La estupenda editorial Valdemar —bastión en las últimas dos décadas de la siempre menospreciada literatura de género— acaba de editar, en un solo volumen, las dos novelas más conocidas del escritor argentino Roberto Arlt, esto es, Los siete locos y Los lanzallamas. Dos novelas que, como bien señala Jesús Palacios en el imprescindible prólogo que acompaña la edición, en realidad pueden considerarse como dos partes inseparables de una misma obra: la segunda no se puede leer sin la primera, y si ésta ha gustado, no se podrá prescindir de la última. En nuestro país, el nombre de su autor no suele aparecer entre los nombres de referencia de la literatura argentina del siglo XX: no está a la vera de Borges, Cortázar, Bioy Casares, Mujica Lainez, Sabato y demás. Sin embargo, sí figura en esas otras listas, más minoritarias tal vez pero sin duda más apasionadas, de los escritores de «culto» a los que suele acompañar, como es el caso, cierta aureola, siempre atractiva, de «malditismo». A estas alturas, esas dos condiciones han acabado por convertirse, como todo, también en un lugar común: la voraz publicidad de muchas editoriales difunde tales definiciones para escritores a los que les interesa promocionar, por mucho que casi acaben de debutar en la profesión. Sin embargo, y en lo poco que he podido averiguar sobre Arlt (de quien nunca antes había leído nada), parece ser que, por una vez, ambos epítetos están justificados.
De nombre completo Roberto Godofredo Christophersen Arlt, nacido cuando terminaba un siglo, en 1900, y muerto prematuramente en 1942, de un ataque al corazón, el novelista que nos ocupa, como ya indica su apellido, procedía de una familia de origen alemán. Su padre era oriundo de Posen (hoy la polaca Poznan), emigrado a la Argentina, y al parecer un hombre tiránico y amigo de los castigos físicos: de él hay tal vez un eco, en Los siete locos (en adelante, así llamaré al libro), en el padre del protagonista Erdosain, que deja en éste un recuerdo traumático de su infancia. Huido del hogar con 16 años, rodando de un oficio a otro como tantos escritores sin formación intelectual y hechos a sí mismos, Arlt acabó convertido en un periodista apreciado, y es curioso, por sus artículos costumbristas sobre ese Buenos Aires que parece ser tanto amó (aunque en la novela aparezca caracterizado casi como un infierno sobre la tierra).
Publica su primer relato en 1918, su primera novela, El juguete rabioso, en 1926, y las dos que nos ocupan en 1929 y 1932 respectivamente, consiguiendo una enorme repercusión (negativa), pero no el éxito y el aplauso que demandaba. Su atroz pesimismo y su particular forma de escribir, lo más alejado posible de lo que los ortodoxos entienden por un estilo «literario» (él se reía de ellos a costa de su devoción por la vanguardia encarnada, por ejemplo, por James Joyce), le valieron el rechazo de la crítica oficial y la incomprensión del público que gustaba de su lado periodístico más amable. Pero son los valores que hoy, en esa habitual reversión de los gustos de que tanto abunda la literatura (véanse los casos de Kafka o Lovecraft, por ejemplo), le han valido esa doble condición de autor maldito y de culto.
Y este Los siete locos lo justifica plenamente, por su condición de novela escrita como quien lanza un exabrupto: a trompicones, a salivazos, sin la menor compasión por quien lee, y lanzando un terrible órdago a una sociedad a la que no ahorra una sola invectiva sobre su condición despreciable, proponiendo, sin embargo, para su redención, no otra cosa que un apocalipsis que no salva nada ni a nadie, que no entrega un solo ideal noble a cambio de otro corrupto. Literatura destructora y destructiva, pues. Difícil de digerir. Apasionada. Apasionante… si se tiene el estómago necesario para aguantar las múltiples vueltas que da sobre sus ideas básicas, hasta llegar a parecer que tuvo que ser escrita en pleno delirio provocado por el alcohol o las drogas.
Resumir lo que cuenta la novela se hace en pocos renglones. Un individuo, Remo Augusto Erdosain, inventor vocacional pero empleado como contable, se encuentra con la amenaza de la denuncia al ser descubierto su desfalco en la empresa azucarera donde trabaja. A partir de ese momento, Erdosain inicia un definitivo descenso a los infiernos que lo lleva a entrar en contacto con un individuo apodado El Astrólogo, que está organizando la constitución de una sociedad secreta cuyo fin es reventar los cimientos de la sociedad (del modo más violento posible) para procurar una utopía, cuyas trazas ideológicas resultan de lo más ambiguo. En torno a ambos personajes van entrelazándose otros tan alucinados como éstos, y que supongo son los locos a los que se refiere el título de la primera novela (aunque la naturaleza de esa locura admite muchos matices), como puede deducirse de sus apelativos: el Rufián Melancólico (¡genial nombre!), el Hombre que vio a la Partera, el Sordo, el Buscador de Oro, etcétera.
Lo que caracteriza la estructura narrativa de la novela es que la trama, en realidad, nada (o casi nada) avanza: va dando vueltas en torno a sí misma porque la clave moral de ella es la figura del torbellino, del remolino (interior). Sus personajes, empezando por el propio protagonista, son seres anclados en la angustia de su propia individualidad, que sufren intensamente por ser quienes son pero a los que en realidad envuelve un notable masoquismo que hace difícil creer que anhelen un cambio… y que, en su búsqueda, acaban destruyéndose (o autodestruyéndose). Las casi 700 páginas del libro cuentan pocos hechos, e incluso transcurren a lo largo de unos pocos días —Los lanzallamas, incluso, lo subraya enmarcando sus diversas partes bajo títulos como «Tarde y noche del viernes», «Día Domingo», etcétera. La misma estructura divisoria elegida por Arlt desmiente cualquier avance. La novela está compuesta por una serie de secciones (más que capítulos), encabezados por una denominación por lo común expresiva de las sensaciones que van a vivir sus personajes a lo largo de sus páginas: «El terror en la calle», «Capas de oscuridad», «Ingenuidad e idiotismo»…
¿Qué voz narra la historia? En principio, diríase el clásico relator omnisciente de la novela decimonónica, pero de pronto habla de sí mismo como alguien a quien el protagonista, Erdosain, ha contado el cuerpo de las incidencias, sueños y sensaciones que componen la historia. Y de hecho, una serie de anotaciones a pie de página vienen encabezadas como «Nota del comentador», sugiriendo (como así se verá) algún momento en el futuro, ese futuro que desde luego, mientras leemos, no parece que pueda existir, en que el protagonista se ha visto constreñido a vaciar a su alma a un desconocido. Y no sólo él. Si en Los siete locos la acción prácticamente no se aparta de Erdosain, en Los lanzallamas, el punto de vista se abre al resto de personajes, cada uno de los cuales acaba teniendo su «momento de gloria», para desnudar su pasado, para expresar la desvalidez de su presente, incluso para morir casi en primera persona.
Remo Erdosain, el principal personaje de la novela, aparece caracterizado como un hombre al que resulta ajena cualquier quietud, cualquier sentimiento de estabilidad. Es, en definición de otro personaje, «un visionario a la orilla de un callejón mental». Desde que, en el inicio del film, sus patrones le amenazan con la cárcel salvo que devuelva un dinero que ya ha gastado, Erdosain no parará de caminar, de moverse de un lugar a otro, de hablar, de monologar (el soliloquio es uno de los principales recursos del libro, en Erdosain y en casi todos los demás personajes). Este atroz nómada del espíritu, en el fondo, lo que no deja es de dar vueltas en torno a sí mismo, a su espantosa angustia vital —la novela y el personaje han sido emparentados, con justicia, con el posterior existencialismo—, al sentimiento de absurdo con que contempla la vida. Y sobre todo, a su anhelo de degradación. La historia de la literatura, al menos en lo que yo la he sondeado, no registra otro personaje más amigo de la propia destrucción, más complacido por verse arrastrado por el fango (moral y literal) que este inventor frustrado que sueña, al mismo tiempo, con alucinantes utopías sociales, con apocalipsis religiosos sin cuento, con humillaciones sin parangón, a sí mismo y a cuantos le rodean. Es verdad que Dostoyevski, tan admirado por Arlt, resplandece en todos y cada uno de los renglones de la novela, pero, con franqueza, el argentino deja muy atrás al ruso en cuanto a complacencia por la sordidez: el anhelo de humanitarismo que se encuentra al final de las historias de éste no existe en Los siete locos, e ignoro si en el resto de libros del autor, pero me extrañaría mucho.
El protagonista encuentra especial deleite en todo ambiente sórdido. En realidad, la sordidez marcha con él, extendiéndola como una mortífera plaga por todo escenario en donde ingresa, gustando de envilecer, en especial, a las mujeres que se relacionan con él, empezando por su propia esposa, Elsa (uno de los personajes más conseguidos, en lo poco que aparece, como en general todos los femeninos, que resultan mucho más realistas que los masculinos). De hecho, una de las mejores escenas de la novela, que tiene lugar casi al principio de ésta, es aquella en que Erdosain, rumiando todavía su desgracia inicial, vuelve a casa para encontrarse con que su mujer está esperándolo, junto con su amante, un militar, para informarle de que lo abandona, harta finalmente del conjunto de humillaciones de su esposo. Sin embargo, el verbo desatado con que replica éste, rebullente en su extrema degradación, hace que ella, de pronto, atisbe en su interior una misteriosa grandeza y le prometa que, si la vida es como él asegura, volverá junto a él. Pero Arlt es inmisericorde. Cuando, más tarde, Erdosain parece haber encontrado por fin un alma que comprende que, en él, la degradación es otra forma de llamar a lo sagrado —Hipólita, la mujer con la que mantiene una larga e inolvidable conversación nocturna que concluye con el protagonista en uno de sus pocos momentos de paz, descansando la cabeza sobre el regazo de la mujer—, el escritor nos hiela el alma al darnos a conocer el desprecio interior que, en ese mismo momento, está sintiendo ella por el desvalido inventor.
Erdosain encuentra un refugio (muy precario, claro) en el proyecto delirante del Astrólogo, otro personaje particular, marcado en primer lugar por su condición de castrado, y que aparece como un profeta del caos de lo más ambiguo. (En cierto momento llega a decir que «seremos bolcheviques, católicos, fascistas, ateos, militaristas en diversos grados de iniciación».) Es verdad que en Los lanzallamas define, por fin, lo que no hace en Los siete locos: la utopía que pretende desencadenar sobre el mundo es la comunista, pero los métodos elegidos para ello dejan incluso pequeño el mayor sueño totalitario. Pues es un caos destructivo, basado en la muerte de buena parte de los habitantes del mundo. Para ello, Erdosain, como inventor vocacional, es pieza fundamental, gracias a sus proyectos de una fábrica de gases letales. Es curioso que Arlt acierte en cuál sería el futuro de las guerras: no protagonizadas por ejércitos, es decir, no una guerra real, sino a distancia, centrada en el poder de la aviación y de los bombardeos, de la guerra bacteriológica, en suma. Hay que recordar que la todavía llamada Gran Guerra aún estaba muy reciente, y los informes sobre los devastadores efectos del uso de gases en las trincheras son citados en innumerables ocasiones.
El plan del Astrólogo no puede ser más delirante. En primer lugar, su sociedad secreta no parece otra cosa que mero humo. En su reunión constitutiva asisten sólo tres personas, además de él mismo y de Erdosain, y una de ellas, el Mayor, teórico representante del Ejército, resultará ser un impostor introducido por el mismo Astrólogo para poner a prueba las convicciones de los otros. La sociedad pretende fundar nada menos que una Academia Revolucionaria, amén de establecer una fábrica química y una colonia en las montañas. Y el mayor delirio es que el dinero necesario para financiar tales proyectos será obtenido… de una cadena de prostíbulos que, por tanto, deberá ser el primer paso de los revolucionarios.
Sin embargo, importa poco la completa (y, por supuesto, consciente) inconsistencia de los planes de los revolucionarios. Los siete locos vale, al mismo tiempo que se estropea, en lo que vale su prosa alucinada, su sentido de la narrativa descarnada, el regusto malsano de una prosa a ratos lejanamente metafísica y a ratos memorablemente visual. En este último sentido, por ejemplo, brilla el uso que Arlt le da a algo tan difícil de evocar por la palabra como son las sensaciones y los efectos de la luz. En los escenarios de la novela siempre hay poca luz, de ahí que se iluminen, muchas veces, por la que penetra por una ventana, por un hueco, por algún intersticio de la realidad, hasta componer una atmósfera justificadamente expresionista.
Se criticó mucho el estilo de Arlt. Sin embargo, Los siete locos abunda en frases como latigazos de poesía de lo turbio, de chispas de onirismo arrebatador, de retazos absurdamente inolvidables. Al hablar de la próxima ejecución de uno de los personajes, secuestrado por los conspiradores, Erdosain señala que «no es muy agradable morir con el verano en la puerta». A ratos, la novela se llena de réplicas percutantes, por lo inesperadas. Así, cuando le preguntan donde vive alguien, señala que en una pensión, y después añade un rasgo circunstancial tan innecesario como verbalmente arrasador: «La hija de la dueña es bizca». (Eso sí, estremece que este personaje, apenas citado como una boutade, acabe reapareciendo muchas páginas después, para tener un papel tristemente esencial en la trama.) Más hallazgos son como el siguiente: «la lluvia hacía funcionar en las acequias el engranaje de las ranas», que basta para caracterizar el aliento atmosférico de determinado instante. O este otro: «su tristeza rebotaba como pelota de plomo en una muralla de goma», que consigue describir una sensación metafísica mediante un grafismo físico demoledor.
Esta sinfonía de lo abyecto que es Los siete locos también, de modo indudable, cansa en más de un momento, cuando Arlt se empeña en repetir una y otra vez los mismos efectos, las mismas circunvoluciones mentales, abusando demasiado del monólogo interior delirante, del tejido de sueños pesadillescos. Pero, a poco que se piense, no podría ser de otro modo. A imagen de ese hallazgo que posee —ser la expresión literaria de la completa confusión que existe en el alma de los seres que buscan una sublimidad imposible en lo más degradado de la vida—, la novela es un pozo informe de tinieblas, cuyos súbitos brotes de luz provocan una indescriptible felicidad, y que tiene al lector todo el rato al borde de un inmenso corazón de las tinieblas. Repito: no es una lectura fácil, pero quien concluya el libro sabrá algo más sobre eso tan indefinible que se llama humanidad.
Notable análisis de la obra de mi compatriota. Entre escritores de Buenos Aires, Arlt es un fantasma recurrente y muy querido que deambula incluso entre nuestros personajes, así de fuerte es su presencia.
Aunque solo he leído esta novela de él, desde luego denota a un autor que se implica a muerte en lo que está narrando, hasta el punto de que uno puede sentir que su presencia trata de escaparse continuamente por entre los renglones. Eso es lo que le da su intensa y turbulenta vida al libro.