El reciente estreno del último film basado en L. Frank Baum, con el tiempo, va a provocar más de una confusión entre los buscadores de películas. La película de Sam Raimi se titula, en el original, Oz the Great and Powerful, esto es, Oz el Grande y Poderoso, que es el tratamiento que se da a sí mismo el charlatán mago en la novela original. En España, en un alarde de convencionalismo, ha sido rebautizada como Oz, un mundo de fantasía. El problema es que, hace veinte años, en 1985, ya se estrenó con casi el mismo título otro film basado en los personajes de Baum. Fue Oz, un mundo fantástico, a su vez un alarde de imaginación con respecto al original de Return to Oz.
Pues bien, ambos títulos, con sus defectos a cuestas, me parecen mucho mejores que el famoso film de la Metro, analizado en el comentario anterior, pues precisamente destilan una imaginación que falta en aquél (y en la novela en que se basa). Ambas encierran, además, la curiosidad de que, sin haber sido concebidas en modo alguno como parte de un ciclo con respecto al libro/film seminal, suponen, respectivamente una secuela y precuela de éste, con el que guardan una relación de notable coherencia. Es decir, Return to Oz prorroga de modo harto sugestivo la primera estancia de Dorothy en el reino mágico, imaginando una segunda venida llena de conexiones con aquélla. Y Oz the Great and Powerful ha sido escrita, es muy evidente, con un gran respeto hacia la historia matriz del ciclo, y en especial con respecto al film de Victor Fleming, pensando que éste es mucho más referencial que el libro, en todo el mundo.
Oz, un mundo fantástico (1985, Walter Murch)
En ningún sitio se está como en el hogar, era la famosa frase con que Dorothy descubría que ninguna aventura es mayor que la de sentirse a gusto en el propio lar. Pues bien, han pasado seis meses desde el tornado que dio pie a su mágica aventura, y la pequeña Dorothy es incapaz de conciliar el sueño, ocupada su mente por el nostálgico recuerdo de las aventuras con sus amigos el Hombre de Hojalata, el León Cobarde (Miedica en la versión doblada española) y el Espantapájaros, aventuras y nostalgia de las que hace partícipes a sus tíos Henry y Em, con la lógica preocupación de éstos, que temen que su sobrinita sea víctima de algún mal cerebral. Mientras tanto, en la granja de Kansas todo va manga por hombro: la gallina Billina no pone huevos, los créditos ahogan a la familia y la casa sigue sin estar terminada después de los destrozos del tornado, pues tío Henry se siente invadido de la depresión general. Mientras Dorothy no vuelva a ser la alegría del hogar, nada podrá ser como antes.
Y las cosas parecen ir a peor: la niña encuentra una llave junto al corral e insiste que es una llave de Oz, aunque su tía le señala que es un resto de la casa que voló por los aires. Se impone una solución: llevar a Dorothy a una clínica de la vecina gran ciudad para someterla a un tratamiento revolucionario consistente en electro-shocks provocados por una máquina revolucionaria inventada por un científico llamado doctor Worley. Obligada a pasar la noche allí, sometida a una feroz aprensión ante el trato nada cálido de la enfermera Wilson, la mano derecha del doctor, y llena de miedo ante una máquina de la que, encima, el doctor le insiste en señalar que parece un rostro humano (un demonio lleno de diales, botones y orificios que prometen dolor, más bien), no es extraño que Dorothy huya aprovechando la tormenta —otra tormenta— que se ha desencadenado sobre la clínica. La niña acaba cayéndose al río, agarrada a una jaula de madera. Y cuando despierta, claro, vuelve a no encontrarse en Kansas.
Ciertamente, el planteamiento de partida de Oz, un mundo fantástico hace relamerse los dedos a los amantes no ya del cine fantástico (incluso en su vertiente «familiar»), sino a aquellos a quienes nos gustan los regresos a escenarios bien conocidos, para mirarlos desde otro punto de vista, si puede ser más siniestro, más crepuscular: diferente. Los créditos de la película alegan inspiración en los dos títulos del ciclo de Oz siguientes al primero, The Wonderful Land of Oz y Ozma de Oz. El guión está coescrito además por el mismo director del film, Walter Murch —antes y después acreditado sobre todo como montador y técnico de sonido para cineastas de prestigio como Coppola o Anthony Minghella—, lo cual indica implicación por parte de aquél.
Desgraciadamente, hay que algo que mata las buenas expectativas de la película, y es su indefinición total. Murch, la Disney (productora del film) o quien fuere, no se atrevieron a decidir qué querían hacer realmente: si una película para niños cuyos padres conocieran las historias o la película original, o un fantastique que enfocara de modo genuinamente siniestro un pequeño mito de la cultura popular. Sin lugar a dudas, los niños (y sus padres) que fueron a verla hallaron una película mucho más oscura, menos amable, incluso menos trepidante, de lo que esperaban. Y los partidarios de lo segundo nos encontramos con que todo había sido rebajado muy por debajo de la perspectiva inicial, quedándose en una tierra de nadie que es verdad que permite ofrecer un trabajo digno y estimable, pero desde luego también demasiado convencional y esquemático. La conclusión es que nadie quedó satisfecho, y de ahí el enorme fracaso comercial y crítico de la película, que sin embargo merece un pequeño recuerdo.
La prueba del fracaso de Oz, un mundo fantástico es que lo mejor de la película se encuentra en esos reseñados veinte minutos iniciales, es decir, en las escenas que transcurren en el mundo «real», un mundo real, eso sí, que parece imbuido por una atmósfera mucho más fantastique que la que luego nos encontraremos en el escenario propiamente maravilloso. El sentimiento de vacío, de pérdida, de degradación, que embarga a los habitantes de la pequeña granja de los Gale está bien conseguido. Como luego también tendrá un considerable atractivo la estancia de Dorothy en esa siniestra clínica de habitaciones con paredes desconchadas, de pasillos cuyo zócalo ostenta un verde muy sucio que parece una degradación del brillante esmeralda de la tierra de Oz, de enfermeras que nunca sonríen y atan a las niñas con cinturones en la camilla, y de máquinas que parecen horrendos aparatos de tortura y no esa entrañable cara mecánica con que su creador intenta disfrazar su inconfesable naturaleza. Entre las ideas afortunadas que se proyectan en este prólogo al regreso a Oz está el hecho —que supone un guiño al film de la Metro— de que la enfermera Wilson y el doctor Worley den cuerpo a los dos villanos con los que se enfrentarán, la bruja Mombi y el Rey Gnomo.
Incluso es muy interesante el carácter de la aventura que vivirá Dorothy en Oz. Esa niña tan ansiosa por regresar a la tierra maravillosa descubre que sobre ésta también ha parecido caer la degradación, la ruina. La Calzada de Adoquines Amarillos está socavada, la Ciudad Esmeralda es una ruina que ha perdido las gemas refulgentes que cubrían sus paredes y sus habitantes —incluidos sus amigos el León y el Hombre de Hojalata— están transformados en estatuas de piedra. Una banda de siniestros seres cuyas extremidades acaban en chirriantes ruedas, los Rodadores, acecha entre las ruinas para atrapar a Dorothy y llevarla hasta el único humano que parece quedar en la Ciudad, la Reina Mombi, quien resultará ser una siniestra bruja que colecciona cabezas femeninas que va cambiándose a su antojo. Con todo, la niña encontrará nuevos amigos con los cuales enfrentarse a la bruja y dirigirse al cubil del verdadero villano, el Rey Gnomo, situado en la montaña más alta de Oz. Amigos que, evidentemente, son variaciones del trío que encontraba en la primera aventura: Tik Tok, un orondo hombre mecánico que lleva el título del «Ejército de Oz», otro espantapájaros llamado Calabaza Jack y una cabeza de reno que colocan al frente de un improvisado carro volador. Además, la gallina que no quería poner huevos, Billina, y que tan pronto llega a Oz se convierte en un animal de lo más parlanchín, que al final será decisivo para derrotar al malvado Rey puesto que, para él, los huevos son… un veneno.
Esta reseña de maravillas puede dar la idea de que los atractivos de la película también son considerables. Sin embargo, a estas alturas, son invenciones que existen en cualquier historia de fantasía más o menos estándar y que si cincuenta años antes podían atraer ahora ya son parte de la inevitable utillería de un film de este tipo. Los personajes secundarios son agradables, pero ninguno de ellos resulta demasiado atractivo, e incluso alguno se hace pesado: ese Tik Tok que constantemente se queda sin la cuerda de alguna de sus tres funciones básicas, por ejemplo. Para mi gusto, se desaprovecha por completo el tono crepuscular que prometía tanto el tercio inicial como las primeras andanzas de Dorothy en la ahora devastada Oz. Al fallar la atmósfera, imprescindible en toda película fantástica (y casi que en toda película, sea del tipo que sea), lo que queda es asistir a una sucesión de maravillas, a ratos más entretenida, a ratos más plúmbea.
Lo más logrado de todo ello es, sin duda, el diseño del villano, el Rey Gnomo, esa criatura plutónica y proteica cuyos siervos deslizan su forma por piedras y paredes, que conforme Dorothy y sus amigos van perdiendo las pruebas a las que él los somete va adquiriendo cada vez forma más humana, con las mejillas todavía cubiertas por un barniz de tierra. [spoiler sobre el final, desde aquí] La clave del poder del villano son los zapatos rojos que Dorothy perdió en su anterior aventura, cuando regresaba a casa —aunque se desperdicia este elemento psicológico: que la niña, aun involuntariamente, es la responsable de la situación de ruina que ha caído tanto sobre Oz como su entorno en la Tierra—, que le han dado el poder necesario para moldear a su gusto el reino maravilloso. El oportuno huevo puesto por Billina cuando el malvado iba a devorar a Calabaza Jack (en cuya cabeza hueca se escondía la gallina) termina con sus poderes, en una imagen final de estupor impotente muy conseguida por el departamento de animación. Oz, un mundo fantástico queda por lo tanto muy por debajo de sus posibilidades pero no desagrada e incluso todavía deja cierto recuerdo atractivo en la memoria.
Oz, un mundo de fantasía (2013, Sam Raimi)
Veinte años después de la película anterior, la Disney ha decidido contarnos la llegada del falso mago a la tierra de Oz, para ver cómo se convierte en el señor de la Ciudad Esmeralda. Del mismo modo, la nueva historia narra el origen del enfrentamiento entre las tres brujas que aparecían en esa misma historia seminal, Glinda, la Bruja Buena del Norte y las dos hermanas conocidas como las Malvadas Brujas del Este —la que aplastaba la casa de Dorothy— y del Oeste: a ambas se les da un nombre, Evanora y Theodora respectivamente. La base del guión esta vez no se encuentra en ninguna historia original de Baum sino que es producto de una atenta revisión del material «conocido», y ha de reconocerse que el primer mérito de esta muy estimable película es la coherencia del libreto con respecto a los hechos futuros de esos personajes: el argumento urdido por los guionistas Kapner y Lindsay-Abaire, desde luego, no se complica la vida, sino que propone un clásico enfrentamiento entre la Luz y la Oscuridad que sorprende justo en medio a un héroe indeciso, incluso ambiguo, que sin embargo, sin mucho conflicto, sabrá unirse al bando bueno y conducirlo a la victoria.
Antes que nada, hay que señalar lo evidente: está claro que la Disney pretendía reeditar con esta película el éxito de la mediocre Alicia en el País de las Maravillas (2010), de Tim Burton. No sólo porque ambas historias sean similares en su letra (no en el espíritu, claro), sino por el evidente propósito central de sugestionar al espectador mediante las infinitas posibilidades que un mundo mágico y ficticio se prestaba en manos de la moderna tecnología digital. Incluso, se repiten varios nombres importantes del film de Burton en el de Raimi: el productor a quien Disney pone al frente del proyecto, Joe Roth, y el músico Danny Elfman, de cuya partitura algunos de cuyos sones podrían pasar perfectamente a una película cualquiera de su gran descubridor.
Sin embargo, y aunque sus intenciones sean muy similares, Oz aventaja a Alicia en una cualidad muy importante: Sam Raimi no pretende otra cosa que ofrecer una fantasía blanca sin avergonzarse del convencionalismo de tal planteamiento y no juega, en absoluto, con un necio humor autoirónico, ni con añadidos pseudo-crepusculares para «dignificar» su propuesta como sí hacía un Tim Burton evidentemente muy caduco en su propuesta particular. Del mismo modo, la apariencia visual de Oz se libra de esa sensación de edulcoramiento archivisto que, a estas alturas, posee el cine de Burton, perdiendo, a cambio, y eso sí hay que reconocerlo, la superior elegancia que en este terreno suele poseer también el director de Eduardo Manostijeras (1990). En cualquier caso: Oz resulta harto preferible a Alicia, derrotándola en su mismo terreno por su falta de complejos, por su sana subordinación a las convenciones de la fantasía mágica y por tomarse en serio, sin renunciar al humor (pero un humor interno y no externo), lo que está contando.
Como homenaje al film de la Metro, la película comienza en blanco y negro y formato «cuadrado» para narrar las primeras andanzas de su protagonista en el mundo real, y en concreto, en el Kansas de 1905. Ese bonito prólogo, que se cuenta entre lo mejor de la película, tiene el acierto de saber describir la grandeza y la limitación del personaje: Oscar Zoroaster Phadrig Isaac Norman Henkel Emmannuel Ambroise Diggs, que abrevia su nombre por el de Oz debido a las iniciales de sus dos primeros nombres de pila, es un joven mago de feria ambulante, charlatán, truquista, mujeriego, bien consciente de su mediocridad puesto que sus inalcanzables modelos son Harry Houdini y, en especial, el mago de lo real, Thomas Alva Edison. El prólogo describe bien un ambiente y un personaje que mezcla lo misérrimo de su situación con el evidente atractivo ilusionista que, pese a todo, posee su oficio, al menos para los humildes lugareños ante los que se exhibe. Es buena idea encarar al personaje con las consecuencias, para bien y para mal, de sus cualidades truquistas al mostrar cómo una familia de granjeros lo toma por un mago verdadero y la hija pequeña, una inválida, le pide, ante su dolorida perplejidad, que utilice sus poderes para sanarla.
Ese prólogo, por tanto, resulta la mejor puerta de entrada para una fantasía colorista, tanto desde el punto de vista estético —la apertura de la imagen al formato panorámico y al exuberante colorido, por mucho que sea previsible, resultará igualmente efectiva— como desde el dramático, al dibujar a un personaje que no es un cínico encallecido pero sí un pícaro para el cual el engaño y el ilusionismo ya forman parte indisociable de su carácter: no puede dejar de considerar, ni por un momento, que todo y todos cuantos le rodean son susceptibles de formar parte de su espectáculo de ilusión.
Huyendo de las iras de un amante despechado, Oz escapa de la feria en un globo aerostático justo cuando un muy familiar tornado se abate sobre el lugar, y, como ya le sucedía a Dorothy, ese será su pórtico para el lujurioso mundo que, ante su incredulidad, resulta llamarse como él. Y es así porque hay una profecía que señala que un Mago llegará algún para salvar a los pacíficos habitantes de Oz de la malvada bruja que asola el reino mágico. No le cuesta mucho a Oz, ante la perspectiva de una chica guapa que le da todo el crédito (la joven y benévola bruja Theodora/Mila Kunis) y de un fabuloso tesoro, asumir la identidad de ese héroe al que todos esperan. El problema es que Oz es fácil de engañar: Evanora (Rachel Weisz), la bruja hermana de Theodora y «regente» de la Ciudad Esmeralda, le convence de que los males del reino son provocados por Glinda (Michelle Williams), la bruja del Norte, y que debe ir en su busca y destruir la varita mágica que es fuente de su poder. Sin embargo, en realidad Glinda, como hija del anterior soberano de Oz, al que Evanora envenenó, es en realidad la benévola defensora, como ya señalaba la elección de la misma actriz, Williams, que en el prólogo había encarnado a la joven lugareña que encierra para el protagonista la posibilidad del amor, que éste, entonces, deja pasar.
Por cierto que otros actores del prólogo —como en los films de 1939 y 1985— también darán vida a personajes del reino mágico: el ayudante del protagonista pondrá la voz al mono alado Finley, su fiel sirviente, prolongando por lo tanto la misma relación; y la pequeña inválida hará lo mismo con la Chica de Porcelana, la joven a la cual el mago, al contrario que en el prólogo, sí podrá curar… pegando sus quebrados miembros inferiores con cola.
Es lástima que el reparto, en general, sea flojo. James Franco, en el papel del titular, sale medianamente bien parado, pero es evidente que abusa de su recurso a la «sonrisa de buen chico» que parece su principal recurso interpretativo. Las tres actrices, en cambio, se quedan cortas en las respectivas prestaciones que piden sus respectivos personajes: Rachel Weisz no llega a desprender el maligno y manipulador erotismo que se presupone en un papel emparentado con la madrastra de Blancanieves; Michelle Williams rezuma demasiada miel; y la joven Mila Kunis está de lo más sosa cuando hace de buena y, cuando se produce su transformación, ya depende por completo del horrísono maquillaje de «bruja» con que se le obsequia, incluyendo la tez verdosa, la barbilla prognata y la nariz ganchuda, incluso la estela de humo negro que deja al volar con su escoba, elementos todos ellos que homenajean de modo muy evidente a la Margaret Hamilton que hizo el mismo papel en 1939. Eso sí, resulta simpático que su presentación de esta guisa rinda tributo a otro personaje de la casa Disney como la inolvidable bruja Maléfica de La bella durmiente (1959), apareciendo en medio de un torbellino de humo y fuego en el corazón de la apacible reunión que acaba de interrumpir.
La acción que transcurre en Oz, siempre sencilla (el guión no intenta complicarse la vida ni mucho menos), se encuentra en función de las maravillas visuales que se van desgranando, y a las cuales Sam Raimi subordina la narración, pero sin caer tampoco en el amaneramiento. El color de Oz, es evidente, se inspira abiertamente en la luminosidad del Technicolor del film de la Metro, proponiendo una burbujeante paleta de intenso cromatismo, bien visible en el derroche vegetal que propone. Los diseños digitales resultan bonitos —aunque a ratos no puede evitar el defecto habitual de la moderna CGI, el exceso de virtuosismo—, destacando el Pueblo de Porcelana medio destruido donde Oz encuentra a la Chica, formada por todo tipo de enormes tazas, tazones y teteras o el cementerio cubierto por la neblina que hace sugerir que su visitante, Glinda, en efecto, sea una bruja maligna. Igualmente, el vestuario y el maquillaje de las múltiples criaturas que pueblan Oz resulta encantador: una vez más, al caracterizar a los Caldereros (Tinkers), a los agricultores Quadlings (que parecen aldeanos de esa exótica Mitteleuropa de tanto film de Hollywood) o a los Munchkins (en su aparición, Raimi y Elfman se permiten un nuevo homenaje al film de Judy Garland: las criaturitas se ponen a cantar una inefable cancioncilla… que el protagonista hace parar en el acto), la vista está puesta en el film precedente y en todo tipo de fantasías blancas del cine. El resultado, repito, es de lo más agradable.
[Quien todavía no haya visto la película por sí mismo, debe dejar de leer aquí, porque refiero detalles de la conclusión]
El esperado enfrentamiento final entre buenos y malos, además, es resuelto con una simpatía inesperada. Si Burton, por ejemplo, no «pudo» evitar concluir su Alicia con una batallita de Fantasía Heroica que terminaba de traicionar a Lewis Carroll, Oz, un mundo de fantasía es coherente con la personalidad de su protagonista, y esa lid final se resuelve mediante los trucos visuales y sonoros que aquél practicaba en sus funciones pueblerinas, sólo que a lo grande (de paso, es digno de aplauso el respeto que se tiene al film de Fleming y a la presentación del viejo Oz/Frank Morgan al final de su historia, con los mismos trucos y máquinas que aquí luce el joven Oz). La única concesión es la batallita de «rayos y poderes» en que se enzarzan al final Glinda y Evanora, pero que, por fortuna, dura poco. Oz, un mundo de fantasía, por tanto, supone una estimable fantasía, que desprende una modestia inesperada y que tiene como mayor virtud su sentido de la contención (dentro de un orden) y el respeto consecuente de las expectativas de quien va a ver la película con un conocimiento de la previa película de la Metro.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: Oz, un mundo fantástico / Return to Oz. Año: 1985
Director: Victor Fleming. Guión: Gil Dennis y Walter Murch; novelas The Marvelous Land of Oz y Ozma de Oz, de L. Frank Baum L. Frank Baum. Fotografía: David Watkins (y Freddie Francis, sin acreditar.). Música: David Shire. Reparto: Fairuza Balk (Dorothy), Nicol Williamson (Rey Gnomo), Jean Marsh (Bruja Mombi), Piper Laurie (Tía Em), Matt Clark (Tío Henry). Dur.: 113 min.
Título: Oz, un mundo de fantasía / Oz the Great and Powerful. Año: 2013
Director: Sam Raimi. Guión: Mitchell Kapner y David Lindsay-Abaire. Fotografía: Peter Deming. Música: Danny Elfman. Reparto: James Franco (Oz), Mila Kunis (Theodora), Michelle Williams (Glinda), Rachel Weisz (Evanora). Dur.: 130 min.