Es una lástima, pero el cine, en general, ha prescindido del poderoso aliento mítico y de los componentes más sombríos de la literatura de Verne para utilizar ésta como mera excusa para facturar eso que se llama «cine para toda la familia». Cuidado: es indiscutible que una parte fundamental de las novelas de Verne tiene ese componente, tan propio de la aventura doméstica, y por tanto, familiar. No en vano fueron concebidas para formar jóvenes: lo que sucede es que no es sólo eso. En cualquier caso, no hay remedio. Verne, en cine, siempre ha servido para tranquilas fantasías aventureras, más o menos convencionales según la época. Vayamos a las dos mejores adaptaciones que ha conocido la magnífica novela a la que recientemente he dedicado un comentario. Dos adaptaciones que, hay que aclararlo rápido, ni de lejos están a la altura del original, pero que sí proponen dos buenas fábulas aventureras. Por supuesto, completamente traidoras a la letra y al espíritu de Verne, pero francamente disfrutables en sí mismas: lo que siempre se ha llamado un entretenimiento. Una filmada en Hollywood con todos los medios del mundo, en 1959; otra, inauditamente rodada en España con más entusiasmo que posibilidades, a rato, eso sí, con verdadero ingenio, y por ello, pese a que en rigor es peor película, casi resulta más atractiva la hispana que la norteamericana.
1959: Henry Levin
En los años 50, Verne fue objeto de dos adaptaciones de dos de sus más populares novelas, abordadas con alto presupuesto y que obtuvieron una notable repercusión. La primera, 20.000 leguas de viaje submarino (1954, Richard Fleischer), a falta de una revisión, me parece floja. La segunda, la adaptación de Viaje al centro de la Tierra firmada por Henry Levin en 1959, es mucho mejor. Es curioso que ambas películas (de estudios distintos, Disney el primero Fox el segundo) estén unidas por un elemento común, como es el protagonismo del gran James Mason, que en una fue un magnífico capitán Nemo y en la otra se encarga, igual de bien, del personaje del audaz geólogo y mineralogista Otto Lidenbrock.
Vayamos antes que nada a señalar las diferencias entre la novela y su adaptación. En primer lugar, la ciudad donde viven los protagonistas se traslada desde Hamburgo hasta Edimburgo, convirtiéndolos en escoceses y «obligando» a un pequeño cambio en los nombres. El profesor Otto Lidenbrock pasa a ser Oliver Lindenbrook; su pupila Grauben en su sobrina Jenny; su sobrino Axel se convierte en Alec McEwen, y cesa en sus funciones de familiar para ser tan sólo un estudiante enamorado de Jenny. Por supuesto, en el viaje se incluye a una mujer —eterno precio de Verne en cine— que garantice el elemento romántico, si bien no será Jenny sino una compañera para el profesor, la señora Goteborg (sueca, por si con el apellido no quedaba claro), viuda de un colega de Lindenbrook que ha intentado robarle la primicia de la expedición, a quien interpreta Arlene Dahl.
Otro invento de los guionistas es una subtrama criminal que introduce un nuevo viajero que hace las veces de villano: nada menos que un descendiente del primer viajero subterráneo, el conde Saknussem. La particular personalidad del actor que lo encarna, el magnífico y desaprovechado Thayer David, hace que resulte menos molesto de lo que podía pensarse. David sabe otorgarle un rictus diabólico y una maldad basada en la conciencia de clase que no dejan de ser inquietantes. De hecho, y para ser un entretenimiento familiar, el personaje permite un giro de guión del todo inesperado: la pata Gertrud, mascota del viaje destinada a cargar con parte de las gracias pintorescas de este tipo de films… acaba en el estómago del malvado, que se excusa dando un argumento por otro lado bastante válido: tenía hambre.
Como todo buen título del género señalado, la primera labor de su director, Henry Levin, y de los responsables de la dirección artística de la película, era hacer que la atmósfera del film poseyera esa cualidad al mismo tiempo maravillosa y doméstica que es rango esencial de este cine. Y, en efecto, se consigue desde el principio, con el prólogo enclavado en Edimburgo, que es convertido en un lugar entrañable: las calles por donde pasea el profesor Lindenbrook recibiendo las felicitaciones de sus conciudadanos (acaba de ser nombrado caballero de la reina), las aulas universitarias donde tendrá lugar el descubrimiento del mensaje oculto o la casa del profesor resultan espacios encantadores por los cuales los personajes se mueven no como en un decorado sino con un notable sentido de la familiaridad destinado a hacerlos «acogedores» para el espectador. El profesor (con la inestimable ayuda de Mason) enseguida se convierte en el centro de todo el interés, pero justo es señalar que, a su lado, el resto de personajes también resultan agradables. Esta cuestión era fundamental en cuanto al personaje de Alec, pues éste fue confiado a un cantante famoso en la época, Pat Boone, que podía haber destrozado el film teniendo en cuenta su expresión siempre «angelical» y el hecho de que su presencia obligara a incluir algunas canciones. Pues bien, Boone no se hace lo cargante que era de esperar. Ayuda a ello, claro, que nunca he podido ver ninguna versión en la que aparezcan todas ellas: en España, el distribuidor (¿o sería la Censura?) decidió que en un film-Verne sobraban y las amputó del metraje exhibido.
Más variantes. Si en el libro el mensaje viene encerrado en un pergamino a su vez escondido en un viejo libro islandés, los guionistas Charles Brackett y Walter Reisch cortan por lo sano y hacen más fácil la revelación. El estudiante Alec regala al profesor un trozo de roca volcánica comprado en una tienda de antigüedades procedentes de Italia, cuyo peso intriga al sabio: dentro encontrará una plomada en la que está grabado el mensaje (sin clave) que firma Saknussem. Éste deja de ser un alquimista perseguido por hereje, y pasa a ser un buscador de quimeras (entre ellas se menciona ya la «ciudad perdida de Atlantis») y vulcanólogo famoso.
Con este punto de partida se organiza la expedición. Verne tardaba más de cien páginas en situar a sus personajes ante el cráter de Sneffels, no en vano la preparación de toda expedición destinada a desentrañar el enigma cifrado de la naturaleza obliga, en la perspectiva del autor, a unos adecuados ritos iniciales que incluyen la recapitulación de todos los precedentes del viaje o la iniciación de los expedicionarios en los peligros que van a ser corridos. El film también tarda en pasar al viaje, pero porque los guionistas interponen esa mencionada intriga criminal que incluye el intento del colega sueca de Lindenbrook, el profesor Goteborg, por apoderarse de la iniciativa de su rival (incluyendo un burdo intento de secuestro), y el asesinato de éste por el conde Saknussem. Vuelve a ser buena muestra del buen tono que consigue la película el hecho de que, aunque esas peripecias sobran casi por completo, se dejen ver con agrado: por ejemplo, resulta impagable ese momento, sobre el papel muy enojoso, en que Alec y Lindenbrook, encerrados en un silo de plumas, creen que las señales que les llegan del otro lado de una puerta son de código morse… cuando en realidad es la pata Gertrud picoteando su pienso contra la madera.
Por supuesto, el gran atractivo que posee la película es el inolvidable derroche visual que permite el argumento verniano. Es estupendo el momento en que la sombra del Scartaris revela el lugar exacto del cráter del Sneffels donde se halla la abertura al centro de la Tierra. La estupenda música de Bernard Herrmann recoge entonces un toque de órgano que magnifica el hallazgo, y que Levin redondea con un travelling que muestra que, a unos metros por debajo de los cuatro expedicionarios, apenas ocultos por las rocas (no es un momento verosímil en terminos realistas, sino dramáticos), se encuentra el conde Saknussem, con su sirviente, atento al descubrimiento de sus rivales.
El interior subterráneo por el que discurren los personajes posee un inigualable encanto visual, ya sean los decorados realizados para la ocasión con notable buen gusto, ya sean los auténticos exteriores (interiores, habría que decir mejor) rodados en las cavernas de Carlstatt (Nuevo Mexico). El director Henry Levin sabe mover la cámara y a sus personajes con armonía y sentido narrativo por esos imponentes escenarios, convirtiendo en un goce el mero encuadre de los expedicionarios atravesando esas bóvedas basálticas o deslizándose entre un bosque de gemas. Dentro del buen ritmo que la película sabe guardar desde la inmersión en las entrañas de la Tierra, destacan sus momentos climáticos o aquellos en los que se revela un nuevo y fascinante decorado: el yermo salino, cruzado de árboles muertos, donde se pierde Alec; el descubrimiento del mar interior, con el fabuloso techo luminiscente de la caverna perdiéndose en los «cielos»; el hallazgo de las setas gigantes; el enfrentamiento con los dimetrodontes (en realidad, iguanas con enormes aletas de plástico que se hacen pasar por monstruos gigantescos, como luego haría Ray Harryhausen en Hace un millón de años [1966]); la aparición final, claro, de la ciudad de Atlantis, y del esqueleto de quien un día fue Arne Saknussem, etcétera. Ante tal catálogo de maravillas, las ingenuidades del guión (los personajes realmente llegan al centro justo de la Tierra, reconociéndolo porque el punto exacto donde se igualan los magnetismos de los polos norte y sur crea un vórtice en el mar interior que los engulle) o la endeblez de las escenas cómicas y románticas (el romance entre Lindenbrook y la viuda es de catálogo, con ese continuo intercambio de pullas destinado, claro, a confirmar el viejo adagio, en cine, de que «quienes se pelean es porque se quieren») terminan por perdonarse. Así, esta traidora Viaje al centro de la tierra no puede evitar resultarnos una experiencia de lo más grata.
1977: Juan Piquer Simón
Juan Piquer Simón se propuso tal vez ser el George Pal español, justo en la época que suponía el final de la fantasía artesanal de los Pal y los Harryhausen, sustituidos por el cine de modernos y perfectos efectos especiales (en el que también intentó reciclarse). Viaje al centro de la Tierra, su primera película, es la que, todavía hoy, responde mejor a ese primer propósito. Dentro de las limitaciones de presupuesto y técnica del cine español de su época, la película se mantiene con dignidad y no supone ningún bochorno el revisarla: incluso alienta cierto sentido de la maravilla desde luego imprescindible en cualquier film de hálito verniano que se precie. Ello, desde luego, no basta para convertirla en un clásico (la mera comparación con la versión de Henry Levin de 1959 desanima a hacerlo), pero sí en un título digno y estimable, que desgraciadamente no tuvo continuidad: el siguiente ejercicio fantástico-familiar de Piquer basado en Verne ya fue directamente espantoso, Misterio en la isla de los monstruos (1981).
De entrada, la película cuenta con una loable ambientación, que hace que la ubicación cronológica en el Hamburgo de 1898 no chirríe: hay unos pocos escenarios bien caracterizados (el aula universitaria donde se especula con las maravillas que esconde el interior de la Tierra, la librería donde Lidenbrock se tropieza con el libro que desencadenará su viaje, el interior de la casa acomodada donde vive el profesor con su sobrina Grauben, que transmite un agradable aire doméstico que lo eleva por encima del mero decorado limpio de tanta ambientación española con pretensiones de parecer extranjera), un vestuario adecuado y una fotografía solvente. También, claro, ayuda a establecer desde el principio el adecuado verosímil la presencia del sólido actor británico Kenneth More en el esencial papel del profesor. El intérprete, entonces muy popular por varios papeles televisivos (sobre todo «El Padre Brown»), recrea un Lidenbrock familiar y distendido, quizá más doméstico que sabio.
Pues uno de los problemas que tiene la película, séase o no verniano, es la ligereza con que trata todo el aparato científico de la historia original, como si establecer una mínima verosimilitud a este respecto no fuera necesario. Así, el libro en que Lidenbrock encuentra el criptograma es del mismo Arne Saknussem y no es sino un relato del viaje que hizo su autor al centro de la tierra: de modo bastante delirante, luego el profesor lo utilizará como «guía de viajes» en su paseo subterráneo, hasta que una corriente de aire, vaya por Dios, se lo arrebata de las manos, al menos para ponerle las cosas un poco difíciles. A lo largo de toda la historia, la precisión científica del eminente geólogo brilla por su ausencia, como remarcan sin rubor los diálogos, llamando la atención la falta de énfasis y de curiosidad con que Lidenbrock acoge la increíble presencia del intruso con el que se tropiezan en el mundo subterráneo y que maneja extraños conocimientos. Incluso se observa cierta desidia en los detalles del original, como el hecho de que el pico Scartaris original (cuya sombra indica la entrada al central de la Tierra) aquí se transcriba Scartis, seguramente por falta de atención del adaptador. Es un detalle que parecerá nimio a quien no haya leído la novela original, pero que molestará profundamente a quienes sí lo hayan hecho.
La debilidad del guión por no tomarse demasiado en serio lo que está contando —mal endémico en el cine fantástico y de terror español, que parecía tomar por tonto a su público con mucha frecuencia— se contagia al dibujo del resto de los personajes, interpretados por un conjunto de actores bastante endeble. Es lógico que la trama incorpore a una mujer como miembro activo del viaje: ya hemos visto que es el peaje de toda adaptación verniana. En este caso, es el personaje de la sobrina Grauben, a quien se la hace comportarse con la anacrónica seguridad de una muchacha de muchas décadas posteriores. El narrador de la novela, Axel, aquí pasa a ser, meramente, el novio de Grauben, y ni siquiera estudiante de geología, sino un militar que se gana su puesto en la expedición (otra de las tonterías del guión) solo por estar a mano, parece ser. La parejita de marras, además, da pie a una serie de tontorronas escenitas romanticoides, que van de los arrumacos continuos (poco decimonónicos, además) a los ataques de celos que Axel siente y Grauben, ahora en un plan muy poco feminista, estimula tan pronto aparece el misterioso Olsen. Al flemático guía islandés Hans lo interpreta Frank Braña, veterano del cine de coproducciones mediterráneas, campo del que también procede, aunque con mayor categoría estelar, el otro actor, el norteamericano Jack Taylor, que encarna a Olsen. Ninguno de los dos fue gran cosa como intérprete y la tosquedad del dibujo de sus personajes los perjudica, pero mantienen el tipo.
Por lo demás, la historia que propone Piquer respeta en líneas generales el planteamiento argumental de la novela de Verne, manteniendo la misma sucesión de episodios y escenarios: el hallazgo del mensaje oculto de Arne Saknussem y su desciframiento; el viaje hasta Islandia y la contratación del flemático Hans; así como la triple división en escenarios de la expedición subterránea: el primer descenso por las grutas, con los habituales incidentes de la carencia de agua y de la caída de Axel por los abismos, el hallazgo del gran mar interior y el regreso a tierra firme, ya muy breve, antes de provocar una erupción que devuelve a los viajeros a la superficie, a través del volcán Stromboli. La dirección artística (de Emilio Ruiz) y los artesanales efectos especiales (de Paco Prósper) convocan un agradecido aire de cine fantástico familiar sobre la película, puesto que la vertiente de ciencia-ficción especulativa está claro que no va a tener apenas importancia. Por ello, y en su modestia, visualmente este Viaje al centro de la Tierra resulta de lo más agradable en su repertorio de paisajes extraños y de monstruos.
Los paisajes son magníficos, gracias al rodaje en los escenarios volcánicos naturales de Lanzarote para los exteriores y las cuevas de Valporquero (León) para los subterráneos. Piquer propone también un bosque de setas gigantes que desprenden un polen supuestamente venenoso, un osario repleto de gigantescos huesos de especies desaparecidas y un bosque de árboles fósiles. Entre el bestiario de monstruos abundan los antediluvianos, resueltos con muñecos mecánicos sin duda toscos, y una concesión a la coyuntura, pero que resulta descacharrante: la inclusión de un gorila gigante con el que los jóvenes se tropiezan en el bosque fósil, y que delata el reciente éxito del King Kong (1976) de Dino de Laurentiis. Con todo este material, Piquer construye un entretenimiento digno y que ha de seguirse con la adecuada complicidad, y en el que lo peor, claro, lo constituye la tosquedad narrativa y compositiva del director. Pese a todo, este Viaje al centro de la Tierra merece valorarse dentro del por lo general paupérrimo cine fantástico español de los 70.
La historia propuesta por Piquer podía haber resultado memorable, por el desparpajo con que coge el original de Verne, añadiendo una serie de elementos argumentales que hubieran podido dar mucho juego. Sin embargo, ya fuera por falta de arrojo, por la desidia tan propia del cine fantástico hispano o por la falta del presupuesto necesario, los desperdicia casi por completo. Esos elementos tienen que ver con el mencionado personaje de Olsen, un misterioso individuo a quien los expedicionarios se tropiezan en las grutas subterráneas sin que se avenga a dar mayores explicaciones y que porta una enigmática caja que parece poner en marcha tremendas fuerzas de energía. Nadie parece preguntar nada a Olsen acerca de su presencia allí (se limita a señalar que encontró su propia entrada del mismo modo que hallará su propia salida), y en las pocas veces en que le inquieren sobre sus avanzados conocimientos, éste, con expresión ceñuda, exclama «Es mejor no preguntar», y santas pascuas.
Así, en uno de los momentos que podían haber resultado más sugestivos del film, Olsen lleva a sus dos jóvenes camaradas hasta una cueva desde la que se distingue una ciudad subterránea: cuando Grauben la examina con sus prismáticos, descubre que todos sus habitantes tienen el mismo rostro de Olsen. Pues bien, no sólo no se da una sola explicación sino que ni siquiera se vuelve a hablar de ella, hasta el punto de que esa escena acaba siendo completamente gratuita. Lo que sí parece dejarse bien claro es que Olsen es una especie de viajero del tiempo: el libro que porta y que Lidenbrock llega a hojear, cuya fecha de edición es 1914, habla nada menos que de la teoría de la relatividad del tiempo.
En la escena final [spoiler] —que a este niño de diez años que vio la película en su estreno en cines le impactó de modo extraordinario—, Lidenbrock, de regreso a la mohosa librería, se encuentra con que alguien ha dejado para él un paquete, en cuyo interior está la caja que portaba Olsen. Cuando levanta la vista, descubre que tras la ventana se acerca el anciano de arrugado rostro y larga barba blanca que, al principio del film, le vendió el libro donde Saknussem contaba su viaje al interior del planeta: un primer plano muestra al personaje quitándose las gafas oscuras que siempre portaba, revelando el rostro envejecido de Olsen, y el foco se cierra sobre sus ojos, comenzando a aparecer los créditos finales…
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Viaje al centro de la Tierra / Journey to the Center of the Earth. Año: 1959.
Director: Henry Levin. Guión: Walter Reisch y Charles Brackett. Fotografía: Leo Tover. Música: Bernard Herrmann. Reparto: James Mason (Oliver Lindenbrook), Pat Boone (Alec), Arlene Dahl (Carla Goteborg), Diane Baker (Jenny Lindenbrook), Thayer David (Saknussem). Dur.: 132 min.
Título: Viaje al centro de la Tierra. Año: 1977.
Director: Juan Piquer Simón. Guión: John Melson, Carlos Puerto y Juan Piquer. Fotografía: Andrés Berenguer. Música: Juan Carlos Calderón y Juan José García Caffi. Reparto: Kenneth More (Profesor Lidenbrock), Pep Munné (Axel), Yvonne Sentís (Glauben), Jack Taylor (Olsen), Frank Braña (Hans). Dur.: 90 min.