Cátedra acaba de publicar, dentro de su muy manejable colección Signo e imagen: cineastas, un volumen consagrado al director italiano, especializado en cine de género (terror, aventura, ciencia-ficción, incluso western), Mario Bava. Es el número 94 de la colección, y se da la circunstancia de que, rastreando hasta veinte números atrás, hasta el 75, hasta junio del 2009, nos encontramos con que el autor del libro, Carlos Aguilar, ha tenido cabida otras tres veces dentro de la misma colección, publicando monografías sobre Clint Eastwood, Sergio Leone (en realidad, una reelaboración de la publicada por el mismo autor en el número 2 de la serie, en 1990) y Jesús Franco. Lo cual indica, a buen seguro, la excelente acogida que, en un mercado en principio tan restringido (en España) como el de la crítica o la crónica cinematográfica, está teniendo la obra de este escritor, al que conviene llamarlo así más que crítico, puesto que también es un notable historiador (especializado en el cine de género) y novelista. El acontecimiento, por tanto, posee un interés doble. Por la figura abordada, un cineasta todavía nada valorado fuera de determinados ámbitos cinéfilos —donde, desde luego, sí se le venera con pasión—. Y por el propio escritor, uno de nuestros mejores autores de cine, cuyas obras y análisis, como el que nos ocupa, siempre escapan de los tópicos y encasillamientos fáciles, y que lleva muchos años demostrando una completa independencia con respecto a modas y ortodoxias críticas.
En primer lugar, Mario Bava (1914-1908) fue un extraordinario profesional del cine en múltiples facetas, que se inició muy joven en el medio (su padre fue un técnico muy valorado en los primeros decenios del cine patrio) y ganó un notable prestigio como director de fotografía y hombre de recursos en el terreno de la elaboración de trucos visuales, en una época en que los efectos visuales digitales ni siquiera se preveían. Después de trabajar con profesionales tan respetados como Roberto Rossellini, Luigi Comencini o Mario Monicelli, Bava, desde mediados de los 50, alcanza su cénit en la categoría profesional que lo ha prestigiado y comienza a hacer sus primeros trabajos en la realización, bien finalizando obras iniciadas por otros o haciéndose cargo de la segunda unidad.
Finalmente, debuta en la dirección total con un film que marcará un hito en la historia del cine de terror europeo (y con el tiempo, mundial), La máscara del demonio (1960), una teórica adaptación de un relato de Gogol, El viyi, que encierra el que, posiblemente, es el cuento de terror más puro que se ha hecho nunca. Gracias a una fotografía en blanco y negro excepcional, y propia, que sabe valorar de modo admirable un conjunto de escenarios modesto pero harto sugerentes, Bava narra un cuento de miedo clásico —una bruja amenaza con resucitar poseyendo a una joven descendiente, la cual, claro, tiene su misma y bellísima apariencia, movilizando a las fuerzas del mal para acosar y destruir a los pocos que pueden oponérsele— casi como si fuera la primera vez que se hace, que se utilizan los clásicos recursos del género. El cine gótico se encontraba en su apogeo, gracias sobre todo a las primeras y maravillosas aportaciones de la Hammer Films, con su renovación de los monstruos clásicos. Pero Bava consiguió fundir esa tradición de estirpe anglosajona con un sentido de la pasión muy mediterráneo, relatando una historia que se caracteriza por una cuestión hasta ese momento poco trabajada: no hay un solo espacio en la historia, y mucho menos en el ancestral castillo de la familia protagonista, que pueda servir de santuario, si se quiere breve, contra el terror que ha emergido de la tumba. Hay que añadir el descubrimiento de una joven y casi inexperta actriz inglesa, Barbara Steele, para encarnar ese doble papel, para transmitir al mismo tiempo inocencia y perversidad, y que se convirtió en esos primeros años 60 en el icono imprescindible del cine de terror italiano. Y queda una obra maestra para la posteridad, que al mismo Bava le costó siquiera igualar (y era su primera realización…), nunca superar.
Desde ese momento, y durante doce años, los que coinciden con el apogeo industrial y artístico del cine de género italiano (en todas sus manifestaciones), Bava trabaja con intensidad febril, acumulando películas, con notable resultado en sus primeros cinco-seis años, iniciando luego la degradación, justo la misma que experimentó el cine en que trabajaba, pero siempre con un mínimo de dignidad y todavía ofreciendo obras de gran interés (lo que en él quiere decir: capaces todavía de ofrecer la sugestión visual necesaria, aun en momentos contados de su metraje).
Las mejores películas las ofreció dentro del género de terror gótico, en concreto, y aparte de su opera prima, La frusta e il corpo (1963) y Operazione paura (1966). En ambas fue depurando el gran logro de su ópera prima, esa identificación del terror con la abstracción pura, prescindiendo en todo lo posible de un guión más o menos estructurado para privilegiar la creación de una atmósfera por medio de los movimientos de cámara (Bava odiaba el quietismo a todo trance), la lujuria cromática (fuera de sus primeras películas en B/N, se consagró al color, que expresaba de modo óptimo esa furia interior de sus historias), el tratamiento de los escenarios y las interpretaciones. La primera de esas películas es un cuento de horror sadomasoquista, que puede interpretarse como una pesadilla sexual de su protagonista femenina (el título significa, no por nada, El látigo y el cuerpo). La segunda vuelve a los ámbitos rurales, dominados por el miedo y la superstición, propios por tanto para el reinado del terror, persiguiendo todavía más la abstracción, envolviendo cuanto espacio cruzan los protagonistas de una ominosa sensación de apariencia en la que el mal se esconde tras cualquier sombra.
Pero Bava también creó un género específicamente italiano, el giallo, o sea, el film de suspense entrecruzado con los modos narrativos del cine de terror. Lo hizo por medio de dos estupendos thrillers, La muchacha que sabía demasiado (1963) y Seis mujeres para el asesino (1964), cuyos magníficos títulos ya se bastan para desear verlas. Pero su filmografía esconde muchas otras buenas películas, en distintos campos: el peplum tejido con motivos del cine de terror, empezando por el protagonismo del gran Christopher Lee, en Hércules en el centro de la tierra (1961); la ciencia-ficción con Terror en el espacio (1965), un film que esconde la sorpresa de anticipar la secuencia en el planeta donde se toparán con la letal criatura de Alien, el octavo pasajero (1979); Diabolik (1968), una combinación de intriga y aventuras surgida, directamente, del cómic italiano o fumetti, con un sentido tan burbujeante de la amoralidad que es para no resistirlo; y El diablo se lleva los muertos (1972), un último regreso al terror, si bien ahora en ambiente contemporáneo, que sería memorable aunque fuera tan sólo por la genial encarnación que hizo Telly Savalas, chupa-chup mediante, del Diablo. En concreto, a este libro le debo el descubrimiento de una nueva joya del autor, que yo creía poco significativa en su obra: La furia de los vikingos (1961), una película que reelabora de modo tan inteligente como apasionado el clásico del subgénero vikingo por excelencia, dirigido por Richard Fleischer, en 1958. (Pronto dedicaré un par de comentarios a estas películas y al subgénero.)
Ahora bien, hable de Mario Bava o de Clint Eastwood, o de Pedro Almodóvar si así lo hiciera, solamente el nombre de quien lo firma ya augura un interés particular en el libro. Aguilar ha acertado con una fórmula especialmente oportuna a la hora de abordar a un cineasta. La mayoría de libros sobre directores (por ejemplo, en la misma colección de Cátedra) suele comenzar por una somera nota biográfica para luego ir desgranando película a película: él mismo lo hizo así en su primer libro, el dedicado a Leone, si bien destacaba, especialmente, el aparato contextual sobre la filmografía del autor.
Pero, por lo común, Aguilar comienza realizando una introducción al mundo representado por el director abordado, indicando sus temas e inquietudes básicas, su forma de concebir el cine, y privilegiando la situación del medio industrial en que aparece, para después recorrer toda la vida profesional del cineasta, deteniéndose en sus trabajos (sean como director o como actor, en los casos de Eastwood e incluso Jesús Franco), sin ruptura dentro de la fluidez narrativa. El análisis del film incluye, mediante un logrado espíritu de síntesis, los pormenores sobre la realización de la película, sus detalles argumentales, industriales y técnicos, el análisis crítico (con especial hincapié en los referentes, propios y ajenos, de cada título) y el grado de repercusión que obtuvo en su momento. Y ello mediante un lenguaje muy particular que consigue un ritmo narrativo más propio de un trabajo específicamente literario que de un mero ensayo: la gran virtud de Aguilar es compaginar ambas dimensiones de modo notablemente integrado.
Descubrí a Carlos Aguilar hace casi 25 años, cuando en una librería que ya no existe encontré un diccionario de películas cuya lectura me provocaba un intenso regocijo. Ese es mi primer recuerdo de él: haberme reído mucho leyéndolo. Fue su primera obra importante, y todavía hoy la más conocida. En su primer recorrido comercial —aunque siempre en Cátedra— se llamó la Guía del Video-Cine (eran los años de reinado del famoso magnetoscopio doméstico que revolucionó la cinefilia) y, a partir de su edición en tapa dura, como Guía del Cine. La primera apareció en 1985 (la edición en que yo la descubrí, y aún guardo el volumen, fue la segunda, del año siguiente); la segunda, en 2004. Cada película incluye una serie de datos básicos (título, título original en su caso, nacionalidad, año de estreno, dirección y guión, fotografía y música, y principales intérpretes), además de un comentario sucinto, y la duración.
La clave, claro, estriba, siempre estribó, en el comentario, siempre lejos de cualquier asepsia, manifestando un profundo grado de implicación de tal manera que la Guía acaba siendo tanto una pequeña historia del cine como una crónica de la valoración que al autor le merece casi cada obra, director, actor, etcétera, que ha dado el Séptimo Arte en su siglo largo de historia. Cada dos o tres años publica una nueva edición. No sólo incorporan las fichas de los films estrenados en ese intervalo, sino películas anteriores rescatadas y revisiones de reseñas propias. Es una work in progress en grado sumo, de tal modo que, lo confieso, uno de sus mayores atractivos es comprobar las variaciones que, con el curso de los años, merece una película o incluso un autor en la valoración del escritor. Una variación que, a veces, con un par de palabras, sirve para cambiar por completo esa valoración: puedo poner, como ejemplos, Código del hampa, El horror de Frankenstein o Paseo por el amor y la muerte.
En su momento —cuando todavía pesaban sobre mí los criterios críticos ortodoxos que me «obligaban» a buscar como fuera, en los nombres incontestables, las virtudes que de ellos se señalaban— me llamó la atención el tono negativo, muchas veces bañado en un sentido del humor considerablemente sardónico, con que abordaba a gente como Stanley Kubrick, Pedro Almodóvar o Carlos Saura, gente que debía gustar como fuera. Pero, sobre todo, y siempre, el valor de esos textos es que, dentro de su extensión obligadamente mínima, es la insospechada pluralidad de información, valoración y contextualización que encierran, y que permite, perfectamente, hacerse una idea, siquiera como punto de partida, de la película en cuestión. Señalo unas pocas entre mis favoritas, indicando, siempre, que su mérito fue obligarme a verlas: Revólver, La mujer del lago, Sucesos en la IV fase, Los fabulosos Baker Boys, El callejón de las almas perdidas o Gran Torino
Porque, y con esto acabo, la Guía del Cine, en estos 25 años que ahora cumplo de fidelidad hacia ella, ha sido para mí, antes que nada, un pórtico hacia innumerables joyas del cine, con frecuencia situadas dentro del cine de género (a ella le debo títulos hoy para mí tan imprescindibles como La máscara del demonio, Huellas de pisadas en la luna, ¡Adiós, amigo!, La noche del cazador o La Gorgona) y hacia estupendos directores que no conocía, del japonés Seijun Suzuki al italiano Sergio Sollima, del francés Georges Franju al español Edgar Neville o el finlandés Aki Kaurismaki. No es poco.
También yo soy un grandísimo admirador de Carlos Aguilar, en todas sus facetas. Le recuerdo también presentando pelis, en Cinematk, y he tenido la suerte de verle en persona, en la Filmoteca, varias veces. Para mí, es el MEJOR historiador cinematográfica de nuestro puto país, porque es algo más que eso, un gran NOVELISTA, como decís.
Pues estamos completamente de acuerdo. En España hay muchísimos críticos, pero pocos que al mismo tiempo intentan profundizar en el conocimiento de nuestra industria, sobre todo si es del poco «digno» cine de género. Pero por encima de todo, da gusto leerlo y siempre te descubre alguna nueva película. Ayer mismo veía una maravilla titulada «Mal día para pescar», cuya existencia ignoraba, y que es uruguaya… para quien piense por esta reseña que a Aguilar sólo le interesa cierto tipo de cine.
Yo también he aprendido a valorar la heterodoxia de Aguilar gracias a ti, porque no lo conocía. Ahora su Guía del Cine es para mí una referencia para decidir qué ver o no. Me gustó mucho también su libro «La espada mágica», es de esos que superarán la crisis del libro electrónico, libro bello por el formato y la ilustración, con el texto justo, un gozo permanente. Si una de las funciones del crítico es indicar o sugerir «esto sí» y «esto no», Aguilar creo que cumple a la perfección con las funciones del buen crítico (que por definición no puede ser objetivo, faltaría más). Gran entrada para un gran amante del cine.
El libro de «La espada mágica» es tal vez el más bello sobre cine que yo he leído nunca, y su tema es además absolutamente original. Se unieron la excelencia del texto, la calidad de las ediciones de Calamar y la bonita selección de fotos y carteles de cine. Absolutamente recomendable!
Bonísima crítica de un libro genial. Yo conozco un poco a Carlos Aguilar, del Doré, y es un hombre simpatiquísimo y de lo más modesto si tenemos en cuenta su genialidad cuando hay tanto imbécil que se cree el centro del mundo. Es verdad que este libro de Bava se lee como una novela, como sucedía en los de Eastwood y Franco, sin salir de la colección de Cátedra. Te atrapa en la primera línea y ya no te suelta, es como si te envolviera, y su riqueza de citas internacionales es magnífica, también la idea de abrir cada capítulo crítico con citas de las fuentes literarias. Yo ya le agradecí en persona que lo haya escrito, coincidimos la semana pasada en una película del ciclo Nikkastu en el Doré. Hacía falta un libro sobre Bava en español y nadie tan adecuado como Aguilar. Menos mal que lo ha escrito él. Y es verdad que su libro «La espada mágica» es una preciosidad y una genialidad, yo ese lo tengo dedicado de cuando lo firmó en la Feria del Libro.
En efecto, Lulis. Carlos Aguilar es un escritor que no decepciona en persona: es muy accesible, y cuando hablas con él nunca sientes que interponga la menor distancia. En Mälaga también he tenido la afortunada ocasión de coincidir dos o tres veces con él, y en una de ellas incluso tuvo el generoso detalle de regalarme él mismo un libro que estaba agotado de su obra, el dedicado al Cine Fantástico Japonés. Que coincidan los valores personales con los literarios no sé si es lo normal o lo excepcional, pero en él es así. Y ojalá siga contribuyendo con otros libros a esa colección de cátedra, porque el formato le va especialmente. Un abrazo.