegada coincide con la famosa erupción del volcán Eyjafjallajökull que paralizó el espacio aéreo europeo en abril de 2010!) y por último al Himalaya afgano. Walter Mitty empieza, por tanto, soñando diversas fantasías —en las que, invariablemente, rescata a su amada Cheryl de algún apuro— y acaba viviendo él mismo lo que antes hubiera creído fantástico: un salto desde un helicóptero en plenas aguas groenlandesas, un viaje en skateboard por una solitaria y espectacular carretera islandesa, una loca huida de una nube de ceniza, una ascensión al Himalaya y un partido de fútbol con unos sherpas a cinco mil metros de altura.
El gran acierto de la película es que no parece haber tránsito entre el Walter que se sumerge en las ensoñaciones y el Walter que se lanza por fin a vivirlas: de hecho, cuando abandona por primera vez Nueva York y aterriza en Groenlandia… el espectador duda un rato hasta comprobar que no está en otro de sus sueños. Y es que todas las peripecias que va a vivir Walter alrededor del mundo no intentan, en ningún momento, ser realistas (de hecho, no pueden aspirar a serlo de ningún modo), sino que están bañadas de un aire irreal y fabulesco que no puede resultar más agradable. Eso sí, es muy significativo que, desde el momento en que Walter decide vivir en primera persona —en Groenlandia, precisamente, y en una escena en que resulta muy importante el bonito uso que se hace de la excelente canción de David Bowie Space Oddity—, cesen por completo sus ensoñaciones: ya no le harán falta más. La película, así, conduce al espectador por un mundo en el que no es que todo sea posible, sino que nada es del todo imposible si sabemos desde qué perspectiva contemplarlo.
[El lector que no conozca el final de esta película debe dejar de leer aquí]
El encuentro con el fotógrafo acabará desvelando que Walter no había tenido necesidad de recorrer medio mundo en busca de la foto: la tuvo siempre al alcance de la mano, en la cartera que O’Connell le había enviado como regalo al principio de la película. Es un símbolo, claro, de que la vida no debe recluirnos en un espacio ensimismado pero también de que es posible hallar la felicidad en nuestro pequeño entorno. De ahí la bonita conclusión: esa famosa foto que acabará siendo la última portada tangible de Life muestra al mismo Walter revisando una serie de negativos en la calle: o sea, una reivindicación de ese modesto amor por el detalle que, en el fondo, encierra toda labor creativa. Decía antes que esta película tiene mucho de manual de autoayuda, pero la verdad es que lo es en unos términos que nunca resultan estomagantes sino lícitamente emotivos, transmitiendo un optimismo vital que no puede ser más contagioso, y ello sin ningún tipo de molesto trascendentalismo, gracias a una reivindicación de la creatividad —creatividad que no implica excepcionalidad— que emana con naturalidad de las imágenes. De ahí que acabe resultando un film digno de todo respeto y que se sigue con alegría y emoción.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: La vida secreta de Walter Mitty / The Secret Life of Walter Mitty. Año: 1947.
Dirección: Norman Z. McLeod. Guión: Ken Englund y Everett Freeman. Fotografía: Lee Garmes. Música: David Raksin. Reparto: Danny Kaye (Walter Mitty), Virginia Mayo (Rosalind van Hoorn), Fay Bainter (Señora Mitty), Boris Karloff (Dr. Hollingshead). Dur.: 110 min.
Título: La vida secreta de Walter Mitty / The Secret Life of Walter Mitty. Año: 2013.
Dirección: Ben Stiller. Guión: Steve Conrad. Fotografía: Stuart Dryburgh. Música: Theodore Shapiro. Reparto: Ben Stiller (Walter Mitty), Kristen Wiig (Sheryl), Sean Penn (Sean O’Connell), Shirley MacLaine (Sra. Mitty). Dur.: 114 min.
Aunque sean poco conocidas, ese tipo de cómicos de hace años puede ser interesante a la hora de ver alguna película. Muchos autores modernos se inspiraron en personajes minoritarios como el estilo de Abbott y Costello o los Three Stooges (y a estos últimos, también hay quien opina que es preferible haberlos enterrado en el olvido).
Ben Stiller tampoco ha sido nunca de mis favoritos ni de lejos, como le pasa a muchos cómicos estadounidenses a los que no hay forma de pillarles el chiste. En cambio, parece que con este papel sí ha encontrado un hueco adecuado.
Quizá el personaje más típico de los cómicos de siempre en Hollywood es el del individuo tímido, torpe, incluso patoso, ingenuo y muy romántico, que por tenacidad y nobleza acaba consiguiendo cuanto se propone (que es, casi siempre, la chica de sus sueños). Es el modelo no solo de Danny Kaye, sino de Jerry Lewis, Bob Hope, el Ben Stiller de «Algo pasa con Mary» o, yendo más lejos, los grandes genios del cine mudo como Chaplin, Keaton o Harold Lloyd. Y luego estarían los mega-gamberros como los Hermanos Marx.
Yo a Ben Stiller lo aguantaba poco. He visto pocas películas suyas por eso, pero no creo que haya dado escapar ninguna joya (espero…). De ahí la sorpresa de su papel en este «Walter Mitty».
Estoy de acuerdo contigo en que ese «aire irreal y fabulesco» es uno de los puntos fuertes de la película. No tenía ni idea de que era una adaptación, te agradezco que me pongas en contexto. A primeras no hubiera ido a ver una peli de Ben Stiller (como actor ni como director), puesto que lo relaciono con comedias poco interesantes. Pero vi tu post y una amiga me la recomendó y he de decir que ha conseguido hacerme soñar y emocionarme con la banda sonora y el paisaje. A mí me ha encantado. ¡Saludos!
Sobre Ben Stiller yo pienso como tú, de ahí que si fui a ver esta película es por la curiosidad sobre la adaptación. Y luego tengo que reconocer que hasta Stiller estaba bien. La verdad es que las imágenes son tan limpias, tan bonitas, y los escenarios tan maravillosos que es otro aliciente para ver la película… y salir del cine con ganas de soñar. Un abrazo.
En lo personal, haberme encontrado apenas hace un par de meses con esta película acerca de la vida de un tipo de 42 años introvertido y preso de su relación con las dos mujeres de su vida (su madre y su hermana), me ha servido, como bien lo mencionas, como un manual de autoayuda, ya que me identifico con el personaje, me inspira a hacer cosas que he dejado enpolvarse en algunos rincones y a ponerle empeño a lo que hago, poniendo mayor atención a los detalles, que es a lo que de manera indirecta también nos invita Ben Stiller. Saludos! Excelente Post!
Gracias por tus palabras y por tu participación. Ciertamente, en «La vida secreta de Walter Mitty» destaca para bien su noble propósito optimista acerca de la posibilidad del cambio y la superación del ser humano.
Cómo era la personalidad de Walter Mitty antes de su viaje?
Walter es un hombre trémulo, indeciso, ensimismado, que se refugia en su mundo de sueños porque, en la vida real, no se atreve a tomar decisiones (como simboliza bien que intente acercarse a la chica de la que se ha enamorado, y que trabaja en su misma empresa, a través de una red virtual de contactos) ni abandonar su cómodo refugio (una vez más, es simbólico que sea el archivo de fotografías de la revista, en las entrañas del edificio, donde no suele entrar nadie aparte de su fiel ayudante). El relato contará, precisamente, cómo se ve obligado a abandonar esa concha en busca de la fotografía perdida y cómo ese primer movimiento acaba desencadenando un proceso de «exteriorización» que no le convertirá en alguien distinto (no lo necesita: ya posee la sensibilidad suficiente) sino que le hará encontrar la energía para abrirse con los demás y compartir cuanto él puede aportar.