¿Hay un papel para la mujer en el western? El gran Sergio Leone, el hombre que reformuló el género en Italia, señalaba que solo eran un estorbo, pero incluso él dejó en cine al menos un personaje femenino inmortal, el que encarna Claudia Cardinale en Hasta que llegó su hora (1968). Es cierto, sin embargo, que en el western clásico, el que simboliza Hollywood entre los años 30 y los inicios de los 60, la mujer apenas si juega otro papel que el de descanso del guerrero, el de prostituta (o chica de mala reputación) o el de víctima inerme de continuos peligros (indios o pistoleros, qué más da). Siempre hay excepciones, por supuesto, y quiero hablar de dos de ellas. De dos estupendos personajes de mujeres a contracorriente en el western, de dos fantasías femeninas concebidas, claro, por hombres y para hombres. Se trata de Altar Keane y de Vienna, las dos protagonistas de esos dos raros westerns que son Encubridora (1952), un poco conocido trabajo del gran Fritz Lang, y Johnny Guitar (1954), éste por el contrario un film legendario del que parece imposible poder decir algo que no esté trillado. Dos mujeres que reinan sobre universos masculinos, o que creen reinar cuando resulta más fácil destronarlas de lo que ellas, tristemente, pensaban. Dos mujeres diferentes, cuya independencia acaba deviniendo trágica, que sin pretenderlo arrastran la muerte consigo y que, por tanto, son símbolos eminentes del eterno femenino en su sentido más fatalista.
Dos películas de serie B, incluso muy B (Encubridora es un western en el que la mayor parte de los exteriores son decorados muy evidentes). El film de Lang es de una ignota productora, Fidelity Pictures, para la RKO, a su vez el más modesto de los grandes estudios; el de Ray, pertenece a la Republic, un estudio famoso por la cicatería de su dueño. Pero ambos exprimen con ingenio visual y talento argumental las limitaciones de que parten. Y ambos, en realidad, son lo mismo: dos fábulas que juegan abiertamente con su condición de irreal fantasía, más propia de un cinéfilo que de un director clásico. Lang como amante del cine de género y además como extranjero fascinado por el género cinematográfico por excelencia. Ray debido a su preparación intelectual y al sentido reflexivo con que afrontó siempre su condición de realizador. Ambos, aquí, anticipan ese concepto de director-cinéfilo que surge a partir de la nouvelle vague francesa, haciendo dos películas que tienen mucho de juego con unos elementos intemporales que ellos reformulan a su antojo. Sergio Leone, más de una década después, haría lo propio en Italia, mas deslizando la mitología clásica por una nueva senda.
Las dos películas poseen numerosos vasos comunicantes. Las dos mujeres regentan dos negocios de dudosa reputación, aunque en un caso (Altar) es ciertamente un refugio de forajidos, y en el otro (Vienna) un saloon-casino con el que su dueña piensa beneficiarse de la inminente llegada del ferrocarril a la región. Dos hombres andan tras cada una de ellas. Uno es un proscrito que las protege; el otro es un recién llegado que es quien de verdad ganará su corazón. Eso sí, entre estos dos últimos hay diferencias: en Encubridora, Vern Haskell, impelido por su afán de venganza, siente demasiado; en el film homónimo, Johnny Guitar intenta jugar la pose indolente del hombre que ya no siente nada, aunque acabará revelándose como una máscara de autoprotección, implicando al final su propia vida en la defensa de la mujer que ama.
En fin, las dos protagonistas son mujeres de fortísimo carácter. Más Vienna, que se jacta de que nadie la gobierna; Altar, en realidad una chica de saloon aupada hasta su posición por el forajido que se enamoró de ella y la sacó del «arroyo», resultará ser una mujer más manipulable. Pero da igual. Frente al espectador, comparten el mismo tipo de carisma, que procede de la fuerte personalidad de las intérpretes que las encarnan. Dos estrellas ya no jóvenes, de hecho en la decadencia de sus carreras —que en las actrices, tristemente, suele corresponderse con su declive físico—, y de ahí que acabaran trabajando en películas tan modestas. Dos estrellas que, rondando los 50 arriba o abajo, todavía mantenían el aura de seducción de sus años dorados, sin duda porque ésta nunca dependió de su belleza física (de hecho, ni Marlene Dietrich ni Joan Crawford responden al tipo clásico de belleza cinematográfica), sino de eso tan indefinible pero al tiempo tan reconocible como es el glamour.
Y siempre he creído que el más famoso de los dos títulos Johnny Guitar no existiría sin Encubridora: que esta película es una suerte de preludio de aquélla, empezando por su romanticismo desatado, pues tanto Fritz Lang como Nicholas Ray son y serán siempre modelo del cineasta romántico.
Encubridora (1952, Fritz Lang)
Como muchos westerns, Encubridora es la historia de una venganza, la de Vern Haskell contra el pistolero que mató a su prometida y por extensión contra quienes, a lo largo de su senda infernal, se interponen en ella. Vern busca al asesino sin tregua, dominado cada vez más por la obsesión antes que por la necesidad de justicia. A lo largo de su búsqueda delirante, cuenta con sólo dos palabras que obtuvo de distintos forajidos: «Altar Keane» y «Rueda de la fortuna» (en el original, Chuck-a-luck; doy la traducción de la versión doblada en que vi el film por vez primera). Finalmente, descubrirá que Altar es el nombre de una chica de saloon a la que un pistolero buscado por la ley, Frenchy Fairmont, rescató de su vida de degradación y se la llevó consigo, para convertirla en la administradora de un cubil de forajidos en medio de un territorio desolado, la Rueda de la Fortuna, a donde llegará el propio Vern haciéndose pasar él mismo por un bandido perseguido.
Bajo sus imágenes, Lang, cineasta de la obsesión, fascinado siempre por la narración instintiva antes que lógica, por el romanticismo desbocado, optó por darle, desde esos créditos ya señalados, el aire de una balada, que, como en otros westerns de esa década, abre la historia, la va punteando (sobre todo al principio, cuando la acción va volando hasta conseguir que Vern se sitúe en las coordenadas correctas para cumplir su venganza) y termina por cerrarla. La modestia del presupuesto y su condición de serie B permite a Lang proyectar hasta el infinito el absoluto desprecio que le mereció siempre la fiel reconstrucción de la realidad, tanto en el plano escenográfico como en el psicológico. De Las tres luces (1921) al díptico El tigre de Esnapur / La tumba india (1959), pasando por Los contrabandistas de Moonfleet (1955), Lang demostró siempre sentirse cómodo en ese terreno.
Lang lo traduce por medio de su vengador: puede que parezca exagerada la comparación, pero Vern Haskell es como esos infelices antihéroes de las fantasías lovecraftianas, a los que la prosaica realidad nada dice, y que buscan con desesperación la puerta al otro lado. De hecho, la mirada de Haskell expresa la mirada de Lang, quien sacó un notable partido de ese clásico rictus gestual del gran Arthur Kennedy, de su mirada fulgurante combinada con una mueca de infinito despecho.
Vern Haskell busca esa puerta al país de una fantasía mórbida y violenta para la cual vive desde un año atrás. Ahora bien, esa especie esa mujer entre hada y bruja seductora que Haskell sabe que tiene la llave que la abre, resultará ser… una mujer con menos misterio del que aparenta. Sin duda con más carácter del habitual en una mujer que se mueve en ambientes fronterizos, pero con características y necesidades sencillamente terrenales. Una mujer a la que Vern Haskell manipula sin piedad (como ella misma ha hecho con tantos hombres), dejándole entrever precisamente el umbral de otro cuento de hadas todavía más inexistente, más irreal que aquél en el que el vengador ha penetrado. Y aquí entra lo meta-cinematográfico. Los hombres que hablan a Vern sobre esa mujer que él aún no conocen bañan la evocación de Altar Keane de una reverencia teñida de admiración y deseo… pero las imágenes muestran a una mujer ya mayor, amiga de diversiones vulgares (la escenita de la carrera sobre potros «humanos»), a quienes los hombres toman y dejan como se hace con cualquier mujerzuela de cualquier saloon… hasta que un día aparece un príncipe encantador.
Ese príncipe encantador también es una entelequia, aunque su entrada en escena sea deslumbradora, para Altar y para los espectadores: haciendo frente al malencarado dueño del saloon que ha despedido a Altar sencillamente porque ya no le vale para entretener a los hombres —se arguye que es porque Altar no es para cualquiera, pero se entrevé la verdad: porque ya tampoco da la edad para poder serlo— y encima la humilla públicamente obligándola a perder el dinero que ha ganado en el juego llamado la Rueda de la Fortuna. Frenchy Fairmont aparece como un caballero que en vez de blanca armadura viste un elegante traje de rayas, que utiliza su atildado pañuelo para meter en él las ganancias de Altar y que luego no sólo le brinda su protección hasta la seguridad del tren que la mujer debe coger al día siguiente, sino que ni siquiera —ante la sorpresa de la mujer— intenta aprovecharse sexualmente de su posición, como tantos hombres antes que él habrán hecho con ella.
Frenchy Fairmont es el clásico pistolero más rápido, pero a lo largo de la película apenas justificará su reputación, mientras que se remarcará continuamente su vulnerabilidad, empezando por el hecho de que Vern lo encuentra en la cárcel de un pueblucho, después de haber sido sorprendido por un tendero al que fue a comprar un perfume. Una cuestión que siempre me ha atraído subterráneamente es la elección y caracterización del actor elegido para el papel: el siempre blando Mel Ferrer no parecía la elección más lógica para un pistolero presuntamente carismático, y además, teniendo en cuenta el rasgo crepuscular del mismo (es un hombre consciente de que su rapidez con las armas está a punto de declinar —las señales no pueden ser más evidentes—, de modo que lo que anhela es retirarse a vivir tranquilo con la mujer que ama: con Altar). Los cabellos grises con que se le adornan, sobre su rostro terso, son tan abiertamente irreales que resulta imposible creer en que estemos ante un pistolero cansado, ante un hombre que ha vivido demasiado. Los diálogos intentan señalar el contraste entre el maduro Frenchy y el joven Vern, pero las imágenes dicen otra cosa, entre otras razones porque Arthur Kennedy incluso era tres años mayor que Ferrer. En esa tensión entre lo soñado y lo creíble radica precisamente tanto el interés como los reparos que se pueden hacer a Encubridora, y remarcan su singularidad.
También la edad es una circunstancia que pesa sobre Marlene Dietrich, aunque aquí sin necesidad de recurrir a falsas canas. Al contrario que Ferrer/Fairmont, sí da el tipo de mujer cercada por el tiempo y amenazada por la decadencia; pues su control de los hombres a los que da refugio en su rancho se debe a su carácter, claro, pero también a la fuerza que le da su belleza y dominio erótico de toda situación difícil que entre hombres poco amigos de obedecer imposiciones es corriente que se produzcan con frecuencia. De hecho, la Dietrich está notablemente bien en toda la parte final de la película, cuando por fin su vulnerabilidad queda desnuda con la terrible humillación que supone descubrir que ha sido totalmente engañada: que no había deslumbrado a ese cow-boy ni lo tenía entre sus redes, que era completamente falso su arrobado enamoramiento.
De ahí que [—spoiler—] el tópico de que la mujer mala sólo puede redimirse con la muerte aquí es la consecuencia lógica: cuando sus armas fallan, Altar Keane sabe que ya no le queda nada salvo la muerte. Por todo ello, Encubridora es una historia de fantasmas, de espectros que van desvaneciéndose poco a poco. Quién sabe a dónde pueden ir Vern Haskell y Frenchy una vez muerta la mujer que los unió por un tiempo…
Johnny Guitar (1954, Nicholas Ray)
La clave de la fascinación que despierta Johnny Guitar resiste impertérrita el paso del tiempo: creo que no existe película clásica más novelesca, es decir, más consciente de tratarse de una ficción, un espacio poblado por seres irreales que claman por unas vidas que saben que no existen, aun cuando no puedan evitar luchar intensamente por vivirlas del modo más real. El adjetivo no puede ser más acertado, pues cada vez que un personaje hace un gesto o recita un diálogo —pistoleros y hombres de la frontera que cruzan sentencias agudas como máximas shakesperianas— lo hace no para comunicar una información o una impresión necesarias para el avance de la historia, sino para hacer ostentación de ese confluencia entre la dimensión novelesca y la real. Un ejemplo. Con un inolvidable gesto enérgico, el hombre con guitarra que cenaba en la cocina impide que caiga al suelo un vaso de whisky: es novelesco el mero hecho de que todos los personajes suspendan la atención del tenso conflicto que estaba a punto de estallar entre ellos para ver cómo el objeto hace círculos sobre la barra del bar, para ver cómo cae y así, al impedirlo, alguien tiene la oportunidad de hacer una entrada memorable en escena.
En Johnny Guitar lo necesario es lo que en otros títulos clásicos de Hollywood ni siquiera se plantearía: que la ruleta deba seguir sonando todo el tiempo en el saloon aun cuando no haya clientes; que al refugio del grupo del Danzarín se acceda pasando bajo una cascada; que Vienna vista de blanco y que, pese a que atiende a un hombre ensangrentado y sea arrastrada por el polvo y la maleza, su vestido siga estando impoluta para restallar en contraste con las vestimentas de cuervo de sus oponentes; o que tenga que recibir a quienes vienen a ajustarle las cuentas tocando el piano como si de pronto la fantasía gótica se hubiera apoderado de la pantalla.
En resumen: puede que los personajes estén guiados por los mismos fines que todo el mundo en el western (el oro, el poder, las mujeres, la reputación), pero diríase que todo esto queda a un lado sólo para poder saborear una buena réplica, tan buena como ese «Nunca doy la mano a un pistolero zurdo», que usa Johnny para negarse a estrechar la que le ofrece su oponente el Danzarín. En Johnny Guitar la ética y la estética, la esencia y la apariencia, se unen de modo indeleble en una misma dimensión, como si sus personajes fueran conscientes de ser marionetas de unos dioses que les obligan a jugar una representación que acaban asumiendo como propia con tan tremenda intensidad que acaban aportando con entusiasmo nuevos rasgos que refuerzan aquélla. Un ejemplo imborrable: ese pistolero enteco y de mirada triste (el inolvidable Royal Dano), que inesperadamente adquiere trazas románticas haciéndolo tuberculoso y amante de la literatura.
Y funciona, todo funciona, vaya que sí: por mucho que uno se conozca de memoria sus famosos diálogos, seguimos esperando que sean pronunciados por los personajes y los recibimos con emocionado alborozo; por mucho que ese guión sea muy caprichoso (brillante, pero caprichoso), son caprichos que nos resultan imprescindibles; por mucho que hayamos leído demasiado sobre simbologías cromáticas, políticas y escenográficas, parece que su sentido se hubiera revelado ayer mismo; por mucho que el famoso tema central esté desgastado en nuestra memoria musical, tan pronto suena nos rendimos a su belleza melancólica, y no concebimos mejor cierre, ya con la letra, a esta inolvidable película, desembozada mezcla de melodrama y tragedia que juega mucho con el desarrollo de una atmósfera fantastique y que, sí, hace todo ello bajo la envoltura del western, convocando buena parte de sus convenciones para deshacerlas, con tanta petulancia como talento.
La transgresión nace desde la elección de un nombre masculino para el título de una historia cuya protagonista y centro dramático es una mujer; o del inaudito hecho de que ese pistolero titular, que en cualquier otra película hubiera sido el eje de la acción para la que ha sido convocado, destaque por no hacer nada prácticamente en toda la película: sólo dispara una vez y es para asustar a un muchacho jactancioso, y su única iniciativa positiva es salvar a la protagonista del linchamiento (y aun eso del modo más furtivo y menos heroico).
Revisión tras revisión, sigo pensando que si las posibles descompensaciones de la trama y de sus personajes acaban siendo pasadas por alto es por un hecho incuestionable: la brillantez con que se resuelve la transición entre escenas y personajes, la forma en que parece que la historia progresa siempre hacia adelante, el ritmo interno con que pasamos de un escenario a otro, de un personaje al siguiente. No existe un solo tiempo muerto en todo el film, lo cual puede pensarse que no es un mérito especial puesto que nos hallamos en una producción de serie B cuya máxima lógica es la eficacia narrativa. Pero es que, siendo un film increíblemente trepidante (toda la acción sucede en poco más de día y medio), la impresión con la que uno concluye su visión es la de habernos hallado ante un film ante todo reflexivo.
Por supuesto, este espesor del pasado necesitaba manifestarse en el presente mediante elementos concretos, y he ahí el sentido de los diálogos —entre los cuales, aparte del archiconocido cruce de palabras entre Vienna y Johnny («miénteme, dime que me has esperado todos estos años…»), destaco el que señala Vienna cuando le recuerdan que le han dado un plazo de 24 horas para abandonar el lugar: «Cuando llegué aquí quemé mis maletas»— y de las miradas (especialmente las que cruzan las dos mujeres, Joan Crawford y la estupenda Mercedes McCambridge, a todos los hombres de la historia).
Hay otro detalle que unifica el tratamiento y atmósfera de la película: su conseguido sentido de la tragedia. El fatalismo insufla las imágenes de un poderoso aliento melancólico: todos los personajes juegan fuerte, arriesgan sus vidas, actúan (o no actúan) sabiendo que el hecho de hacerlo (o no hacerlo) los sitúa siempre en una situación sin vuelta atrás; pero no pueden evitarlo, y así es como se superan los momentos más inverosímiles de la historia o las reacciones entre personajes, por ejemplo, entre Vienna y Johnny, cuyas conversaciones, desplantes, arrebatos de pasión y decisiones siempre se encuentran al borde del desaforamiento, pero siempre convencen: es cuestión de intensidad romántica, algo que Nicholas Ray amaba mucho y que, por lo común, salva muchos momentos discutibles de sus películas, en las cuales lo discutible siempre abundaba. Y esos planos, esos encuadres, esas sentencias… ¿hay algún film que sobreabunde en tantos para el recuerdo? La bala que el Danzarín recibe de la mujer que lo ama y lo odia en mitad de la frente; el «Yo soy forastero aquí», con que Johnny ratifica su pasividad a la hora de involucrarse en los acontecimientos, cuando el Danzarín se dispone a robar el banco; el duelo (el único duelo a la postre) entre Johnny Guitar y el Danzarín retándose con palabras ante Vienna; la expresión de desatada vesania de Emma al incendiar el saloon de su rival, viéndose por fin vencedora absoluta.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Encubridora / Rancho Notorious. Año: 1952.
Dirección: Fritz Lang. Guión: Daniel Taradash; historia original de Sylvia Richards. Fotografía: Hal Mohr. Música: Ken Darby y Emil Newman. Reparto: Marlene Dietrich (Altar Keane), Arthur Kennedy (Vern Haskell), Mel Ferrer (Frenchy Fairmont). Dur.: 89 min.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Johnny Guitar / Johnny Guitar. Año: 1954.
Dirección: Nicholas Ray. Guión: Philip Yordan, según la novela de Roy Chanslor. Fotografía: Harry Stradling. Música: Victor Young. Reparto: Joan Crawfor (Vienna), Sterling Hayden (Johnny Logan, alias Guitar), Scott Brady (Danzarín), Mercedes McCambridge (Emma Small), Ward Bond (McIvers). Dur.: 110 min.