Mundos virtuales más allá de Matrix

Matrix y otros mundos formados por númerosPertenezco a una generación que ha asistido con asombro al increíble desarrollo de los efectos especiales, desde su creación del modo más artesanal al triunfo de los efectos digitales. En cine, llegué a ver la última película del mago Ray Harryhausen, el genio de la stop motion, con sus entrañables criaturas animadas paso a paso, o sea, Furia de titanes (1981). Enseguida, las maquetas que daban vida a las naves espaciales de la primera trilogía de La guerra de las galaxias ya me parecieron el colmo de la magia. La hiperrealista ambientación del Los Angeles de un futuro que ya casi pronto lo convertiremos en pasado, en Blade Runner (1982) me dejó pegado primero a la televisión, la primera vez que vi esta película, y después a la sala de cine cuando se reestrenó. Pero sin duda ha sido la aparición de la CGI (Imagen Generada por Computador), o animación digital, lo que ha producido la definitiva revolución, acabando casi con el término «efectos especiales»… porque su realismo ya es completo. Esto sucedió con dos sagas estrenadas con el cambio de siglo. Una, la de El Señor de los Anillos, de Peter Jackson, que cambió el concepto de escenario, haciendo parecer real cualquier paisaje o ciudad. La otra, la saga Matrix, de los hermanos Wachowski, con esa increíble manipulación del tiempo y el espacio en las escenas de acción.

Matrix (1999), además, sirve como símbolo perfecto del triunfo de lo digital porque su trama, precisamente, versa sobre un falso mundo que el protagonista ha creído real toda su vida, hasta que un grupo de ocultos resistentes le revelan la atroz verdad: él vive dentro de un programa, mientras que el mundo real es un espacio atroz donde la humanidad «duerme» en una cápsulas que los mantienen con vida para nutrir de energía a las máquinas que en realidad lo controlan todo. Los protagonistas no solo conocen la verdad, sino que han aprendido a utilizar, en su beneficio, las leyes de esa falsa realidad, y de este modo acceder a unas habilidades increíbles, con las cuales enfrentarse, con sus mismas armas, a los tenebrosos programas informáticos. En su día, esto dio pie a unos efectos absolutamente increíbles: hoy ya no sorprenden a nadie (incluso ha sido sobradamente parodiado), pero quién no sintió anonadado al contemplar cómo Neo esquivaba las balas disparadas a bocajarro mediante una increíble contorsión que violaba todas las leyes de lo posible…

Por supuesto, lo que cuenta Matrix no es sino el reciclaje, astuto para hacerlo pasar por original, de un vasto corpus previo, fácilmente identificable: en primer lugar, el entrañable film seminal sobre realidades virtuales (Tron, de 1982), y después el ciclo de Terminator (las máquinas que sojuzgan a la humanidad, y de entre ellas, las más letales a modo de supersoldados para abortar cualquier intento de rebelión), las historias de Philip K. Dick sobre los conceptos de realidad y ficción, las fábulas sobre el eterno conflicto entre Luz y Oscuridad, el misticismo de la saga galáctica de George Lucas (el protagonista, Neo, es la última esperanza de la humanidad, el Elegido, como el jedi Luke Skywalker), los tebeos de superhéroes (el grupo de proscritos con fabulosas habilidades, que incluso se identifican mediante lo que en el argot del medio se llaman nombres-código: Cifra, Tanque, Morfeo…, remiten a la «Patrulla-X» o X-Men: qué significativo que cuando este tebeo fue adaptado al cine un par de años después se copiara la estética de Matrix para vestir de cuero negro a sus héroes), etcétera.

Voy a hacer un pequeño recorrido sobre otras películas, en general coetáneas de ésta (algunas incluso anteriores) cuyos argumentos también se basaban en la explotación de mundos virtuales o de existencias simuladas por algún demiurgo oculto.

Penélope Cruz, protagonista de Abre los ojosEmpecemos, curiosamente, por España. En su momento, Abre los ojos (1997) supuso una considerable sorpresa en el panorama del cine español: una película distinta a lo que llevaba haciéndose en la piel de toro desde que, a principios de los años 80, la Dirección de Cinematografía dirigida por Pilar Miró intentó imponer (subvención mediante) la idea de un tipo de películas «dignas» y «cultas», primando toda clase de adaptaciones literarias para proscribir, casi, el cine de género.

No es que Abre los ojos fuese una película nueva; entendámonos, era nueva en España. Nueva en el sentido de que parecía poco española, pues sus referentes argumentales y narrativos entroncaban con el cine fantástico que se realizaba fuera de nuestras fronteras. Su director, Alejandro Amenábar, ya había llamado la atención con otra película no especialmente original, pero que también actuó como un soplo de aire fresco sobre el esclerotizado panorama patrio —en el que Almodóvar pasaba por ser lo más original, cielos. La fortuna de Tesis (1996) y Abre los ojos es que abrió una corriente con la que nuestros más jóvenes realizadores, imitando abiertamente a Amenábar, trataron de homologarse con el cine internacional, que el mismo director encabezó con una serie de película ya a cuál más esquemática, pero eso sí, muy internacionales, de Los otros (2001) a Ágora (2009).

Abre los ojos proponía una estructura narrativa ciertamente sofisticada en su momento (y en España, insisto), consistente en un vaivén de tiempos y espacios a partir del relato de un joven que, en un sanatorio mental, y portando una máscara sobre unos rasgos que él asegura deformes, intenta convencer a un psiquiatra de que es víctima de una terrible odisea entre conspirativa y alucinante. César, joven de enorme atractivo, carismático y sin problemas económicos, vio cómo empezaba su pesadilla en el momento en que una amante despechada trató de matarlo en un accidente de coche, destrozando su bello rostro y con él su principal arma frente a la vida. El guión va desarrollando en torno a César una peripecia solipsista que tan pronto lo reinstala en el paraíso en que vivía antes (recuperando a su adorable chica, a la que encarna Penélope Cruz) como lo devuelve al horror de la deformidad y el rechazo de los otros. Con ello, Amenábar crea una intriga que intenta disolver las fronteras entre la Realidad y la Apariencia, y que descansa, con rica intencionalidad, precisamente en un joven para quien lo aparente daba la plena sustancia a su mundo. Hacia el final, César descubrirá asombrado que lleva años durmiendo un sueño criogénico que lo devolvió al paraíso que perdió, pero sin que haya podido evitar que, a modo de reacción antiviral, esa realidad se empeñe en ir agrietando poco a poco su cordura, ante la impotencia de quienes (porque él los contrató para ello) crearon para él ese sueño.

Aunque es una película con indudables defectos —el primero, la mala interpretación de Eduardo Noriega, por mucho que físicamente, claro, dé el tipo necesario, y de que se entregue a su papel con encomiable entusiasmo—, lo cierto es que consigue crear una considerable incertidumbre, al mismo tiempo formal y dramática, en el espectador, el cual asiste a una historia de considerable densidad. Y justo es reconocer que Amenábar (de quien ésta es su mejor película, quién sabe por cuánto tiempo) rinde imágenes de considerable sugestión, empezando por ese famoso momento, en el arranque del film, en que el protagonista, en su coche, llega a una Gran Vía completamente desierta. Inolvidable también resulta el final en la azotea, cuando todos los fantasmas de sus seres queridos se le aparecen, con una expresión de insondable tristeza en el rostro.

Cartel francés de  Dark City, de Alex ProyasEl mismo año, otra película llamaba la atención dentro de la temática que nos ocupa. Se trata de Dark City (1998), dirigida por Alex Proyas, un director cuya entera, y corta por el momento, filmografía se ha consagrado al cine fantástico, aunque con mejores intenciones que resultados.

La trama del film se sitúa en una ciudad donde sólo existe la noche, y en la que un hombre descubre que al dar las doce todos sus habitantes caen presa de un sueño inducido por unos misteriosos seres conocidos como los Ocultos, que en ese lapso cambian la memoria de sus indefensas víctimas e incluso la configuración física de calles y edificios. La historia se desarrolla bajo la habitual coordenada genérica del subgénero: el thriller destinado a responder a la pregunta ¿qué-diablos-pasa-aquí? El protagonista, despertado justo a las doce sin tener idea exacta de quién es, se ve perseguido por todo el mundo: por la policía (se le acusa del asesinato de varias prostitutas) y por un siniestro trío de seres calvos y vestidos de negro, que no parecen desplazarse de forma «normal». Al mismo tiempo, un policía de aspecto tristón —el gran William Hurt, el cual, aunque denota sentirse como pez fuera del agua, resulta el mejor del más bien plano reparto— empieza a cuestionarse también algunas de las curiosas circunstancias de la ciudad: por qué nunca es de día, o por qué no es capaz de ahondar en recuerdos de su propio pasado más allá de unos pocos datos básicos.

La respuesta a los enigmas es fascinante: el lugar donde transcurre la acción es una ciudad erigida en medio de la Nada por una moribunda raza de seres colectivos, los Ocultos, que, en su intento por superar su decadencia, creen haber encontrado una esperanza en la individualidad del ser humano. De ahí que cada noche cambien tanto la forma de la ciudad como la memoria de sus cautivos: están realizando un experimento que les permita comprender cuál es la clave del rico individualismo del hombre. En el mejor momento del film, al alcanzar el murallón que parece limitar el espacio de la ciudad, el policía y el extraño mad doctor (Kiefer Sutherland, abusando de su físico raro) que le está relatando la verdad abren un agujero en dicha pared y al otro lado aparece el espacio en el que flota: una prisión cuyos ocupantes, acaba por sugerirse, son en realidad muertos a los que los Ocultos han resucitado no para ofrecerles el cielo sino para ubicarlos en un infierno informe y que cambia continuamente…

La verdad es que Dark City tampoco es original. Cuando menos, su historia recuerda poderosamente a la de una excelente novela de los rusos hermanos Strugatsky (bien conocidos por los buenos aficionados a la ciencia-ficción surgida en los países comunistas) titulada Ciudad maldita, publicada en 1988, tras 20 años aguardando en un cajón, y que también se sitúa en una urbe indeterminada, de límites inciertos, cuyos habitantes, reclutados entre diversas nacionalidades e incluso épocas, viven un experimento, en este caso consciente, que «remueve» su situación personal y profesional de tiempo en tiempo.

El problema de Dark City es que, más allá de su planteamiento, decepciona casi por completo. Primero, por una realización efectista a más no poder. Segundo, porque una vez descubierta la verdad (y queda aún un buen rato de película), finaliza todo el interés de la misma, que incluso concluye con una estúpida batallita a lo superhéroes entre los Ocultos y el protagonista, el cual, no se sabe por qué, ha desarrollado los mismos poderes que aquéllos. Encima, el personaje central resulta más bien insoportable, en buena medida por la artificiosa hosquedad del actor Rufus Sewell. De ahí que, pese a que el final resulte prometedor —el protagonista se convierte él mismo, en el nuevo demiurgo (es decir, el nuevo dios) de la ciudad, empezando por restaurar la luz del sol—, en el fondo importe muy poco. Todo lo contrario que Abre los ojos, cuya conclusión es magnífica.

Nivel 13, un Matrix del pobreEl siguiente film del subgénero se estrenó en su día bajo la más completa indiferencia, y en ello influyó bastante, creo yo, el que pareciera un pariente pobre de Matrix, estrenada con rotundo éxito unos pocos meses atrás. Aun cuando a mí, y dentro de su modestia, esta película me parece por lo menos estimable y, en determinados elementos, incluso superior a la trilogía Matrix (lo primero: carece de sus estomagantes pretensiones).

Se trata de Nivel 13 (1999, Josef Rusnak), una película basada en una novela de ciencia-ficción de mucho tiempo atrás, titulada Simulacron-3, obra de un autor de ciencia-ficción bastante olvidado llamado Daniel F. Galouye y que en España conoció ediciones añejas cercanas a la fecha de su publicación original, una de ellas con el rebautizo, significativo, de Mundo simulado. El planteamiento de Nivel 13 vuelve a versar sobre la existencia de mundos virtuales con el consiguiente hincapié en la condición de marionetas de los seres humanos atrapados en ellos y el inevitable sustrato existencial de sus personajes principales. La originalidad, en este caso, consiste en remarcar la condición de muñeca rusa que acaba componiendo la realidad al hacer que los seres virtuales creados por los inventores originales hayan acabado, a su vez, generando su propio mundo simulado… sin ser conscientes de que ellos ya son, de por sí, unas réplicas. Otra gracia del planteamiento es que los inventores «reales» han situado, dentro del mundo virtual —situado en fastuosos escenarios del Los Angeles de 1937—, un avatar con sus mismos rasgos en el cual encarnarse para darse un paseo digital. Lo cual, por supuesto, provoca la tentación de lanzarse a una vida irresponsable, sabiendo que, se haga lo que se haga, es posible volver atrás, a la existencia verdadera y respetable.

El aroma existencial que proviene de esa escisión interior de los personajes permite, además, una oportuna evocación de Blade Runner (1982), de la cual los responsables del film son bien conscientes. Así, la historia adquiere los trazos de un thriller de investigación situado en unos escenarios melancólicamente posmodernos, que parecen presididos siempre por el vacío —como en las escenas del film de Scott situadas en el Edificio Tyrell— y por una luz azulada. No acaban ahí las referencias, que van de las visuales (los revestimientos de los pilares y las paredes del enorme apartamento del protagonista) a las argumentales: la aparición de una bella mujer de aspecto gélido e inalcanzable que no tardará en convertirse en objeto del interés romántico de aquél, pasando por ciertos planos en donde uno cree que está a punto de aparecer un spinner.

Nivel 13, por desgracia, desaprovecha todos sus elementos de interés, empezando por esa historia de amor que se desarrolla a dos niveles, y que da lugar al mejor momento de la película, aquél en que el protagonista descubre que el modelo real de la fascinante mujer es, en realidad, la vulgarcilla empleada de un supermercado.

Avalon, de Mamoru OshiiLa última película que he seleccionado es también la menos conocida, fuera de círculos de cinéfilos muy especializados. Se trata de una producción japonesa titulada Avalon (2001), dirigida por Mamoru Oshii, un director bien conocido por los amantes del anime en su vertiente más tecnológica, pues el director del díptico Ghost in the Shell (1995 y 2004), verdadera obra de culto para un número nada desdeñable de aficionados (la primera película, la segunda se empeña en destrozar sus logros). Precisamente, esos aficionados consideran que los hermanos Wachowski se inspiraron más de la cuenta en la primera de las dos películas a la hora de idear su Matrix. De ahí que cuando Oshii parece estar copiando a los Wachowski en este Avalon, aquellos defiendan la plena legitimidad de una operación que empezó en dirección contraria.

El argumento de Avalon ya es directamente de manual. Pues la historia gira en torno a los practicantes de un juego de realidad virtual, el que da título al film, que es ilegal puesto que, en determinados casos, llega a provocar el coma entre sus usuarios, convirtiéndolos en vegetales («olvidados», según la terminología de la historia). La protagonista, Ash (a quien distingue visualmente un mechón plateado entre sus cabellos negros a lo Lulú), se pasa todo el tiempo dejando pasar las horas estériles en el mundo real mientras vuelve una y otra vez al digital, tratando de alcanzar el nivel superior, no solo por demostrar que es la jugadora definitiva, sino porque, según una leyenda tecnológica, allí es donde se encuentran, liberados de su prisión corporal, los «olvidados».

Como es lógico, la acción se enmarca en un inconcreto tiempo y lugar, si bien el escenario está tipificado visualmente de acuerdo con las coordenadas de la ciencia-ficción cyberpunk: es un mundo degradado, sucio, cuya utillería cotidiana lo sitúa en un futuro cercano y antiutópico, de corte hiperrealista, en el que (otra vez) no parece brillar nunca la luz del sol. Un mundo, en suma, de atmósfera alienante. Todo ello para dar a la historia un formato de acción hipertecnológica (en el mundo virtual, recreado, eso sí, de la forma más minuciosa), protagonizado por héroes/antihéroes de expresión hosca y carácter lacónico (sobre los que se aspira a crear cierta aureola de romanticismo maldito) y adornado por referentes de carácter mítico (como indica el título, a la mitología artúrica: Avalon es la isla donde halló refugio y regeneración el herido rey Arturo tras su derrota final a manos de Mordred).

Aunque a ratos se baña en el inevitable misticismo de este tipo de tramas y posee una molesta aura de trascendencia, lo cierto es que Avalon es un film sólido y a ratos muy sugestivo, que juega muy bien su gran baza: remarcar la porosidad entre los dos mundos, el real y el virtual, a partir de la atmósfera y la escenografía. Y, eso sí, cuenta con la tremenda curiosidad de que, para ser un film concebido por japoneses en los principales cometidos técnicos y artísticos (dirección, guión, música, diseño), ante las cámaras no aparece un solo oriental. Pues Avalon está rodada en Polonia y con actores polacos. Más «exótico», imposible.

En realidad, las cuatro ficciones que he comentado no apuran, en ningún caso, todas sus posibilidades (la que más cerca está de hacerlo, eso sí, es la española). Casi todas coinciden en proponer intrigas más o menos policiacas cuya respuesta estriba en esa verdad virtual, y ninguna de ellas —únicamente la película polaco-nipona se aparta algo de esta circunstancia—, una vez descubierta la clave del asunto, consigue apurar las profundas sugerencias del planteamiento. Pero optan por propuestas de ciencia-ficción adulta que son de agradecer en un momento en el que la trivialidad es el denominador común del género, al menos en el mainstream del cine mundial. Y, siempre, provocan un inevitable cosquilleo en nuestro interior, pues no es la primera vez que el ser humano, en la historia del pensamiento, del budismo a Schopenhauer pasando por Platón, se ha planteado esa pregunta: ¿y si la realidad que indican nuestros sentidos fuera meramente una ilusión?

FICHAS DE LAS PELÍCULAS

Título: Abre los ojos. Año: 1997.

Dirección: Alejandro Amenábar. Guión: Alejandro Amenábar y Mateo Gil. Fotografía: Hans Burmann. Música: A. Amenábar y Mariano Marín. Reparto: Eduardo Noriega (César), Penélope Cruz (Sofía), Chete Lera (El doctor), Fele Martínez (Pelayo). Dur.: 117 min.

Título: Dark City. Año: 1998.

Dirección: Alex Proyas. Guión: Alex Proyas, Lem Dobbs y David S. Goyer; historia de Alex Proyas. Fotografía: Dariusz Wolski. Música: Trevor Jones. Reparto: Rufus Sewell (John Richmond), William Hurt (Inspector Bumstead), Kiefer Sutherland (Dr. Schreber), Jennifer Connelly (Emma). Dur.: 100 min.

Título: Nivel 13 / The Thirteenth Floor. Año: 1999.

Dirección: Josef Rusnak. Guión: Josef Rusnak y Ravel Centeno-Rodriguez; novela Simulacron-3, de Daniel F. Galouye. Fotografía: Wedigo von Schultzendorff. Música: Harald Klouser. Reparto: Craig Bierko (Douglas Hall), Armin Mueller-Stahl (Hannon Fuller), Gretchen Mol (La chica). Dur.: 100 min.

Título: Avalon. Año: 2001.

Dirección: Mamoru Oshii. Guión Kazunori Itô. Fotografía: Grzegorz Kedzierski. Música: Kenji Kawai. Reparto: Malgorzata Foremniak (Ash), Dariusz Biskupski (Bishop), Jerzy Gudejko (Murphy). Dur.: 107 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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2 respuestas a Mundos virtuales más allá de Matrix

  1. Renaissance dijo:

    Además de lo que supuso Matrix en su momento, hoy ninguna clase de filosofía sobre Platón estaría completa sin la referencia a la película de los hermanos Wachowski.
    Visto así, Dark City parece una película bastante fallida, pero a la que le tengo un gran cariño: pude verla en el cine, cuando todavía había en la ciudad suficientes salas como para que se estrenaran películas más pequeñas y no solo los blockbusters y estrenos acordados por el multisalas del centro comercial. En el fondo, se disfruta por su estética noir e irreal, por esos Ocultos que recuerdan levemente a los cenobitas, y que en cierto modo, pasó mucho más desapercibida por el apabullamiento de efectos especiales que incluía Matrix (después ya se encargarían de enterrar la franquicia con unos guiones a cada cual más raro)

    • De hecho, hay más de un libro escrito por un filósofo serio que analiza las propuestas de Matrix… Sobre «Dark City», en su día a mí me fascinó considerablemente. El problema es el de tantas historias que parten de elementos tan sorprendentes: las revisiones no les sientan bien. Los Ocultos, desde luego, siguen siendo estupendos, lo mejor del film. Por cierto, que su nombre original es el de «strangers» (Forasteros); a mí, el cambio de la traducción española me gusta mucho más.

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