Alien: Resurrección (1997, Jean-Pierre Jeunet)
Supongo que más de uno acudió a los cines a ver la tercera secuela del ciclo con notable curiosidad. Y ello debido a que su director era el francés Jean-Pierre Jeunet, revelado unos años antes por dos simpáticas películas de fantasía siniestra, más o menos antiutópica, firmadas al alimón con Marc Caro (aunque la función de éste era más bien todo lo relativo al diseño artístico): Delicatessen (1991) y La ciudad de los niños perdidos (1995). El propósito, tal vez, era que Jeunet arrimara, ya sin complejos, el film a la cualidad de ciencia-ficción tebeística, siguiendo la escuela surgida de la famosa revista de cómics Métal-Hurlant (o en su versión norteamericana, Heavy Metal), eslabón de todos modos presente ya desde el título matriz a través de autores como Moebius o Giger.
Ahora bien, una vez iniciada la proyección, tuvimos que admitir que poco importaba quién firmara la película. A esas alturas de la serie, era evidente que sus impulsores se movían ya casi únicamente por la inercia comercial, repitiendo las fórmulas estéticas y narrativas de ya probado éxito y sin muchas ganas de hacer adelantar la historia (ambición que, por otra parte, tampoco había interesado mucho a los implicados en cualquiera de las secuelas anteriores). Esto se observa, antes que nada, en el hecho de que, si la previa Alien 3 suponía prácticamente un remedo del original título de Ridley Scott, Alien: Resurrección se «inspira» de modo descarado en el Aliens. El regreso (1985) de James Cameron. Es decir, de nuevo hay un match no contra uno sino contra muchos aliens y sus rivales humanos, además, componen un cohesionado grupo de profesionales interestelares a los que se une, para acabar liderándolos, la incombustible teniente Ellen Ripley. Que este grupo esté compuesto por piratas del espacio en vez de por marines importa poco: aquí se repiten el diseño de caracteres, el humor viril con que se tratan en todo momento (incluidos los miembros femeninos) y el intento de dotarlos de la suficiente simpatía e interés como para que el espectador se preocupe por quién será el siguiente en caer, realizando su quiniela de favoritos para la supervivencia final.
La estructura argumental también es la misma. Hay un primer tercio que sirve para presentar a los nuevos secundarios y para familiarizarnos con el nuevo escenario que servirá de inminente campo de batalla. Esta vez es una gigantesca nave militar, la Auriga, en donde tienen lugar los experimentos con la letal especie alien. El grupo de mercenarios lleva a esta nave un «cargamento» de seres humanos en éxtasis que no tienen otro objeto que servir de huéspedes a los letales engendros bi-mandibulares. En el segundo tercio del film se produce la liberación de éstos y la huida de los humanos, cayendo uno tras otro los personajes con menor peso —salvo, y aquí se imita lo que sucedía en Alien 3 con el secundario en apariencia más estelar, Charles Dance: es decir, el jefe de los piratas del espacio, Elgin (Michael Wincott), perece el primero. Y para el final queda el esperadísimo combate personal entre Ripley y el más poderoso de los aliens, justo cuando ya todos (¡ja!) pensaban haber conseguido escapar del peligro.
El principal elemento que se concede a quienes, pese a todo, esperaban alguna aportación nueva a la saga tiene que ver con su personaje protagonista. Resucitada de entre los muertos (clonada a partir de unas células oportunamente conservadas en la colonia penal donde murió: qué idea más ingeniosa), Ripley es ahora una especie de híbrido de humano y de alien, un paso más allá en la ingeniería genética que sus resucitadores —los herederos de la maquiavélica Compañía que tanto se esforzó en los títulos anteriores por conseguir algún ejemplar vivo de la criatura— no han advertido. De este modo, Ripley posee un instinto animal que le permite sentir y oler la presencia de sus ahora medio congéneres, una fuerza y unos reflejos sobrehumanos y, en especial, una sangre que sin perder su color escarlata también posee cualidades corrosivas, lo cual le resulta de utilidad en más de una ocasión. (Hay una explicación más chusca a esta conversión del personaje titular, cual es la dificultad en seguir haciendo creíble a una Sigourney Weaver casi veinte años mayor que su personaje mientras que ésta, se supone, apenas ha envejecido pues entre secuela y secuela siempre permaneció en estado criogénico… o muerta.)
La Weaver, además, ejerce funciones de productora, lo cual sin duda tiene mucho que ver con ese incremento estelar de capacidades, amén de alguna que otra ridícula escena de lucimiento, como aquella en que humilla al fortachón de Johner (Ron Perlman) y encima muestra habilidades para el baloncesto dignas de un anuncio de Michael Jordan para Nike. Eso sí, es bueno saber que a siglos y siglos en el futuro el deporte de la cesta seguirá siendo una forma estupenda para gastar testosterona.
A la hora de la verdad, la nueva condición híbrida de Ripley no aporta nada a la historia, salvo para exacerbar el carácter de heroína aguerrida con que se le había dotado precisamente a partir del segundo capítulo. En un film tebeístico como éste no podía esperarse que se dejara algún espacio para la reflexión existencial sobre la condición humana, cierto, pero aun así decepciona que no se intente aprovechar aun cuando sea mínimamente. El guión también introduce una evolución en la raza alienígena: la reina incubada por Ripley también ha dado un paso adelante en su desarrollo genético y da a luz a un «hijo» que a su vez es una mezcla de alien y humano (piel blanquecina, carnosa; dientes y ojos humanoides; una expresividad hasta entonces inédita; una constitución vagamente antropoide; y cierto instinto que lo empuja hacia Ripley no para matarla sino en busca de calor maternal, lamiéndola como un cachorro con una inesperada y enorme lengua). Se supone, por lo tanto, que la destrucción final del neo-alien a manos de la neo-Ripley posee un componente dramático inédito, puesto que por una vez la teniente siente dolor ante lo que está haciendo: por otra parte, la muerte del «pequeño» es terrible, deshaciéndose su masa debido a la descompresión de su cuerpo esponjoso a través de un pequeño agujero en el cristal de la nave espacial.
Más interesante resulta la introducción del segundo personaje en importancia de la historia, mediante el cual también se pretende establecer cierto juego dramático con Ripley. Se trata de Call, la miembro de aspecto más frágil de los piratas espaciales (lo cual no quita para que beba y sea tan soez como los hombres), cuyo misterioso comportamiento —se ha mezclado con los piratas para poder llegar hasta Ripley y matarla antes de que le sea extraída la reina alien— acaba revelando que es (no podía faltar, claro) un robot humanoide. La gracia, por supuesto, estriba en el aspecto frágil que la diminuta Winona Ryder otorga a un rol que en anteriores entregas estuvo a cargo de hombres de nada frágil condición (recuérdense a Ash o a Bishop). Entre Ripley y Call, por lo tanto, nace una indiscutible simpatía espontánea que nace de su mutua condición de outsiders, de seres no tan humanos como parecen pero que generosamente ponen todo su empeño en salvar a sus compañeros, de mucha más débil condición. En concreto, Call pertenece a una generación de robots de segunda generación que se ha emancipado a sí misma pero cuya programación todavía les impele a preservar la vida humana en todo caso. Es una lástima que tanto Weaver como Ryder sean intérpretes excesivamente rígidas como para saber sugerir sin subrayados gestuales el calor humano que surge de ambas.
Otro elemento tristemente desaprovechado de la película es un detalle que hubiera debido ser esencial en la caracterización de Ripley: el paso del tiempo. Desde que se cruzara por primera vez con las criaturas alienígenas a bordo de la Nostromo, Ripley se ha visto apartada de la corriente temporal en la que su vida se había iniciado, debido a todo su conocido periplo de aislamiento en éxtasis. Únicamente en Aliens. El regreso los guionistas se tomaron la molestia de mostrar cómo afectaba en Ripley el haberse convertido en una paria del tiempo, despojada del contacto con los seres que amó una vez. En Alien: Resurrección se señala que han pasado al menos doscientos años de los acontecimientos narrados en el título anterior (de ahí que ya no exista la Compañía), pero podían haber sido veinte o dos mil, que nada hubiera cambiado ni en el terreno dramático ni en el escenográfico.
A este respecto, hay que considerar que o bien a partir de determinados avances tecnológicos ya es imposible hacerlo más o los escenográfos de las sucesivas secuelas han prescindido olímpicamente de plantearse cómo serían las variaciones provocadas en la utillería (básica o tecnológica) en el tiempo transcurrido del primer al último Alien. De hecho, es que no hay ninguna: la serie está estancada en un perpetuo presente y los escenarios donde combaten Ripley, sus ocasionales compañeros y los ejemplares de la salvaje especie de la sangre ácida siguen siendo los mismos, con el mismo recurso a los pasillos metálicos de suelo enrejado (tan propicios a derretirse bajo ese fluido corrosivo), las puertas mecánicas que se hunden en las paredes, los mismos laboratorios con las mismas máquinas y los mismos espacios presuntamente sucios y cotidianos.
Por rescatar elementos positivos del film, es cierto que abunda en simpáticos toques de cómic. Por ejemplo en el diseño de personajes, el de Vriess (Dominique Pinon), un especialista en sacar partido de cualquier repuesto —no hay sino que ver cómo monta una formidable arma en unos pocos segundos para hacer frente a uno de los aliens: una escena así siempre recordará a Sergio Leone— cuyo toque pintoresco, tebeístico, radica en que es un inválido que se mueve con la ayuda de una silla que poco tiene que ver con la tradicional de ruedas (aunque pronto acaba sobre las espaldas de sus compañeros de grupo). También se encuentra en los diálogos, en especial los puestos en boca de Ripley para manifestar su condición de superviviente dura, dura. Cuando uno de los piratas le pregunta qué hizo en sus anteriores enfrentamientos con los aliens, Ripley exclama: «Morí», y al descubrir la condición robótica de Call, señala sardónica: «Debí suponerlo. Ningún humano es tan humano». Cuando reaparece después de haber sido tragada hacia el nido alien, a la frase de «Te daba por muerta», responde: «Me pasa a menudo».
Ahora bien, el guiño más divertido y descacharrante que encuentro en la película asociado a la presencia de Jeunet es el hecho de que los dos únicos supervivientes de los piratas (aparte de las dos estrellas protagonistas) sean justamente los encarnados por los dos estupendos actores que el director se trajo de sus películas previas: Dominique Pinon y Ron Perlman.
Alien: Resurrección se deja ver por el mismo sentido de inercia que la preside. A estas alturas, las aventuras de la teniente Ripley contra los entrañables bichos alienígenas entre pasillos tenebrosos y salas ultra-tecnológicas, mantienen el mínimo interés ya sea por cariño, por nostalgia, o porque accionan un resorte ancestral del aficionado al terror en formato de ciencia-ficción.
Una secuencia destaca sobre todas: la estupenda escena submarina en que los supervivientes atraviesan un espacio sumergido mientras son acosados por los aliens, cuyo atractivo visual y pulso narrativo depara uno de los mejores momentos de toda la serie (destaco la distinta forma que tiene cada uno de aquéllos de atravesar ese lugar, sobre todo la imborrable imagen del negro Gary Dourdan impulsándose por el suelo gracias a la rejilla mientras porta a Dominique Pinon atado a su espalda). Como también pasa con todos los demás films del ciclo, existe una versión especial que introduce pequeñas alteraciones. En este caso, también, son mínimas, pero una de ellas es notoria e innecesaria: si la versión estrenada acababa con Ripley y Call contemplando la superficie terrestre hacia la que se aproxima su nave (sin contraplano: únicamente el efecto de las nubes doradas reflejándose en la ventana por la que se asoman), en la versión especial se incluye un plano con las dos mujeres en pie ya sobre la Tierra, en el apocalíptico paisaje de un París devastado en el que todavía se identifica una Torre Eiffel medio derruida.
Alien vs. Predator (2004, Paul W.S. Anderson)
El tiempo fue pasando y pareció que el ciclo de Alien se había cerrado. La edad de Sigourney Weaver, por supuesto, ya desaconsejaba cualquier regreso, por justificado que fuera, de la teniente Ripley. Sin embargo, de modo paralelo a la serie en cine, los bichos habían seguido hostigando a la humanidad, si bien en otro campo: el del cómic. Después del estreno de la secuela de James Cameron, la editorial Dark Horse publicó una primera serie, escrita por Mark Verheiden y dibujada por Mark A. Nelson, en blanco y negro, que precisamente retomaba la historia allí donde la dejaba Aliens. El regreso; de hecho, sus protagonistas eran Newt y el cabo Hicks. Otras series seguirían a ésta, trayendo a escena incluso a Ripley, aunque, tras el estreno del film de Alien 3, sus propuestas argumentales entraron en colisión con las de la saga cinematográfica. En cualquier caso, esta mención a los cómics es para señalar que ya en 1989 la franquicia «Alien» se había encontrado con la franquicia «Depredador» (ah, pero en inglés, queda más chulo: Predator).
Recuérdese que el Depredador de marras es la criatura que se presenta en el estimable film del mismo título dirigido por John McTiernan en 1987 y que había conocido una secuela, Depredador 2, en 1990, ya directamente pésima. Se trata de un guerrero alienígena que, armado de una amplia y sofisticada panoplia de armas, incluyendo un artilugio que lo vuelve prácticamente invisible, visita la Tierra para enfrentarse a ese otro guerrero nato que es el hombre, inicialmente más débil en cuanto que física y tecnológicamente no puede competir con él, pero finalmente vencedor gracias a su inteligencia y a eso que se llama tesón.
Como era de esperar, no hay otro propósito que ganar dinero con la excitante posibilidad del enfrentamiento entre monstruos, una idea que es casi tan antigua como el mismo cine fantástico: recuérdese que, en los años 40, ya la Universal puso en marcha sus famosos cócteles de monstruos, uniendo/oponiendo a Drácula, el monstruo de Frankenstein y el Hombre Lobo en una serie de matches tan poco sólidos como divertidos. (Nuestro Paul Naschy, significativamente, sintió la llamada del cine de terror no a través de los grandes clásicos de James Whale o Tod Browning, sino de estos sucedáneos: eso explica muchas cosas, claro.)
A Paul W. S. Anderson, experto en tales operaciones —era el previo responsable de Resident Evil (2002), para más señas—, se le dijo que tenía que rellenar un argumento en un par de cuartillas que justificara la «conexión» de las dos criaturas y después darle el formato visual de un video-juego. Y Anderson no se exprime la cabeza. El escenario del duelo tiene lugar bajo la superficie de la Antártida, donde de pronto los satélites revelan una estructura piramidal con reminiscencias de las civilizaciones egipcia, centroamericana y camboyana.
Aunque pueda pensarse que Anderson tiene en la cabeza, por ejemplo, el magnífico En las montañas de la locura, de Lovecraft, que parte de una similar idea, nada más lejos de la realidad. La ubicación antártica no tiene más sentido que aportar otro elemento hostil al ya de por sí peligroso escenario, y el director-guionista se inventa la siguiente excusa argumental: la Tierra es el lugar elegido desde el alba de los tiempos por los Depredadores para someterse a un rito iniciático guerrero consistente en combatir contra los aliens. Es divertido —o irritante, depende del humor que uno tenga— que Anderson acabe haciendo de los Depredadores una raza más o menos civilizada y con sentido del honor y la lealtad: después de todo, su apariencia es la más «humana», y ya se sabe que el mensaje xenófobo es indispensable en ambas sagas, nacidas, no lo olvidemos, durante la nefasta época reaganiana, que en el cine dio origen a Rambo, a Chuck Norris y demás morralla de violencia nacionalista. Ah, ya de paso enseñaron a los tres pueblos indicados el arte de la construcción: Anderson resuelve el célebre enigma histórico de por qué lugares tan lejanos unos de otros reproducen un mismo estilo de construcción. Erich von Daniken, resulta que tenías razón…
Como el videojuego que en realidad es, la «historia» se inicia con la presentación de los principales protagonistas, por aquello de que el espectador debe identificarse con alguien para disfrutar mejor de la «matanza» subsiguiente. La sustituta de la teniente Ripley vuelve a ser una mujer, pero ni el personaje ni la actriz que la encarna, Sanaa Lathan, consiguen, ni de lejos, acercarse en carisma o interés a Sigourney Weaver, ni en sus peores momentos. Eso sí, es tan indomable, tenaz, inteligente, aguerrida y lo que haga falta como ella.
Después de perder un rato situando al resto de partenaires (que huelen a cadáver desde el primer momento), la acción no se demora mucho en llevarnos a la pirámide subterránea. Anderson añade otro detalle propio del formato de play station: cada diez minutos, las paredes de la pirámide cambian de forma, lo cual complica mucho la situación de los incautos humanos que ignoran su papel de comparsas en el reeditado match entre aliens y depredadores. No faltan otros elementos de rigor, como los «homenajes» (la contratación de Lance Henriksen, el inolvidable androide Bishop, para un rol secundario; el apellido de uno de los personajes, Verheiden, es el del mencionado guionista de los cómics), ni el epílogo que enfrenta una vez más a la terrible Reina Alien con los supervivientes, ni el chiste/argucia final: del cadáver del Depredador muerto emerge una criatura híbrida de ambas razas, el llamado predalien.
Ya he dicho que lo más risible se produce con la humanización de los Depredadores, por muy improbable que sea ver a la aguerrida protagonista cubriendo las espaldas a su partenaire de la boquita de piñón. Alien Vs. Predator es un producto apañado visualmente (es verdad que los combates entre las criaturas tienen cierta gracia) pero insustancial más allá de un primer visionado, y que si no enoja demasiado más allá de esos detalles puntuales ya reseñados es porque carece de la menor importancia: es un producto de relleno, por muy caro que haya costado.
Su completa inocuidad me ha aconsejado, al menos de momento, no repetir con la secuela de este cruce de franquicias, pero doy fe de su existencia. Se titula, con notable originalidad, Alien vs Predator 2 (2007), está dirigida por dos fraternales directores, los hermanos Strause, y transcurre —¡por fin! (pensarán algunos)— en los mismos EE.UU. y en concreto en una pequeña población de Colorado. No sé más. Su ficha artística y las noticias sobre su «historia» no me han animado todavía a reparar esta falla mía en la saga de Alien.
[En el próximo capítulo cierro mi análisis de la serie con el comentario de la formidable Prometheus, precuela al primer Alien que además supone el regreso de Ridley Scott y que devuelve la dignidad perdida al ciclo]
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Alien: Resurrección / Alien: Resurrection. Año: 1997
Director: Jean-Pierre Jeunet. Guión: Joss Whedon. Fotografía: Darius Khondji. Música: John Frezzell. Reparto: Sigourney Weaver (Ripley), Winona Ryder (Call), Dominique Pinon (Vriess), Ron Perlman (Johner), Gary Dourdan (Christie). Dur.: 109 min.
Título: Alien vs Predator / AVP: Aliens Vs. Predator. Año: 2004
Director y guión: Paul W.S. Anderson. Fotografía: David Johnson. Música: Harald Kloser. Reparto: Sanaa Lathan (Alexa Wood), Raoul Bova (Sebastian de Rosa), Lance Henriksen (Weyland). Dur.: 101 min.