Viajes al reino del fabuloso mago de Oz (I)

La novela de L. Frank Baum

Portada de la edición original de El mago de Oz, por W.W. DenslowThe Wonderful Wizard of Oz, que en su pase casi inmediato a la escena perdió el adjetivo y así se convirtió en El mago de Oz, es el título del tal vez más famoso libro de fantasía escrito en Estados Unidos, al menos durante la edad de oro de la fantasía literaria, ese periodo que se extiende, más o menos, entre la publicación del que es el modelo de la mayoría, Alicia en el País de las Maravillas (1865) y el inicio de la Primera Guerra Mundial, y en el curso del cual vieron la luz los grandes mitos del género, como Las aventuras de Pinocho (1882) de Carlo Collodi, Winny de Puh (1882) de A. A. Milne, Peter Pan o el niño que no quería crecer (1904), de J. M. Barrie, en la forma teatral en que vio la luz este gran mito, o El viento en los sauces (1908) de Kenneth Grahame. Ese tercio final del siglo XIX y el arranque del XX vio nacer un puñado de obras, en principio escritas para ser disfrutadas por los niños, pero cuya enorme complejidad las convierten en misteriosas fábulas para adultos. Obras, en suma, que conviene disfrutar a distintas edades porque en cada una de ellas ofrecen algo diferente: la sucesión de maravillas, en la edad infantil; el contenido iniciático, para el adolescente; la secreta entraña simbólica, para el adulto. Obras a modo de muñecas rusas, que poseen muchas capas, todas ellas igualmente disfrutables, pero que obligan a mirar con lástima al lector que se queda solo con una de ellas, ya sea su condición de relato sólo para niños o de narración plagada de símbolos para amantes de las lecturas que pueden traducirse a términos banalmente psicoanalíticos.

No es casualidad que casi todos los títulos antedichos, y buena parte de otros no tan conocidos fuera de su territorio de origen, sean ingleses, y es que las letras anglosajonas siempre han parecido tener una misteriosa sensibilidad para llegar hasta las raíces en teoría más ingenuas de la narración y, sin perder el sentido más puro de sus imágenes, también cubrirlas por una espesa red de sugerencias, muchas de ellas de una malevolencia tal que muchos padres, de haberlo sabido a tiempo, habrían impedido horrorizados que sus hijos pequeños se asomaran a pozos de semejante perversidad.

El mago de Oz es tal vez el único libro del catálogo que pertenece a la literatura, durante mucho tiempo llamada «joven», surgida en los Estados Unidos. Su autor, L(yman). Frank Baum (1856-1919), granjero, actor, escritor y empresario teatral, tendero, periodista —¿por qué tantos nombres ilustres de las artes y las letras de los EE.UU. parecen haber emprendido, en sus años jóvenes, la más insólita acumulación de profesiones disímiles?—, acabó dedicándose a la literatura infantil-juvenil a partir de 1897, es decir, ya con los cuarenta años cumplidos. Y, como antes con las profesiones, fue prolífico, muy prolífico, acumulando decenas y decenas de novelas, relatos, poemas y obras de teatro en poco más de veinte años de dedicación profesional.

Cartel publicitario de W.W. Denslow

El mayor éxito de esta carrera fue la publicación de The Wonderful Wizard of Oz en 1900, éxito al que no fue ajeno el trabajo del ilustrador W. W. Denslow: quien conozca el mundo de la literatura infantil, sabrá bien de la importancia de las ilustraciones en la identidad de sus obras, siguiendo el venerable ejemplo de Lewis Carroll y su dibujante John Tenniel, creador de la imaginería «aliciesca». Por supuesto (y es un caso similar al que poco después se produciría con Peter Pan), a la repercusión de esta obra contribuyó sobremanera su paso a los escenarios un par de años después, bajo la forma de una obra musical, de ahí que no resulte extraño que su más famosa adaptación al cine sonoro fuera de esa guisa, con canciones originales para la película. La obra, al parecer, adaptaba muy libremente el original, sustituyendo al famoso (y repelente…) perrito Toto, por una vaca (!!) y añadiendo compañeros adultos a la aventura de la pequeña Dorothy.

Ozma de Oz, tercer libro del cicloLa cuestión es que L. Frank Baum, entre 1904 y 1920 (la última de modo póstumo) dio a la imprenta otras trece aventuras del país de Oz, hasta componer un total de 14 libros. La voracidad de los editores hizo que, muerto su autor, otros, uno de ellos su propio hijo, continuaran su obra hasta un total de 26 aventuras más, lo que puede dar idea de su enorme popularidad en su país natal. Popularidad que no se ha extendido a España. Es verdad que el libro seminal se puede encontrar con facilidad en una pluralidad de ediciones, pero no el resto de la serie —al menos, en lo que hoy está disponible en el mercado. La editorial Maeva, especializada en publicaciones infantiles-juveniles, emprendió la edición de la serie a principios de la década pasada, pero sólo llegó al quinto capítulo, y hoy está descatalogada.

Pasemos ya a la novela-madre. El mago de Oz tiene como protagonista a una niña llamada Dorothy Gale, que vive junto a sus tíos Henry y Em en una humilde granja de Kansas, y a quien un día uno de esos famosos tornados que asolan las inmensas llanuras interiores de los EE. UU. abduce y traslada, en compañía de su perrito Toto, a un reino de fantasía llamado Oz. (El país, curiosamente, se llama igual que el gran Mago que, en teoría, es su más poderoso brujo, pero —al menos en ese primer título, el único que yo he leído— no se llega a aclarar cuál da nombre a cuál.) La casa con la cual ha «viajado» Dorothy, en su caída sobre Oz, ha aplastado a una bruja (de la cual sólo sobresalen sus pies calzados con unos mágicos zapatos de plata, que ella enseguida usará), la Malvada Bruja del Este. Recibida como una heroína, por tanto, por el pueblo de seres diminutos a los que aquélla esclavizaba, los Munchkins (en alguna edición española, los Mascones), enseguida aparece un hada buena, la Bruja del Norte, quien instruye someramente a la desorientada niña —la cual sólo desea volver a su Kansas— enviándola a la Ciudad Esmeralda a pedir ayuda a Oz el Grande y Poderoso, para lo cual debe seguir un Camino de Baldosas Amarillas. En su curso, Dorothy se tropieza con tres seres fabulosos, el Espantapájaros, el Leñador de Hojalata (en la versión en cine reconvertido en el Hombre de Hojalata) y el León Cobarde, los cuales deciden acompañarla y presentarse ante Oz para pedirle que les otorgue tres dones, respectivamente un cerebro, un corazón y el valor que le falta. Pero aquél les exige como condición eliminar a la hermana de la bruja muerta, la Malvada Bruja del Oeste. El resto ya se sabe: superada la prueba, el mago resultará ser un charlatán procedente asimismo de los mismos lugares que Dorothy, que un día llegó en globo al país y, aprovechando sus dotes para la mixtificación, se hizo pasar por un todopoderoso mago, viviendo desde entonces en la tranquilidad y la opulencia.

Ilustración de W.W. DenslowLa primera sorpresa que trae la lectura de El mago de Oz es, curiosamente, la escasa presencia de la fantasía en sus páginas. Sí, es cierto: aparecen brujas, criaturas imposibles que hablan y actúan como hombres, pueblos fabulosos, monos voladores, criaturas de porcelana viviente… Pero el tono y la atmósfera que Baum otorga en todo momento a su narración no parece dejar nunca de tener plantados los pies en el suelo. Es decir, que todas esas criaturas están descritas con una pátina de realismo que excluye cualquier sentido onírico: en este sentido, nos hallamos ante una de las fantasías más secas de la historia de la Fantasía. Y no porque utilice el recurso narrativo de que su personaje protagonista acepta cuantas maravillas encuentra con absoluta naturalidad, transmitiendo su sencillo realismo a cuanto la rodea (un poco como Alicia en el País de las Maravillas), sino porque Baum no parece ser consciente de las posibilidades de su propio relato, y no pasa de construir un cuento poblado de resortes mecánicos y previsibles —el principal, la repetición y la previsión de la sucesión de aventuras— sin que lleguen a interesar nunca ni sus personajes centrales ni el escenario escogido ni las peripecias de aquéllos.

El planteamiento podría haber sido interesante. Teniendo en cuenta que ese mago poderoso al que todos temen resultará ser un viejecillo inofensivo e incluso un poco cebolleta, Baum podría haber creado una fantasía «doméstica», que jugara a dotar de sensatez desde dentro el irrefrenable carrusel de maravillas (muchas veces fácilmente pintorescas) que acabaría por hacer tan tópico este tipo de historias. Sin embargo, no es así. Como señalaba, El mago de Oz es un libro meramente seco. Un ejemplo: la aparición tan esperada de la ciudad del mago se narra así: «…ya era por la tarde cuando llegaron a la ciudad. Era alta y sólida y de un color verde brillante». No quiero que esta frase, fuera de contexto, evoque ningún tipo de poesía de la sobriedad. Es, sencillamente, falta de sensibilidad onírica.

Hablaba antes de Alicia, y es que es evidente que el modelo de Baum es la inmortal historia urdida por Lewis Carroll. Ahora bien, Dorothy es una niña de una sosería sin límites, que carece de la vibrante personalidad de Alicia, de su curiosidad por el mundo —¡lo único que quiere todo el rato es volver a Kansas y a su vida de privaciones con unos tíos cuya presentación, además, los ha mostrado como unos seres carentes de la menor ternura!—, de su continuo bullicio de preguntas. Dorothy acepta todo tal como viene, pero no transmite esa inocente ingenuidad que podría valer como pórtico para la identificación con el lector sino que, sencillamente, hace intuir la simplicidad sin límites de esas masas que pueblan lo que conocemos como la América Profunda. Tristemente, en El mago de Oz es como si ese terruño sin la menor expectativa vital que es el lugar de donde proviene Dorothy, se esforzara en contagiar al reino de fábula al que ha llegado, transmitiéndole su grisura, su pequeñez, incluso, por qué no, su sordidez.

Póster promocional de diversas obras de BaumTodo acaba por ser demasiado pequeño en Oz: el mago que reina en la Ciudad Esmeralda, la malvadísima bruja que se destruirá del modo más fácil, arrojándole un cubo de agua, sus pobladores (que son sencillos agricultores, como la tía Em y el tío Henry), sus peligros, ninguno verdaderamente amenazador, incluso el diseño fabuloso de sus criaturas. Si todo lo que Baum puede imaginar es a criaturas que son híbridos de algo: un animal, el Kalidah, que mezcla al oso y al tigre, unos monos con alas, una araña gigante cuya mera descripción basta para arrebatarle todo sentido del horror… En resumen, El mago de Oz es un libro humilde, poco llamativo, olvidable, en suma, pero que contiene, es claro, el germen de algo mejor: no en vano, es una de las primeras fantasías que proponen un mundo fabuloso con una geografía, física y animal, del todo particular, con sus soberanos y conflictos, con sus seres dotados de mágicos poderes, que más tarde los Tolkien, los C. S. Lewis, los Lovecraft o los Dunsany dotarán, por fin, del realce onírico necesario.

Y, cuidado, repito que sólo puedo hablar del primer libro, puesto que, insisto, no he tenido acceso a ninguno de los otros, siendo lógico creer que Baum mejoraría con el avance de la serie.

La versión en cine de la Metro-Goldwyn-Mayer

El cine se fijó enseguida en El mago de Oz, en 1910, rodándose consecutivamente cuatro cortos sobre los personajes. El mismo Baum intentó explotar en persona su creación mediante una compañía propia en 1914, que produjo dos nuevas historias de Oz, ya en forma de largometraje, con guiones suyos. En 1925 se filmó la más relevante versión muda —The Wizard of Oz, dirigida por el también actor Larry Semon, que interpreta al Espantapájaros—, sin embargo hoy apenas conocida, aunque los cinéfilos recuerdan que Oliver Hardy, el famoso Gordo del Gordo y el Flaco, encarnaba en ella al Hombre de Hojalata. Con la llegada del sonoro se rodó todavía alguna otra versión, e incluso la historia se pasó al campo de la animación.

El mago de Oz, versión de 1939

Sin embargo, el film por el que todos conocemos hoy la historia de Baum es por medio de la versión en color que la Metro Goldwyn Mayer realizó en el año de 1939, y que pasa por ser la versión definitiva. Desde luego, la que ha sellado para siempre la iconografía de sus personajes. La decisión principal del estudio del león fue convertirla en un musical, encargando las canciones a Harold Arlen (música) y E. Y. Harburg (letras). Concebida por la Metro como su gran estreno del año, sólo por debajo del de la emblemática Lo que el viento se llevó, la inversión realizada en el film es muy evidente: sólo en decorados y en vestuario, también en los efectos especiales, por primitivos que parezcan hoy, se va buena parte del presupuesto. Nos hallamos, además, ante un claro film de estudio. Aunque la película lleva la firma de un solo nombre, el de Victor Fleming, en realidad fueron unos cuantos directores los que trabajaron en ella, el más notable de todos el gran director King Vidor, que rodó la famosa escena de la canción Over the Rainbow. El guión, por cierto, suprimió toda la parte final del libro (del capítulo 18 al 24), de modo que quien se lo lee se encuentra con una inesperada «propina» que parece no encajar mucho con el resto de la historia.

Pues bien, lo mejor que puede decirse de El mago de Oz es que es una película que no ha envejecido nada bien. Hoy día no supone otra cosa que una muy convencional fantasía musical, cursilona hasta decir basta y arcaica a más no poder. Como fantasía es floja, pese a que todavía mantiene cierto encanto escenográfico. Pero como musical es atroz, sobre todo Cartel de El mago de Ozporque su estatismo todavía depende demasiado del concepto de «musical-revista» en que el género se había estancado durante los años 30, del cual las muy caducas películas de Fred Astaire y Ginger Rogers siguen siendo su muestra más conocida. Así, los números musicales desbordan rigidez: están concebidos como si se desarrollaran sobre un escenario teatral, y sólo en algunos momentos se intenta que posean una función en la trama, a modo de caracterización personal de quienes los protagonizan. Ésta será, precisamente, una de las grandes aportaciones de la unidad de la Metro encabezada por el productor Arthur Freed (no por nada ya asociado a este film, si bien sin acreditar) que realizará los más famosos musicales de la casa, hasta concluir en el inolvidable Cantando bajo la lluvia (1952).

Sin embargo, el mayor defecto del film, en cuanto a esta doble condición genérica, es que diríase que la parte de fantasía está siempre subordinada a la musical: que las aventuras mágicas que viven los personajes son un breve paréntesis entre canción y canción, que es lo importante (y esto nos devuelve a ese concepto «revistero», en el que las tramas siempre son mínimas y apenas tienen importancia).

Over the RainbowLo curioso es que lo que más se recuerda hoy día de El mago de Oz tiene lugar antes de que su protagonista llegue al país de Oz. Lo primero es la ingeniosa decisión de situar el Kansas donde arranca la acción en blanco y negro —aunque recientes restauraciones del negativo original le han devuelto el virado ocre al B/N original—, de tal modo que obre a modo de contraste con el lujurioso Technicolor de la tierra mágica a donde llegará Dorothy. Lo segundo es la archifamosa canción Over the Rainbow, himno oficial tanto de la película como de la carrera musical de su intérprete, Judy Garland. Los guionistas, por otra parte, traicionan el original de Baum haciendo que la estancia de Dorothy en Oz sea producto de un sueño, como consecuencia del golpe que se propina durante el estallido del tornado que, en el original, conducía a la niña a la tierra mágica.

Por ello, el prólogo resulta más prolijo de lo necesario (valga el juego de palabras), pues tiene que introducir a los personajes a los que luego Dorothy transmutará en las criaturas mágicas de Oz: el charlatán ambulante Profesor Marvel (Frank Morgan) será el mago de Oz, los tres empleados que trabajan en la granja de sus tíos serán el Espantapájaros, el León Cobarde y el Hombre de Hojalata, y la entrometida vecina rica que, encima, intenta llevarse a su perrito Toto y entregarlo a la ley, se convertirá en la Malvada Bruja del Oeste. Por supuesto, esta decisión onírica empobrece el canto a la fantasía que, en teoría, es la película, empobrecimiento todavía mayor teniendo en cuenta la conservadora moraleja de la historia, pura moralina Metro-Goldwyn-Mayer: después de tantas aventuras, lo que aprende Dorothy es que «no hay lugar como el hogar». Que lo que deje atrás sea un excitante mundo de color y aventuras resulta una sabrosa paradoja, eso sí.

El primer problema que plantea El mago de Oz se llama Judy Garland. Ya se ha escrito sobradamente: la actriz, a sus esplendorosos 16 años, difícilmente puede pasar por la niñita ingenua que muestra el guión, de modo que su personaje resulta insufrible, tanto cuanto va de niña cursi como de enérgica mujercita. (Como actriz, Garland mejoraría mucho, incluso hasta convertirse en una muy buena intérprete de papeles dramáticos.) Por fin, la escena del tornado resulta muy conseguida: desde su ventana, Dorothy contempla, al estilo de lo que la Alicia de Lewis Carroll —el gran modelo de la historia y del personaje, no se olvide— se encontraba al caer por el famoso pozo, un delirante desfile en los aires: una abuelita haciendo punto en su mecedora, unos hombres remando en un bote… y a la vecina Miss Gulch, en su bicicleta, convertida, mediante un efecto realmente memorable, en una bruja con escoba.

La Malvada Bruja del OesteLos primeros pasos de Dorothy en Oz, por desgracia, decepcionan gravemente. El mismo arranque, destinado a mostrar el increíble mundo a donde ha ido a parar la niña, resulta tan insulso visualmente que su carencia de magia lastrará el resto del film. Los Munchkins, en cuyo país cae la protagonista, dan pie a la secuencia musical más insoportable de la película. Bajo su voz de falsete, se desgrana una canción que no acaba nunca —defecto que comparte la mayor parte de números musicales del film— y cuyos reiterativos estribillos aliterados colman la paciencia del más estoico, hasta que por fin la gran Margaret Hamilton, sin duda la mejor intérprete de la función, aparece con su rostro verdoso y su indumentaria de bruja clásica-clásica, incluyendo la escoba y el sombrero picudo, animando algo la alicaída función. De inmediato, vuelve una canción, Follow the Yellow Brick Road, y Dorothy emprende su camino hacia la Ciudad Esmeralda, en el curso del cual encontrará a sus tres compañeros de aventura.

Es una lástima que este segmento tampoco remonte el interés de la película. En primer lugar, por su mecanicismo: los tres encuentros repiten la misma estructura de llevar, enseguida, a una cancioncilla (¡¡otra!!) que empieza como «If I would have…», para que cada uno explique lo que le gustaría tener: un cerebro para el Espantapájaros, un corazón para el Hombre de Hojalata y valor para el León Cobarde. En segundo lugar, los tres personajes no poseen el mismo atractivo. El mejor, sin duda, por su genial diseño, es ese Hombre de Hojalata que se oxida cada vez que se pone sentimental (y lo hace a menudo), uno de los precursores, además, de los múltiples diseños de robots humanoides que poblarán el género de ciencia-ficción en el futuro. El Espantapájaros tampoco está mal, beneficiado además por la gracia de la interpretación de Ray Bolger. Pero el León Cobarde resulta de lo más cargante, por su exceso de histrionismo edulcorado: los falsos lloriqueos de Bert Lahr hacen desear que alguien se lo meriende de una maldita vez. La llegada a la Ciudad Esmeralda nos devuelve a Frank Morgan, el intérprete encargado de dar vida al Mago de Oz. Morgan, intérprete demasiado zumbón, amigo de los gestitos, tiene aquí cancha libre para ese tipo de composición que tanto le gustaba y está realmente temible.

La parte final abandona por fin las cancioncillas y ofrece una apariencia más oscura, pero no ofrece nada más bueno, confirmando definitivamente que la fantasía es la gran derrotada de la película. Lo mejor de El mago de Oz, curiosamente, se encuentra en el regreso a la Ciudad Esmeralda y en la revelación de la auténtica naturaleza del mago: los parlamentos con que va haciendo entrega a cada uno de los héroes de su regalo correspondiente están resueltos con notable desparpajo y, por primera y única vez, hace entrada ese encanto que debía haber envuelto toda la película. En conclusión, no puede hablarse de decepción ante El mago de Oz porque la memoria ya nos había puesto en guardia, y porque, quizá, no era posible otro resultado, ante una película rodada con esos continuos cambios que marcaron su dirección y en un momento de indecisión, tanto para la fantasía como para el cine musical. Y lo que queda ya pertenece, en su inmensa mayoría, al campo de la arqueología cinematográfica.

La Ciudad Esmeralda

[En el próximo capítulo, hablo de las dos modernas películas sobre Oz, ambas de título casi idéntico, su curiosa secuela Oz, un mundo fantástico (1985) y la reciente y estimable precuela Oz, un mundo de fantasía (2012)]

FICHA DE LA PELÍCULA

Título: El mago de Oz / The Wizard of Oz. Año: 1939

Director: Victor Fleming. Guión: Noel Langley, Florence Ryerson y Edgar Allan Woolf, según el libro de L. Frank Baum. Fotografía: Harold Rosson. Música: Harold Arlen (música) y E. Y. Harburg (letras). Reparto: Judy Garland (Dorothy), Frank Morgan (El mago de Oz), Ray Bolger (El Espantapájaros), Bert Lahr (El León Cobarde), Jack Haley (El Hombre de Hojalata). Dur.: 101 min.

Acerca de Jose Miguel García de Fórmica-Corsi

Soy profesor de historia en el IES Jacaranda (Churriana, Málaga).
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