Make and Remake. Hacer y rehacer. El cine, desde su nacimiento, siempre ha sido un ejercicio de vampirismo. Lo fue, de entrada, cuando las primeras películas, por impedimentos técnicos, no pudieron ser sino pequeñas piezas de teatro filmado, sin sonido. Pero sobre todo por su enorme capacidad para tomar, asimilar, reciclar, fundir, rehacer, capturar, en suma, convertir en suyo, como si nunca hubiera sido de otro modo, cualquier objeto, elemento o ejemplo de cualquiera de las demás artes, de la literatura a la música, de la fotografía a la pintura: de cualquier efecto de la ficción o de la realidad. Por ello, no debe extrañar que buena parte de los films que se han hecho, se hacen y se harán, sean nuevas versiones de películas previas. Suele considerarse, de modo injusto, que la razón de ser de un remake, de una nueva versión de una historia previa, sólo es económica: ganar dinero —algo «despreciable» en arte, ya se sabe— volviendo a contar algo que ya funcionó antes. Y aunque, claro, hay también innumerables ejemplos de esto, en general en la historia del cine brillan multitud de ejemplos creativos de «hacer y rehacer», incluso hasta el infinito, desde series sobre los personajes clásicos de la ficción (Drácula, Sherlock Holmes, Fausto o Peter Pan) hasta muy diferentes formas de entender a Shakespeare o a Cervantes, de acercarse a un personaje histórico (de Lincoln a Gandhi) o de volver a plantear una película previa, por muy bien que ya quedara la primera vez (así, los Nosferatu de Murnau y de Herzog, o El pueblo de los malditos, de Rilla y Carpenter). Particularmente, me parece una operación intelectual apasionante comparar dos versiones de una misma historia, del mismo modo que —y tengo en el blog una sección dedicado a ello— una novela y la adaptación en cine a que ha dado lugar.
Inicio una nueva sección ahora que titulo, precisamente, Make and Remake (ah, que snob pensar que en inglés todo suena mejor…). Y la inicio con la comparación entre dos películas que, de entrada, no pueden parecer más disímiles, aunque la segunda procede de la primera: La jetée (1962, Chris Marker) y Doce monos (1995, Terry Gilliam). Disímiles, pues, de entrada, una es un corto francés de media hora, compuesto por una sucesión de fotos fijas, y la segunda una espectacular superproducción de ciencia-ficción del mainstream de Hollywood con Bruce Willis como protagonista.
La jetée (1962, Chris Marker)
Los primeros años 60, en el cine francés, constituyen una época de furibunda eclosión artística, a cargo de una generación que creía estar reinventando el cine y que así lo hizo creer a muchos. En ella, por tanto, fue posible encontrar de todo: disoluciones del concepto tradicional de tiempo, espacio y montaje (Resnais), rupturas lúdicas con los recursos narrativos del cine de género (Godard), intentos de reelaboración de la narrativa académica clásica (Truffaut), puesta al día de los mecanismos de denuncia socio-política (Chabrol, pero también la práctica totalidad de los jóvenes cineastas)… Hubo espacio para todo, pues, y entre esas propuestas que aspiraban de modo conmovedor a la diferencia destaca una de las más extrañas, hasta el punto de haberse convertido con el paso del tiempo en irrepetible, en un film-isla dotado de esa extraña fascinación que tienen todos los puntos y aparte, todas las digresiones cinematográficas que no suelen conducir a ningún lado.
Me refiero a La jetée, el título más conocido todavía hoy de Chris Marker, el documentalista de la nouvelle vague por excelencia, en cuya carrera por tanto también supone una rara avis, un alto en el camino que nunca volvió a frecuentar. La jetée tiene una curiosa estructura formal: se trata de lo que antes se llamaba mediometraje, de poco menos de media hora, compuesto (salvo un plano fugaz) por una serie de fotos fijas, como si se tratara de una fotonovela exhibida en soporte de celuloide en vez de sobre papel de revista. Es por tanto, una obra de ficción, puesto que cuenta una historia, una historia además propia de la ciencia-ficción en su vertiente antiutópica.
De pequeño, una imagen queda grabada en la retina del protagonista: la de un bello rostro femenino, sorprendido en el momento en que un hombre caía muerto a escasos pasos de su dueña, visto un domingo en que acudió con sus padres a ver los aviones en el Gran Muelle —la jetée del título original: es verdad que, traducida, la palabra pierde su misterio… aunque en el original, claro, no pretende tener ninguno— del aeropuerto parisino de Orly. Pasa el tiempo; estalla la III Guerra Mundial, París queda destruido; los pocos supervivientes tienen que refugiarse en los subterráneos. El hombre es prisionero de la facción que ganó la guerra pero perdió la superficie. Tratando de encontrar una salida a su desesperada situación presente, los captores realizan experimentos con los presos: les inyectan unas sustancias que les permitan proyectar su mente fuera del Tiempo; sin embargo, nadie ha conseguido superar la prueba, vivo o al menos cuerdo.
Ahora bien, el protagonista sí sale con bien, gracias a que esa imagen de la mujer de Orly lo ancla al pasado de un modo tan fuerte como a ningún otro ser vivo. El hombre va apareciéndose en distintos momentos a la mujer, que acepta con familiaridad la presencia de ese espectro; finalmente, consigue pasar un día entero, corporizado, junto a ella, visitando un museo de historia natural. Satisfechos del éxito, los experimentadores lo proyectan al futuro, donde el hombre tropieza con una humanidad más avanzada, que le permite volver atrás con una fuente energética que librará al presente de su terrible estado de precariedad…. No voy a contar el final, aunque, como es lógico pensar, en él posee una notable importancia esa imagen inicial que tanto obsesiona al protagonista. En cualquier caso, señálese que la enorme fuerza poética que posee no se olvida fácilmente.
¿Cómo dar vida en imágenes fijas a una historia que parece demandar la estructura de un alucinógeno cómic pop o bien de una elegía preternatural? Pues bien, precisamente otorgando un enorme valor metafórico a la cualidad inmóvil que, a poco que pensemos, tienen nuestros recuerdos más vívidos, que permanecen siempre invariables en la memoria. Una imagen queda sellada de modo indeleble para el protagonista, una imagen que le ayuda a sobrevivir en los tiempos terribles que le toca presenciar. Una imagen que le permite salir con bien del experimento al que le someten sus carceleros. Una imagen también él mismo, al principio, a ojos de la muchacha, y que lo convierte, para ella, en un fantasma. Es por ello que el fondo (la historia) señala la forma: una narrativa a través de imágenes quietas, congeladas. (El único momento que mencionaba en que se recurre a la imagen en movimiento, por su extrañeza dentro de la composición, es muy inquietante, casi aterrador, pues parece sugerir que los fantasmas somos los seres que nos movemos: ese plano en que la chica, fotografiada mientras duerme en una sucesión de imágenes quietas, abre los ojos y mira al hombre, a todos los hombres: al espectador.)
Por otro lado, la cadencia narrativa escogida por Marker provoca casi una experiencia hipnótica: las imágenes permanecen el tiempo justo en la pantalla como para que el espectador pueda captar todos sus detalles, mientras la excelente composición de Trevor Duncan y la sonora voz del narrador nos sumergen en una letanía íntima y absorbente. Hay algo en esas imágenes que parece impulsarnos a la regresión interna, a mecernos en las propias imágenes de nuestro inconsciente, como si La jetée se tratara de una experiencia de búsqueda organizada exclusivamente para cada uno de nosotros.
Las imágenes escogidas, por otro lado, son fascinantes, incluso aunque muchas se deben a la modestia del presupuesto. El París bombardeado por las bombas deja planos imborrables: el interior de Notre Dame arrasado, el Arco de Triunfo destruido, los planos aéreos que muestran la desolación y el vacío (aunque, por la altura, esa sensación de soledad más bien es una impresión sugestionada en el espectador, un clásico ejemplo de lectura provocada por un contexto que en otro distinto admitiría otra interpretación). Cuando la humanidad ha de refugiarse en los subterráneos, de modo muy wellsiano, las tinieblas señalan del mismo modo lo más tenebroso del ser humano que ha conducido a tan terrible situación. Las imágenes del experimento poseen una sustancia pop que, sin embargo, por su tratamiento, proponen una sinfonía mistérica: la superposición de lentes, con el rostro ominosamente iluminado en contrapicado, bastan para señalar el carácter implacable de los experimentadores; un antifaz de goma-espuma con unos cables que parecen hundirse en la zona de las cuencas oculares basta para proponer la necesaria utilería fantástica que nos convenza de ese experimento temporal. La Jetée permanece, por tanto, como un monumento a lo irrepetible: lo irrepetible, que es siempre lo que no se borra jamás.
Doce monos (1995, Terry Gilliam)
El guionista de Doce monos, David Peoples, tuvo ante sí, de entrada, el reto de extender los treinta minutos iniciales hasta una duración estándar (para una producción de alto presupuesto) de más de dos horas. Lo loable es que, cuando menos, en líneas generales respeta el motor argumental urdido por Marker, es decir, el protagonismo de un viajero del tiempo que, desde un futuro en que la humanidad ha sido proscrita de la superficie terrestre, marcha hacia atrás en busca de una posible cura o solución. También respeta la circunstancia de que el viajero encuentre el amor en su periplo, así como el inicio y el final de la historia, y el fundamental papel del intento de rebelión contra el fatalismo del tiempo circular en el que todos están atrapados.
Aquí, sin embargo, la razón de esa huida de la superficie no se debe a un desastre nuclear —La jetée todavía es hija de su época, marcada por la guerra fría—, sino a la inexplicable propagación de un terrible virus que, en 1996, acabó con casi 5.000 millones de seres humanos. La élite científica que ha convertido esa civilización del subsuelo en una terrible dictadura tecnológica está convencida de que puede regenerarse ese aire mefítico descubriendo el origen exacto del virus para acceder a su cepa original, antes de que mutara y se hicieran irreversibles sus efectos, y así obtener un antídoto.
El guión de Peoples —autor principal, no se olvide, del libreto de la maravillosa Blade Runner (1982, Ridley Scott)—, por lo tanto, hace una relectura contemporánea del original y saca a la luz lo que ya podía intuirse tras sus imágenes: su parentesco con esa rama de la ciencia-ficción conocida como cyberpunk, a la que los franceses tanto aportaron, en los años 70, desde el mundo del cómic y la emblemática revista Métal Hurlant, de donde surgieron los Moebius, Jodorowsky, Enki Bilal y tantos nombres que se agazapan entre las fuentes inspiradoras del film que nos ocupa.
Ahora bien, si el planteamiento está bien, si las fuentes son las correctas, el desarrollo del guión ya resulta mucho más endeble. Los monos del título se refieren a un grupo de guerrilleros anti-sistema que se denominan el Ejército de los Doce Monos y al que el protagonista, llamado Cole, acaba considerando responsable de haber liberado el virus. Pues bien, no ya es que, al final, este «ejército» nada tenga que ver sino que su forma de hacerlo aparecer en la historia tampoco posee una función dramática, salvo la de dar pie a la aparición de un tercer personaje de importancia en la historia, que tal vez en el guión original tenía menos importancia pero que fue confiado a una estrella (y tal vez así obligó a incrementar su participación en la trama: lo digo por lo poco que le aporta). Esa estrella es un insoportable Brad Pitt, cuyo numerito de loco —mirada extraviada, a la que hay que añadir, a partir de media película, una lentilla que deforma la mirada de uno de sus ojos, sin que se explique nunca por qué, continuas muecas, expresión balbuceante, gestitos infantiles del tipo de moderse las uñas, contorsiones del cuello y un largo y cargante etcétera de lo que Pitt entiende por estar colgado— resulta inenarrable, muy propio de un actor habitualmente inexpresivo que, enfrentado a un papel que exige ser «expresivo», le empuja al histrionismo más desatado.
El macguffin de los Doce Monos, eso sí, permite una bella resolución final: su letal plan era, sencillamente, liberar a los animales del zoológico de Baltimore, los cuales campan a sus anchas por la ciudad en medio del tráfico congestionado. Parte de la belleza radica en que esos mismos animales acabarán convertidos en los amos de la ciudad muy poco después, tras la liberación del virus, como únicos habitantes sobre la superficie, como mostró en el arranque del film la magnífica secuencia en que Cole, completamente cubierto por una escafandra plastificada, recorrió las mismas calles, dominadas por un invierno con apariencia de eterno, tropezándose con un oso pardo e incluso con un león sobre un rascacielos, en una de las imágenes más absurdamente fascinantes de la película.
El proyecto se confió a un director tan particular y personal como, al tiempo, «peligroso», Terry Gilliam, en cuyas manos el barroquismo inicial de la historia era muy probable que acabara convirtiéndose en un fin en sí mismo. Y esto es lo que le sucede a Doce monos en todos los sentidos, tanto el visual y narrativo como el conceptual. Asimismo, se deben a Gilliam las continuas infiltraciones cinéfilas que puntean la trama, en especial las referencias a Alfred Hitchcock, sobre todo a Vértigo (1958) y Los pájaros (1962), y que poco aportan.
Ahora bien, probablemente de él proceda también la idea más interesante de la película: hacer que el futuro de pesadilla del que procede el protagonista ya esté latente en el presente al que llega. Teniendo en cuenta la importancia que para la trama posee el sentido circular del tiempo, es una buena intuición el traducirla de tal modo en términos visuales. El mundo de finales del siglo XX al que llega Cole es ya un mundo en el que el apocalipsis no es que parezca a la vuelta de la esquina, sino que ya es demasiado cotidiano. Gilliam insiste en que los decorados y escenarios donde transcurre la acción parezcan una prolongación del infierno totalitario del que procede Cole, como si no hubiera podido desprenderse de él en su viaje en el tiempo y se haya proyectado hacia atrás con él. Si la primera imagen de Cole en la película (fuera de ese prólogo, rodado con sobreexposición lumínica, en el aeropuerto de Baltimore) lo muestra encerrado en una caja-celda suspendida junto a muchas otras donde los marginados esperan a que sus carceleros decidan su suerte, las rejas acompañarán sus andanzas a lo largo de todo el film, empezando por su primera imagen en el mundo del ayer: no por nada nos es mostrado en la cárcel, pues ha cambiado una prisión por otra. Del mismo modo, si al regreso de la exploración en la ciudad abandonada su cuerpo desnudo es frotado y desinfectado de modo violento por sus carceleros, también será sometido al mismo proceso en cuanto es trasladado al manicomio en 1990.
Otro buen ejemplo es el travelling que sigue el vuelo de los murciélagos hacia el techo en la lujosa tienda abandonada, en el principio, y que tendrá su correspondencia cuando, en el mismo lugar, todavía rebosante de vida, y en correspondencia con el déjà vu que siente Cole, Gilliam repite el movimiento de cámara (e inserta el sonido de los mismos animales que más tarde habitarán el lugar). Por desgracia, el director acaba abusando de la sordidez ambiental, hasta el punto en que el espectador se sobrecarga de tanto escenario degradado, de tanta pared cubierta de pintadas y carteles desgarrados, de tanto profeta que predica la apertura del séptimo sello. Es el problema del subrayado, de la redundancia, desde siempre uno de los defectos de su cine.
Por otro lado, el manierismo visual de Gilliam, su falta de serenidad a la hora de concebir el plano, fastidia en demasiados momentos. Un buen ejemplo es la horrible parte situada en el manicomio, donde al espanto que supone soportar a Pitt hay que añadir el mareo que ofrece tanto encuadre y movimiento artificioso de la cámara, que parece contagiada de la estúpida sobreactuación del actor. La habitual debilidad del cineasta por el tono grotesco no falta, claro, y cada vez que lo hace distancia considerablemente: sucede en el retrato del mundo de pesadilla de donde procede Cole, e impide que se pueda sentir el mínimo respeto por su descripción, en especial el conjunto de científicos que reciben al protagonista cada vez que regresa, a los que es imposible tomar en serio.
Doce monos falla, sobre todo, cuanto intenta convertirse en una fábula desesperada de romanticismo negro, tanto porque es cuando Gilliam se muestra más incómodo, como por la falta de química entre la pareja protagonista. Aunque comparado con Brad Pitt casi parece Gary Cooper, se nota mucho que a Bruce Willis le desborda en demasiadas ocasiones su personaje, y Madeleine Stowe está casi todo el tiempo demasiado envarada como para transmitir la desesperada ternura de su personaje, una moderna Casandra enamorada a su pesar de quien, en el mejor de los casos, parece tan sólo un loco patético. Con todo, Doce monos es el clásico film (y la carrera de Gilliam abunda en muchos de este tipo) que, pese a su fracaso, posee mucho más atractivo y sugiere muchas más cosas que películas más sólidas y equilibradas. En especial, por las múltiples ocasiones en que consigue cristalizar ese tono de paranoia alucinada que se encuentra en la base del planteamiento, y que tan bien expresan el tango distorsionado que es el leit-motiv musical de la película o el diseño del logotipo del Ejército de los Doce Monos, también un bucle circular sin fin, un pozo sin fondo capaz de hipnotizar la mirada del espectador más inquieto.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: La jetée. Año: 1962
Director y guión: Chris Marker. Fotografía: Jean Chiabaut y Chris Marker. Música: Trevor Duncan. Reparto: Hélène Chatelain (La chica), Davos Hanich (El hombre), Jacques Ledoux (El experimentador). Dur.: 28 min.
Título: Doce monos / Twelve Monkeys. Año: 1995
Director: Terry Gilliam. Guión: David Peoples y Janet Peoples; basado en La Jetée, de Chris Marker. Fotografía: Roger Pratt. Música: Paul Buckmaster. Reparto: Bruce Willis (Cole), Madeleine Stowe (Dra. Railly), Brad Pitt (Jeffrey Goines), Christopher Plummer (Dr. Goines), David Morse (Dr. Peters). Dur.: 129 min.