Probablemente, es difícil encontrar una sorpresa mayor en la historia política del siglo XX que la que supuso el anuncio, en el mes de agosto de 1939, del Pacto de No Agresión Germano-soviético. De la noche a la mañana, las dos ideologías antagónicas por excelencia del mundo de entreguerras, el fascismo y el comunismo, cuya propaganda se construía, en buena medida, sobre la demonización mutua, forjaban una alianza. Los miembros de los partidos comunistas occidentales (que, ya se sabe, debían obediencia máxima al Partido Comunista de la Unión Soviética) vieron cómo su ingenuo idealismo se veía muy duramente puesto a prueba. Menos de un año después, por ejemplo, los comunistas franceses tuvieron que elegir, ante la invasión de sus «amigos» alemanes, entre ser traidores a su país o ser traidores al partido que era su vida. Ese pacto tan difícilmente vendible, además, escondía cláusulas secretas que aseguraban a Stalin el reparto de Polonia y la absorción de las pequeñas repúblicas bálticas: imperialismo puro y duro, vamos. A Stalin debió de parecerle una ganga… hasta que dos años después, en el verano de 1941, se vio completamente sorprendido por la traición de su nuevo amigo, que invadió el país y estuvo a punto de acabar con la utopía comunista. El símbolo de la resistencia soviética lo hemos estudiado en los libros de Historia: fue la batalla por el control de una ciudad hasta entonces desconocida, relevante por llevar un nombre en honor del máximo mandatario de la URSS: Stalingrado.
El cine ha tratado varias veces esta batalla. Lo hizo el propio cine alemán en varias ocasiones, la última en el año 1993, en la película Stalingrado (1993, Joseph Vilsmaier), que obtuvo cierta repercusión. Pero, sin duda, la más conocida de las historias que narran la batalla es Enemigo a las puertas, superproducción internacional encomendada a un director especializado en este tipo de lides, el francés Jean-Jacques Annaud, y estrenada en 2001. Una película que constituyó un gran éxito en su momento, si bien no concitó precisamente el aplauso de la crítica, que le reconoció indudables valores a sus escenas de acción, pero subrayó su maniqueísmo y su psicologismo tópico. Pues bien, revisada esta película, le encuentro muchos más valores de los que yo mismo aprecié la primera vez que la vi, hasta el punto de haberme gustado bastante. Y efectivamente, como espectáculo de acción es magnífico, pero en el buen sentido del cine norteamericano de otros tiempos, capaz de compaginar la pura narración con la trascendencia dramática. Pues si bien no es una obra perfecta, su sustrato psicológico, incluso histórico y político, me parece mucho más sólido de lo que se ha dicho.
La historia que relata la película se basa, al parecer, en un personaje real: el francotirador del ejército soviético Vassili Zaitsev, un humilde pastor de los Urales cuya infalible puntería fue convenientemente utilizada durante el sitio de la ciudad como símbolo del indomable heroísmo de sus defensores. De hecho, acreditó 149 soldados abatidos con su fusil de precisión, el cual se conserva (es información de la propia película) en el Museo del Ejército de la hoy vuelta a llamar Volgogrado. El resto de personajes que aparecen en el film también se relacionaron en la realidad con Vassili, incluido su contrincante alemán. Eso sí, en la película se otorga a Nikita Kruschev la autoridad máxima en la ciudad, cuando no fue así. Pero es claro que dar mayor relevancia a quien acabara siendo el sucesor de Stalin hace parecer más impactante la resistencia soviética.
La trama urdida por Annaud y su colaborador habitual Alain Godard narra la llegada de Zaitsev a Stalingrado, en pleno fragor de la batalla y en el momento en que los alemanes parecen a punto de barrer toda resistencia. Lanzado al combate nada más llegar, Vassili sobrevive a duras penas a la primera embestida en que se ve envuelto y, en las horas siguientes, se tropieza con un joven comisario del ejército ruso, Danilov, que será testigo de su formidable puntería a la hora de abatir a cinco soldados, entre ellos un oficial, que se encontraban cerca de ellos, ajenos a su condición de supervivientes del envite apenas finalizado. Danilov convertirá a Vassili en un héroe de la propaganda, narrando día tras día sus hazañas ya como francotirador. La amenaza de Vassili se convierte en tan real para los atacantes alemanes que éstos acaban llamando al mejor tirador de su ejército, el comandante König, un soldado de fríos modales aristocráticos con quien el ruso entablará, desde ese momento, un duelo a muerte en el que se acabará dirimiendo algo más que la mera supervivencia de uno u otro.
Desde luego, es un pretexto idóneo para un film típico de ese modelo de espectáculo «trascendente» tan del gusto del Hollywood de siempre (aunque la película es una coproducción entre los EE.UU., Inglaterra, Alemania… e Irlanda). Primero, por la mera atracción de su trama espectacular. Segundo, porque el entretenimiento puede ser la puerta de acceso a la real densidad dramática. Y además, se juega con un elemento de seguro interés para públicos indiscriminados, una trama romántica, y encima triangular: Vassili y Danilov compiten por el amor de una joven judía, Tania, que acabará inclinándose por el primero, provocando los feroces celos del segundo. Acción, un escenario dantescamente atractivo, romance, política, actores guapos (y buenos, añado). Enemigo a las puertas lo tenía todo para gustar. Y gustó, al menos al público.
Pero es algo más que un espectáculo fácil. Lo que muchos ven como simpleza en los elementos dramáticos de la película, a mí me parece encomiable sencillez. Y la sencillez no es defecto, sino virtud. Pues Enemigo a las puertas es un film que construye su dramaturgia sobre un entramado que no busca la complicación, pero que no se queda en el mero enunciado. Sencillo es el trazo psicológico de su joven protagonista, un «pastor de los Urales» (como se complace en llamarlo la propaganda de Danilov) cuyo mundo nunca ha sido complejo y al que desborda ese protagonismo que, de pronto, ha alcanzado, esa tremenda responsabilidad como héroe nacional: porque nace de algo que él mismo no se engaña al definir: es un asesino, un verdugo. Un verdugo legal, pero verdugo al fin y al cabo. Jude Law transmite muy bien esa simpatía básica que se desprende de la simple y noble mentalidad de su personaje.
Sencilla, también, es la definición de Danilov (Joseph Fiennes, en el mejor papel de una carrera que se estancó demasiado pronto), empezando por esas gafas que delatan al intelectual antes que al soldado: un hombre que sólo sabe luchar con su pluma, y que ve claro lo que necesitan los resistentes de Stalingrado. Sencilla (y profunda) es, por tanto, la respuesta que da al recién llegado Kruschev cuando éste pide ideas para animar la resistencia a los comisarios que están temblando al saber que acaba de ordenar el suicidio del máximo responsable de la ciudad. El espectador ha visto cómo los propios oficiales rusos disparan a cuanto pobre diablo retrocede empavorecido: una tremenda muestra de la ignominia no sé si totalitaria pero sí de una humanidad asustada, reducida a la animalidad. Pues bien, mientras los otros comisarios sugieren una escalada aún mayor de castigos, Danilov suelta su opción mediante una sencilla palabra: «¡Esperanza!». Se necesitan ejemplos, símbolos, con los que el pueblo pueda identificar la necesidad de su propia resistencia.
Eso sí, es verdad que, después, el guión acaba descuidándolo bastante, por no saber cómo explorar sus contradicciones y ambigüedades (¿es un manipulador nato, prototipo de apparatchik, o es alguien que cree realmente en la importancia de su creación, y por lo tanto que estima verdaderamente a Vassili, más allá del uso que hace de él?), y lo trivializa un tanto al reducirlo demasiado al papel del tercer vértice del triángulo amoroso, si bien su salida de escena es magnífica, como luego contaré.
Sencilla también es la construcción del antagonismo entre Vassili y König. La condición aristocrática de König (en alemán, rey) versus la extracción campesina de Vassili está trazada con sencillez pero con convicción, del mismo modo que la inocencia básica del ruso contrasta con el lúcido desengaño, a un paso ya del cinismo, del alemán. De modo inevitable, asistimos a un proceso primero de fascinación del joven hacia el maduro —es una buena idea de guión el momento en que Vassili encuentra entre las ruinas donde han estado jugando al gato y el ratón una colilla arrojada por König (cuyo marbete dorado delata su distinción) y no puede evitar encenderla y apurarla, en un ingenuo propósito de sentir como su rival— y después de odio, al descubrir que el otro héroe es en realidad un asesino despiadado, capaz de ahorcar con sus propias manos al pequeño que jugaba el peligroso juego de falso traidor con el teutón, sólo para utilizarlo como reclamo.
Incluso loablemente sencilla, aunque aquí sí probablemente más convencional, es la relación amorosa entre los tres protagonistas. Cierto, el personaje de Tania tiene su correlato en la realidad, pues Vassili tuvo una amante durante los meses de la resistencia, de la cual quedó separado por el devenir de la guerra. Y, desde luego, da pie a una de las mejores escenas de la película, aquella en que la joven, en mitad de la noche, busca el lugar donde duerme el joven, rodeado de sus camaradas, y ambos hacen el amor con una intensidad desesperada que magnifica, de modo espléndido, el obligado silencio que ambos se ven obligados a guardar para no despertar a nadie. También es verdad que Rachel Weisz, otras veces una actriz demasiado unidimensional (por ejemplo, en Ágora, de nuestro Amenábar), aquí da a su personaje una gentileza, una pureza, que supone una afortunada luz, la única, dentro de la tragedia personal y colectiva que vive Vassili.
Incluso los estereotipados celos que produce en Danilov el hecho de ver cómo el elegido ha sido el otro permite una de las buenas ideas de la película. Después de desahogarse dictando un furibundo artículo contra Vassili, en el que denuncia que su incapacidad para vencer a König se debe a su tibio comunismo, [– spoiler hasta el final del párrafo –] los remordimientos (y también el dolor porque cree haber visto morir a su amada Tania en un bombardeo) lo llevan a buscar al joven en su enfrentamiento final con el alemán y sacrificarse, dejándose ver para que éste delate su posición. La intensidad del momento viene remarcada por la lúcida reflexión con la que se despide del mundo: señala que, por mucho que en la URSS han intentado crear una sociedad igualitaria, en el fondo ese igualitarismo es imposible, porque los seres humanos siempre encontrarán algo que envidiar, ya sea la simpatía que unos despiertan y otros no… o el amor de una mujer que prefiere a otro.
Este ejemplo es otra buena muestra de esa sencillez que en mi opinión revierte en compleja densidad. Pues ayuda a construir uno de los temas centrales que, creo, se agazapa entre las mismas ruinas que refleja la película, y que, quizá difícil de encontrar en un primer visionado, acaba emergiendo en un segundo. Y es que en Stalingrado, aparte de unos invasores y unos defensores, se enfrentaron dos totalitarismos que, por distinta que fuera su justificación ideológica, coincidían en su absoluto desprecio por el individuo, en beneficio de un ideal colectivo construido sobre la inhumanidad. Enemigo a las puertas fue acusada de fácil anticomunismo, pero lo que denuncia la película es justo la deshumanización del totalitarismo: del comunista, del nazi, de cualquiera. En ese mismo sentido hay que señalar que el alemán König no es caracterizado como un monstruo, sino bien al contrario como un hombre vulnerable (hacia el final descubriremos, incluso, que está embargado por el profundo dolor de que su propio hijo estuvo entre los primeros caídos de la batalla). Pero algo terrible ha de tener una causa cuando, en su defensa, saca al monstruo que llevamos dentro: así, König no dudará en ahorcar al pequeño Sasha para montar una trampa contra Vassili. Un pequeño por el que, es claro, sentía una indudable simpatía, incluso cariño, como puede verse en las escenas que ambos comparten. La humanidad que el gran Ed Harris otorga entonces a su personaje acaba resultando estremecedora, una vez comprobamos en qué desembocará.
Enemigo a las puertas también es un memorable retrato de la guerra. Lógico cuando transcurre enteramente en un escenario dantesco, poblado por cadáveres que, para los mismos combatientes, acaban convirtiéndose en utillería cotidiana a la que no se presta la menor atención (salvo los francotiradores, que los utilizan para mejor camuflarse). Y el film ofrece un magnífico ejemplo de ello en su secuencia de apertura. Visiblemente inspirada, eso sí, y a su vez, en la apertura de la muy reciente Salvar al soldado Ryan (1998), de Spielberg, además de estupendamente rodada, es de una considerable laceración moral. Pocas veces unos soldados se han visto en cine como lo que deben ser en la realidad: mera carne de cañón para los que organizan las guerras. En concreto, la imagen de esas barcazas ametralladas por la aviación alemana mientras cruzan el Volga o la de los oficiales soviéticos disparando a los soldados en fuga o la de la Fuente de las Ranas (magníficamente recreada en decorados) convertida en un imperturbable testigo del infierno desatado sobre la Tierra.
Del mismo modo, todas las escenas de enfrentamiento entre Vassili y König resultan espléndidas, gracias al buen partido que Annaud sabe extraer primero del escenario entre cuyas ruinas, cascotes y montañas de cadáveres evolucionan los personajes y después del punto de vista del tirador (esos constantes planos subjetivos desde la mirilla del fusil de cada uno de ellos). Buena muestra de ello son: el acecho de König a su rival en el centro comercial medio derrumbado; el momento, aterrador para Vassili, en que salva la vida sólo porque muere por él su colega, el descreído Koulikov (magnífico Ron Perlman), al saltar el hueco destruido de un pasillo; la memorable secuencia en que Vassili queda atrapado, sin fusil, detrás de una estufa, con varios trozos de espejo clavados en el suelo que sirven para un sofisticado juego de suspense entre ambos personajes; y el enfrentamiento final, culminado por una escena propia de western (de spaghetti western, puesto que homenajea a Sergio Leone, director que manejó entre sus proyectos, precisamente, una historia bélica ambientada en Stalingrado).
Enemigo a las puertas, por ello, se erige como una excelente película, capaz de pasar del registro épico al intimista, aun sin llegar a las alturas de un David Lean (en eso sí coincido con quienes lo han señalado), pero manteniéndose en una muy loable cercanía. A Annaud, es verdad, le falla en determinados momentos una mayor pasión, un más natural sentido de la emotividad, como remarca el final de la película, que carece de la intensidad que en teoría tiene (se nota, por otra parte, en la puesta en escena de Annaud —esa forma de alejarse de los protagonistas y de su lógica explosión de ternura— que el director siente cierto pudor por concluir el film con otra cosa que no fuera terrible pesimismo). Pero su pericia narrativa, el espléndido conjunto de interpretaciones, la grandiosidad de su dirección artística y su firmeza dramática merecen el rescate del olvido en que está cayendo.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Enemigo a las puertas / Enemy at the Gates. Año: 2001
Director: Jean-Jacques Annaud. Guión: Jean-Jacques Annaud y Alain Godard. Fotografía: Robert Fraisse. Música: James Horner. Reparto: Jude Law (Vassili Zaitsev), Joseph Fiennes (Danilov), Rachel Weisz (Tania), Ed Harris (König), Bob Hoskins (Nikita Kruschov), Ron Perlman (Koulikov). Dur.: 135 min.
Es, sin duda, una magnífica película, que he descubierto, por desgracia, hace muy poco. Recuerdo que la presentaron en su día como la mayor superproducción en la historia del cine europeo.
al`poco tiempo de empezada la película las tropas rusas van a stalingrado en un tren y en una estación se le pone al frente una maquina armada con las torretas de tanques t34-85 y cuando ese tanque salio a principios de 1944 es decir ya acabada la batalla de stalingrado