El cine añadió a la trama de Otra vuelta de tuerca otro personaje protagonista además de la institutriz y los dos niños, que en la novela de Henry James es, ante todo, un escenario. Me refiero, claro, a la hipnótica mansión de Bly donde transcurre la historia. Esto es así desde el mismo momento en que la protagonista llega al lugar donde vivirá el drama. En el relato, James lo resuelve con unas cuantas frases en las que la sensación que más destaca es, para alguien que ha crecido en una casa modesta con muchos hermanos, la enormidad del lugar. Para el escritor, Bly no es un espacio encantado. El posible hechizo siempre se encuentra en el interior de las personas que lo habitan. Sin embargo, en la película Bly, como no podía ser de otro modo, sí es un espacio completamente impregnado por la existencia de los fantasmas, por la contaminación del mal, haciendo que lugares como el estanque, la rosaleda o la torre almenada donde la señorita Giddens ve por primera vez a Peter Quint, sean tan poco inocentes como sus habitantes. Y en buena parte, se opte por la explicación fantástica o la racional, lo que no puede dudarse es que es la misma señorita Giddens quien transmuta Bly en un espacio donde no puede no haber un encantamiento, un hechizo, una posesión. La mirada de Giddens es fundamental, pues a partir de ella la magnífica iluminación de Freddie Francis y la estupenda elección de la casa donde transcurre la acción (Sheffield Park Gardens, en Sussex) crean uno de los escenarios más hipnóticos de toda la historia del cine.
Su presentación ya es inmejorable: la señorita Giddens hace que el cochero la deje en el portón de entrada para recrearse por sí misma en el hallazgo de un lugar al que difícilmente hubiera soñado acceder, ella, la humilde hija de un párroco rural. Es por ello que Clayton consigue de modo inigualable identificar el arrobo de su personaje con el que siente el propio público al adentrarse, de la mano de éste, en tal lugar: institutriz y espectador sienten al mismo tiempo que están penetrando en un lugar mágico y hasta un momento antes inaccesible, casi imposible de imaginar salvo en sueños.
¿Cómo reacciona Bly ante su nuevo huésped? En primer lugar, la señorita Giddens escucha una voz tenue que a través del aire llama a Flora (voz que luego todos negarán haber escuchado, y ella, incauta, terminará por no darle importancia). Su encuentro con la niña no puede ser más revelador: Clayton muestra al personaje por primera vez sin enfocarla directamente, mostrando su reflejo en el plácido lago del jardín (y ya se sabe que los espejos y todas las superficies especulares son símbolos de doblez, de duplicidad). Igualmente, el agua aparece como una barrera entre ambas, y es la niña la que franquea por su propia voluntad este obstáculo, saltando de piedra en piedra hasta llegar junto a la señorita Giddens. Aunque la institutriz no pueda saberlo aún, esa será la norma que presidirá sus relaciones con Flora y Miles: el acceso al mundo de sus pupilos va a estarle vedado, salvo en la medida en que estos quieran mostrarle algo (y será su resistencia a hacerlo lo que acabará provocando el estallido final del conflicto).
Otro signo tendrá lugar en la casa: nada más penetrar en sus paredes, igualmente fascinada, la señorita Giddens toca unas flores cuyos pétalos se deshacen a su contacto: ¿está rechazándola la mansión? Esa noche, mientras duerme envuelta en sus sueños agitados (nunca se la verá dormir plácidamente en toda la película), la niña, como indicaba en la primera entrega del comentario, se levanta de la cama, se asoma a la ventana y, mientras entona la lánguida composición de Georges Auric, mira al jardín, buscando aún no sabemos qué o a quién. Esta música, por cierto, actúa de verdadero leit-motiv malsano y se halla presente en muchas de las escenas más inquietantes de la historia: cantada ya desde los títulos de crédito, y asociada desde un primer momento con Flora, también luego lo será con Miles (por ejemplo, la interpreta al piano para distraer a la institutriz poco antes de la crucial escena en el lago). Pero la asociación fundamental con el Mal tiene lugar en la escena en que la señorita Giddens encuentra la caja de música en el desván, caja que contiene la foto que luego le permitirá a ella identificar el espectro de Quint. La asociación música/caja/Quint/niños es evidente, por tanto.
El espacio de Bly, se convierte, pues, en el cuarto «personaje» del drama, y en muchas ocasiones en el núcleo central del mismo. Pues, ¿es un espacio inocente como los niños, transmutado por la mirada histérica de la señorita Giddens? ¿O realmente es un lugar perturbado por la degradación que tuvo lugar entre sus muros, la perversa relación entre Peter Quint y la señorita Jessel, de la que fueron testigos los dos hermanos? Nuevamente el propio Clayton, con sus acertadas decisiones, actúa a favor de la interpretación fantástica: uno de los elementos más perturbadores de Bly es que la finca está repleta de estatuas, especialmente en los aledaños de la casa, estatuas que componen muchas veces imágenes grotescas, y que tendrán un especial protagonismo hacia el final: primero cuando la institutriz, inquieta, pasea por la finca ya poblada sólo por Miles y por ella (Clayton se esfuerza entonces en mostrarla con la única compañía de las figuras); y segundo, cuando la señorita Giddens obliga a Miles a enfrentarse con la aparición de Quint en la glorieta rodeada por las enormes esculturas, momento que el realizador resuelve mediante vertiginosos travellings hacia las imágenes. Pues bien, la decisión de poblar Bly de tales criaturas inanimadas fue del propio Clayton.
La primera aparición de un espectro tiene lugar una apacible mañana. La señorita Giddens corta rosas en uno de los setos. Clayton entonces inserta uno de esos planos que otorgan su peculiar sabor a la película, y que aquí cumple el papel de maléfico presagio de lo que está a punto de suceder: la institutriz observa cómo un escarabajo sale de la boca de una pequeña estatua (¡cómo no!) que está escondida entre las flores. Siente entonces que la están observando (y en la banda sonora desaparece el fondo musical, que no es otro que Flora cantando su eterna tonada). Mira hacia arriba, y en lo alto de una de las torres de la casa descubre una figura masculina que la contempla inquisitivamente. La iluminación de Francis convierte el momento en un instante verdaderamente ensoñador: una bruma envuelve la imagen, y por tanto el jardín, y el tiempo parece congelarse al igual que lo han hecho los sonidos. Cuando la señorita Giddens se recupera (y retorna el canto de Flora…) acude a investigar al torreón, encontrando al pequeño Miles ocupado con las palomas que se refugian en su cima, y quien por supuesto niega que alguien salvo él haya estado allí. La institutriz todavía no tiene motivos para la sospecha, pero en el ánimo del espectador se termina de producir otra asociación malsana: los animales y el Mal.
No es casual que Flora vaya de un lugar a otro con una tortuga, que la niña se extasíe frente a una araña que devora una mariposa (justo cuando se acaba de recibir la carta que notifica la expulsión de Miles), que el escarabajo surja de la boca de la grotesca estatua escondida entre la maleza, que más adelante la institutriz descubra una paloma con el cuello roto bajo la almohada del pequeño (y que no lleguemos a saber si ha sido él quién la mató o si la encontró así y, como dice, la guarda para darle calor…). Y aún hay más: en la secuencia casi inmediatamente posterior al encuentro en la torre, cuando Giddens asiste entre impotente y fascinada a la cabalgata de Miles sobre el pony, la institutriz escucha el revuelo que forman los pájaros al emprender repentinamente el vuelo entre los árboles… sólo que el contraplano no revela ningún pájaro volando.
De cualquier modo, la semilla de la inquietud acaba de enraizar en el alma de la institutriz. Y desde ese momento, incontenibles, todos los pensamientos, todas las sensaciones, todos los temores que van a atravesarla en la casa, llevan el signo de la presencia de las dos almas perdidas que vivieron allí un tormentoso affaire. La señorita Jessel no tarda en cruzarse, como una sombra que todavía puede confundirse con una criada, mientras Giddens sube al desván en busca de los niños; y muy poco después, cuando le toca a ella esconderse, en un momento que verdaderamente pone los pelos de punta, surge el rostro de Quint —que ya conocemos, detalle fundamental, tanto ella como los espectadores, por la fotografía— tras el cristal, desde la oscuridad del jardín. Las siguientes apariciones, con un mayor espacio cronologico entre ellas, tienen como protagonista a Jessel. En el rincón del lago que preside el cenador, ante la aparente inocencia de la niña, la señorita Giddens la ve aparecer en la ribera contraria, como un cuervo de mal agüero posado entre el cañaveral. Y más adelante la aparición tiene lugar en el aula de estudios (es imborrable el travelling de acercamiento de Giddens hacia Jessel, mientras la banda de sonido se inunda del llanto de ésta última, para acabar revelando que ya no está: que ha dejado sin embargo un vestigio de su presencia, la lágrima).
La institutriz no tarda en pasar de la decisión de impedir que las apariciones lleguen hasta los niños al convencimiento de que los niños realmente saben lo que está pasando y disimulan y mienten por tanto continuamente. ¿Acaso no lo había anunciado Miles en un par de ocasiones? En la primera, tumbado lánguidamente en el suelo, evoca el propósito de permanecer siempre tal cual, en el momento presente (a la pregunta de la institutriz sobre lo que aspira a ser de mayor, exclama: «No hay nada que quiera ser, salvo lo que soy: un muchacho que vive en Bly»), que temía que hubiera cambiado mientras ha permanecido en el colegio. Pues bien, esa evocación de Miles, en el fondo, supone una añoranza de la condición de espectro, la única criatura condenada al presente eterno, a no poder recuperar el pasado ni avanzar hacia el futuro, permaneciendo suspendida en el mismo punto del momento de la muerte.
La segunda ocasión es la de la recitación del poema. Ignoro si los guionistas escogieron un poema previo o fue creado para la ocasión (no he encontrado nada que desmienta esta última posibilidad), pero difícilmente hubiera encajado otro mejor en tal secuencia. Ataviado como un príncipe de cuento de hadas, Miles recita un poema en el que, literalmente, reclama la llegada desde la muerte de su Señor («Enter my Lord, come from your prison. Come from your grave, for the moon has arisen! / ¡Entra, mi Señor, ven desde tu prisión; ven desde tu tumba, porque la luna ya ha salido!»).
Sin embargo, conforme avanza la película, surge para la señorita Giddens una terrible pregunta: ¿la amenaza se encuentra en la corrupción a que los niños se ven amenazados tanto por lo que vieron en el pasado como por la presencia todavía de sus antiguos cuidadores? O quizá es peor aún, ¿no intentan los espectros corporeizarse a través de la posesión de las dos criaturas? En la novela, un diálogo pronunciado por Giddens cuando marcha en busca de Flora, en el estallido final entre ambas, y recuperado por los guionistas de la película, dice literalmente: «Ahora no es una niña, es una mujer muy vieja». Y antes, tras la aparición de Jessel en el aula, Giddens, con una mirada terriblemente obsesiva, casi obscena en su compulsiva obsesión, le dice a la señora Grose: «Yo podría apiadarme de ella si ella no fuese tan despiadada… y estuviera tan ansiosa de él, de sus brazos, de sus labios…».
Y las interpretaciones (incluso la elección de sus físicos) de los dos infantes caminan en tal dirección: Miles Stephens, ciertamente, parece en todo momento un adulto en miniatura, calculador, adulador, pergeñador de oscuros planes; y la carita adorable de Pamela Franklin casi continuamente parece ocultar una desarmante complacencia por lo turbio (no hace falta insistir en la escena de la mariposa y la araña… hay sobrados momentos que lo reflejan). Por último, no puede olvidarse, en el climax final, la formidable combinación dentro del mismo cuadro del rostro congestionado de Miles (en primer plano) mientras Quint, desde el otro lado del cristal del invernadero, acompaña las invectivas y las diabólicas carcajadas finales del pequeño.
Esta interpretación de la posesión mucho más allá de la mera corrupción puede ser corroborada por los dos besos que se dan el niño y su institutriz. El primero de ellos tiene lugar tras haber sido descubierto aquél paseando de noche por el jardín. La escena, larga y significativa, incluye también el hallazgo de la paloma con el cuello roto y una conversación en la que Miles manipula constantemente a su interlocutora, hasta acabar sorprendiéndola con un beso de adulto. ¿Puede ser que el beso no se lo dé el niño sino el propio Peter Quint, en ese instante posesor del pequeño? De tal modo, tendría pleno sentido el instante del segundo beso. Éste tiene lugar al final [— spoiler—], cuando la señorita Giddens acaba de descubrir desgarrada que la criatura que porta entre los brazos, y a la que creía haber salvado, en realidad ha muerto.
Podría interpretarse como un instante de enajenación: como en una perversión del cuento de hadas que ella podría pensar estar viviendo, intenta reanimar al pequeño como hacen los príncipes de tales historias con las bellas a quienes encuentran durmiendo el aparente sueño de la muerte en bosques o castillos encantados. Podría interpretarse como el momento, igualmente de perturbación, en que Giddens ha acabado identificando a Miles con el amo de la lejana ciudad al que, con el niño, ha perdido irremisiblemente por su fracaso al intentar salvarlo. Pero, lectura aún más perversa, ¿acaso, en ese instante de máxima vulnerabilidad de la desgraciada mujer, su cuerpo no ha sido poseído un instante por la señorita Jessel, y lo que tiene lugar es un macabro instante de necrofilia entre Giddens/Jessel y Miles/Quint? No en vano, minutos atrás, Clayton había planificado una escena situando a Giddens, dentro del aula, en la misma posición y bajo la misma iluminación con que un instante antes había mostrado a Jessel: es la señora Grose quien entra en la habitación y con ella la cámara, pero en realidad la representación de la institutriz en el plano está dirigida no a la criada sino al espectador, a su vez destinatario fantasmal de esta historia de espectros.
Las dos últimas apariciones de los espectros se corresponden con los clímax que protagoniza la institutriz con cada uno de los niños. El primero tiene como punto focal a Flora, quien se escapa mientras Miles distrae a su vigilante desgranando al piano la maléfica melodía. Bajo la lluvia, la señorita Giddens la busca a través del jardín hasta encontrarla en el cenador, bailando al compás de la caja de música: Giddens no duda que el baile no es un pasatiempo inocente, que está dirigido a alguien… En efecto, una figura negra ha vuelto a aparecer al otro lado del lago. El error de la institutriz es intentar provocar una catarsis en su pequeña pupila, que ésta no admite: la niña, ante la mirada atónita de la recién aparecida señora Grose, comienza a chillar y a clamar contra la señorita Giddens, que se ve obligada a reconocer impotente su derrota. Ya no podrá recuperar a la niñita, que al día siguiente abandona la mansión junto con todos los criados, para que su cuidadora se enfrente definitivamente al Mal y trate de salvar a Miles.
Los preparativos de tal momento son antológicos: desde la imagen del niño ante el fuego, mirando oblicuamente a su oponente (¿la está midiendo antes del encuentro final?, ¿intenta encontrar un postrer ánimo para sincerarse ante ella, como ésta quiere creer?) al té preparado para ellos solos en el salón grande, y durante el cual Giddens acaba tratando definitivamente a Miles como un adulto (y éste, en otro hallazgo, responde de modo infantil, engañando el gesto de darle la mano para dar un golpecito a la gelatina que han servido para merendar: la desagradable oscilación de ésta contribuye a magnificar la turbiedad del instante).
La confrontación final tiene lugar primero en el invernadero y después en la glorieta del jardín, rodeados por las estatuas. Giddens acorrala al niño literalmente: es justo por ello que casi todas las interpretaciones señalen que es por tanto la institutriz quien asesina, más o menos voluntariamente (según interpretemos el grado de resentimiento de la mujer ante el niño que se niega a dejarse salvar), al pequeño Miles. Quint es el testigo, en este caso impotente, de la acción. Primero emergiendo tras el cristal húmedo del invernadero, como en su primera intervención en el film; después, apareciendo (significativamente) por encima de los dos contendientes en la glorieta, en la situación de una de las estatuas. Es memorable el plano en picado en que el niño se desvanece por fin, filmado desde el punto de vista de la estatua que un segundo antes era Quint. Y no lo es menos la conclusión final con el beso que tiene como fondo el apacible canto de los pájaros, sin ninguna innecesaria entrada musical, mientras la cámara abandona a su desolada protagonista (lo último que vemos de ella son sus manos entrelazadas, en ese acto de plegaria que vendría continuado por el prólogo situado antes de los créditos, al principio de la película).
Queda en el alma del espectador un sentimiento de profunda, de irremediable inquietud; de haber asistido a una velada ceremonia de iniciación al Mal. Medio siglo después de su realización, ¡Suspense! sigue exhibiéndose, triunfante, como un monumento a lo que se oculta tras las apariencias, a lo que quién sabe si puede ser; y existirá mientras nos inquieten profundamente momentos como aquel en que los niños cuentan parsimoniosamente hasta cien en el desván, mientras balancean el caballo y nos provocan un escalofrío; o las carcajadas de estos desde lo alto de la escalera, poco después del primer encuentro de Giddens con Quint; o el rostro de Miles, tremolado por la luz de la vela, cuando mira a Giddens después de recitar su llamado al Señor que duerme en su tumba; o la pervivencia retadora de Jessel, bajo la lluvia, cuando la señora Grose ya se ha llevado a la pequeña, remarcando su triunfo ante la impotente Giddens…
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: ¡Suspense! / The Innocents. Año: 1961.
Dirección: Jack Clayton. Guión: William Archibald y Truman Capote; escenas y diálogos adicionales de John Mortimer; relato de Henry James. Fotografía: Freddie Francis (B/N). Música: Georges Auric. Reparto: Deborah Kerr (Srta. Giddens), Martin Stephens (Miles; en la versión doblada española, Mitchell), Pamela Franklin (Flora), Michael Redgrave (El tío), Megs Jenkins (Sra. Grose), Peter Wyngarde (Peter Quint). Dur.: 100 min.