El Necronomicon es uno de los más famosos libros de ficción que pueblan la literatura. Lo inventó el escritor Howard Phillips Lovecraft en su relato El sabueso (1922), y su contenido es tan horrible que provoca la locura o la muerte en aquellos que lo leen. Su autor es el árabe «loco» (el adjetivo es imprescindible) Abdul Alhazred. La influencia que HPL consiguió entre un grupo de escritores de ficción pulp, la mayor parte de ellos reunidos en torno a la mítica revista Weird Tales, hizo que el mismo libro fuese «adoptado» por muchos de estos en sus propios relatos, con el beneplácito de su creador, al igual que buena parte de sus engendros luego englobados bajo la categoría de los Mitos de Cthulhu, del mismo modo que haría el propio Lovecraft con algunas de las creaciones de sus amigos. Incluso, el autor, en 1927, escribiría un breve relato titulado Historia del Necronomicon, para uso de aquéllos, en el que establecía la pequeña historia del libro: su inicial redacción en árabe bajo el título de Al Azif, su traducción (perdida) al griego, en la cual recibió el nombre por el que sería conocido, la traducción al latín por el sabio danés Olaus Wormius y, por último, la referencia a las escasas universidades que se sabe que guardan, bajo siete llaves, un ejemplar. Esta intertextualidad entre amigos y discípulos acabaría trascendiendo los límites del Círculo que, tras la muerte del escritor, y cuando el culto a Lovecraft se convirtió en universal, el juego trascendió los límites de la ficción, apareciendo falsos anuncios de su existencia en diversos catálogos bibliográficos. En los años 80, su apropiación por parte de Sam Raimi para su saga iniciada con Posesión infernal (1981) lo dotaría de aun mayor popularidad. ¿Qué aficionado al género de terror, haya leído o no a Lovecraft, no ha oído hablar del Necronomicon?
Lovecraft es uno de los autores que, desde incluso antes de morir, ha visto como su literatura desencadenaba toda clase de reproducciones y homenajes: eso que llamamos pastiche. (No en vano él mismo hizo lo propio con respecto a los autores que amaba, empezando por Poe o lord Dunsany.) Pues bien, en España se acaba de publicar un pastiche no en torno a los Mitos de Cthulhu, sino centrado precisamente en la figura del escritor de Providence y su círculo íntimo. Se trata de Los nombres secretos, segunda novela del gaditano Jesús Cañadas, que acaba de publicar Random House Mondadori bajo el sello Fantascy.
Como señalo en el título del comentario, la historia planteada por Cañadas se resume en una frase: Lovecraft a la busca del Necronomicon. La acción tiene lugar a lo largo de varios meses del año 1931. En esas fechas, HPL contaba con 41 años y no sabía que solo le quedaban siete de vida. Después del fracaso de su matrimonio con Sonia Greene había vuelto definitivamente a su vida en Providence, junto a sus dos tías, Lillian Clark y Annie Gamwell, y a las rutinas que había ido forjando desde su juventud —acostarse a altas horas de la noche y, por tanto, levantarse tarde, y dejarse mimar por completo—, sólo esporádicamente alteradas por los viajes y excursiones que hizo por la geografía del este del país, muchas veces para ver a sus amigos.
En este momento es cuando la acción sorprende a Lovecraft. Acción que le trae uno de sus más fieles amigos y admiradores, Frank Belknap Long (a quien HPL llama, de modo entrañable, Belknapius), escritor de segundo orden dentro del Círculo pero autor de uno de los relatos más estimados del mismo, Los perros de Tíndalos (1931). Long se presenta en Providence con una historia increíble: una anciana millonaria ha intentado contratarlo para buscar el Necronomicon, sin atender en absoluto a sus insistentes declaraciones de que el libro es una invención literaria, y para ello ha esgrimido como prueba una ficha extraída de una biblioteca. Es el inicio de una aventura, progresivamente violenta y peligrosa, que llevará al equipo formado por Lovecraft, Long y, atención, un tercer recluta llamado Robert E. Howard (el autor de Conan), por medio mundo en busca del libro: primero a Londres, después a Berlín y, por último, tras una pequeña digresión en Portugal, a la mismísima Damasco, el lugar, recuérdese, donde supuestamente murió el autor del libro maldito, el árabe loco Abdul Alhazred, devorado por un monstruo invisible que lo arrebató a plena luz del día y entre testigos. A ellos se unirá, en Londres, la misma ex esposa de HPL, Sonia Greene (que, en realidad, nunca dejó de estar casada con él pues el escritor, de acuerdo con su ideología profundamente conservadora en lo moral, no llegó a firmar los papeles del divorcio, dejándola en el engaño durante muchos años).
En el curso de su aventura, Cañadas no se priva de hacer jugar un papel importante a otros nombres de la literatura, la política o el esoterismo. En Londres, aparece nada menos que Aleister Crowley, figura bien conocida por sus conocidas vinculaciones con el ocultismo (y cuyo sensacionalista apodo, seguramente difundido por él mismo, fue el de «el hombre más perverso del mundo»). Asimismo, juega un papel importante el escritor galés Arthur Machen, como bien sabe uno de los autores más admirados de Lovecraft y una de las influencias incontestables de su literatura. En el episodio de la subasta en el Museo Británico el carrusel de «apariciones invitadas» ya es delirante: Cañadas incluye nada menos que a Charles Chaplin, Aldous Huxley, Salvador Dalí (montando el número, claro) y el mismísimo Alfred Hitchcock.
En Berlín, el papel de Crowley lo retoma Erik Jan Hanussen, el famoso astrólogo de Hitler… el cual, si bien de modo elusivo, también aparecerá por estas páginas. Finalmente, en Portugal se recurre al poeta Fernando Pessoa, cuyas inclinaciones por el esoterismo también son conocidas: Cañadas incluso aprovecha un hecho real, el viaje de Aleister Crowley a Lisboa para conocer al poeta, que había corregido su horóscopo, para incrustar ahí uno de los episodios de su novela.
Antes de entrar con detalle en el comentario de la novela, digo por adelantado que Los nombres muertos me parece una novela bastante estimable, que entretiene en todo momento superando los diversos baches que aparecen a lo largo de su sin duda desmesurado número de páginas, y que triunfa en su propósito principal, el que es fundamental en todo pastiche: revivir de modo convincente e incluso entrañable a unos personajes (reales o ficticios) que nos pertenecen a todos, sin que los incondicionales de los mismos sientan nunca que los está traicionando.
Y lo primero es señalar la convicción con que Jesús Cañadas revive ante nuestros ojos a Howard Phillips Lovecraft. Lo hace, claro, en función de las imágenes que todos tenemos de él gracias al material que sobre él escribieron amigos y admiradores: su pedantería al hablar, su gentileza ensimismada, su pose como hombre de débil energía (le gustaba llamarse el Abuelo…), los pequeños ritos sobre los que construía su vida. Es delicado, porque, por un lado, quien intente revivir a HPL no puede eludir estos elementos, pero por otro lado corre el riesgo de parecer que hace uso de unos tópicos fáciles. Sin embargo, este Lovecraft consigue despertar la simpatía del lector, sobre todo porque le rodea un aire de modestia que no puede resultar más agradable. Esta simpatía viene subrayada por el excelente dibujo que Cañadas realiza de un personaje mucho menos conocido (y sobre el que, por tanto, tenía mayor libertad compositiva) como es Frank Belknap Long. Tímido, trémulo, medroso pero siempre tenazmente esforzado cuando hay que ayudar a un amigo, dispuesto en todo momento a permanecer en segundo plano al lado del hombre al que tanto admira, Belknapius asume hasta la médula su papel de complemento (como sucedió también en su vida real, tanto en su propia carrera literaria como en su vida; lo poco que sé de él recuerda mucho a Lovecraft: un hombre que tardó mucho en abandonar el fácil acomodo familiar y que se deslizó por la vida con el ánimo de molestar lo menos posible).
Uno de los buenos detalles de la caracterización de los personajes es insistir en que ese gran creador de seres irreales que fue Lovecraft era un hombre firmemente aferrado a sus creencias materialistas: a la realidad, en suma. Por ello, si todo el mundo, incluido sus amigos, parece dispuesto a creer en la existencia del libro, Lovecraft mantendrá siempre que es una falsedad (aunque se vea arrastrado a esa quimérica búsqueda). Incluso su vocación racionalista se mantiene especialmente alerta en sus encuentros con esos grandes impostores que son Crowley y Hanussen.
El principal lastre que posee la novela es su falta de vocación estilística en sentido literario. De hecho, llega a parecer que es la novelización del guión de una película o de una miniserie de televisión, en especial por su forma de parcelar la acción en secuencias que siempre son cortadas cuando está a punto de suceder algún momento fuerte, dejando colgado el suspense. Del mismo modo, las principales secuencias de acción tienen un inconfundible aire a superproducción de aventuras fantásticas del mainstream de Hollywood: el mejor ejemplo es esa persecución en automóvil ¡por el interior del Museo Británico! que parece extraída del metraje de alguna película de Indiana Jones (Spielberg es influencia confesa del autor, según he leído en alguna entrevista que figura en la red) o, peor, de la «saga» de La momia protagonizada por Brendan Fraser.
La estructura narrativa resulta en exceso mecánica. Después del excelente arranque en Providence —para mi gusto, la mejor parte de la novela: la presentación de los personajes resulta literalmente encantadora, e incluso el arranque de la intriga posee un notable interés—, la novela entra en un ciclo repetitivo. Las peripecias en Londres y Berlín tienen un desarrollo demasiado parecido: su tropiezo con siniestros individuos que siempre parecen saber más que ellos y los hostigan sin piedad, la ayuda ambigua de un experto ocultista (Crowley en las islas, Hanussen en la capital alemana) y un grand finale que concluye del modo más fácilmente espectacular, con profusión de sangre y violencia. Por otro lado, resulta demasiado tópico que, al final, sean los nazis uno de los grupos que anda detrás del Necronomicon.
El episodio portugués parece otra interpolación no muy necesaria, aunque está bien contado. Por último, la parte final en Damasco resulta muy deshilvanada e incluye la aparición, bastante coyuntural, de un grupo de seres (¿de djinns?) con evidentes correspondencias con esos zombis que ahora tan fastidiosamente están de moda. Sin embargo, remonta el bache con el que concluía el episodio berlinés, y acierta al presentar un escenario tan lovecraftiano como el de la ciudad sin nombre situada bajo el desierto. Aunque la novela, ya lo he dicho, no es sobre las creaciones de Lovecraft sino sobre el mismo Lovecraft (más allá de pequeños momentos y de la aparición de diversos signos gráficos, como la reconocible imagen del rostro con tentáculos de Cthulhu), en esta parte se está cerca de ese espíritu de terror cósmico tan del gusto del autor.
Otra cuestión discutible es el destino final que arroja sobre varios de los personajes reales que incluye dentro de su historia. Lo hace Quentin Tarantino con Hitler y los jerarcas del nazismo en Malditos bastardos, ¿por qué no una modesta novela de aventuras con sabor fantastique? La primera sorpresa es nada menos que la muerte de Arthur Machen, asesinado por los sicarios que han secuestrado a los protagonistas en Londres (el escritor murió, de muerte natural, evidentemente, en 1947). En el delirante episodio con que concluye la subasta del Necronomicon en el Museo Británico parece producirse otra baja más, si bien resulta ya anecdótica para la trama: un joven J. R. R. Tolkien (¿se trata acaso de un malicioso ajuste de cuentas de Cañadas con un escritor que no le gusta?).
Sin embargo, la mayor de las alteraciones que realiza la novela [– spoiler todo el párrafo y el siguiente– ] es hacer que el mismo Robert E. Howard muera en el curso de la aventura. Es decir, no solo le quitan seis años de vida al autor texano, sino que se le «impide» que llegue a escribir los relatos sobre los que, en el futuro, se cimentará su fama, los de Conan el cimerio, que Howard empezó a redactar en 1932. ¿Por qué toma Cañadas tan polémica decisión? Es posible que sea para incrementar la tensión interior de su historia: de este modo, arrebata al lector la seguridad de que, por complicada que sean las situaciones que viven, nada les puede pasar a los personajes protagonistas puesto que se sabe que vivieron más años. Pero me inclino por otra razón: la exploración psicológica que el autor plantea en torno a esos tres hombres que nunca vivieron una sola aventura real pero sí decenas en sus fantasías. En concreto, de los tres escritores, Robert E. Howard fue el más torturado por la diferencia entre su ideal viril (encarnado por Conan y todos los demás héroes, maravillosos pero clónicos unos de otros: el rey Kull, El Borak, etc.) y su prosaica existencia. Un hombre que de niño era enclenque y que, a fuerza de ejercicio físico, alcanzó la apariencia musculosa que luego, aún más hipertrofiada, dio a todos sus héroes. Cañadas imagina que su intervención en la búsqueda del Necronomicon es esa última oportunidad por la que tanto ha soñado, y a la que se arroja sin la menor duda, ejerciendo el papel del hombre más activo del trío de escritores-aventureros… y muriendo por ello.
Es una bonita idea, pero no puedo decir que triunfe plenamente, por cuanto, precisamente, me parece que la presencia de Howard en Los nombres muertos es bastante arbitraria. De entrada, resulta más bien gratuita su vinculación con Lovecraft y Long —aunque fueron corresponsales, ni fueron de los más íntimos del círculo ni entre ellos hubo una corriente de influencia tan fuerte como en los casos conocidos de Derleth o del propio Long—, y además su aparición en la novela carece de cualquier elaboración, al contrario que con los otros personajes centrales: aparece sin más. El dibujo psicológico que se realiza de su constante proclividad a desenfundar sus incontables armas o a actuar con contundencia acaba siendo un cliché. De hecho, ni su muerte produce ninguna conmoción a los lectores ni luego se le echa de menos en el resto de la historia (y queda un tercio largo de ella).
Lo que intenta aportar Cañadas, más allá del ingenio argumental, es eso: plantear una reflexión sobre el contraste que supone convertir en seres obligadamente activos a tres hombres que en la realidad solo lo fueron a través de sus ficciones. Claro, es lo que suele pasarle a cualquier escritor, pero en el caso de los autores de género siempre parece que el contraste es mayor. En especial, Cañadas se esfuerza en indagar cómo hubiera reaccionado Lovecraft en caso de verse convertido en uno de esos personajes zarandeados de sus relatos. No solo eso, sino que cruza de nuevo en su camino a Sonia Greene, la ex esposa que (según Cañadas) nunca dejó de amarle. Precisamente el personaje de Sonia resulta otro de los aciertos de Cañadas, aunque abuse un poco de esos momentos en que parece que por fin Lovecraft va a reaccionar como anhela la mujer.
En cualquier caso, Cañadas respeta un elemento fundamental a la hora de afrontar al solitario de Providence: su pesimismo. Ni las circunstancias de la vida del autor ni la atmósfera o el contenido de sus ficciones denotan otra cosa que un concepto muy negativo de la vida y del ser humano. Y ese pesimismo desborda no solo la obra sino su conclusión, por mucho que esté a punto de parecer otra cosa.
Hay que recordar que Lovecraft, poco versado al parecer en etimologías griegas, indica en sus obras que el término «Necronomicon» significa Imagen de la Ley de los Muertos. Sin embargo, el significado más aproximado es el de Libro de los Nombres de los Muertos, y de ahí tanto el título elegido por Cañadas como la derivación final, verdaderamente inesperada, de la novela. No quiero entrar en detalles teniendo en cuenta que estamos ante una novedad literaria, pero la conclusión devuelve a los personajes a Providence y ahí se produce una torsión argumental que resulta escalofriante, que pulsa hasta el límite las expectativas del lector sobre unos seres que tuvieron una existencia real. Es una lástima que luego todavía se incluya alguna vuelta de tuerca más, propia antes de un título de terror para adolescentes que de una novela con ambiciones.
Los nombres muertos se vincula, con solvente modestia, al sugestivo universo lovecraftiano, de un modo diferente al habitual. Asomarse a sus páginas supone además un estímulo para profundizar en el conocimiento que tenemos del escritor de Providence, pues obliga a buscar y contrastar datos. No está de mal tener a mano la biografía escrita por L. Sprague de Camp, incluso repasar algún relato del bueno de Belknapius, por ejemplo el ya mencionado, y excelente, de Los perros de Tindalos. Este estímulo, sin duda, no es poco mérito.
Coincido en la mayoría: exceptuando el tema del estilo, al que no le exigí mucho, lo más positivo de la novela es caracterizar a ese maravilloso H. P. Lovecraft al que le dan vida. La presencia de Robert E. Howard es un poco forzada, parece que lo sacan ahí para tener a alguien que desenfunde pistolas con nombre de chica y a quien por desgracia no se echa de menos. A este hay que reconocerle también que es el que mejor representa la diferencia entre el tipo de personajes sobre los que escriben y aquellos que ellos son en realidad. Un poco mecánica en algunas partes, pero divertidísima en conjunto.
A modo de spoiler, creo que uno de los capítulos protagonizado por Sonia Greene yendo a investigar en el cementerio es bastante revelador, con la aparición de esa figura a la que toman por un fantasma: no tiene por qué haber nada sobrenatural detrás de la historia, pero eso no quita que esta consiga ser aterradora y atmosférica.
Cierto, no estamos ante una historia de terror tipo «Cthulhu» sino a una aventura siniestra pero realista, lo que es un acierto al tomar a Lovecraft como personaje: hubiera sido un error intentar convertir sus fantasías en realidad. Lo del estilo no es grave, pero le quita parte de su gracia, sobre todo porque yo sí creo que Lovecraft es un buen estilista. La verdad es que la escena que menos me gusta del libro es la del Museo, primero porque tantos invitados le quitan parte de su credibilidad, luego porque (sinceramente) me fastidia que se quite de en medio a Tolkien «porque sí» y por último porque esa persecución en coche es la que me recuerda a «La momia» de Fraser, en concreto a la segunda parte y a la escena de la persecución en autobús por las calles de Londres.
Hola, de nuevo, parece interesante el texto, por acá quizá tarde un poco más en llegar, si llega. Por la descripción pareciera que es una aventura de rol con protagonistas personajes famosos no?.
Pues no sé decirte porque nunca he participado en una aventura de rol, Rafael. En cualquier caso, sí tiene una estructura en la que hay que superar determinadas pruebas y una galería de personajes con distintos roles para identificarte. Pero vamos, lo que es, ante todo, es un atractivo pórtico para el universo vital y personal de un autor que a muchos nos entusiasma, y del que por tanto nos interesa cuanto estuviera relacionado con él.
Lo buscaré para darle una leída; en tu reseña suena muy interesante, vamos a ver qué tal está. Desde que leí Más Allá de los Eones me enganche con el estilo y la obra de Lovecraft; para la actualidad puede paracer anticuado, pero tal vez por eso me gusta tanto, tengo una especie de arqueomania que me hace sentir atraido por lo antigua (libros, musica, ciencias…). Muchos creen que Lovecraft, así como Crowley afirma de sí mismo, en realidad eran contactados por entidades cósmicas, y de hecho hay un tipo de «culto», la Orden Tifoniana, que intenta contactarlas y aprender de ellas a través de una especie de síntesis de las prácticas de Crowley y las ideas literarias de Lovecraft; así que ideas para libros, sí hay XD En cuanto al Necronomicón si me parece correcta la traducción de Lovecraft, pues en griego la palabra «Nomos» hace referencia a la Ley, e «Icon» significa imágen (de ahí la palabra ícono). La otra traducción se adecuaría más al latín: Nomini (Nombre) y el sufijo «…con» que se usaba para nombrar libros (como el «Satiricón, p.e.). Gracias por compartir tu impresión de este libro que pongo en mis pendientes. Saludos! 🙂
Qué va, Lovecraft es un escritor que nunca pasa de moda, que sigue estando entre lo más vendido (parece mentira, con lo poco que ganó en vida de su propio trabajo…) y su influencia es enorme, reconocida o no. Ignoro si Lovecraft supo de la existencia de Crowley, por mucho que en el libro que reseño se lleguen a conocer, pero desde luego creo que el escritor americano se habría sentido repelido por el inglés: era un hombre bastante conservador y desde luego muy pacato en cuestiones sexuales, y el lema de Crowley, en ese aspecto, era «Haz lo que quieras». Y el libro es muy recomendable: entretiene de principio a fin y hace muy creíbles las caracterizaciones de los escritores reales que utiliza.