Vaya por delante que esta segunda entrega de El Hobbit me parece mejor que la primera, y ello por una sencilla razón: es más entretenida y no se hace tan interminable como la anterior. Ahora bien (comienzo con los matices y los peros y los contras…), no es por mérito especial de su director y máximo responsable, Peter Jackson. De hecho, esta segunda entrega me confirma lo que ya pensé con la primera: que, en todo caso, el «nuevo» ciclo lo que hace es abrir los ojos con respecto a los méritos reales de Jackson en la trilogía cinematográfica de El Señor de los Anillos, es decir, que es un buen orquestador de equipos y un director discreto. El Hobbit está narrada exactamente igual que El Señor de los Anillos, lo cual ya me parece un error porque solo consigue parecer más de lo mismo. Lo digo ya: si El Hobbit: La Desolación de Smaug interesa más que Un viaje inesperado es porque entra en una parte de la aventura de Bilbo Bolsón mucho más interesante. En la primera entrega se notaban demasiado los «rellenos» urdidos por Jackson y sus guionistas, y pesaba demasiado que, las cosas como son, esta aventura pensada por Tolkien es de aliento mucho más modesto, en lo épico, en lo imaginario, en lo literario, que el de su más famosa obra literaria.
Con el grave inconveniente de que Jackson está contando una historia que incluso quien no haya leído los libros sabe cómo acaba, con lo cual carece de la menor tensión argumental. Su interés debía haber sido dramático y narrativo, y una forma adecuada de conseguirlo habría sido diferenciar (en la atmósfera, en el aliento, en el dibujo de personajes y escenarios) ambos ciclos. No solo no se hace, sino que Jackson se esfuerza en que ambos se parezcan lo más posible. Habrá quien lo aplauda, pensando que es lo más coherente. A mí me parece lo contrario, que es comodidad y falta de riesgo: si El Señor de los Anillos es un ciclo ambicioso y, en su momento, fue sorprendente, El Hobbit ni tiene ambiciones ni sorprende (el sentido de la maravilla se ha perdido ya con tanto virtuosismo digital…). Sigo creyendo lo mismo que cuando el año pasado vi la primera entrega: la nueva serie está pensada solo para ganar dinero. Lo cual no sería malo en sí mismo… si las creaciones de Tolkien pertenecieran exclusivamente a Mr. Jackson y no a todo el mundo.
Como era de esperar, también aquí hay mucha aportación de los guionistas al libro original. El tenebroso Azog el Profanador sigue dando la lata, persiguiendo incansable al grupo de los enanos sin que uno llegue a comprender el porqué de tanta tenacidad: las cosas como son, es claro que es para dar la excusa necesaria a varias escenas de contienda que mantengan alto el interés de quienes asocian El Señor de los Anillos con continuas escaramuzas entre criaturas fantásticas. Estoy seguro de que cuando hayan pasado unos años y volvamos la mirada esta nueva trilogía de Jackson, habrá que hacer un esfuerzo para recordar quién rayos era este Azog y por qué hacía lo que hacía.
Del mismo modo, se incluye una historia completamente inventada para la ocasión, la de la atracción sentimental entre una joven guerrera elfa, Tauriel, y uno de los enanos, Kili. Esta «tensión amorosa» entre seres de pueblos distintos y, encima, hostiles entre sí, aporta a la historia, claro, un mensaje muy moderno de integración que a mí, francamente, me parece irrisorio, tanto como la reescritura de los viejos cuentos de hadas en clave de la igualdad coetánea entre sexos. Además, es una atracción fácil. Tauriel se enamora del enano «guapo», o sea, del único que no está caracterizado de modo grotesco, sino que sencillamente es un hombre corriente empequeñecido digitalmente. Vamos, que Tauriel no se fija precisamente en la belleza interior… Al saber que el bello Kili, herido por un dardo orco, está amenazado de muerte por envenenamiento, Tauriel lo deja todo, desobedeciendo la orden de su rey de ignorar los sucesos del mundo exterior, y parte en busca de ese enano con el que, por otra parte, solo ha tenido ocasión de charlar un minuto. Lo que es el flechazo interracial…
Por lo demás, y como también se había hecho en Un viaje inesperado, el guión intenta unir argumentalmente los dos ciclos cinematográficos. Por un lado se hace reaparecer al elfo Legolas (en rigor, debería decirse que aparece por vez primera: contradicciones de la precuelas), decisión que, es cierto, encierra coherencia. No en vano Legolas es el hijo de Thranduil, el rey elfo cuyo reino se encuentra en el Bosque Negro. Cierto que en el libro de Tolkien a este soberano nunca se le da nombre, pero al hacerlo en El Señor de los Anillos, se «obliga» a identificarlo con él retrospectivamente. Problemas del absurdo de querer contar de delante hacia atrás.
Otro añadido es el relato de las aventuras de Gandalf después de abandonar, a la entrada del Bosque Negro, la Compañía de los enanos. En la novela nunca se dice a dónde se dirige el mago gris, pero Jackson y sus guionistas recurren al nutrido material tolkieniano para rellenar huecos. Me gustaría poder precisar de dónde se obtiene esta historia, pero, la verdad, por mucha devoción que le tenga a El Señor de los Anillos, por mucho que me atraiga El Silmarillion y por mucho que le tenga simpatía a El Hobbit —los tres libros canónicos de Tolkien, aunque el segundo ya fue una edición póstuma a cargo de su hijo Christopher—, tampoco he sentido nunca la fascinación por conocer hasta la última coma que se encuentra en todos los papeles que el profesor de Oxford escribió a lo largo de su vida, y que ha dado origen a una biblioteca inauditamente prominente.
Así, Gandalf se ve atraído por la presencia del Nigromante, un ser que vive en una torre siniestra llamada Dol Guldur, en un extremo del Bosque Negro. Allí se dirige Gandalf, solo para descubrir que ese ser es, en realidad, Sauron: en el momento culminante, la imprecisa forma oscura del Nigromante acaba convirtiéndose en el famoso ojo de Sauron. Es una forma más, por lo tanto, de unir los dos ciclos: recuérdese que en Un viaje inesperado ya se incluyó un nuevo concilio en Rivendel donde se reunieron Gandalf, Elrond, Galadriel y Saruman para hablar de los progresos incipientes de ese Mal que acabará estallando en El Señor de los Anillos.
Uno de los problemas de esta vuelta atrás radica en la convocatoria de los mismos actores diez años después del primer ciclo. Es decir, si se supone que los acontecimientos narrados en El Hobbit transcurren como ochenta años antes (aunque sean años de la Tierra Media), es un contrasentido que los personajes (o sea, los actores) parezcan mucho más viejos, por mucho PhotoShop que haya rebañado sus arrugas. De hecho, el aspecto de muñecos de cera que se les otorga resulta todavía contraproducente. Si Ian McKellen no puede ocultar que su rostro está todavía más arrugado (tiene más de 70 años), la peor impresión la produce Orlando Bloom en el papel de Legolas. Si diez o doce años atrás era un chico espigado, ahora está mucho más inflado: no puede pasar por un personaje más joven que el de El Señor de los Anillos. Por no hablar del efecto céreo de su piel o lo molesto de las lentillas azules, tal vez digitales, con que se intenta dotar de «profundidad» a su mirada. Y una última cuestión: si ya en el primer ciclo me pareció cargante el diseño lánguido y cursilón de los elfos, y si Bloom era uno de los intérpretes más anodinos, no digamos ya ahora.
Hablando de actores, El Hobbit 2 deja bien claro que Martin Freeman, que sin duda será un buen actor de carácter, no está a la altura del mítico personaje que se le encomienda, el de Bilbo Bolsón. Bajo los rasgos de Freeman, Bilbo carece del menor carisma, no resulta divertido ni pintoresco, no transmite la extrema tensión que supone para un hobbit —o sea, para un tipo que lleva marcado en los genes la indolencia y el rechazo de todo apresuramiento, no digamos ya ante cualquier peripecia con riesgo de violencia— el tener que vivir tan tremendas aventuras. Este Bilbo Bolsón aburre.
Del mismo modo, ese rey enano de rostro perennemente severo encarnado por Richard Armitage, o sea, Thorin Escudo de Roble, acaba abusando demasiado de su perpetua severidad. Se convierte en un latazo, siempre mirando a sus compañeros de forma que éstos hayan de quedar abrumados y temerosos de fallarle a Él, siempre poniendo el mismo rictus de obcecamiento, de tenacidad, incluso de fanatismo, sin que se vea temperado por el más mínimo matiz «humano». La mejor metáfora de la nimiedad final de esta nueva saga es el fracaso de estos Bilbo y Thorin a la hora de atraer incondicionalmente el interés y el respeto del espectador. Así, El Hobbit sobrevive gracias, todavía, al carisma de Ian McKellen, al atractivo inmenso de las creaciones y escenarios de Tolkien y a la solvencia cinematográfica de esperar en una película que ha costado tanto dinero.
La trama de la película arranca, claro, justo donde quedó en el primer capítulo: rescatados por las águilas de ser capturados por los orcos (o morir en los árboles incendiados donde habían sido acorralados). Gandalf los conduce a la casa de Beorn, un particular individuo que por las noches se transforma en un terrible oso, que no distingue amigos de enemigos. Para abrir la película, el episodio resulta aburrido, pues el personaje no consigue dejar la necesaria huella en el espectador (aunque debe regresar en el cierre de la saga…). El cruce del Bosque Negro, al menos, permite disfrutar de un escenario bastante sugestivo, con esa buena idea de hacer que el sendero del que los enanos no deben apartarse se enrede considerablemente en la espesura, al modo de un laberinto en el que, claro, acabarán perdiéndose. Ahora bien, el enfrentamiento con las arañas demuestra una vez más las limitaciones de esta segunda trilogía: en El retorno del rey, la aparición de la horrenda Ella-Laraña es inolvidable. Pero, una vez más, Jackson trivializa sus propios hallazgos por culpa del exceso de familiaridad con los arácnidos a que somete al público. Las arañas ya no asustan, ni impresionan, y aunque la secuencia se sigue con interés, da la sensación de ser otro de los rellenos para alargar metraje, cuando es uno de los episodios centrales de la aventura literaria.
En fin, a partir de la aparición de los elfos (y pese, repito, a su cargante caracterización), la película remonta bastante. Hay que reconocer que Evangeline Lilly consigue que su personaje tenga más sustancia de la esperada (vamos: eclipsa totalmente a la Liv Tyler de la saga inicial; es curioso que ambas actrices, bajo su aspecto élfico, incluso tengan un mismo aire físico). Por otro lado, la ciudad subterránea de los elfos resulta un espacio muy atractivo, del que apetece conocer sus rincones, siguiendo al invisible Bilbo, el único de la Compañía que no ha sido capturado y que liberará a los otros.
En narración paralela se nos cuentan las andanzas de Gandalf. La primera de ellas es absurda: un relleno esta vez sin justificación alguna, salvo que se me pasara algún detalle que lo explique. Y es el encuentro de Gandalf en un cubil misterioso encerrado en la montaña con el mago Radagast el Gris (que ya había aparecido fugazmente en Un viaje inesperado). Cuando uno espera que ese sitio (sugestivo, todo hay que decirlo) encierre algún secreto o prometa una aventura… los dos magos dan media vuelta y se van (!!), sin explicar qué los llevó allí. Al pie de Dol Guldur se separan y Gandalf penetra en este lugar sólo para advertir que ha caído en una emboscada.
Entretanto, la huida de Bilbo y los enanos de la ciudad de los elfos da pie a la secuencia probablemente más insostenible de todas las que alguna vez haya rodado Peter Jackson. Al igual que sucede en el libro, los pequeños viajeros huyen en barriles aprovechando la corriente del río. Ah, pero esto era poca cosa para Jackson, de tal modo que complica la huida con mil y un peligros. Así, a las puertas del reino de los elfos vuelven a aparecer los orcos destacados por Azog y tiene lugar una persecución-batalla en la que los fugitivos son ayudados por Legolas y Tauriel. Peter Jackson intenta rizar el rizo del virtuosismo, convirtiendo el alocado descenso en una especie de gincana en la que los «buenos» se van deshaciendo de todos los peligros que se van encontrando (y liquidando a buena parte de los orcos) con una precisión tal que solo asumiendo hasta el fondo el delirio de la situación la cosa habría tenido un pase. O sea: al modo de Steven Spielberg y las peripecias de Indiana Jones (esas locas persecuciones en que Indy se subía-bajaba de jeeps, vagonetas, tanques y lo que le echaran por delante). Pero no: Peter Jackson se toma esas inverosímiles hazañas en serio y de ahí que caiga en el ridículo, sobre todo cuando, sin cortar el plano, deja que la cámara fluya como si también fuera río abajo. Así, en determinado momento, llega a parecer que Legolas, con tanto brinco mientras no falla una sola flecha, está surfeando sobre troncos y riberas.
Los animadores digitales (o los diseñadores de producción, ya no sé dónde acaba el trabajo de unos y empieza el de otros) se marcan un considerable acierto con el escenario de la Ciudad del Lago. En ella, Jackson otorga un gran relieve al personaje de Bardo (Luke Evans), un descendiente del jefe que no consiguió acertar con su flecha al dragón Smaug cuando lo tuvo en el punto de mira mientras destruía Erebor y la ciudad al pie del mismo, Valle. (Huelga decir que está claro que es Bardo quien está destinado a acabar con el dragón en la tercera entrega, y del modo en que fracasó su antepasado.) A esta altura de la aventura, al menos hay que reconocer que se ha conseguido diferenciar un tanto el conjunto hasta entonces indiferenciable de enanos, o al menos a cuatro o cinco de ellos: el anciano y venerable Balin, el joven y guapo Vili, el gordo Bombur… Jackson incluso divide el grupo, al permanecer algunos con Vili, que está al borde de la muerte al haber sido herido por una flecha orca (motivo que lleva a Tauriel a desobedecer las órdenes de su rey y marchar a la Ciudad del Lago). Es lástima que, desconfiando de la mera relación entre personajes, Jackson vuelva a orquestar otra peleíta de los elfos contra los orcos, en la que éstos —deben de ser los salvajes más incompetentes de todos los tiempos— vuelven a llevarse la peor parte.
[Quien no haya visto todavía esta película debe dejar de leer aquí]
Ahora bien, y como todos esperábamos, la pieza central de la película es, por fin, la incursión en la Montaña Solitaria y la reaparición del dragón Smaug. La animación de éste es estupenda, si bien lo que le da su verdadera personalidad es la resonante voz del actor Benedict Cumberbatch (tan de moda que tiene varias pelis en cartel y que ya fue el malvado Khan de Star Trek: En la oscuridad, el gran blockbuster del verano). Quien no está a la altura del antagonista es Bilbo/Freeman, y tampoco Jackson, quien acaba haciendo demasiado confusas las idas y venidas de los pequeños aventureros por las entrañas del subterráneo. Sin embargo, resulta adecuadamente grandilocuente la escenificación de esa gigantesca sala cubierta de joyas y monedas de oro, con la cual Tolkien rindió homenaje a la clásica historia germánica del dragón que custodia un tesoro, y que es fundamental en la historia de Los Nibelungos. Jackson consigue por fin evocar algo del buen tono épico de los mejores momentos de su primera trilogía: la tenacidad de Bilbo hasta arrancarle a la montaña su puerta secreta, la progresiva aparición del cuerpo del dragón entre las monedas (estupendo el plano en que surge su párpado escamoso… y abre el ojo), o el intento de los enanos de convertirlo en una estatua dorada. Esto último también es invención de los guionistas y provoca una última incongruencia: liberado de esa prisión de oro al salir volando de la Montaña, lo lógico es que Smaug hubiese regresado enseguida para dar buena cuenta de sus agresores. Pero no, da media vuelta y se lanza hacia la Ciudad de Lago… terminando aquí la entrega. Claro, lo hace porque así fue escrito por Tolkien y porque, seguro, Bardo tiene que tener su momento de gloria. Pero el encadenamiento de los hechos resulta arbitrario.
En fin, el año que viene veremos coronarse el ciclo. Y dos dudas me entran. Primera, teniendo en cuenta las pocas páginas que quedan de la novela original (un cuarto de ella), ¿cuánto relleno no tendrán, cómo de interminables serán las batallas que nos esperan? Segunda: ¿seguirá después Jackson retorciendo la gallina de los huevos de oro y se atreverá con El Silmarillion? Si se empeña, seguro que quedan manuscritos de Tolkien perdidos en algún cajón a la espera de un astuto hombre de cine…
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El Hobbit: La Desolación de Smaug / The Hobbit: The Desolation of Smaug. Año: 2013.
Dirección: Peter Jackson. Guión: Fran Walsh, Philippa Boyens, Peter Jackson y Guillermo del Toro; novela de J.R.R. Tolkien. Fotografía: Andrew Lesnie. Música: Howard Shore. Reparto: Ian Mckellen (Gandalf), Martin Freeman (Bilbo Bolsón), Richard Armitage (Thorin Escudo de Roble), Orlando Bloom (Legolas), Evangeline Lilly (Tauriel), Luke Evans (Bardo), Benedict Cumberbatch (Smaug / Nigromante). Dur.: 161 min.
Si el cine de los últimos diez años ha sido capaz de convertir un librito de 180 páginas, como era el primero de Harry Potter, en un largometraje de 2 horas y media, ¿Qué no serán capaces de hacer con el Hobbit, escudándose en las notas de Tolkien? La primera parte me pareció entretenida, pero este despliegue muchas veces parece una excusa para aprovechar efectos digitales y justificar una entrada que cuesta ocho euros.
En 1998 se hizo un remake del clásico «La muerte en vacaciones» de 1934 con el título de «¿Conoces a Joe Black?». Los 79 estupendos minutos originales se convirtieron en 178. En el mainstream actual de Hollywood no sólo es que el sentido de la síntesis haya muerto, sino que parecen creer que el dinero exige acumular y acumular minutos para que el espectador crea que ha rentabilizado su entrada. Y no digamos del señuelo de las versiones extendidas. En fin, nada de esto importaría si al menos las dos partes de «El hobbit» no dieran la sensación de que existen pero que si no existieran nadie lo habría sentido…