A mediados de los 50, Hollywood se hizo eco de una nueva cuestión social que estaba teniendo lugar en las grandes ciudades norteamericanas: el problema de los adolescentes en los barrios populares, la aparición de la violencia juvenil, un hecho hoy cotidiano en el así llamado mundo del bienestar pero que entonces era relativamente nuevo. Las dos películas más reseñables de esta corriente son, sin duda, Rebelde sin causa (1955, Nicholas Ray) y esta Semilla de maldad (rebautizo hispano del mucho más atractivo título original: «La selva de pizarras») que dirigió Richard Brooks en el mismo año. Ambas presentan una misma característica: son dos películas que manifiestan una honda y genuina preocupación social, que poseen una fuerte carga humanista y que no buscan saciar el morbo fácil del público ávido de sensacionalismo sobre adolescentes conflictivos. Pero su diagnóstico resulta claramente insuficiente.
Es verdad que hay claros aciertos en ese retrato juvenil, que abarca actitudes y formas muy diversas: en ambas, por primera vez se ilustra (indicando su influencia en la educación) un concepto que hoy, en la jerga socio-pedagógica, llamamos «hogar desestructurado»: chavales que crecen apoyándose antes en el entorno —el barrio, las pandillas— que en un contexto familiar tradicional del que carecen. Pero el análisis y sus conclusiones acaban resultando blandos: si el film de Ray resulta un tanto ridículo en su trasfondo psicoanalítico, el de Brooks acaba concluyendo con un final que puede ser calificado como demasiado blando (o demasiado ingenuo): con extirpar las manzanas podridas, la nobleza que anida incluso en el más desorientado de los chavales acabará aflorando
Como pasa tantas veces, el menos conocido, el menos mítico de los dos títulos, es el mejor. La acción de Semilla de maldad se sitúa en una high-school, o sea, un instituto de secundaria, de un barrio neoyorquino caracterizado por la diversidad racial (anglosajones, irlandeses, portorriqueños, negros…). El magnífico decorado recreado en los estudios de la Metro tiene como foco central la fachada del instituto y la calle donde éste se alza: junto a la verja hay una parada de autobús y los pilares de un tren elevado. La historia tiene lugar entre el inicio del curso y Año Nuevo, pero el escenario siempre aparece dominado por el frío y los elementos; lluvia y nieve, con las calles siempre mojadas y los cuerpos arrebujados en abrigos y gabanes: nunca brilla el sol.
Como era habitual en la narrativa clásica, sobre todo de Hollywood, este lugar nos es presentado desde el punto de vista de un recién llegado, quien por tanto lo descubre al mismo tiempo que el espectador. Se trata de Richard Dadier (Glenn Ford), veterano de guerra, profesor de lengua cuya experiencia se reduce a un colegio de señoritas. Cuando Dadier inquiere al director del centro, Warneke, sobre el problema de la disciplina, éste, con adustez, inmediatamente subraya, sin dar el menor derecho a réplica, que ese problema no existe en el instituto (¿nos suena?). Bien distinta será la información que Dadier reciba de sus nuevos colegas. El más veterano y escéptico de estos, Murdock, profesor de Historia, a él y a otro profesor novato, Edward, les da un par de consejos: que no intenten hacer méritos… y no den nunca la espalda a los alumnos. Pues desde el primer contacto con éstos, queda muy evidente en qué términos se plantea el tema de la película: ¿se reduce la enseñanza en un instituto de tal naturaleza a la mera supervivencia? O, como intenta Dadier desde el primer momento, ¿hay alguna forma de superar esa barrera instintiva entre el alumno que considera la educación secundaria un encierro obligatorio sin ninguna utilidad para la existencia cotidiana o futura? ¿Es posible llegar al corazón, al entendimiento, de un grupo de chavales para los que la disciplina sólo es cuestión de quién es el más fuerte, de «quién tiene la sartén por el mango», como le señala el inteligente y carismático Miller (Sidney Poitier, antes de su ascenso al estrellato) a Dadier en su primer encuentro?
Las cuestiones que plantea Richard Brooks —que adapta una novela de Evan Hunter, al parecer basada en experiencias personales como profesor en el neoyorquino Bronx— sin duda son apasionantes, por no hablar de su atemporalidad: con retraso, pero esos problemas acabaron por llegar a nuestro país, donde a principios de los 60, fecha de estreno, pudo parecer una curiosidad, «cosas que aquí no suceden». Ya he señalado que la lectura que hace Brooks, clásico cineasta intelectual de tradición liberal, plagado de buenas intenciones y con una inquebrantable fe en el ser humano, resulta demasiado ingenua: tras una larga travesía plagada de fracasos pero también de pequeños avances, Dadier consigue establecer un mínimo status quo dentro de su clase, una mínima corriente de respeto y trabajo a costa del enfrentamiento con el malvado «oficial» de la historia, el irregenerable Artie West, líder de la principal banda del barrio, quien, lúcido, ha advertido pronto que aceptar a Dadier es aceptar un camino diferente al que él intenta marcar (o sea: el mundo del delito) y por ello se esforzará en destruir al profesor de todos los modos posibles, directos (ataques físicos) o indirectos (calumnias anónimas sobre su presunto racismo, llamadas telefónicas y cartas difamatorias dirigidas a su esposa).
La gran virtud de Semilla de maldad, pues, no estriba tanto en su condición de análisis de un problema social sino en la magnífica tensión dramática orquestada por Brooks y el conjunto de actores para hacer plenamente creíble el conflicto central. Porque, hay que decirlo ya, «La selva de pizarras» es una película espléndida, y lo es porque, en comunión con la honestidad y el grado de implicación personal típicos del Brooks liberal, hay un director con sentido del drama, con dominio de la puesta en escena y con capacidad para dar credibilidad a una idea, por mucho que, analizada con frialdad, ésta no reúna la consistencia adecuada. Siempre, siempre, es una cuestión de convicción y de talento a la hora de transmitir una historia y unas ideas, incluso cuando éstas no podemos compartirlas.
Desde la llegada de Dadier a la verja de entrada en el instituto, Brooks da vida a dicho escenario, a dichos ambientes, con una absoluta convicción dramática. Mientras los chavales y el protagonista entran en el instituto, resuena el mítico Rock Around the Clock, y esto proporciona ya la atmósfera adecuada: una música asociada a la modernidad, a esos jóvenes que no admiten ningún valor que no sea el del día a día. El profesor Edwards lo comprobará amargamente en sus carnes, cuando le destrozan su colección de jazz: una música que, paradigma igualmente de la modernidad para otros, a ellos no les dice nada. Edwards equivoca el camino para llegar a sus alumnos; Dadier acertará en cambio con otro referente: la ingenuidad de los dibujos animados. El carácter ruidoso de la canción, por otro lado, anticipa el que será el tempo sonoro del film en las escenas de clase: el silencio es imposible, el ruido (en todos los sentidos: literal y metafórico) lo inunda todo. Dadier tendrá primero que aceptar ese ruido y, a partir del mismo, intentar que sus alumnos alcancen determinada armonía: es ejemplar, en este sentido, la secuencia subsiguiente a la emisión de la película de dibujos, en la que el profesor, con habilidad, consigue que sus alumnos reflexionen toda una serie de cuestiones a partir del cuento de «Jack y las Habichuelas Mágicas».
Sin duda, el gran atractivo de la película radica en la intensidad que poseen todas y cada una de las secuencias que tienen lugar en el instituto, tanto en las dependencias de los profesores como en el aula. En cuanto a lo primero, llama la atención la afortunada concisión que posee el retrato en breve de los principales compañeros de Dadier: el profesor idealista pero mucho más débil que él que borda Richard Kiley (sólo su forma de quitarse las gafas ya denota indefensión); el gris cinismo con que Murdock (no menos excelente Louis Calhern) intenta escudarse de la decepción: es conmovedora su última aparición en pantalla, cuando le revela a Dadier que parte del fulgor que poseían sus alumnos al dejar su clase se contagió por un momento en él mismo; la atractiva profesora encarnada por Margaret Hayes, cuyos inútiles intentos por atraer a Dadier son un perfecto símbolo de la soledad con que son retratados los docentes en el film; el autoritario director Warneke, que esconde tras su semblante ordenancista otra alienación…
Pero en especial es en las escenas dentro del aula donde Semilla de maldad alcanza sus mejores momentos, en la confrontación entre Dadier y sus alumnos, que una vez más son magníficamente retratados por la cámara de Brooks y su dirección de actores: hay tiempo para diferenciar muy bien a la media docena de personajes principales, y conformar al resto a la manera de un coro griego. La dialéctica de las secuencias compartidas por todos ellos compone una densa atmósfera de tensión y a la vez distensión, mientras Dadier se interna por el camino lleno de obstáculos que acabará por desembocar en un terreno común. Cuando el protagonista escribe su nombre en la pizarra, de espaldas a los chicos, una pelota de béisbol impacta en el tablero, fallando por muy poco. Dadier se vuelve, coge la pelota con tensa tranquilidad y exclama: «Quien ha lanzado esto tiene mala puntería», consiguiendo la sonrisa de aprobación de Miller, el alumno más inteligente de la clase, aquél que, desde el primer momento, Dadier sabe que tiene que ganarse.
La clave dramática de la historia gira precisamente en torno a la relaciones de Dadier con los dos alumnos más destacados de la clase: West y Miller. De modo más tortuoso con West, dispuesto desde el primer momento a librarse del profesor, tan pronto advierte su temple (uno de los mejores momentos del film es aquél en que, en plena calle, tras haber asistido Dadier a uno de los golpes de la banda que lidera el muchacho, éste le señala: «Ahora está usted en mi clase»). De forma más disputada con Miller, con quien entabla un proceso de rechazo y atracción que oscila continuamente pero que acaba con el reconocimiento entre ambos: cuando al final Miller le entrega el vaso lleno de monedas que el profesor había dejado semanas atrás en clase para indemnizar a Edwards por los discos rotos, el intercambio final de frases, recordándose su mutuo compromiso de no rendirse, es ciertamente emotivo. Desde luego, hay que señalar que los tres actores están espléndidos, tanto Glenn Ford (a la vez vulnerable y tenaz, firme pero atravesado por las dudas, cercano siempre) como Sidney Poitier (lejos de la blandura posterior) y un sensacional Vic Morrow en su mejor papel en el cine (su forma atravesada de mirar sin mirar es genial). Cuando la película se aleja de las calles del instituto y recoge la intimidad doméstica de Dadier, la historia desciende bastante de interés (puesto que no interesa nada el personaje de la atribulada esposa, encarnada por una sosilla Anne Francis). Pero Semilla de maldad supone toda una lección de cine con «tema», capaz de superar sus debilidades internas para deparar un magnífico ejercicio de intensidad. Por una vez, las buenas intenciones no conducen al infierno.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Semilla de maldad / The Blackboard Jungle. Año: 1955.
Director: Richard Brooks. Guión: Richard Brooks, según la novela de Evan Hunter. Fotografía: Russell Harlan. Reparto: Glenn Ford (Richard Dadier), Anne Francis (Sra. Dadier), Sidney Poitier (Miller), Vic Morrow (Artie Shaw), Louis Calhern (Murdock). Dur.: 101 min.
De las primeras grandes peliculas tocando el problema de los jovenes, grandiosa, con Sidney Pointer joven que despues seria considerado el mejor actor de color y ganador del Oscar, Imperdible.
Completamente de acuerdo. Y Sidney Poitier estupendo, aunque a esas alturas de adolescente tenía lo que yo crack del fútbol.
Excelente analisis. Pelicula extraordinaria y directa como el buen cine que es necesario mirar y analizar.
Gracias por tus palabras. Y sí, es una película espléndida, propia de una época en la que Hollywood sabía abordar un cine con temas y no quedarse en lo superficial o en la mera moralina. La película entretiene y hace pensar. El director tiene otras cuantas donde consigue lo mismo, como «El fuego y la palabra».