Para muchos incondicionales de la saga, El Imperio contraataca siempre ha sido la mejor película de la primera trilogía, y la razón que dan es que se trata de la más «adulta». Yo prefiero La guerra de las galaxias, pero entiendo esa valoración, pues incluso yo mismo lo pensé una vez. Y es que hay que reconocer que pocas veces una secuela ha estado mejor planteada para hacer progresar, en todos los sentidos, las tramas apuntadas en la primera parte. No sólo se avanza en la relación entre personajes, resolviendo el triángulo sentimental (cuando lo más fácil habría sido dejarlo pendiente in aeternum), sino que añade un buen puñado de revelaciones que, en efecto, tienen la cualidad de tejer una considerable densidad dramática (a la cabeza, el vínculo filial entre el héroe y el villano), introduce nuevos personajes y, por si fuera poco, concluye del mejor modo posible: dejando las intrigas en el aire para hacer deseable la inmediata reanudación de la saga con el tercer capítulo y final. Que éste fuera ese espanto conocido como El retorno del Jedi supone una de las mayores decepciones de toda la historia del cine.
Vayamos por partes. George Lucas, tal vez por los problemas que arrastró a la hora de liderar el cuantioso equipo de la primera parte, decidió dejar los bártulos de la dirección a otro hombre. El elegido fue un desconocido para la mayor parte de la cinefilia, Irvin Kershner, que sin embargo era ya todo un veterano, pues había debutado en el cine en 1958, firmando doce películas y diversos trabajos para televisión, ninguno especialmente recordable. Era una elección astuta: un hombre al que ya conocía, pues había sido profesor suyo de cine, lo suficientemente experimentado como para que no lo superara el empeño, y sin currículum para discutirle los supongo que numerosos consejos artísticos que le diera Lucas.
Éste ideó la historia, pero prefirió entregarla a otras manos para pulir el guión final. La elegida, curiosamente, fue la veterana Leigh Brackett, novelista pulp conocida sobre todo por sus varias colaboraciones para Howard Hawks en clásicos del calibre de El sueño eterno (1946), Río Bravo (1959) o El Dorado (1966). Sin duda, en su elección pesó su familiaridad con la ópera espacial, campo eminente de su obra literaria, tanto como su aportación a la clásica inclinación hawksiana por la batalla de sexos, o sea, historias sentimentales trabadas de igual a igual mediante un pícaro romanticismo: la relación amor-odio entre Han Solo y la princesa Leia lleva, indiscutiblemente, su sello. Ahora bien, Brackett murió antes de finalizar el guión, y Lucas contrató para terminarlo a un joven sin experiencia, Lawrence Kasdan, de cuyo trabajo quedaría tan contento que acto seguido él y su amigo Spielberg le confiarían el de En busca del arca perdida (1981), justo antes de debutar él mismo en la realización con Fuego en el cuerpo (1981) e iniciar una carrera como director, irregular pero respetable.
La primera decisión de Lucas fue girar las tornas del enfrentamiento entre el Imperio y la Alianza Rebelde. Si La guerra de las galaxias había concluido con el jubiloso triunfo de los rebeldes, era lógico, al plantearse ya la continuidad de la saga, mostrar ahora los reveses de los buenos, para eludir la facilidad de una aventura demasiado triunfalista. Así pues, la secuela hace honor a su título y es el Imperio el que lleva la iniciativa en todo momento. El signo que marca toda la historia es el de la huida: los personajes no hacen otra cosa que escapar a toda velocidad, sin poder tener ni una sola iniciativa, zarandeados por las fuerzas imperiales como una barquichuela en medio de la tempestad. Por supuesto, la sensación de zozobra se apodera todo el tiempo de las imágenes, y proporciona una excelente atmósfera de incertidumbre. Creo que es difícil encontrar otro título de género en el que el espectador tenga como en éste la sensación de que, por una vez, es más que posible que los héroes no solo no vayan a ganar sino que puedan perderlo todo. En su momento, me impactó ese final tan desolador: Luke con una mano amputada y destrozado por la revelación de Vader, Han Solo congelado y perdido en el espacio —es irrepetible esa sensación de la primera vez que se ve la película: el espectador que cree «conocer» este tipo de intrigas está convencido de que antes de que acabe el film el dueño del Halcón Milenario será liberado… pero eso no llega a suceder— y la Alianza casi reducida a un impotente grupo de irreductibles luchadores que poco parecen poder hacer frente al todopoderoso Imperio.
La segunda decisión, magnífica, fue la de hacer progresar tanto la relación entre personajes como su propia evolución, fundamental en el caso de Luke Skywalker. En cuanto a lo primero, el triángulo sentimental de La guerra de las galaxias queda pronto decidido, tras un amago de proseguirlo durante el arranque del film: la princesa es para Han. No en vano la acción se escinde de tal modo que Luke pasa media película por un lado y la otra pareja por el suyo. Pero es que no hay margen para la duda: desde el primer cruce de invectivas entre Leia y Han Solo en la base rebelde, está muy claro que están hechos el uno para el otro. Han lleva la iniciativa, claro, minando la resistencia de la joven con continuas insinuaciones, y el furor con que ésta reacciona deja muy claro cuánto lo atrae el aventurero. En el fondo, y el trabajo de Brackett así lo condiciona, es un desarrollo muy tradicional, nada feminista, pero funciona: el espectador, desde el primer momento, ya se encarga de apartar a Luke de la lucha y a regocijarse con cada uno de los duelos de la pareja de enamorados, hasta tal punto de que está deseando que la acción permita que vuelva a producirse uno de ellos. Eso sí, por desgracia hay un punto de desequilibrio, y es que Carrie Fisher no le aguanta apenas el plano a Harrison Ford las escenas, componiendo siempre un gesto que quiere ser altivo a la vez que vulnerable, pero que se queda en meramente envarado (y ello por increíble que sea que alguien se vea superado por Harrison Ford). Además, y como ya señalaba en el previo comentario, Fisher aparece muy desmejorada físicamente, en exceso enjuta; aunque, claro, no tanto como un demacrado Mark Hamill, para el que parecen haber pasado diez años entre film y film y no los tres que señalan las fechas.
No hay que olvidar, sin embargo, que el protagonista de la saga era Luke Skywalker, el personaje supuestamente más complejo y que, dentro de la intriga, juega el papel fundamental, el del Elegido para liderar la ruina definitiva del Imperio. Era evidente que se debían seguir explorando sus capacidades interiores para usar la Fuerza en beneficio del bien. Lucas, para ello, inserta un intermedio en el que Luke acude a un remoto planeta, Dagobah, en busca de un maestro, Yoda, el mismo que adiestró a Obi Wan Kenobi, para recibir el entrenamiento que lo convierta en caballero jedi.
Y aquí empiezan los problemas de la película. En primer lugar, las cosas como son, el segmento protagonizado por Luke (le acompaña R2 D2, pero sin C3PO el robotijo pierde mucho) resulta notoriamente menos interesante, incluso aburrido, que el que viven Han y Leia huyendo del Imperio. En parte es lógico: si éste es pura acción, aquél intenta jugar la carta de la reflexión, de la meditación en torno a las cualidades del héroe y la tentación siempre presente del mal. Lo malo es que Lucas lo hace introduciendo en la saga —y ya no la abandonará, incluidos los tres capítulos finales— un lamentable misticismo que se traduce en un torrente de frasecitas de filosofía baratamente trascendente por parte de Yoda, de miradas de sufrimiento espiritual por parte de un Mark Hamill que aquí está sencillamente horroroso y de presagios que intentan dotar a la historia de un sentido del fatalismo que fracasa por completo. Incluso la enigmática frase de Yoda a Obi Wan cuando Luke parte para ayudar a su amigo (al decir Kenobi que Luke es su única esperanza, el maestro replica: «Hay otra») crea una expectativa de cara a la tercera película que se viene abajo cuando se desvela (ya hablaremos de ello).
Tengo que decirlo: Yoda me parece el personaje más insoportable de toda la saga, y vuelvo a incluir los tres títulos posteriores, donde ya me parece risible que ese peluche, luego reconstruido digitalmente, se vea convertido en un guerrero fierísimo. (Ayuda a ello esa supuesta gracia dialéctica de hacer que deje todos los verbos para el final de la frase.) Yoda hunde el segmento en el que interviene: es un completo fracaso esa atmósfera de abatimiento, de crepúsculo, que se intenta componer a partir de su perpetuo gesto de desaliento. Precisamente, la única manera de hacer creíble esta parte era mediante la creación de una atmósfera de reflexión que no existe, más que nada porque necesitaba también de un lirismo que está ausente de todas y cada una de las películas de la saga. Encima, cada vez que dejamos a Han y Leia para ir a Luke el ritmo se rompe: mientras que las aventuras que viven aquellos parecen transcurrir en unos pocos días, la estancia del aprendiz de Jedi al lado de Yoda como poco diríase de unas cuantas semanas. El tiempo va muy rápido con unos, y demasiado lento con el otro.
Otra de las ideas afortunadas de la película es el completo contraste de paisajes con respecto al primer título: del desértico Tatooine pasamos al mundo helado de Hoth. El arranque de El Imperio contraataca, marcado por el frío elemento y la blancura de los escenarios, es estupendo: es excelente la forma de reintroducir a los personajes, remarcando la amistad hasta la muerte nacida entre Han y Luke (el primero no duda en arriesgar su vida ante la noche gélida por encontrar a su amigo) y la importancia que para Leia tienen los dos. La batalla sobre la nieve también es memorable, con el hallazgo de esos estupendos Caminantes animados por el viejo y entrañable método del stop motion, tan lejos de la sobrecarga digital de la segunda trilogía. Al igual que había pasado en La guerra de las galaxias, el film hace gala de un notable dominio de la narración paralela para hacer que lo que le pasa a todos los personajes sea igual de interesante. Lástima que ese equilibrio se rompa tan pronto todos abandonan Hoth.
También desde el primer momento queda instaurado Darth Vader —todavía demasiado secundario en La guerra de las galaxias— como el villano supremo de la saga y la encarnación definitiva del Mal. Su primera aparición ya es imponente. Primero porque con él llega la soberbia Marcha Imperial que John Williams hará indisociable del personaje y que ha acabado superando en popularidad a la fanfarria del primer capítulo. Segundo porque los diseñadores de producción y los maquetistas dan lo mejor de sí mismos. Vader viaja no en un crucero imperial, sino en supercrucero que deja pequeños a los otros y que más parece una enorme ciudad situada sobre una plataforma que se desplaza por el espacio. Que Vader es la encarnación del sumo terror no puede dudarse: si en el primer film amenazaba con la muerte a distancia, aquí hace que un fracaso de cualquiera de sus subordinados se convierta en una sentencia mortal. Lástima que la segunda ejecución lo trivialice con un rasgo chusco, que, eso sí, hizo crujir de carcajadas la sala de cine en que yo vi el film; el oficial que ha perdido de vista el Halcón Milenario anuncia con resignación a sus hombres que él mismo va a ir personalmente disculparse ante Vader; el siguiente plano lo muestra caído ante el Señor de los Sith, quien sentencia: «Disculpas aceptadas». Otro rasgo terrorífico del personaje es que su sancta sanctórum tenga la forma de un casco-calavera que se abre y se cierra con él dentro; una de las veces en que su almirante acude a informarlo, descubre que su aterrador superior todavía no ha terminado de cubrirse una cabeza que ostenta terribles cicatrices.
La huida del Halcón Milenario es estupenda. Otro mérito del film es que la nave acaba adquiriendo el carácter de un personaje más, viejo y achacoso (el dispositivo de velocidad-luz que tanto maravilló en la primera película aquí falla continuamente y sólo será recuperado para permitir la huida final de los personajes), lleno de rincones donde perderse (es el perfecto escenario para el romance entre Han y Leia) y cuyas evoluciones en el espacio da gusto contemplar. Precisamente uno de los mejores momentos es aquél en que los fugitivos descubren que el túnel donde han creído esconderse no es sino una criatura viva: es memorable el plano, desde dentro, de la boca llena de dientes que cierra sus fauces intentando parar la huida del Halcón (y el siguiente, que muestra el enorme gusano que, chasqueado, emerge por un instante del agujero en el asteroide).
El salto de escenarios deja bien a las claras que, si en algo supera El Imperio contraataca a La guerra de las galaxias es en espectacularidad y lucimiento del diseño de producción. El acto final de la historia transcurre en otro espacio harto sugestivo: Bespin, la Ciudad de las Nubes (la imagen que hace honor a su nombre es imborrable), lugar donde volverán a confluir todos los personajes y todas las historias, además de introducir otro más, el del traidor, aunque luego se redime, Lando Calrissian (concebido claramente como la clase de tipo en quien Han Solo teme acabar convirtiéndose: un antiguo aventurero que ha acabado perdiendo su viejo pulso y valor al aceptar una responsabilidad). En Bespin tiene lugar el triste final (momentáneo) de la historia, y ello viene sugerido por una de las pocas sugerencias visuales que pueden hallarse en la saga: un crepúsculo casi sobrenatural baña la llegada del Halcón Milenario, justo la misma luz con que la misma nave escapará, pero con sus pasajeros bastante maltrechos, física y espiritualmente.
La escena en que Han Solo es congelado en carbonita supongo que seguirá conmoviendo pase el tiempo que pase: es uno de los iconos imborrables de la saga. Y la lucha de Luke y Vader está a la altura de lo que podía esperarse. Es significativo que sea Luke (contraviniendo el consejo de Yoda de que no se deje llevar por la ira) quien «desenfunde» primero su arma, presagiando que no será el último en envainarla. La lucha concluye en otro fascinante lugar, ese espolón metálico sobre un abismal túnel de ventilación, en donde un Luke, que acaba de ver cómo Vader le corta la mano con su espada láser, recibe la anonadadora revelación de la paternidad de éste. A esas alturas, El Imperio contraataca ha recuperado totalmente el pulso narrativo perdido en el mundo de Yoda, pero es de lamentar que el asombro que siente el espectador se recluya en el plano del argumento y de la acción sin desmayo. Falta el verdadero sentimiento trágico porque, a esas alturas, Luke Skywalker es un ser demasiado unidimensional como para que su intenso sufrimiento conmueva de verdad al espectador más allá de un momento. Aun así, el final es inolvidable, con ese rescate en el último segundo de un Luke pendiente del abismo, en sentido literal y metafórico, y el gesto de Vader de abandonar el puente de mando, sin una palabra ni una acción de castigo, al ver cómo su hijo consigue escapar de sus manos al encender por fin el Halcón la velocidad-luz
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El Imperio contraataca / The Empire Strikes Back. Año: 1980.
Dirección: Irvin Kershner. Guión: Leigh Brackett y Lawrence Kasdan; historia de George Lucas. Fotografía: Peter Suschitzky. Música: John Williams. Reparto: Mark Hamill (Luke Skywalker), Harrison Ford (Han Solo), Carrie Fisher (Princesa Leia Organa), Billy Dee Williams (Lando Calrissian), Anthony Daniels (C3PO), Alec Guinness (Obi-Wan «Ben» Kenobi). Dur.: 124 min.
El verano pasado repasé la saga completa y esta fue la que más me gustó. A pesar de Yoda-Pujol 😉
Para mí, la más completa, la más divertida, la más encantadora, es «La guerra». En «El IMperio» me sobra toda esa parte de Yoda y ya Luke empieza a caerme mal, pero cuando la vi me dejó con la boca aún más abierta que con la primera película, y eso todavía se mantiene, sobre todo por su magnífica, e incluso espeluznante, parte final…