El nombre de Raoul Walsh merece un respeto particular entre los críticos y amantes del Hollywood dorado: no fue un autor en el sentido cahierista del término, pero la palabra «artesano» parece quedársele corta. Por ello suele aplicársele la definición de cineasta aventurero, en función no tanto de sus numerosas aportaciones al cine de aventuras (que también) como del eminente sentido narrativo de su cine, por no hablar de los ecos de su fuerte personalidad, que visualmente parece corroborar el hecho de ser uno de los famosos cineastas tuertos, que lucían parche por tanto, del cine norteamericano clásico: menuda cofradía que formaron los John Ford, Nicholas Ray, Walsh o Andre de Toth). Pues bien, sin la menor duda, si hay una película que justifica por sí sola, sin necesidad de saber nada más de su filmografía, la justicia de esa definición es El mundo en sus manos, uno de esos films que han amado generaciones muy distintas de cinéfilos y que pertenece a esa categoría de grandes títulos, que no deben ser obras maestras a la fuerza (incluso casi es obligado que no lo sean), que justifican el amor por el cine. En concreto, los 50 primeros minutos de la película, o sea, su primera mitad, constituyen un prodigioso himno a la progresión narrativa, al encanto genuino y al amor por unos personajes y unos escenarios, al amor por la libertad (en todos los sentidos, dentro y fuera de la película), a la maravilla de saber contar una historia, esto es, dejando al espectador con la atención en continuo suspenso, complaciéndose únicamente por lo que le están contando en ese preciso momento… y deseando que no termine nunca.
En esos 50 minutos, Walsh, ante todo, nos presenta a un personaje irrepetible, Jonathan Clark, apodado el Hombre de Boston, capitán de la goleta Peregrina, y sus andanzas en el San Francisco de 1850. Desde su primera aparición, nada más concluidos los créditos, desembarcando en compañía de sus dos hombres de confianza, su segundo Deacon y su piloto Ogeechuk —en el doblaje español llamado por el entrañable remoquete de «Voy Voy», la única frase que pronuncia en cristiano («we go» en inglés)—, y dirigiéndose con determinación para rescatar a su tripulación de la trampa de alcohol que les han tendido para reclutarlos a la fuerza en otro barco, no cuesta nada distinguir en el Hombre de Boston eso tan difícil de definir que es el carácter, la personalidad, el carisma. Lo que hace que un individuo despierte en los demás una lealtad hasta la muerte, sin necesidad de hacer uso de excesivas palabras ni órdenes, y que hace que su voluntad lo enaltezca sin mayores apariencias. Por supuesto, el porte noble, el timbre firme y decidido, y la ausencia de gestos superfluos en el gran Gregory Peck se bastan para, en efecto, convertir a su Jonathan Clark en aquel tipo de individuo. En El mundo en sus manos, todo gira en torno a ese «planeta» que forma el Hombre de Boston con su entorno, y que lleva a hacer que sus decisiones (comprar Alaska, casarse con una condesa rusa, apostar su goleta a una carrera naval en la que, como mínimo, su rival le va a llevar dos días de ventaja) constituyan el indiscutido centro de la existencia de los demás.
Pero es que estar junto al Hombre de Boston implica, al mismo tiempo, diversión a raudales, practicar un buen oficio y con una honestidad que no está al alcance de quienes se dedican a lo mismo (la caza de focas en Alaska: Jonathan Clark, con sus normas sobre qué ejemplares de la especie pueden ser cazados, se convierte en un ecologista ante litteram), una vida llena de emociones y un respeto a la persona extraño en quien lidera hombres en un mundo donde las reglas todavía están por escribir. Y esa parte inicial de El mundo en sus manos se basta para dejarlo bien claro.
A partir de un maravilloso guión de Borden Chase (a quien se le daba igual cualquier tipo de película o de género) y de espléndidos diálogos de Horace McCoy, Raoul Walsh desgrana en pantalla un prodigio narrativo pleno de ritmo y emociones, basado no en que pasen muchas cosas sino en la constante entrada y salida de personajes, en el continuo intercambio de frases y sentencias ingeniosas: en resumen, en conseguir que el espectador acabe sintiéndose parte de ese grupo de personas que gravitan en torno a Jonathan Clark, haciendo suyos sus intereses y sintiendo en su propia carne sus alegrías y contrariedades.
El Hotel Continental, el más lujoso de San Francisco, convertido por obra y gracia del dinero en el centro de operaciones de Clark y sus hombres, sin duda supone uno de los más inolvidables escenarios que ha deparado la historia del cine, un lugar en el que cualquier puede pasar y pasa, con una única condición: la norma es la distensión. Una foca en una bañera, un piloto aleutiano que hiede a pescado y que se hace lo que entiende por elegante traje con unas cortinas de terciopelo rojo, un duelo por una mujer con dos hombres haciendo un pulso en el suelo con los brazos entre dos cuchillos, una fiesta de alto copete en la que hacen su aparición, para animarla aún más, las prostitutas de la ciudad, una pelea viril pero incruenta en sus salones como tanto gustaban a otros grandes cineastas aventureros como Ford y Hawks… Irrepetible.
Por supuesto, en un personaje y en una aventura de este tipo no podía faltar la dimensión romántica, pues sin romanticismo un héroe no es sino un tipo que se mueve de un lado a otro sin objetivo moral. Y el Hombre de Boston, además de usar sus puños con rapidez y su cabeza con serenidad, tiene un corazón que se ve atrapado por la belleza de una joven rusa a quien primero toma por una prostituta y después por una dama de compañía, y a quien hace una proposición de matrimonio, sin saber que es una representante de la alta nobleza rusa, la condesa Marina Selanova (Ann Blyth es la caracterización más relajada y menos cursi de su filmografía), una mujer a quien unir a su otro amor, la Peregrina, componiendo un bello plano que luego se repetirá en el final de la película, y que justifica su título: el Hombre de Boston con las manos en el timón y la condesa entre sus brazos.
Un tercer personaje recibe también una atención especial, pues la personalidad de alguien como el protagonista necesita, al mismo tiempo que una chica a quien amar, a un tipo con quien le ate una relación de antagonismo pero también de complementariedad, alguien que sea al tiempo amigo y enemigo, espejo inverso pero también, y cuando es conveniente, aliado necesario. Este hombre, también marino, también cazador de focas —en ambas facetas el reverso del protagonista: capitán que necesita «raptar» marineros, pues nadie quiere navegar bajo sus órdenes, y exterminador sin escrúpulos—, recibe otro apodo, el de El Portugués (aunque las palabras no inglesas que se le escapan son españolas), y con él Anthony Quinn bordó una de las encarnaciones de la extroversión químicamente puras más envidiables que he visto. El Portugués es un tipo que tiene un lema («un trato es un trato») que en sus labios acaba poseyendo una flexibilidad poco recomendable; y que disputa al Hombre de Boston cuanto éste pretende: la chica, los tripulantes, incluso la Peregrina. Siempre pierde, pero siempre vuelve a por más con una risa atronadora en los labios. Es un individuo con el que sería mejor no tener trato alguno… pero su personalidad resulta tan irresistible que el protagonista, es claro, no puede evitar tenerle una sincera estima. Una sola imagen, bien significativa de la capacidad de los cineastas clásicos por la definición mediante el amor por los detalles, resume bien su exuberancia: durante la escena de la carrera de barcos, con la Peregrina echándole el aliento en el cogote, El Portugués lleva al mismo tiempo la rueda del timón, un catalejo y una botella de ron, mientras da órdenes estentóreas a sus hombres, y se queja de esos piratas que pretenden arrebatarle el barco… que aún no ha ganado.
El mundo en sus manos no demanda más que la adhesión incondicional, la sonrisa cómplice, el ánimo emocionado. Quien no sienta dentro de sí, viendo sus imágenes, estas tres emociones, mejor que se retire a tiempo de su visionado: ha nacido para otro tipo de cine. Sus bellos colores, su dinamismo sin fin (¡qué prodigiosas las imágenes de la carrera de barcos, la rodara el mismo Walsh o, como hay que pensarlo, una segunda unidad!), la convicción completa de todos los actores que forman parte de ella, la capacidad para pasar de la tensión a la distensión con una sola mirada (es estupendo cómo el Hombre de Boston pasa del abatimiento más degradado, hundido por lo que cree el abandono de su amada, al estímulo necesario para volver a la lucha por la vida, cuando el Portugués le reta a la carrera de barcos), el encanto de ese San Francisco de mediados del siglo XIX, el gesto de desdén, pero que siempre promete una amenaza, del villano ruso que interpreta con oficio Carl Esmond, la exuberancia de los detalles que moldean la historia. Todos estos elementos, más los ya referidos y muchos más que se quedan en el tintero son los que otorgan su personalidad irreprimible a esta joya del cine que sólo pudo darse en Hollywood en los años 50, en el esplendor del cine de aventuras.
Particularmente, me resulta difícil encontrar un momento más bellamente romántico como el de su conclusión: finalizado el combate por su vida y su amada, el Hombre de Boston vuelve a acodar a Marina entre su pecho y su timón, y su fiel Deacon, a las palabras de sus camaradas sobre esos planes que, a no dudar, volverán a primer plano más tarde, señala con razón: «Ahora no le importa Alaska, mientras pueda tener el mundo en sus manos».
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El mundo en sus manos / The World in His Arms. Año: 1952
Director: Raoul Walsh. Guión: Borden Chase; diálogos adicionales de Horace McCoy; novela de Rex Beach. Fotografía: Russell Metty. Música: Frank Skinner. Reparto: Gregory Peck (Jonathan Clark, el Hombre de Boston), Ann Blyth (Condesa Marina Selanova), Anthony Quinn (El Portugués), John McIntire (Deacon), Carl Esmond (Príncipe Semyon). Dur.: 104 min.