A Prometheus hay que reconocerle, antes que nada, el indiscutible mérito de haberle devuelto el interés a la saga Alien; incluso el haber concitado una enorme expectación entre los aficionados en general a la ciencia-ficción. Pocas películas, en los últimos tiempos, y a medida que íbamos recibiendo información y los primeros tráilers, han despertado semejante deseo porque se produjera, por fin, su estreno. Y aunque, es claro, no pueda hablarse en ningún caso de obra maestra, Prometheus consigue, con facilidad, superar claramente a todas las secuelas, compitiendo únicamente en resultados con la primera de ellas, Aliens. El regreso, de la que es claramente deudora en determinados extremos y a la que supera, completamente, en otros.
Lo primero es lo primero: Prometheus, por fin, se encarga de despejar una parte de los interrogantes abiertos por la primera y ya mítica película, algo que ningún film, ni siquiera el de James Cameron, se había preocupado por hacer. Se puede decir que es lógico teniendo en cuenta que se trata de eso que se llama precuela: una secuela (un film rodado después de un título de referencia) que pretende narrar lo que sucedió antes de los hechos contados en esa película. Y lo hace del modo más «seguro» y a la vez ingenioso: consiguiendo que el aficionado se sienta claramente en un film «Alien», a base de ofrecer buena parte de los ingredientes principales de los films previos (en especial los dos mejores, los primeros), al tiempo que siente que le están contando algo nuevo.
El principal hallazgo que ofrece Prometheus tiene que ver con una decisión de guión tan sencilla como inesperada, puesto que pocos son los que habían pensado en ello. Se trata de desviar el foco de la curiosidad de los aliens a la raza a la que pertenecía el famoso jockey espacial cuyo cuerpo fue encontrado por los tripulantes de la Nostromo en la nave naufragada. Los guionistas, por fin, advierten que los famosos bichos poco tienen que decir de sí mismos: prácticamente fueron definidos en su primera aparición, porque son seres sin historia, meras máquinas de matar incapaces de prestarse para el menor desarrollo psicológico, y por tanto para ofrecer una historia. Pero, ¿y el jockey espacial? El planteamiento de Prometheus confirma, por fin, y como bien podía haberse supuesto porque ya las distintas secuelas lo habían sugerido (ya lo intentó la tenebrosa Compañía), que los aliens no son sino el arma biológica definitiva. Los sujetos, por lo tanto, en los que se puede profundizar son sus creadores: la raza a la que pertenece el jockey. Y eso es lo que hace Prometheus: contar quiénes son, qué aspecto tienen, qué hacían en ese planeta infernal (al que, claro, se vuelve), qué pudo ser de ellos…
La opción manejada por los guionistas es que esa raza (a la que los humanos protagonistas del film van a llamar, sencillamente, los Ingenieros, ya veremos por qué) es un implacable pueblo guerrero, imagen, en el fondo, de la desalmada criatura que crean en las soledades de ese planeta solitario. Un pueblo que, además, y en la que posiblemente es la mejor idea de toda la saga, es tanto el creador de los aliens como de la propia raza humana. En el magnífico prólogo de la película, veremos cómo uno de los Ingenieros, abandonado por los suyos en el amanecer del planeta Tierra —excelente imagen del platillo volante que se aleja de él, quien lo contempla con orgullosa melancolía— se destruye a sí mismo bebiendo un extraño compuesto líquido que lo disuelve literalmente en el agua primigenia donde, sabemos, surgió la vida en nuestro mundo. Un plano muestra, en concreto, el ADN del Ingeniero mezclándose con la sustancia acuática, de la cual surgirá toda la vida, y de ella la más inteligente de las criaturas terrestres, el ser humano.
¿Cómo enlazar ese espléndido prólogo —la fuerza de sus imágenes, de ese río rugiente que se precipita por una gigantesca catarata, por mucho que seguramente sean digitales, es imposible de expresar con palabras— con el regreso al planeta donde fueron cultivados los aliens? Por medio de una idea de guión que posee además un sabroso sabor anacrónico. Dos arqueólogos, la doctora Shaw (Noomi Rapace) y el doctor Holloway (Logan Marshall-Green), descubren en diversos yacimientos pertenecientes a pueblos, geografía y épocas muy distintas entre sí una serie de inscripciones que comparten un mismo elemento gráfico: un conjunto de estrellas que, en realidad, marcan una constelación espacial perfectamente localizable. Los dos científicos deducen, con lógica, que esas inscripciones son un mensaje que han dejado los creadores del ser humano (de ahí que sean ellos quienes los denominen los Ingenieros) para que éste, finalmente, y cuando se lo permita su desarrollo tecnológico, se dirijan por fin a su encuentro: la visita de la especie creada a sus dioses creadores. Un anciano magnate —«primera» aparición en la saga de lo que luego será la Compañía— pone a su disposición una fabulosa nave espacial, la que da título al film (nombre muy simbólico, claro: Prometeo, el titán que desafió a los dioses del Olimpo por ayudar a la humanidad), y un equipo de especialistas en distintos campos para acudir al único planeta de ese sistema estelar indicado por las antiquísimas inscripciones.
Y allí acudirán, solo para encontrarse con la terrible verdad: que los Ingenieros no son ni dioses benévolos ni una raza gobernada por la sabiduría, sino una especie de mortíferos guerreros , que incluso se disponían a enviar a la Tierra la semilla de su destrucción, la cual no es sino el arma biológica destinada a convertirse con el tiempo, en los aliens de doble mandíbula y líquido vital corrosivo. Es decir, el ser humano fue un primer experimento, seguramente poco satisfactorio y, justo en el momento enque algo salíó mal en su incubación de los aliens, se disponían a regresar a la Tierra para confrontar a sus dos creaciones, quién sabe por qué inaccesibles razones.
Otra idea excelente es que, siguiendo con la analogía religiosa, el ser humano fue hecho a imagen y semejanza de los Ingenieros, no en vano estos aportaron el ADN de partida. Recuérdese el aspecto vagamente monstruoso del cuerpo hallado por los tripulantes de la Nostromo, manifestado por su tamaño gigantesco y por ese casco que parecía sugerir una cabeza con apéndices tentaculares en el rostro. Pues bien, los guionistas hacen que esos apéndices sean sólo el diseño del casco, y que el rostro escondido por el mismo sea completamente humano. Eso sí, los rostros de los Ingenieros denotan, al mismo tiempo, una misteriosa pureza de diseño (digital: rostros lisos, sin pelo alguno, de poderosos ángulos) y una aterradora crueldad seminal. Seres que, por mucho que parezcan humanos, en realidad nos miran sin el menor gesto humano, con una completa falta de empatía, como la misma que nosotros podemos manifestar ante un insecto, como seres que en absoluto parecen dispuestos a asumir que su creación es un ser dotado de una inteligencia y una integridad, cuando menos, que respetar.
Por último, otra variante, y no desdeñable, es que se tiene el acierto de que la especie alienígena no sea la ya demasiado familiar que ideó H.R. Giger, sino una versión todavía no «definitiva», pues en este film los aliens son presentados como un diseño aún en curso y sin concreción definitiva. De hecho, el final de la película precisamente mostrará cómo alcanzará su familiar forma bi-mandibular, tras fundirse precisamente con el Ingeniero despertado por los expedicionarios de la Prometheus.
Planteadas estas innovaciones argumentales, Prometheus, como señalaba líneas arriba, no persigue mayor riesgo que plasmar aquéllas bajo coordenadas familiares a los amantes del ciclo. Como el primer Alien, también el film, una vez que sitúa a sus personajes en el espacio, inicia la aventura estelar mostrando el despertar de éstos de su sueño criogénico y compartiendo una primera comida. También se retoma otra de sus grandes ideas, luego, recuérdese, repetida con variantes en las secuelas: el protagonismo de un robot humanoide que resulta excesivamente humano. Esta vez, sin embargo, no hay simulación alguna: David es el único ser «vivo» a bordo mientras los otros duermen, y las primeras y estupendas imágenes situadas a bordo de la nave lo tienen como protagonista absoluto.
Desde el principio, David resulta un personaje considerablemente ambiguo: inquieta ya el mero hecho de que contemple una y otra vez, en su soledad sideral, la «vieja» película Lawrence de Arabia (1962, David Lean), y de hecho, el peinado de su pelo rubio remeda claramente el de Peter O’Toole en esa película, de quien, asimismo, imita su particular cadencia vocal. ¿Un robot con sentido de la vanidad personal? Desde luego, David no tarda en revelarse como un completo manipulador —de tal modo que llega a hacer dudar de que todo responda a una programación, y no se trate de su propia iniciativa—y el verdadero cerebro en la sombra de la expedición, no en vano él mismo realiza un terrible experimento: hacer que el científico Holloway ingiera, sin saberlo, la extraña sustancia encontrada en las entrañas de la montaña artificial donde penetran, y que lo mutará horriblemente. Es indiscutible que, de la mano de la excelente interpretación de Michael Fassbender, el personaje de David está destinado, sin duda, a ganarse un puesto en la iconografía de la ciencia-ficción.
Sin embargo, es Aliens. El regreso el principal modelo de la nueva película. Del título de Cameron se recoge el carácter de aventura espacial protagonizada por un grupo organizado militarmente y que acude conscientemente a un escenario que debe examinar y registrar a conciencia. (Una de las buenas ideas de Aliens se repite aquí literalmente: la narración por medio de las imágenes que recoge la cámara personal de cada uno de los exploradores que ha penetrado en el reducto descubierto en el planeta de llegada.)
No acaban aquí las influencias que se encuentran en Prometheus, pues prácticamente puede hallarse un eco en ella de todas y cada una de la producciones de ciencia-ficción, ya sea de viajes estelares a mundos misteriosos o de enfrentamientos con amenazas alienígenas en la misma Tierra, que se han realizado entre la fecha del primer Alien y la actual. Sin embargo, yo encuentro similitudes, sobre todo, con un título mucho más reciente y con el que comparte su condición de precuela de un clásico de la ciencia-ficción moderna con toques de terror y amenaza monstruosa, La cosa del año 2011, dirigida por Mathijs van Heijningen. También en ésta el papel principal, y con ello la condición de superviviente, recaía sobre una joven científica que acaba revelando unas insospechadas cualidades para salir adelante en medio de una serie de peligros ante los que nada pueden hacer hombres de físico y experiencia superiores.
[Quien no haya visto todavía tan sugerente película debe dejar de leer, pues se revelan datos importantes de su final]
Prometheus no es un film redondo. El dibujo de personajes es muy desigual, en especial esa hosca jefa de la expedición a quien encarna la siempre rígida Charlize Theron, una actriz habitualmente incapaz de ir más allá de la letra de un guión, lo cual provoca que su papel resulte ser demasiado unidimensional. La aparición final, a modo de sorpresa, del inspirador de la expedición, el dueño de la Compañía Weyland y padre de la anterior —a quien encarna un Guy Pearce irreconocible bajo el decrépito maquillaje—, resulta innecesaria para lo poco que aporta. La densidad dramática, incluso metafísica, prometida durante la primera mitad va desapareciendo a medida que la acción incontenible va reemplazándola en su segunda parte, y al final casi acaba resultando inocua. Los episodios de ataques monstruosos son excesivos, pese a que se intente rehuir la monotonía de un único enemigo proporcionando variantes particulares, cuya diversidad acaba pesando en su contra, como si nos halláramos, otra vez, ante un videojuego con distintos niveles de dificultad, y de hecho diríase que alguno de esos enfrentamientos sólo tiene sentido para ir eliminando participantes/tripulantes de la película y dejarla reducida a los centrales: es el caso de la aparición del biólogo mutado en una criatura de aspecto arácnido. Y se acaba teniendo la sensación, como en casi todos los films de la saga, de que la acción se dilata demasiado y que el último combate, en concreto, podía haberse ahorrado perfectamente, aunque, al menos, de aquí surge, como la última evolución de ese incontrolable arma biológica creada por los Ingenieros, el alien ya con su reconocible morfología de la doble mandíbula.
Y tampoco lo es su idea motriz, pues deja múltiples interrogantes en el aire, siendo uno de ellos el porqué esos Ingenieros —la mayor parte de ellos, muertos tras el fracaso, por razones desconocidas, del experimento; uno, como mínimo, vivo y en éxtasis, presto para su despertar, como acaba pasando— fueron olvidados y nadie regresó (siempre en apariencia: nada puede asegurarse del todo) para saber qué había sido de ellos. ¿Acaso en el intervalo entre el fracaso del experimento y la llegada del Prometheus, la raza de los Ingenieros ha desaparecido del cosmos, o ha sufrido un eclipse inexplicable? En cualquier caso, se necesita una explicación porque el éxito de esta película ya ha provocado el anuncio de una secuela de la precuela (sí, es lioso…), y para ello se dejó un final abierto en el que la doctora Shaw, única superviviente humana del Prometheus, y el imprescindible robot David, huyen de ese planeta que ha vuelto a demostrar su condición de infierno del universo para marchar al mismísimo planeta de los Ingenieros y poder pedirles cuentas a estos.
Sin embargo, Prometheus, mientras dura la proyección, consigue que no reparemos en la fragilidad de esos elementos y que nos zambullamos en el puro disfrute del fenomenal despliegue visual y narrativo que es su principal justificación. Y en gran medida se debe a Ridley Scott, ese hombre que tantas esperanzas hizo concebir con sus primeras películas y que después se hundió (artística, que no comercialmente) a simas increíbles, hasta el punto de que —en lo que yo he visto, y reconozco que, desalentado, hace una década que dejé de frecuentar su cine—, en mi opinión, Prometheus es el único título de su filmografía que puede compararse a sus primeras Alien, el octavo pasajero (1979) y Blade Runner (1982)… o sea, las películas que rodó hace treinta o más años.
Con una limpieza narrativa que casi obliga a utilizar el adjetivo de clásica, por la extrema nitidez con que se va exponiendo toda la historia, Scott consigue situarnos de lleno en las coordenadas de ese fascinante escenario que lentamente, porque lo presagiaba desde el principio, va convirtiéndose en letal para quienes han llegado a él con tantas esperanzas. La labor de Scott llega incluso a resultar virtuosa: parece mentira la forma tan brillante en que consigue resolver una secuencia tan imposible como aquélla en que la doctora Shaw organiza su propio aborto, completamente consciente, para extraerse la criatura alienígena que ha sido engendrada en su vientre y luego, en el angosto espacio de la avanzada cápsula quirúrgica en que se ha producido dicha intervención, tiene que escapar de su furia, irrefrenable al verse prematuramente extraído del cálido vientre materno. Prometheus, por lo tanto, se propone como una caja mágica que juega del modo más lícito con el sentido de la maravilla del espectador, consiguiendo proponerse como un espectáculo absorbente e hipnótico, que por sí solo revitaliza la saga y abre un nuevo y sugerente camino para la misma.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Prometheus / Prometheus. Año: 2012
Director: Ridley Scott. Guión: Jon Spaihts y Daimon Lindelof. Fotografía: Dariusz Wolski. Música: Marc Streitenfeld. Reparto: Noomi Rapace (Elizabeth Shaw), Michael Fassbender (David), Charlize Theron (Meredith Vickers), Idris Elba (Capitán Janek), Guy Pearce (Peter Weyland). Dur.: 124 min.