La segunda trilogía Star Wars (II): El ataque de los clones

Star Wars II. El ataque de los clonesEl segundo capítulo de la segunda/primera trilogía transcurre diez años después de los hechos acaecidos en La amenaza fantasma, durante los cuales el niño Anakin se convierte en el adulto Anakin (en cambio, para la ya no reina sino senadora Padmé Amidala no parece haber transcurrido el tiempo). El desarrollo argumental de la película se divide en dos núcleos. Por un lado, ir mostrando cómo ese Anakin, ese Elegido por la Fuerza, cuyas habilidades ciertamente son sobrehumanas, va poco a poco dejando entrever ese fondo oscuro que acabará convirtiéndolo en Darth Vader, y que se manifiesta en una pasión excesiva para lo que debe ser un Jedi (modelo de equilibrio), que se ve puesta a prueba por sus sentimientos personales (hacia Padmé, hacia su madre). Por otro lado, proseguir la intriga política que acabará convirtiendo al canciller Palpatine en el emperador y destruirá la República. De hecho, y como indica el título, a lo que asistimos aquí es al inicio de las Guerras Clon, ese concepto que Lucas creó ya en La guerra de las galaxias, y al que se refería Ben Kenobi, ante las preguntas de Luke, en sus vagas indicaciones al pasado. Si el primer núcleo es conducido por la parejita romántica Anakin-Padmé, en el segundo es Obi-Wan Kenobi el que lleva las riendas, hasta que todas las intrigas parelelas confluyen en el planeta donde tiene lugar la primera batalla, con la cual concluye la película. Batalla que encierra una sorpresa: los clones, inicialmente, forman el ejército de la República que, así, consigue superar el primer envite puesto en marcha por el todavía incógnita Señor de los Sith, y que aquí actúa mediante un esbirro interpuesto, un Jedi renegado llamado el conde Dooku, que permite la aparición del gran Christopher Lee.

Por cierto que Lee acababa justo de saltar al conocimiento del público joven por su participación en la otra gran trilogía fantástica coetánea, El Señor de los Anillos, donde, qué casualidad, encarnaba un papel similar, el de Saruman, el esbirro del malvado Saurón. Veáse si no: en ambas trilogías, Lee interpreta al principal sicario del villano que permanece entre sombras, posee poderes extraordinarios y su misión principal es facilitar un ejército que obedezca sin razonar. Eso sí, esta vez escoge el bando ganador… aunque él no lo verá ya que en el inicio de La venganza de los Sith será eliminado. Un detalle curioso: los relevantes papeles que George Lucas ha dado, en al menos dos de sus películas, a la eminente pareja que protagonizó la mayor parte de los grandes títulos de terror de la Hammer, o sea, Christopher Lee y Peter Cushing.

Padmé recordando a su hija LeiaGeorge Lucas aceptó la «ayuda» de un coguionista en este capítulo, un tal Jonathan Hale, que ya había trabajado con el cineasta en la serie sobre Indiana Jones. Ahora bien, una vez más uno de los grandes problemas de esta película es la existencia de la previa trilogía, tanto en lo que se refiere al cúmulo de incongruencias que se acumulan, como al empeño del autor (lógico, claro) en referirse a aquélla, pese a lo forzado que acaba siendo. Por ejemplo, cierto es que resulta entrañable ver de nuevo a los dos robots participando en la historia, pero no hay por donde cogerlo. Si en el primer film se cruzaban con alguien, Obi-Wan Kenobi, que «luego» no los recordará, aquí C3PO ¡trabaja en la misma granja donde se criará Luke Skywalker! Y donde ya está Lars Owen, quien en La guerra de las galaxias recomprará al robot que tuvo tantos años atrás… sin siquiera una mención al androide parecido que ya trabajó allí. Otro elemento forzado es que el individuo utilizado como modelo para los clones sea el mercenario Django Fett, padre de Boba, el hombre que capturará a Han Solo en El Imperio contraataca, de paso luciendo el mismo y genial casco que luego heredará su hijo (al menos, se incluye un plano en el que el pequeño, ante el cadáver del padre, coge ese casco entre sus manos).

Hay más detalles incoherentes. La excusa argumental para el reencuentro entre Anakin y Padmé es que la senadora está siendo víctima de diversos atentados, pero nunca se explica por qué es tan importante su eliminación para los malos. Se menciona que es una de las senadoras opuestas al proyecto de armar a la República con un ejército, pero ¿por qué hay que matarla a toda costa, cuando es un voto entre tropecientos mil del resto de senadores? Otro: Anakin sufre mucho por estar separado de su madre (recuérdese, esclava en Tatooine), y cuando va a por ella resulta ser tarde pues está muriendo a manos de los entrañables Moradores de las Arenas. Pregunta: si tanto la añoraba, ¿por qué tardó diez años en ir a buscarla? ¿Acaso la Hermandad Jedi, como el moderno Opus Dei, inculca a sus miembros el distanciamiento con los familiares cercanos?

Y ya puestos, ¿cómo es que a ninguno de los inteligentísimos jedis le choca que el ejército clon al que tan alegremente se confían esté «hecho» a partir de los genes del mercenario del conde Dooku?

Los jedis siempre visten como si vivieran en el desiertoEl ataque de los clones mejora algo La amenaza fantasma, lo cual no era nada difícil, pero sigue siendo una película trivial, antipática y maniquea, cuya falta de sutileza acaba siendo irritante. Perdido ese mágico sentido de la ingenuidad que poseía La guerra de las galaxias, la nueva trilogía adolece de un cerebralismo que impide establecer un mínimo feeling con los personajes que aparecen en pantalla, por dramáticas que parezcan sus peripecias. La gelidez que desprenden esos seres llamados Anakin, Padmé, Obi-Wan o el resto acaba convirtiéndolos en meros monigotes de un demiurgo, George Lucas, que no denota tampoco ningún cariño por sus personajes, a los que no duda en sacrificar en el altar de la religión digital. De nuevo, El ataque de los clones existe solo en función de su propósito de apabullar a unos espectadores que, entonces, todavía no estaban acostumbrados a esos alardes. Lo malo es que en el pecado estaba la penitencia: diez años después, a nadie sorprenden. Y entonces es cuando se echa en falta la ausencia del mínimo espesor dramático.

Eso sí, en este aspecto, y aunque solo habían transcurrido tres años entre La amenaza fantasma y El ataque de los clones, bien que se nota. Estamos hablando de unos años mágicos, los del cambio de siglo, para el desarrollo de los efectos especiales digitales. Sagas como las de Matrix o El Señor de los Anillos están revolucionando el concepto visual, el diseño de producción, la creación de escenarios. Pues bien, esa distancia entre un film y otro juega considerablemente a favor de la segunda película, que es mucho más atractiva que la anterior. Solo hay que asistir a las primeras imágenes de la cinta: la llegada de la nave que transporta a la senadora (ya no reina) Amidala a Coruscant, con ese bonito plano que muestra los altísimos edificios del planeta-ciudad emergiendo sobre un mar de nubes. Eso sí, tampoco hay que cantar victoria, porque el concepto artístico de El ataque de los clones será el que ya conocemos: la sobrecarga de elementos visuales, el horror vacui, el empalago de escenarios presuntamente bonitos.

Ya sabíamos que George Lucas no es lo que se entiende por cineasta romántico. Pero en la primera trilogía (mejor dicho, en sus dos primeras películas), el interés sentimental estaba bañado en un divertido espíritu de pícara rivalidad entre machos de muy distinto carácter, primero, o de lucha de sexos, después. En El ataque de los clones, en cambio, Lucas intenta proponer un imposible: una historia de amor condicionado por unas circunstancias adversas que, como sabemos, condenan a los dos amantes a la mayor infelicidad. El resultado es una historieta sentimental que desborda ridículo por los cuatro costados, anticipando, irónicamente, tonterías como la saga Crepúsculo y demás chucherías para adolescentes. Parte, de entrada, de la completa ausencia de química entre los dos actores. Natalie Portman, fuera del papel que la reveló, de niña, en Leon, el profesional (1994, Luc Besson), siempre me ha parecido una actriz muy floja, y desde luego nada dúctil, con una cargante galería de gestos (¡esa sonrisa apretando las mandíbulas!). En cuanto a Hayden Christensen, casi creo que fue elegido por su relativo parecido con Mark Hamill, su «hijo», pues el actor, sencillamente, se ve desbordado por un papel que (en teoría, claro) posee una complejidad que le supera. La nobleza oscura que debe poseer Anakin, la desbordante pasión que acabará destruyéndolo, su capacidad infinita para amar, que luego se transformará en capacidad infinita para odiar. O sea, lo que hacía interesante explorar a Darth Vader antes de ser Darth Vader… sencillamente no existe. Y, al igual que sucedió con Hamill, la prueba de la inocuidad del actor es que, después de la saga, su estrella se ha apagado por completo.

El romanticismo según George Lucas, o sea, florecitas y caras de embobamiento

Cada vez que la historia pasa a la parejita, la película se hunde. Lucas cree que el romanticismo consiste en situar a sus actores delante de un escenario de tarjeta postal —el más empalagoso, ese prado situado al borde de tropecientas cataratas: dios santo, ¿a dónde va tanta agua? Y, ¿por qué no se escucha ni un rumor, como si se hallaran junto a un lago de aguas tranquilas?—, o hacerles pronunciar diálogos sacados de un manual de frases hechas, o decirle a los actores que frunzan los labios, como señal de sufrir mucho. Inenarrable.

Lo mejor de la película se encuentra, por tanto, en la otra intriga. De hecho, da pie a dos de las secuencias más atractivas de la trilogía. La primera es la espectacular persecución por los cielos de Coruscant. Aunque es verdad que gran parte del atractivo se debe a los genios del diseño digital, hay que reconocer que Lucas, después de todo educado en el cine clásico, narra con encomiable nitidez una escena tan movida: cualquier director moderno hubiera agitado tanto la cámara que nunca hubiéramos tenido claro qué sucede en la pantalla. La otra secuencia es el combate entre Obi-Wan Kenobi y Django Fett en el planeta de los clones. La gracia, una vez más, radica en el escenario (una plataforma metálica sobre un océano embravecido, una tormenta de lluvia hostigando a los combatientes), pero asimismo se agradece que Lucas narre con la necesaria claridad las evoluciones de la lucha.

Menuda mala uva que resulta tener Yoda!Ahora bien, la investigación que lleva a Obi-Wan a descubrir la fabricación de los clones pone en primer término el conjunto de intrigas que tienen lugar en el seno de la República. Y que son tediosas a más no poder. Las apariciones del Consejo Jedi desprenden una gravedad plomiza a más no poder: yo estoy convencido de que hay pocos papeles en los que el gran Samuel L. Jackson se haya implicado menos que en el de su maestro Mace Windu. Yoda sigue siendo el mismo cenizo de siempre, y el momento en que, más tarde, Lucas lo convierte en un ferocísimo guerrero saltarín, para luchar contra el conde Dooku, sencillamente no me lo creo. Ian McDiarmid es un Palpatine anodino: como Hayden Christensen, el actor es incapaz de sugerir esa maldad interna que no tardará en desenmascarar, pero actúa como si de verdad Palpatine fuera el inocuo burócrata que parece. Se podrá decir que es un estupendo fingimiento por parte de McDiarmid, pero no estoy de acuerdo.

Una de las virtudes de la primera trilogía había sido el estupendo manejo de las intrigas paralelas. Para variar, esa habilidad se ha perdido en la segunda. En El ataque de los clones no hay la menor fluidez entre el paso de unas a otras, de modo que cuando por fin se unen en el planeta Geonosis, al menos nos libramos de las pésimas transiciones. La batalla final hunde definitivamente la película, porque está concebida, lisa y llanamente, como si tratara de un videojuego en el que los participantes deben superar distintos niveles. Incluso, lo siento, la aparición, por primera vez, de tanto caballero jedi junto, sólo consigue que se pierdan el aire misterioso que ostentaban. Y resulta tan cansina como improbable esa forma de usar sus espadas laser para detener los disparos de sus enemigos. Eso sí, la película, cuando menos, ofrece una conclusión que supone uno de los pocos momentos sugerentes de la trilogía: los jedis, preocupados porque la victoria que acaban de obtener contiene sombríos presagios, asisten al desfile del nuevo ejército de la República. Y además de los innumerables soldados clones cuyo aspecto idéntico evoca a los guardias de asalto del futuro Imperio, las naves que despegan también parecen el prototipo de los futuros y ominosos cruceros imperiales. Es lógico que, en ese instante, resuene, por primera vez en la segunda trilogía, la genial Marcha Imperial de John Williams.

Los futuros cruceros imperiales

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: Star Wars, episodio 2 – El ataque de los clones / Star Wars, Episode II – The Attack of the Clones. Año: 2002.

Dirección: George Lucas. Guión: George Lucas y Jonathan Hales, según una historia del primero Fotografía: David Tattersall. Música: John Williams. Reparto: Ewan McGregor (Obi-Wan Kenobi), Natalie Portman (Padmé Amidala), Hayden Christensen (Anakin Skywalker), Ian McDiarmid (Palpatine), Samuel L. Jackson (Mace Windu), Christopher Lee (Conde Dooku). Dur.: 142 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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