Una panorámica del espacio y de las galaxias acaba dirigiéndose hacia nuestro reconocible planeta, la Tierra, pero al acercarse a su superficie, descubrimos el dantesco paisaje de un mundo desolado, cuya atmósfera está invadida por un fino y presumiblemente deletéreo polvillo, y más en concreto una enorme ciudad abandonada, donde se erigen al cielo todavía enormes rascacielos entre montones de basura. Y sin embargo, la banda sonora es inundada por la alegre tonada «Put On Your Sunday Clothes», una canción extraída del musical Hello, Dolly! (1969, Gene Kelly), que otorga un misterioso (y optimista) efecto de contraste. Esta es la clave de WALL-E, perfectamente resumida por su excelente inicio: una aparente antiutopía sobre el pernicioso efecto del hombre sobre el medio ambiente que acaba siendo una fábula, llena de acidez pero sobre todo de ternura, sobre el concepto de ser humano.
En ese mundo en el que ya no queda una sola persona, la humanidad —es decir, lo que nos hace merecedores de ella: la capacidad para la curiosidad, la complacencia en el trabajo bien hecho, la búsqueda de un entorno más cómodo, que nos haga la vida mejor, y sobre todo las emociones: la amistad, la compasión, el amor— encuentra su más inesperado y digno representante en un pequeño robot cuya utilidad, a la que sigue conmovedoramente fiel, era muy subalterna: empaquetar la basura en cómodos cubos apilables. Wall-E, siglas de Waste Allocation Life Lifter Earth-Class, es quien ha levantado esos enormes rascacielos formados por pequeños montones de cubos constituidos por la basura que ha comprimido en el interior de su diminuto cuerpo. Y sigue fiel a su programa, recorriendo cada día la ciudad, descansando de noche porque su cuerpo se recarga gracias a una batería solar. Wall-E es algo más que un mecanismo guiado por una ciega programación: es un pequeño ser cuya creatividad es estimulada por los pequeños hallazgos cotidianos. Su inocencia casi infantil se expresa por el modo en que, por ejemplo, al encontrar una cajita con un valioso diamante, desecha la gema… para quedarse con su bonito recipiente.
Wall-E, con esa apariencia para la que en español teníamos una palabreja entrañable, robotijo, vive en un compartimento mecánico que ha convertido en una especie de museo del ser humano, pues allí atesora todos los cachivaches que encuentra cada día a lo largo de su ronda y que considera lo suficientemente curiosos, humanos, como para librarse del empaquetado: cucharas y tenedores, colgantes, mecheros, incluso, y es otro bonito detalle si tenemos en cuenta que Wall-E trabaja con dicha figura geométrica, un cubo de Rubik.
Por supuesto, la gran joya de su colección es una cinta VHS que contiene la película Hello, Dolly! y que contempla a través de un iPod al que ha superpuesto un cristal de aumento a modo de pantalla de televisión. Es un hallazgo de los guionistas que, así, el aprendizaje por parte de Wall-E de la emoción humana más sublime, el amor, se produzca de la mano de una película que hoy incluso casi ni clasificaríamos como cultura popular, o al menos cultura digna, pues se trata de un producto que ni siquiera pertenece al Hollywood clásico (aunque filmado por algunos de sus supervivientes, en un evidente ejercicio de nostalgia) y que pese a la inversión que conllevó en su día supuso un estruendoso fracaso comercial y enseguida fue arrinconado como un producto kitsch. La clave no está en ese kitsch, claro, sino en que se elige una película sin más propósito (al menos hoy) que ofrecer un digno entretenimiento: es decir, se vincula al modesto robot con una película también modesta pero no por ello menos oportunamente elegida para ese canto a la alegría de vivir que hubiera sido redundante con un film más mítico tipo Cantando bajo la lluvia (1952). Y también es significativo que sólo se reproduzcan dos de sus escenas musicales (diríase qu la cinta de Wall-E no tiene más): «Put on Your Sunday Clothes», cuyo vitalismo tan contagioso sigue siendo irresistible, a la vista está, en el futuro, con esos gimnásticos bailes urdidos por Michael Kidd y Gene Kelly —impagable ver a Wall-E seleccionar un objeto circular con el que remedar uno de los sombreros de paja que utilizan los bailarines en dicha escena y así poder sentirse él también dentro de la película— y «It Only Takes a Moment», canción romántica que sirve al robot para darse cuenta de lo importante que es entrelazar las manos de la amada.
El inolvidable diseño de Wall-E no puede ser más sencillo: una caja metálica de la que emergen esos dos enormes ojos que lo humanizan, un par de adminículos para poder asir las cosas (es increíble, asimismo, cómo se otorga sentido táctil a esas toscas pinzas de tres dedos que tiene a modo de manos) y un par de extremidades de oruga para poder desplazarse. Los animadores de la Pixar puede que tuvieran en cuenta el robot humano que protagonizó dos olvidadas películas de los años 80, Cortocircuito 1 y 2 (1986-1988), pero su inspiración más evidente, es claro, se encuentra en los grandes cómicos del cine mudo. Como ellos, Wall-E no habla (sólo reproduce el sonido de su nombre), de tal modo que debe expresarse por medio de sus movimientos y de la gestualidad del único rasgo facial que posee: esos enormes ojos. Esa obligada ascesis de la comunicatividad, de la que sin embargo se extrae la máxima expresividad, inevitablemente recuerda al gran Buster Keaton. No es casualidad que el film cuente lo mismo que contaban todas las grandes películas de este irrepetible cómico: primero, cómo un ser profundamente indefenso sabe hacer frente al mundo con determinación; y segundo, cómo consigue el amor.
Último aparato de su serie, último habitante del planeta Tierra, Wall-E, sin embargo, tiene un amigo. En un rasgo de inventiva que constituye otro de los hallazgos más inesperados de los guionistas de la Pixar (y óptimo ejemplo del mensaje de la historia: la humanidad se define por mucho más que por poseer un cuerpo humano), ese amigo es una cucaracha (ya se sabe: siempre se dice que tales bichos serán los últimos seres vivos en desaparecer sobre la faz de la Tierra). Cucaracha a la que mima con paternal atención, hasta el punto de sentir la mayor de las alarmas cuando, en un descuido, cree haberla pisado, e incluso detendrá su carrera hacia el cohete donde se marcha su amada Eva para hacerle ver al bicho que no puede acompañarlo al espacio, donde perecería.
Pues bien, como tantos seres inocentes, Wall-E, acostumbrado a esa existencia, no se da cuenta de su soledad ni del vacío que necesitaba rellenar su corazón hasta que no aparece en su vida el eterno femenino (que no podía llamarse sino Eva). Tras una bonita escena en que el siempre curioso robotijo intenta seguir y coger, inútilmente, una luz roja —producida por los sensores del cohete que llega a la Tierra en rutinaria misión para encontrar algún rastro de vida orgánica—, un nuevo ser mecánico pasa a compartir la ciudad desierta.
Como corresponde a una máquina cuando menos 700 años más moderna, Eva posee un diseño aerodinámico y resplandeciente, caracterizado por el blanco inmaculado, la ausencia de cualquier angulosidad y una cabeza que se mece suavemente sobre el cuerpo sin necesidad de articulación que lo una a él. Un robot inhumano, cuyo único objetivo es atender a su programación y que no duda en resultar terriblemente mortífero cuando intuye algún peligro que puede ponerla en peligro, incluyendo la inesperada llegada del robot. Y sin embargo, ni siquiera la conciencia de la enorme desigualdad de fuerzas impide que Wall-E caiga rendido desde el primer momento: la escena en que posa por primera vez sus ojos en ella, maravillosa, es una de las mejores expresiones cinematográficas de lo que es un flechazo, y demuestra la genial expresividad que saben darle los animadores de la película a la criatura a través de sus ojos.
Eva, por supuesto, vivirá su proceso de humanización a través del pequeño robot, cuando empieza a mirar el mundo a través de sus ojos, a apreciar las curiosidades de su casa, a divertirse con los patosos intentos de Wall-E por impresionarla. Proceso que ya no podrá volver atrás ni siquiera cuando, en un arranque de inevitable romanticismo, Wall-E le obsequia con la pequeña planta que encontró en el fondo de una destartalada nevera, y esto pone en funcionamiento todos los mecanismos de alerta de Eva. El resplandeciente robot blanco engulle la planta en su interior y entra en un estado «catatónico» que sumerge a Wall-E en el desconsuelo. Las siguientes escenas son inolvidables, pues muestran a Wall-E conduciéndola a lo largo de todos sus «dominios», en una inútil empresa por hallar algún estímulo que la haga reaccionar, como una maravillosa puesta de sol. Protegiéndola de los elementos incluso con el riesgo de sufrir un serio traspié (el doble rayo que cae sobre él cuando trata de resguardarla de la lluvia con un viejo paraguas), por supuesto esos conmovedores esfuerzos, que él al final y con desaliento cree inútiles, tienen su premio cuando, mucho después, Eva «recuperará» las imágenes de tanta abnegación al repasar la memoria de la cámara que siguió automáticamente activada para grabar cuanto pasaba frente a ella, aun cuando entonces no pudiera saberlo.
Desde el momento en que el cohete regresa para recuperar a Eva y Wall-E, aferrado a su caparazón exterior, la sigue literalmente hasta el otro lado del espacio, WALL-E. Batallón de limpieza entra en otra dinámica. Los irrepetibles treinta minutos iniciales del film (dignos de compararse a cualquier obra maestra del cine) poseen una poética muy particular que descansaba en esa utilización de la soledad, en ese contraste entre el ser mecánico que reemplazaba a la humanidad en el escenario que le era propio. El resto del film transcurre en un espacio donde Wall-E ya no es la excepción, sino la regla: el interior de una nave espacial de limpios pasillos de blancas paredes plastificadas por donde discurre todo un conjunto de artefactos ultratecnológicos. Un espacio que la ciencia-ficción norteamericana ha convertido en entrañablemente doméstico gracias a esos films de Kubrick, Lucas, Scott y tantos otros en la memoria de todos.
Allí, la película entra en el terreno de la sátira antiutópica. En la nave Axiom, los humanos llevan 700 años sometidos a una existencia pasiva, mimados y protegidos por las máquinas que sus antepasados, en un acto de inconsciente paternalismo, diseñaron para ellos. No necesitan pensar, no necesitan moverse (se desplazan en una especie de tumbona móvil), no necesitan siquiera mirar más allá de sus narices, puesto que a pocos centímetros de sus ojos se despliega una pantalla virtual que les informa de cuanto necesitan saber. El lado más oscuro de la sociedad del bienestar: la absoluta colmatación de las necesidades, sin depender del mínimo esfuerzo. Resultado: se han convertido en seres fofos y de carnes rebosantes, sin capacidad para pensar por sí mismos y que casi han olvidado lo que es el movimiento: criaturas que viven solo para disfrutar de un parásito confort que los reduce a meros apéndices carnosos de la nave ultramoderna.
Un magnífico recurso elíptico nos muestra dicha evolución corporal: las fotografías de los sucesivos capitanes que han ido relevándose en el mando desde la partida del Axiom, y cuyo último representante es una bola de carne fláccida. Una bola de carne que, sin embargo, re-descubrirá de pronto el concepto de humanidad, ya casi olvidado dentro de su subconsciente. Y lo descubrirá gracias a los tenaces esfuerzos de las insignificantes máquinas que se empeñan en despertarlo de su sueño de ignorancia: Wall-E, Eva y los pequeños robots que encuentran en su aventura, unos autómatas que estaban en el departamento de máquinas defectuosas (es decir, convertidos ya en desechos de la ultratecnología que controla la nave). Una vez más, la defensa de la humanidad corre a cargo no ya de seres en teoría no humanos, sino además desplazados por su obsolescencia.
Debido a órdenes añadidas en el último momento, el ordenador principal de a bordo, Auto, el piloto automático, ignora a conciencia la llegada de Eva con su prueba de vida en la Tierra para seguir manteniendo a los humanos en esa existencia para toda la eternidad. Un villano, tal vez no de voluntad plenamente independiente pero no por ello menos inquietante, que no por casualidad tiene reminiscencias del famoso HAL-3000 de 2001, una odisea del espacio (1968, Stanley Kubrick) y como él aparece caracterizado por un ominividente ojo rojo que escruta con aterradora superioridad a los humanos a los que teóricamente sirve. Y que será derrotado gracias a la intrepidez de los pequeños robots y a la reacción final de ese capitán que no piensa desaprovechar la oportunidad de reacción que le ofrece el destino. No por nada, además, se incluye un toque cinéfilo en el momento en que el capitán, por vez primera tal vez en toda su vida, se incorpora sobre sus piernas —hace el acto sencillo de ponerse en pie y caminar— para así abalanzarse sobre Auto y desconectarlo: en ese momento suenan los reconocibles sones del Así habló Zaratustra que asociamos al título de Kubrick y a su famoso comienzo. Oportuno toque cinéfilo: en ambos títulos, la fanfarria compuesta por Richard Strauss sirve para mostrar un orgulloso avance de la humanidad; es ironía, eso sí, que en el título de Kubrick ese avance sea el descubrimiento de cómo utilizar la técnica al servicio de la violencia y del más fuerte, y en Wall-E sea, sencillamente, para recobrar la humanidad.
WALL-E. Batallón de limpieza no sólo es uno de los mejores títulos del esplendor coetáneo del cine de animación, sino una de las mayores obras surgidas del cine norteamericano de las últimas décadas. Su delicadeza, su inventiva, la capacidad para extraer expresión de unos personajes que por su propia condición en principio parecían poco expresivos, la fuerza humanista de su mensaje y la capacidad para unir humor y ternura en un mismo plano, en admirable compenetración, casi que sólo tienen parangón en el viejo Hollywood o en las obras coetáneas de otro genio del dibujo animado como es Hayao Miyazaki. Un prodigio imposible de olvidar.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: WALL-E. Batallón de limpieza / WALL-E. Año: 2008.
Director: Andrew Stanton. Guión: Andrew Stanton y Jim Reardon; historia de A. Stanton y Pete Docter. Música: Thomas Newman. Reparto (ficha de doblaje): Juan Logar jr (Wall-E), Mar Bordallo (Eva), Juan Amador Pulido (Comandante), Claudio Serrano (Auto). Dur.: 98 min.