Infinita es la progenie desatada por la obra de Howard Phillips Lovecraft, sin duda el escritor de terror más influyente del siglo XX, que murió sin que su nombre fuera conocido más allá de un círculo de entusiastas amigos y discípulos que lo veneraban y que, sin embargo, si ya en vida había conseguido que sus creaciones de ficción fueran adoptadas por aquellos, tras la muerte daría origen a un verdadero culto sin cuya influencia es difícil entender el devenir del género, no sólo en la literatura sino también en el cine. Lovecraft es uno de los pocos autores de terror que ha dado origen a un adjetivo que encierra una descripción literaria, lo lovecraftiano, del mismo modo que existen lo dantesco, lo dickensiano o lo kafkiano. Tuvo la suerte de tener un discípulo que asumió la labor de difusión de la obra del Maestro como si del sumo sacerdote de un culto esotérico se tratara: August Derleth, que creó una editorial con el propósito de poder dedicarse a esa propagación, Arkham House, y que no solo revitalizó las ediciones de Lovecraft sino que animó a sus seguidores a continuar aportando historias al universo urdido por el escritor. De hecho, él mismo daría ejemplo elaborando un vasto cúmulo de ficciones (algunas de ellas a partir de argumentos o esbozos que Lovecraft dejó inconclusos) y organizando incluso la particular «monsteriología» ideada por éste (de modo excesivamente clarificador, en mi opinión).
Pues bien, La Biblioteca del Laberinto, en su compartible afán por bucear en la lovecraftiana, acaba de editar uno de los libros publicados en su día por Arkham House, que en su momento supuso incluso una proyección de su mitología a un escenario geográfico más allá de la Nueva Inglaterra original de la misma. Se trata de El habitante del lago, colección de relatos que lleva el sugestivo subtítulo de … y otros indeseables vecinos. Es un libro inédito hasta ahora en español, que consiste en un conjunto de pastiches lovecraftianos que, a la tierna edad de 18 años, publicó un joven escritor inglés que, con el tiempo, adquiriría una reputación propia como autor de literatura de horror: Ramsey Campbell (también acreditado muchas veces con la inicial de su primer nombre delante, como J. Ramsey Campbell).
John Ramsey Campbell, nacido en Merseyside, Liverpool, en 1946, inició su carrera literaria precisamente con el libro señalado, pero no tardó en evolucionar desde esta inicial influencia lovecraftiana hasta encontrar su propia voz. O al menos así parece indicarlo —sólo he leído otro libro suyo, además de éste, el interesante La secta sin nombre (1981)— el prestigio que ha ido alcanzando dentro del género, refrendado por numerosos premios, que lo sitúan como uno de los mejores autores de terror actuales. En nuestro país, en la última década Campbell ha visto editados bastantes de sus libros a raíz de la relativa repercusión alcanzada entre los seguidores del terror por un par de películas de la por desgracia fracasada Fantastic Factory, Los sin nombre (1999, Jaume Balagueró), a partir de la novela indicada líneas arriba, y El segundo nombre (2002, Paco Plaza), ésta una película excelente, a partir de la novela El pacto de los padres.
Las peculiaridades de su primera publicación son casi más interesantes que el contenido de los relatos que la componen. En 1961, Campbell, por entonces un adolescente de quince años que apenas había empezado a moverse en el siempre activo mundo del fandom, envió a August Derleth unos relatos directamente inspirados por el llamado «solitario de Providence» que intentaban no sólo respetar su espíritu sino también su letra, mediante la reconstrucción del mismo estilo literario y la apropiación de los paisajes y engendros creados por el maestro a lo largo de su demasiado breve carrera como escritor de horror. Derleth no solo los leyó sino que escribió al joven Derleth comunicándole que, con diversas correcciones, consideraba que podían ser publicados en la misma Arkham. Esas correcciones versaban sobre muy distintas cuestiones: desde el estilo a la supresión de palabras y elementos que Lovecraft nunca hubiera situado en sus relatos (recuérdese lo que he dicho: Derleth se consideraba a sí mismo como el celoso guardián de un legado que ni podía tocar cualquiera ni, aun con autorización, podía hacerse de cualquier manera).
Sobre todo, Derleth indicó a Campbell la oportunidad de cambiar la ubicación elegida inicialmente por Campbell para los relatos —la misma Nueva Inglaterra de los cuentos del maestro, con esas ficticias localidades cuyo mero nombre desata rápidas y placenteras evocaciones entre sus admiradores: Arkham, Innsmouth o Kingsport— por la geografía inglesa, con objeto de ampliar el escenario del universo lovecraftiano y dotar de más interés que el de la mera copia al conjunto de escritos de los discípulos. Es de admirar esa mezcla de astucia y celo artístico que motivó la recomendación de Derleth: por un lado, ampliaba el marco de lo que por entonces ya se conocían como Mitos de Cthulthu (denominación acuñada por el mismo Derleth) de tal modo que abriera nuevas puertas para la perduración del legado; por otro, dejaba bien claro su posición como guardián de las llaves del universo del Maestro de cara a otros navegantes.
Con la misma generosa modestia con que Derleth lo atendió, también Campbell hizo caso de las indicaciones. En primer lugar, aceptó el «traslado» de escenarios. Para ello, buscó un lugar en Inglaterra que pudiera amoldarse a las condiciones de Lovecraft: un espacio alejado de los grandes centros de población y con la pátina del pasado. Lo encontró en un paraje más o menos real, más o menos inventado, en el SO del país, en una zona surcada por el río Severn, el más largo de Inglaterra. Allí situó una serie de espacios y localidades (la principal, la ficticia Brichester, sería el equivalente de Arkham y su universidad, la lovecraftiana de Miskatonic), de bosques umbríos (el adjetivo ya es lovecraftiano) y soledades cósmicas en las que acechan, siempre con notable facilidad, esos espantosos seres que, siguiendo la mitología original, una vez fueron dueños de la Tierra y que, despojados de su dominio —según Derleth, que empobreció así notablemente la obra de HPL, sugestivamente indeterminada, por otros seres espaciales, al modo de unos dioses benignos—, sin embargo todavía inspiran a pobres diablos humanos, movidos por la incauta curiosidad, la avidez de poder (aun servil) o el deseo de superar las fronteras del conocimiento convencional, para abrir puertas por las que aquellos puedan filtrarse.
Por otro lado, Campbell revisó los relatos, de acuerdo con las instrucciones del editor de Arkham House. La edición publicada por La Biblioteca del Laberinto incluye las dos versiones, la concebida inicialmente por el joven inglés y la publicada por Derleth. Es inapreciable, por tanto, como objeto de estudio no solo para los interesados en la lovecraftiana sino para quienes tengan curiosidad para asistir a un curso práctico de cómo un escritor «auto-edita» su obra de creación, sin obcecarse con que la primera versión es la buena.
No todos los relatos tienen dos versiones, sino solamente aquellos que forman parte de la serie que Campbell envió a Derleth en 1961. La comparación muestra que, en casi todos ellos, los cambios son mínimos. Por supuesto, cambian los nombres propios: en los originales de 1961, los topónimos de Lovecraft y la habilidad del adolescente escritor para mimetizar el estilo de éste casi convierten el espejismo en realidad, al menos durante las primeras páginas. Interesa observar cómo Campbell modifica en ocasiones los puntos de vista de algunos fragmentos de la historia (por ejemplo, el relato indirecto de una experiencia pasa a ser directo), acelera en algún momento la acción o, por el contrario (y siguiendo el consejo del editor), se detiene para desarrollarla más. Solo en un caso el relato cambia casi por completo: el que el inglés llamó primero La torre de Yuggoth y el americano rebautizó La mina de Yuggoth, y en el que luego me detendré porque me parece el mejor. A propósito de los títulos, Derleth en unas ocasiones los cambia (La caja en el priorato por La cámara en el castillo) y en otras considera que es bueno y lo mantiene (Insectos de Shaggai).
El habitante del lago es, claramente, una obra típica en un admirador incondicional, que carece de ecuanimidad crítica y de sentido de la independencia artística (no intento transmitir un juicio severo: hay que recordar la edad que tenía en el momento de la redacción). Es decir, Campbell se lanza con entusiasmo a la reproducción del original, considerando que cuanto más consiga parecerse a él, mejor es su trabajo. Por supuesto, y como suele suceder, el resultado se queda en lo fácilmente superficial: en el uso de un vocabulario (esa debilidad adjetivadora de Lovecraft, ante todo: fungoso, impío, infame, abominable… y demás términos pretendidamente inquietantes, muchos de ellos, curiosa y significativamente, denotadores de características clínicas que delatan la obsesión del escritor con la enfermedad), de unos nombres que para quien los utiliza tienen un profundo significado (y que espera que también los tenga para quien ha de leerlos: Yog-Sothoth, Azatoth, Nyarlatothep…) y de unas pautas argumentales. Asimismo, y de acuerdo con la tradición de los seguidores del Maestro, el joven Campbell añade algún libro malvado a la nutrida estirpe de los Mitos, en este caso las Revelaciones de Glaaki.
Las tramas son prototípicas. En unas ocasiones, un individuo hostigado por la sed de conocimientos ocultos se presenta en algún escenario (un castillo maldito, por ejemplo), del que todos le han recomendado que se aleje, para estar a punto de liberar a alguna horrible pervivencia del pasado (La cámara en el castillo). En otros, algún incauto penetra en un espacio (un bosque, como en Insectos de Shaggai, o una urbanización abandonada, como en El habitante del lago) donde, por supuesto, acabará también tropezando con el horror que escondían esas soledades rehuidas por todos. A veces, la mímesis es mayor: en Insectos de Shaggai, Campbell realiza la crónica del devenir por el espacio de una raza espantosa, la que da título al cuento, de un modo similar a como HPL hacía en su espléndido relato En las montañas de la locura. Otro relato, El horror del puente, supone un cruce entre dos de los mejores cuentos del maestro, El caso de Charles Dexter Ward y El horror de Dunwich, en su crónica de cómo unos impíos adoradores de esas entidades extradimensionales están a punto de desencadenar el horror sobre el apartado pueblecito en el que han enclavado su culto.
Por desgracia, la mímesis acaba cansando a las pocas páginas, sobre todo en los relatos más continuistas, en especial los que más que a Lovecraft parecen remitirse al muchísimo menos interesante Derleth. Pero también incurre en uno de los elementos más chirriantes del monstruario original de HPL, y es la minuciosa descripción de las grotescas anatomías de los seres invocados. No era el fuerte de Lovecraft el dar apariencias inquietantes a sus seres; de hecho, el detallismo de su retrato permite hacerse al lector una perfecta idea de sus formas, y éstas siempre evocan figuras considerablemente ridículas.
En cualquier caso, El habitante del lago, como la mayor parte de los pastiches lovecraftianos, lo que viene a confirmar es que el estilo y la temática de HPL son tan delicados, y su autor los utiliza con precisión tan sublime, que cualquier mínimo desajuste desemboca en la más cruel de las mediocridades. (Es el caso de su gran discípulo August Derleth.) En el libro que nos ocupa, aunque desde luego no sea ningún trabajo notable, Ramsey Campbell al menos transmite un entusiasmo, propio de la edad y del reciente descubrimiento de las propias cualidades literarias, que en muchos momentos resulta contagioso.
Como señalaba líneas arriba, el mejor relato es aquél cuyas dos versiones cambian más entre sí. En La torre de Yuggoth, su protagonista central, Armitage, es nuevamente el individuo orientado desde su infancia hacia la búsqueda del saber oculto, hacia la persecución, en concreto, del secreto de la inmortalidad. En lo alto de un rocoso y fantástico paraje conocido significativamente como las Escaleras del Diablo, se tropieza con tres torres sin ventanas que esconden un portal dimensional hacia el lejano mundo de Yuggoth. Sin embargo, nada más traspasarlo, asustado por el horror del lugar a donde ha llegado, regresa de nuevo con su cordura ya trastornada para siempre. El relato es sugestivo, sobre todo mientras realiza la crónica de las minuciosas investigaciones de Armitage, pero se cierra abruptamente cuando ha llegado, por fin, a lo más interesante. Uno entiende los reproches de Derleth sobre esa precipitación del joven autor. La mina de Yuggoth corrige ese defecto, y se dedica a narrar con sumo detenimiento el paseo del viajero interdimensional, ahora llamado Taylor, por el horrendo mundo de Yuggoth: las descripciones que hace del mismo son, para mi gusto, lo más memorable de todo el libro.
La edición de La Biblioteca está traducida y preparada por uno de los principales colaboradores de la editorial, Óscar Mariscal. El mismo Mariscal ya había sido el responsable de la edición de un interesante libro sobre relatos revisados por HPL en su faceta de corrector (en ocasiones, de re-escritor completo) de textos ajenos: Sueños de Yith. El presente volumen, como ya he señalado, se divide en dos partes. La primera está formada por el conjunto de relatos tal como fue publicado por Derleth en el año 1964; es decir, con la ambientación inglesa. La segunda son los cuentos originales, según una edición ya del propio Campbell, en la que incluso se incluye alguno rechazado —El rostro en el desierto, que a Derleth le pareció muy flojo y que transcurre muy lejos de los escenarios de los restantes, concretamente en Arabia, lugar por otra parte también «visitado» por HPL—, así como el cuento que el editor americano seleccionó para ser publicado en una antología, Dark mind, dark heart, que vio la luz incluso antes que El habitante del lago. Se trata de La prole del sepulcro, que Derleth (tras la correspondiente reforma por parte de Campbell) publicó con el título, la verdad, más vulgar, de La iglesia de la colina. Ambos relatos se encuentran en esta segunda parte del libro, aunque, la verdad, ambas versiones no ocultan que estamos ante un cuento más bien vulgar: ignoro qué vio Derleth en él para realzarlo frente a los otros. El volumen se cierra nada menos que con un epílogo del mismo Ramsey Campbell donde cuenta en primera persona todo el proceso de su relación con Derleth y de las reformas que tuvo que practicar en sus cuentos. Incluso se incluyen varias de las cartas que el editor envió al joven inglés, precioso testimonio de todo este proceso editorial.
Un último y admirado comentario. Las ilustraciones que acompañan al volumen, a toda página en el comienzo de cada relato, son láminas realizadas por el naturalista Ernst Haeckel —principal divulgador del darwinismo en Alemania y hombre muy afín al nacionalismo étnico germano— para su obra Formas artísticas de la naturaleza. Las láminas (dos de los cuales ilustran este comentario) reproducen un caleidoscopio de especies animales cuyo «diseño», unas veces geométrico, otras veces sencillamente incalificable, casi parece ciertamente, y como indica Óscar Mariscal, la fuente de inspiración de los horrores lovecraftianos. Aunque solo fuera por esa bella, al tiempo que malsana, asociación de imágenes entre lo natural y lo literario, merecería tenerse este volumen en nuestra biblioteca.
Efectivamente, el principal probema de Un habitante del lago es el factor agotamiento. Es tan mimético con los escritos de Lovecraft que al tercer relato uno se da cuenta que no va encontrar nada nuevo (exceptuando los nuevos aficionados que acaben de terminar la bibliografía de H. P. L y tengan ganas de más Mitos). Aunque sabiendo la edad de Campbell cuando se escribieron y publicaron, las quejas sobre el estilo tienden a minimizarse mucho. He continuado leyendo algo más de este señor, y de momento Nazareth Hill es el que más interesante me parece.
Pienso como tú. El problema de los discípulos/admiradores/imitadores de Lovecraft es que acaban convirtiendo los temas de éste en una fórmula, y como toda fórmula artística degenera en monotonía. A mí me pasa con Derleth, con el problema añadido del maniqueísmo con que éste empobreció la temática lovecraftiana (eso sí, Derleth es admirable por su encomiable labor de rescate de su amigo y maestro). En cuanto a Campbell, como digo, la edición es más interesante por lo bonito de las ilustraciones, los comentarios del escritor, muchos años después de la redacción, y por poder asistir al proceso de la edición, que por la calidad de los relatos en sí. Del resto de sus novelas, sólo he leído «Los sin nombre», de la que guardo un buen recuerdo, pero no he vuelto a asomarme a nada más. Es una labor pendiente.
Hola. Interesante articulo. La manera más sincera de admiración es la imitación. Derleth, a mi gusto, el menos talentoso de los autores del circulo y posteriores. Recomiendo leer a Chavarría y sus «el mito del espejo negro» muy Lovecraftiano sin perder la esencia aderezado con nuevos elementos muy mexicanos.
Alguien puede decirme donde encuentro el libro del Habitante del Lago de Ramsey… o si me lo pueden enviar. (Por favor… pago el envío)
Los invito a www,lalibreriadescompuesta.blogspot.com
Gracias por la visita, Rafael. Acabo de pasarme por tu blog y veo que tenemos muchas referencias en común, de modo que lo visitaré con más detenimiento. No conozco «El mito del espejo negro», buscaré información en la red. En cuanto al libro de Ramsey, no sé dónde vives, si es en España o fuera. El libro está editado por una modesta editorial madrileña que se llama La Biblioteca del Laberinto, especializado precisamente en literatura fantástica pulp. Su distribución es irregular, pero tienen página en facebook:
https://www.facebook.com/pages/La-Biblioteca-del-Laberinto/168996638725?fref=ts
Estoy en México capital. Los mitos del espejo negro es la incorporación de Nyarlatoteph a los mitos mexicas… y además incluye a los alemanes y la búsqueda durante la segunda guerra mundial de los puntos de poder arcano. Si gustas lo busco por acá y hacemos intercambio.
Saludos