Las películas de Marvel Studios obligan a quedarse después de los títulos de crédito —esos aburridos letreritos que antes salían al inicio de la película y ahora, para no molestar, lo hacen al final—, porque encierran una sorpresa: una secuencia extra que, más que rematar la historia ya concluida, lo que hace es anticipar alguno de los siguientes proyectos del estudio, ofreciendo un simpático guiño a los aficionados que refuerza la noción de continuidad que, a imagen de los tebeos, se está intentando ofrecer con las películas desde que, en 2008, con el primer Iron Man, la editorial consiguió por fin dotarse de su propia línea cinematográfica. Pues bien, sin duda el más impactante de estos anticipos finales lo contenía Iron Man 2 (2010). En el fondo de un cráter, provocado sin duda por un tremendo impacto contra la superficie, aparece nada menos que un martillo enhiesto sobre la tierra. Un martillo muy reconocible, por su encordadura y su macizo aspecto rectangular: Mjolnir, el martillo de Thor, el dios del trueno.
En efecto, el siguiente título de Marvel Studios ya introduce el estupendo entorno de los dioses nórdicos, partiendo de la excitante perspectiva de saber cómo diablos ha ido a parar allí el mítico Mjolnir. Thor (2011) se estrenó con considerable éxito y se convirtió en la antesala del más espectacular film de la franquicia: Los Vengadores (2012, Joss Whedon), también preludiado por la escena posterior a los créditos del título de Kenneth Branagh, de donde salta además el villano de una historia a la otra, Loki, el Príncipe de las Mentiras. Acaba de estrenarse ahora el segundo film del ciclo asgardiano, Thor. El mundo oscuro, y por ello voy a realizar un comentario sobre ambas películas. Empiezo señalando que el primer Thor es mucho mejor que el segundo: con sus irregularidades (y varios elementos insoportables), el film de Branagh es una peripecia superheroica bastante aceptable. El segundo Thor, en cambio, parece realizado por mera inercia, contaminado de muchas otras franquicias del cine fantástico actual, y aunque se deja ver, resulta cansino y carece de cualquier sentido de la progresión con respecto al anterior.
Thor (2011, Kenneth Branagh)
La tarea más delicada de este film era convertir el atractivo Asgard de los dibujos en esos escenarios tan realistas que ahora permite la CGI. Pues bien, hay que decirlo desde el primer momento: el diseño visual de la morada de los dioses es un horror kitsch que produce dolor de cabeza a cualquiera con un mínimo de gusto. En primer lugar, y tomándose al pie de la letra el epíteto que en los cómics se otorga a Asgard —la Ciudad Dorada—, el lugar entero (casas, exteriores, interiores, armaduras, armas… todo) aparece bañado en todo momento bajo un perenne color áureo que resulta estomagante. El palacio de Odín —que parece un gigantesco órgano de enormes tubos— es dorado, los salones de los dioses son dorados, sus armaduras, sus platos, sus manteles: hasta la luz que baña la ciudad parece la de un perpetuo ocaso, y no por razones dramáticas. Los diseñadores de Thor, sin duda, se guían por un principio que tiene sentido: diferenciar los distintos escenarios de una historia mediante la luz y el color. Así, la Tierra aparece iluminada de modo «normal», pero Asgard, como corresponde a su condición de escenario fantástico sufre una estilización que, sobre el papel, parecía acertada. Pero el resultado es el que es: un dolor de cabeza dorado.
Incluyo en lo insoportable una muy cuestionable modernización: la del entrañable Bifrost, el Puente del Arco Iris que, en los cómics, comunica Asgard con Midgard. En las viñetas, recuérdese, es literalmente un arco iris. Aquí se convierte en una pasarela que parece de plástico formada por láminas multicolores y que es más bien un aparato teleportador a cualquier punto del universo, algo así como una puerta al hiperespacio estilo Star Wars (el original de 1977-1980, se entiende), en cuanto que los personajes aceleran su velocidad tan pronto se «conectan», llegando así en el acto al lugar donde desean.
Como toda película que inaugura una serie sobre un personaje de trayectoria muy larga en los tebeos, Thor debe entregarse a la labor de decidir las coordenadas en que se realiza su adaptación y, por tanto, a contar su «origen». Es algo que suele resultar pesado a quienes conocen bien la historia del personaje, pero en el caso que nos ocupa, de entrada, hay un acierto que nos libra de semejante lastre. Y es que los guionistas prescinden del origen clásico del personaje trazado en su día por los inevitables Stan Lee y Jack Kirby. Es decir, hacer que el médico cojo Donald Blake se encontrara un bastón en una cueva escandinava que, al golpearlo contra el suelo, lo convierta en el dios del trueno. Aquí Thor carece de cualquier doble personalidad. Eso sí, los guionistas no se privan de incluir un par de guiños dirigidos a los connoiseurs: el nombre del ex novio de Jane Foster, la chica de Thor, es precisamente Donald Blake; y en determinado momento, para sacar al rubiales de las manos de SHIELD, se le hace pasar precisamente por ese tipo.
Aunque hay un prólogo situado en la Tierra, en el curso del cual Jane Foster y sus colegas científicos asisten a un extraordinario efecto físico en mitad de la noche (luego sabremos que es producido por el transporte de Thor a nuestro planeta a través del Bifrost), Thor acude directamente a Asgard para presentarnos a los personajes, sin identidades interpuestas. Es decir, es el hijo mayor de Odín, el Padre de Todos, hijo de Frigga y hermano de Loki. En concreto, estamos a punto de asistir a su proclamación oficial como heredero del trono, cuando un incidente en palacio —la intrusión de un grupo de gigantes de la escarcha, a cuya derrota a manos de Odín habíamos asistido en el segundo prólogo de la película— quiebra la calma del reino y da pie al desencadenamiento de los hechos.
En los cómics, Stan Lee acabó inventándose una más bien insostenible argucia para justificar ese hechizo que hacía convivir a Thor y Donald Blake en un mismo cuerpo: Odín había castigado a su hijo a un particular exilio en la Tierra (la Midgard de los años en que fueron considerados dioses por los humanos), para enseñarle «humildad». Pues bien, los guionistas respetan este elemento de continuidad. También el Thor cinematográfico será enviado a la Tierra, sólo que sin poderes y sin el martillo (lo cual justifica su aparición en ese cráter de Nuevo Mexico), también castigado por Odín por su arrogancia e insensatez: por ser un guerrero belicoso, que no escucha a nadie hasta el punto de reprochar a su padre su pasividad ante los enemigos de Asgard, su conformismo como expresión de senectud.
La excusa es, precisamente, la incursión que, pese a la prohibición expresa del Padre de Todos, hace Thor, acompañado de sus principales amigos (Los Tres Guerreros, la Dama Sif… y Loki), en Jotunheim, el helado reino de los gigantes de la escarcha. Thor lo hace llevado de la irritación que para él supone la contemporizadora actitud de su padre ante la amenaza que los gigantes han llevado a las mismas entrañas de Asgard: Odín se niega a comenzar de nuevo una guerra. Pero esa escaramuza sirve para agrandar el enorme ego del dios rubio (que aniquila él solito a un buen número de gigantes)… y poner en grave peligro a sus amigos y la paz entera, lo que obliga al mismo Odín a acudir al rescate. De vuelta a Asgard, es cuando arrebata a su hijo su enorme fuerza, le despoja del martillo… y lo lanza a Nuevo Mexico, para tropezarse con Jane Foster y enlazar con el prólogo.
Hay algo que no puede negársele a Thor: un notable intento de elaboración dramática, que se concreta en un guión final con diversos focos de desarrollo, como son el conflicto paterno-filial entre el Padre de Todo y su hijo; la obligada reflexión interior que le provoca su experiencia en la Tierra, sin poderes, y que además le posibilita el encuentro con el amor; el peligro de los gigantes de la escarcha; y por último (y lo que a la postre será lo más interesante), su conflicto con Loki.
Pues hay que señalar que esos cuatro puntos focales no están debidamente equilibrados. El conflicto generacional es insustancial, primero por tópico (la arrogancia juvenil de Thor resulta demasiado parvularia… como lo será su rauda transformación en un guerrero dotado de nueva sabiduría), segundo por la falta de entidad de las interpretaciones de sus dos protagonistas. Anthony Hopkins parece un actor cuya época ya ha pasado y que asume el papel sin la menor implicación, sólo con vistas a cobrar un suculento cheque. Sam Hemsworth no es más que un armario empotrado, afectado cuando se le exige ser expresivo (sus momentos de júbilo o de ira desatada), monocorde el resto del tiempo, y que la verdad, parece más bien surgido de la serie Los vigilantes de la playa, como delatan las bochornosas escenas en que luce torso musculoso ante los ojos arrobados de Jane Foster y su becaria. Eso sí, resulta de lo más curioso que los guionistas recurran a un elemento propio de la mitología artúrica para esta cura de humildad: convertir Mjolnir en una especie de Excalibur, tanto por aparecer clavada en la piedra como porque Odín le añade el hechizo de que el martillo solo podrá ser alzado por alguien que demuestre ser digno de él: Thor cuando por fin adquiera la templanza propia de la sabiduría.
La pugna con los gigantes de la escarcha, cierto es, da pie a un par de espectaculares secuencias de acción, sobre todo la que supone el combate que le cuesta a Thor su destierro, tanto por permitir el lucimiento del departamento de CGI (el tenebroso diseño del helado Jotunheim es excelente) como porque la secuencia de acción está bien rodada (o sea, deja ver el curso de la lucha y no abusa del plano corto para convertir al espectador en un «combatiente» más).
La parte terrestre ya resulta más bien plomiza. Los guionistas recuperan el personaje de Jane Foster, el primer amor de Thor, aunque bajo la modernización de rigor: la que antes era una mera enfermera es convertida, como el resto de chicas cinematográficas de los superhéroes Marvel de la primera generación —Betty Ross, la novia de Hulk, Susan Storm, la Chica Invisible o Jean Grey, la Chica Maravillosa—, en doctora (en astrofísica, esta vez: qué amor por las ciencias tienen todas las mujeres marvelitas). Ahora bien, resulta ridícula, empezando por convertirla en alguien más obsesionado por su investigación que hombre alguno, hasta el punto de poner su vida (y la de sus compañeros) en peligro, en la escena del prólogo. Natalie Portman (para mí, y esto reconozco que ya es muy subjetivo, la sonrisa más inaguantable del cine coetáneo, en apretada lucha con Keira Knightley) hace todavía más cargante a Jane Foster, con esa impostada mezcla de dureza y vulnerabilidad con que intenta componer su sensible personaje. Y cuando aparece Sam Hemsworth, la falta de feeling ya es total.
Pues bien, lo mejor de la película, lo más interesante, curiosamente contra lo que era previsible, es cuanto está relacionado con el personaje del villano de la historia, Loki. Donde yo creía encontrarme al tosco manipulador e intrigante que creó Stan Lee, los guionistas, sin embargo, construyen un personaje mucho más complejo. De entrada, Loki es caracterizado como un personaje positivo, leal combatiente al lado de su hermano, si bien algunos planos parecen sugerir cierta envidia por el aura de guerrero mayúsculo que acompaña a éste. Su conversión en villano se deberá al descubrimiento de que Odín le ha engañado todo esos años: que en realidad es hijo del rey de Jotunheim, que el Padre de Todos lo adoptó tras la guerra con los gigantes de la escarcha, al encontrarlo solo e indefenso. Loki, así, adquiere ciertas trazas de personaje trágico, en cuanto príncipe que de pronto cree encontrar una explicación (sin duda motivada por el dolor y esa parte de envidia que, aun soterrada, llevaba dentro) a la postergación que él siente al lado de Thor.
Es verdad que la transición no está del todo lograda: como todo en el film, es demasiado rápida. De cualquier modo, todas las acciones de Loki a lo largo de la película aparecen revestidas de una considerable ambigüedad, ya que tan pronto parecen propias de un villano total (el envío a la Tierra del poderoso Destructor —otro momento culminante del departamento de efectos especiales— para eliminar a Thor) como motivadas por un complejísimo intento de autoafirmación ante el mismísimo Odín, destinado al más amargo fracaso. En cualquier caso, es el personaje de mayor calado de toda la historia, y la prueba de su solidez es que enseguida se convirtió en el villano principal de Los Vengadores (2012) y retornó en la secuela de Thor. Y en buena medida, la densidad del personaje se debe a la estupenda interpretación de Tom Hiddleston, cuya gama de matices desborda la habitual simplicidad de las interpretaciones superheroicas, con su capacidad para pasar de lo vulnerable a lo amenazador, de la ironía a la tragedia. Espléndido.
Los contenidos argumentales de Thor, por tanto, combinan lo épico con lo trágico en un ambiente de aparente arcaísmo medievalizante, «shakesperiano», en suma. Algún ejecutivo de la Marvel con sentido del humor pensó que, en vez de contratar a algún yes man sin especial personalidad, sería oportuno llamar a Kenneth Branagh, el adaptador «oficial» de Shakespeare en el cine moderno. Y otros se tomaron la broma en serio, porque en efecto Branagh acabó firmando la dirección. ¿Se nota en algo en su mano? Yo confieso no haberlo notado, entre otras cosas porque el elemento shakesperiano en Thor es poco más que un barniz superficial, y porque Branagh, pese a la relevancia de varias de sus películas, tampoco es un director con una personalidad especial. Con todo, su puesta en escena es funcional y en las secuencias de acción posee esa mencionada «limpieza» que me parece muy de agradecer. Eso sí, parece ser que a él se debe la decisión más afortunada de la película: la contratación del entonces desconocido Hiddleston, con el que había coincidido en varios trabajos. No es poco.
Como señalaba, Thor es una película estimable y, desde luego, entretenida en todo momento, aunque no especialmente destacable. Aparte de esos elementos chirriantes que ya he indicado, molestan aquí y allá innecesarios chispazos de «humor». Por ejemplo, la chusca secuencia en que esos machotes rurales remedan los torneos que en la mitología artúrica entablaban los caballeros que aspiraban al derecho de intentar extraer Excalibur/Mjolnir. O diálogos que juegan al guiño desmitificador: cuando los amigos de Thor aterrizan en el pueblecito de Nuevo Mexico donde ha ido a parar Thor, alguien grita: «Han llegado Xena, Jackie Chan y Robin Hood», en referencia a Sif, Hogun el Torvo y Fandral.
Thor. El mundo oscuro (2013, Alan Taylor)
Entre medias de ambos films, ya lo he dicho, se encuentra Los Vengadores, y la continuidad del Universo Marvel del Cine obliga a señalar acontecimientos de esta película que son importantes para situarnos ante el nuevo Thor. En esencia, son dos: el juicio inicial de Loki y su condena a prisión en Asgard por sus actos en el film anterior, y el regreso del doctor Erik Selvig (Stellan Skargard), el colega de Jane Foster, a la «normalidad» después de que su personalidad fuese controlada por la del propio Loki. Ahora bien, la trama de este Thor es bastante sencilla: los dioses asgardianos (entre los cuales acaba integrándose, al final, el mismo Loki) emprenden una lucha contra Malekith, el elfo negro, que pretende traer la Oscuridad al universo (esto es, destruirlo), desatando una fuerza primigenia, y bastante inconcreta, conocida como el Éter. Por supuesto, los guionistas se esfuerzan en hacer pasear la trama tanto por Asgard como por los otros territorios míticos surgidos de la mitología nórdica y por Midgard, la Tierra, donde se desarrolla la batalla final. Además, en nuestro planeta azul se encuentra la amada de Thor, Jane Foster, de quien se vio separada al final del título de Branagh ante la destrucción de Bifrost. Un vínculo añade un supuesto interés a la relación entre ambos: será Jane Foster quien se convierta en la portadora involuntaria del Éter y, por tanto, en objetivo de Malekith.
Malekith es un personaje creado por Walt Simonson (el mejor autor de The Mighty Thor junto al dúo Stan Lee-Jack Kirby) bajo trazas muy distintas: un personaje de verbo fácil, retorcido y taimado como pocos, una especie de Loki menos pomposo. Ahora bien, en esta película Malekith es convertido en un ser sombrío y taciturno, pesadamente nihilista (parece más bien otro villano marvelita, Thanos) y al que encima, en un estúpido alarde de «realismo» se le hace hablar todo el rato en el supuesto idioma de los elfos (en cambio, asgardianos y humanos comparten el mismo idioma, el inglés: qué suerte para los que odian los subtítulos). Lo interpreta Christopher Eccleston, lo cual es un decir, porque en realidad el protagonista de la interpretación es el trabajo de los caracterizadores (ya no se puede decir únicamente maquilladores…).
Thor. El mundo oscuro no aspira a ningún tipo de personalización, como sí en el fondo el previo Thor con la contratación de Branagh. El nuevo director, Alan Taylor, se ha fogueado en diversas producciones televisivas de fantasía como la conocida Juego de tronos, si bien yo recuerdo de él con simpatía la segunda de sus hasta ahora únicas tres películas en cine: Mi Napoleón (2001), una ingeniosa fábula que hacía escapar al famoso corso de la isla de Santa Elena, donde moría en su lugar un doble, para acabar de modo anónimo en el París de la Restauración.
Es de señalar que, al menos, Asgard abandona su hortera tono dorado, cambiándolo por el siempre más elegante (o más inocuo) diseño plateado. Pero en cualquier caso, si por algo se caracteriza este film, ya sea en el plano visual como en el argumental o el narrativo, es por su completa impersonalidad. Es más, por su condición de patchwork, de obra construida a base de retales unidos de distintos referentes del mainstream fantástico de la última década. A ratos, este Thor diríase El Señor de los Anillos: por ejemplo, el prólogo que cuenta una batalla narrada por Odín con el eco del relato por parte de Galadriel, en La comunidad del Anillo, del devenir del objeto titular; del mismo modo, las imágenes recreadas de Asgard parecen un cruce entre todas las ciudades digitales inventadas para la trilogía de Peter Jackson. O la nueva etapa de Star Trek orquestada por J. J. Abrams: cada una de las apariciones de los elfos negros, que diríanse los klingons o alguno de esos pueblos estelares con los que se enfrentan el capitán Kirk y los hombres de la Enterprise. O la segunda trilogía de Star Wars: la huida de Thor, Loki y Jane Foster de Asgard que da pie a una escenita con persecuciones de naves espaciales que parece pensada por George Lucas.
En cualquier caso, Thor. El mundo oscuro propone una intriga del todo cansina, en la que los personajes van y vienen de Asgard a la Tierra o se pasean por diferentes territorios asgardianos como el Svartalfheim de los elfos negros sin que importen nada ni las motivaciones de Malekith para destruir el universo, ni el conflicto interior de Thor debatiéndose entre sus deberes como heredero asgardiano o su amor por una joven terrestre (luego mortal). A este respecto, buena muestra de su simpleza es la sencillez con que Jane Foster acepta con la mayor naturalidad la magnificencia de Asgard, e incluso tiene tiempo para ese espontaneísmo tan americano que tiene el sentirse los amos del mundo, cuando al tenerlo delante no duda en darle una bofetada a Loki «por lo de Nueva York».
Lo cierto es que lo mejor de Thor. El mundo oscuro es justo lo mismo que en el primer capítulo: el genuino carisma de Tom Hiddleston encarnando a Loki con esa combinación de tragedia y malevolencia bañada en sana ironía que encuentra el punto justo entre el distanciamiento y la implicación en el papel. Cada vez que Hiddleston/Loki está en pantalla, la película gana interés, y el personaje recupera la considerable ambigüedad del primer capítulo (en Los Vengadores era malo-malo sin matices). Esto da pie a algún momento de lograda intensidad, como el instante en que, ya en Svartalfheim y frente a Malekith y su hueste, Thor libera a su hermanastro para que lo ayude en el combate y éste lo malhiere a traición, cortándole incluso la mano con la que porta el anillo (¡otra reminiscencia de la saga Star Wars que no es necesario ni citar!). La maldad de esta traición provoca una apreciable zozobra en el espectador pues si bien éste se identifica con facilidad con Loki —y es que los dioses asgardianos, empezando por Odín (un Anthony Hopkins que esta vez sí se toma en serio su personaje… y es peor), son tipos cargantes a más no poder—, incluso esta traición ya nos parece excesiva. Y todo para que resulte haber sido una comedia convenida entre los dos hermanastros para engañar a Malekith, que le cuesta la vida a Loki. ¿O no…?
El gran lastre de este segundo capítulo de Thor, asimismo, es el mismo que el primero: la ausencia de cualquier interés tanto de los personajes divinos como de los humanos, y el fracaso de la interacción entre ambos mundos. Los personajes terrestres —¡ay, es que así es la condición humana!— aportan, se supone, el sentido del humor a la historia, pero ni las gracietas de la joven Kat Dennings (en el papel de la becaria de Jane Foster) ni las supuestas excentricidades del doctor Selvig proporcionan la menor diversión. Los personajes divinos, por su parte, carecen del carisma que siempre tuvieron en la versión dibujada, aunque en esta película se les intenta dar un mayor espacio para desarrollar sus personalidades, sin el menor éxito.
Los Tres Guerreros siguen siendo un mero relleno. Sif parece plantearse por fin, tal que en los tebeos, como alternativa sentimental a Jane Foster, pero ni la actriz que la interpreta deja la menor huella más allá de un físico turgente, ni hay el menor feeling entre ella y Sam Hemsworth como para sugerir un futuro triángulo amoroso (vamos, que Hemsworth resulta incapaz de transmitir feeling con nadie). La reina Frigga también recibe mayor atención, aunque sea para que su muerte suponga, en teoría, uno de los momentos de intensidad de la historia: al menos, la ya veterana René Russo aporta cierto aplomo a su personaje.
Así, Thor. El mundo oscuro va consumiendo las dos horas de metraje sin que deje ningún recuerdo especial, aunque es verdad que la batalla final resulta el más interesante de los varios enfrentamientos que jalonan la película, no por el presunto suspense en torno a si Malekith destruirá el universo o no, sino por un curioso hallazgo argumental: el importante papel que juega en esa batalla la misteriosa capacidad del Éter para desplazar en el espacio, casi sin el menor aviso, a los contendientes. Así, el momento en que Thor tiene que subirse al metro para volver al observatorio de Greenwich, escenario de la contienda, consigue, por una vez, hacer asomar una sonrisa en los labios del apagado espectador.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Thor / Thor. Año: 2011.
Dirección: Kenneth Branagh. Guión: Ashley Miller, Zack Stentz y Don Payne; historia de J. Michael Straczynski y Mark Protosevich. Fotografía: Haris Zambarloukos. Música: Patrick Doyle. Reparto: Sam Hemsworth (Thor), Natalie Portman (Jane Foster), Tom Hiddleston (Loki), Anthony Hopkins (Odín), Stellan Skarsgard (Dr.Selvig). Dur.: 115 min.
Título: Thor. El mundo oscuro / Thor: The Dark World. Año: 2013.
Dirección: Alan Taylor. Guión: Christopher Yost, Christopher Markus y Stephen McFeely; historia de Don Payne y Robert Rodat. Fotografía: Kramer Morgenthau. Música: Brian Tyler. Reparto: Sam Hemsworth (Thor), Natalie Portman (Jane Foster), Tom Hiddleston (Loki), Anthony Hopkins (Odín), Christopher Eccleston (Malekith). Dur.: 112 min.
La versión de Thor de Brannagh era muy particular: un estilo completamente camp y grandioso, en el que pese a todos los dorados y lo absurdo del argumento inicial era posible írsela tomando en serio y disfrutarla. Esta fue parte del motivo por el que acabé olvidándome de mi falta de interés por los superhéroes y disfrutar de la versión cinematográfica que ofrece marvel/Disney sin prejuicios (a las más dramáticas, como Spiderman o X Men, todavía me cuesta acercarme…que no me convencen los tíos con mallas que se toman en serio).
Lo más desconcertante fue la interpretación de Tom Hiddleston como Loki, del que viendo al correctito Chris Hemsworth no me extraña que se comiera la pantalla y se ganara el corazón de todos los fans…Otro caso aparte es el de Christopher Eccleston, un tipo del que no deja de sorprenderme el que aparezca en todo tipo de producciones destinadas a un público tirando a friki, y al que se le nota a la legua que el mundo del fandom no le gusta nada ¿amor por los cheques de varios ceros, probablemente?
A mí me pasa lo contrario que a ti: he crecido con los cómics de superhéroes y en especial de la Marvel y me interesan extraordinariamente. Por eso, soy muy crítico con las películas de estos héroes. Sobre todo, me parece que el hiperrealismo actual de los efectos especiales pone de relieve lo inverosímil que es creer que en un mundo «real» con gente tan destructiva, su mera presencia no cambiara radicalmente las relaciones políticas y sociales del mundo, algo que no sucede en el tebeo, tanto por su mayor ingenuidad como porque ya el dibujo rompe ese eecto-realidad. «Thor» tiene la ventaja de partir de un mundo radicalmente fantástico: lo único que pide es un planteamiento medianamente interesante. Y la película de Branagh, con sus defectos, los tiene. La segunda, no. Y claro, lo de Eccleston es como lo de Hopkins: son actores que no se creen lo que hacen, y en el caso del primero, supongo, que ni se reconocerá bajo el maquillaje digital.Como William Hurt en «El increíble Hulk»…