El 2 de marzo de 1917, Nicolas II Romanov, zar de todas las Rusias, en su nombre y en el de su hijo, el hemofílico zarevich Alexis, abdicó el trono que Dios había confiado sobre sus hombros. Se cumplen estos días, por lo tanto, 96 años desde el triunfo de la Revolución de Febrero en Rusia. Se cumplen más o menos: Rusia, tan antigua en todo, todavía mantenía el calendario juliano, de tal modo que ese 2 de marzo se corresponde en realidad con nuestro 15 de marzo. Es así que las famosas revoluciones de Febrero y Octubre, en realidad, tuvieron lugar en marzo y noviembre.
Pues bien, entre las sorpresas que revela la recuperación de films pretéritos de esos que han quedado «olvidados» por la historia del cine, una de las mayores singularidades la proporciona Nicolás y Alejandra, una superproducción histórica filmada en 1971 por Franklin J. Schaffner, que tiene la singularidad de afrontar esa convulsa etapa de la historia de Rusia (y del mundo, por las consecuencias que tuvo) desde el punto de vista de la familia que, después de tener todo el poder en sus manos, fue despojada del mismo y acabó siendo exterminada (con su personal doméstico e incluso su perro) en un sórdido sótano, en una ciudad perdida, como demostración de los revolucionarios bolcheviques de que no había vuelta atrás posible.
De Nicolás y Alejandra hoy no parece acordarse nadie. Las razones de ello probablemente sean las dos siguientes: una, que en su día supuso un gran fracaso comercial; y dos, que tres años después de mayo del 68 y cuando la utopía comunista todavía era sostenida por gran parte de la intelectualidad mundial, a la fuerza tenía que caer antipática una película que abordaba el tema de la Revolución Rusa bajo el prisma de los Romanov, no mostrando a sus miembros como tipos directamente decadentes y/o monstruosos sino como seres humanos con sus virtudes y sus debilidades, y que incluso, cuando hacen acto de presencia los líderes comunistas (sobre todo Lenin), no es precisamente simpatía lo que se derrama hacia ellos. Un film «anticomunista», en suma, lo justo para merecer el desprecio.
Pues bien, Nicolás y Alejandra no sólo es una buena película desde el punto de vista dramático de la descripción de unos personajes sometidos a unas circunstancias excepcionales —estilo Doctor Zhivago (1965), y no es casual la comparación pues la sombra de David Lean planea sobre el film—, sino que también posee un notable interés como acercamiento a la Historia con mayúsculas. Pues una de las grandes virtudes de la película es el magnífico equilibrio que se guarda entre el plano, digamos, íntimo (la relación de la pareja Romanov, entre sí y con su círculo familiar y doméstico) y el plano histórico: los acontecimientos que implican a personajes tan fundamentales de la época como el conde Witte, los líderes bolcheviques o el ambicioso Kerenski, así como los episodios principales de la época (el Domingo Sangriento que dio inicio a la Revolución de 1905 o el propio golpe de estado de Octubre) están muy bien trabados con esa peripecia personal. De hecho, y para ser una película rodada con evidentes medios, no hay en ella la esperable altisonancia, el abuso de las grandes escenas de masas, que casi se reducen a la reproducción del Domingo Sangriento: los dos momentos revolucionarios de 1917 están retratados de modo elíptico, sin apenas énfasis exterior, pues el drama se vive en el interior familiar de los Romanov, afectado para siempre por esas dos fechas.
La película se basa en una obra de Robert K. Massie, licenciado en Historia Moderna por Oxford y periodista del Saturday Evening Post en el momento de la publicación del libro, en 1967. No la he leído. Las referencias en Internet hablan de que está a caballo entre la novela histórica y el ensayo; para el interesado, he comprobado que hay una versión española reciente, de 2004, en Ediciones B. En cualquier caso, hay que destacar el espléndido guión servido por James Goldman, que sabe trazar con la síntesis adecuada las dos dimensiones aludidas, a lo largo de tres horas que no provocan pesadez, aunque el ritmo baja un poco durante la hora central.
Es cierto (y no digo que sea censurable: todo lo contrario) que el didactismo aflora de la mano de los personajes secundarios históricos que van apareciendo en la historia, aunque la única escena en que chirría un tanto esta pretensión divulgadora es en el gimoteante discurso con que el conde Witte trata de convencer al zar para que no entre en la Primera Guerra Mundial, anticipando al estilo de un «profeta del futuro» las nefastas consecuencias que conllevará para el régimen autocrático. Pero, por ejemplo, resultan verdaderamente estupendas las puntuales y breves apariciones de Lenin, que dan perfecta idea de la importancia de este personaje que, claro, nunca se cruzó personalmente con el autócrata de todas las Rusias pero que, en la sombra, actúa como su contrafigura. Es curioso descubrir los rasgos paralelos que poseen los dos individuos, ambos convencidos de haber nacido —de haber sido elegidos por el destino, aunque Nicolás a esto último le dé el nombre de «Dios»— para guiar a los hombres, quiéranlo estos o no: en el rictus con que Lenin rechaza el artículo crítico hacia él que firma Trotski o su desdén contenido cuando discute con quienes votarán contra él en la famosa reunión del Partido Obrero Social-democráta Ruso que dio origen a la escisión bolchevique/menchevique, en esos gestos, digo, se refleja la forma en que Nicolás niega a sus presidentes de gobierno la concesión de una duma o hace caso omiso de sus consejeros militares y acude al frente a hacerse cargo en persona de la comandancia en jefe de los ejércitos.
Y es verdad que la imagen del Lenin de Nicolás y Alejandra no es nada simpática, y que incluso la caracterización del actor Michael Bryant posee cierto aire reptilesco. Pero, una vez más, entiendo que se debe a la magnífica lectura que la película hace de la convulsa época que refleja: de esa Rusia que no puede engendrar más que dominio y sojuzgamiento para sus habitantes, cuya clase gobernante (sea del signo que sea) no parece sino destinada a no respetar la libertad, a dejarse dominar por el poder. Las breves intervenciones de Lenin, además, están muy bien escogidas: la aludida reunión que escinde el partido; su conversación con el cónsul alemán en Suiza para concertar su regreso a Rusia; su llegada a la estación de Finlandia, donde allí mismo se ponen en su boca las famosas Tesis de Abril; el discurso en el Instituto Smolny tras el triunfo de la Revolución de Octubre. Sin embargo, en mi opinión la mejor escena de Lenin es aquella, menos histórica, que lo sorprende en un momento de desaliento durante su exilio europeo planteándose la quizá inútil consagración de su vida a una causa que no parece que vaya a triunfar nunca. Es un momento magnífico, donde se consigue que la figura emblemática adquiera una carnalidad muy humana, completamente alejada del cartón-piedra con que la han contemplado los enemigos de la película.
Pero, ante todo, la película lo que hace es desnudar la tormentosa espiritualidad de Nicolás y Alejandra Romanov, dos seres puestos en una responsabilidad que desborda tanto sus capacidades para tal empeño, y más ante la complejidad de una época que se desmorona con ellos en el centro. No hay, en absoluto, el menor intento de hacerlos simpáticos. Nicolás es un hombre que, nacido en la púrpura con el convencimiento de haber sido puesto por Dios para guiar al pueblo ruso, se niega a aceptar los cambios y luego es incapaz de hacerles frente. Es un hombre que intenta aparentar fortaleza pero que ante todo es débil, es decir, es humano (no hay sino que ver la forma en que, tras entrar en el Palacio de Invierno sosteniendo con firmeza las miradas hostiles de sus nuevos dueños, se desmorona en un llanto sin consuelo ante su esposa). Un hombre que, con indiscutible tesón, intenta estar por encima de lo que seguramente él mismo sospecha de sí mismo, asumiendo incluso responsabilidades que nadie le exigía (su marcha al frente, aunque en ello tiene mucho que ver la influencia determinante que su esposa posee sobre su voluntad), pero que se ve superado casi siempre por los obstáculos. En este sentido, es patética —aquí la verdad histórica y la pertinencia dramática de la película se unen de forma estremecedora— la forma en que se produce su abdicación: ni siquiera en el escenario central de la Revolución, en Petrogrado, sino en la soledad del tren que lo conduce hasta allí, una vez más condicionado por la presencia de quienes en ese momento están junto a él. No es de extrañar, por ello, que la inmensa vergüenza que ello le produce lo acabe postrando en el suelo, arrasado por las lágrimas, nada más llegar a ese hogar que ya nunca más volverá a ser su hogar.
También Alejandra recibe una mirada poco halagadora. Una mujer fría, en quien se intuye una muy escasa capacidad para la ternura, poco capacitada para las relaciones sociales —es significativo que, en medio de la fiesta en que ha quedado en completa soledad, rodeada de toda la Corte, Rasputin sea el único con el que consigue entablar una animada conversación, y que ello incluso haga que, al marcharse, ante la sorpresa de su esposo, le confiese que lo ha pasado muy bien— y una tenaz manipuladora de su marido (y no sólo en el asunto del santón). Si la Alejandra histórica fue una figura nada querida por su pueblo, tal detalle es muy bien traducido por la película, que incluso tiene el acierto de mostrar breves destellos del resentimiento que, en el fondo, provoca en su imperial marido la soterrada convicción de ser muchas veces un juguete ante la voluntad de su esposa: así, la escena en que Nicolás no puede evitar reprocharle que ella ha sido la que ha transmitido la mortal enfermedad de la hemofilia a su querido hijo Alexei. Debe alabarse, además, el tino al escoger a dos actores nada conocidos en su día, y de físicos poco majestuosos, para dar vida a la pareja real: Michael Jayston y Janet Suzman, ambos extraordinarios.
Confieso que, en cambio, lo que menos consigue interesarme de la película es precisamente todo lo relativo al personaje más popular del círculo de los Romanov, el monje Rasputin. Con excepción de su ya mencionada primera aparición, donde consigue transmitirse muy bien la instantánea influencia que el personaje obra en el ánimo de la zarina, sus otras intervenciones en la película creo que no consiguen evitar ese inevitable aroma de exceso decadente y perverso que asociamos al individuo: encima, la escena de su asesinato, innecesariamente larga y ostentosamente esteticista, es lo peor de la película. Eso sí, Tom Baker está excelente en el papel.
El drama fundamental de los dos Romanov es que, en realidad, lo que justifica sus existencias es su vida familiar, y sin embargo la Historia con mayúsculas los ha situado en una posición donde no pueden consagrarse únicamente a ésta. Nicolás y Alejandra aman a sus hijos por encima de todo: aman la tranquilidad, la estabilidad de un entorno íntimo donde no necesitan mostrarse como dos seres por encima de lo terreno (lo cual expresa muy bien esa escena en que la pareja, que ha sido enterada de la inesperada aparición de la enfermedad en Alexei, deben recorrer con la lenta solemnidad que se espera de ellos las enormes estancias del palacio que los separan de sus habitaciones personales, pasando delante de séquito y criados, hasta que, franqueada y cerrada la última puerta, echan a correr como los dos padres intensamente preocupados que son).
En la magnífica hora final de la película, despojados ya del mandato sobre Rusia, por fin Nicolás y Alejandra alcanzan, más que la «dignidad», el estadio de tranquilidad espiritual a que siempre aspiraron, sin más preocupación que el cuidado y pervivencia de sus hijos y sus domésticos de confianza. Sin duda, aquí es donde se halla lo más fabulesco de la trama, cuando Nicolás alcanza, por fin, la inevitable lucidez que surge cuando los acontecimientos se miran, por primera vez, desde el otro lado: la toma de conciencia de su responsabilidad en el odio y el salvajismo que azotan a Rusia en esa hora nefanda. Así, su desgarradora conversación con el líder del soviet de Ekaterimburgo (su futuro verdugo) para intentar salvar la vida de su sirviente, que por defender al zarevich y golpear a uno de los esbirros comunistas —intentaba despojarle de su cruz de oro—, va a ser fusilado: «Nadie debería tener el poder de tomar una vida ajena», exclama, a lo cual su antagonista replica, implacable: «Usted lo tuvo». El intenso dramatismo que posee toda la parte final, que va subiendo incontenible conforme el espectador intuye que se aproxima la ejecución de esa familia ahora tan cotidiana, tan normal, el triste momento de efímera alegría que supone la lectura de las cartas de sus seres queridos (última concesión por parte de su ejecutor), dan la medida de las virtudes de la película.
Nicolás y Alejandra es por lo tanto una excelente película, modélica desde cualquier punto de vista y que demuestra la habilidad del director Franklin J. Schaffner —director de El planeta de los simios (1968) y de la aún mejor El señor de la guerra (1965)— cuando contaba con una buena historia. Igualmente, hay que destacar la excelencia del larguísimo reparto, del cual no puedo evitar destacar (tanto por la interpretación como por el interés del personaje) la interpretación de John Wood como el militar encargado de la custodia de la familia real en su destierro siberiano, todo un modelo de dignidad perpleja; la complejidad que acaba mostrando el personaje más inesperado, el pequeño Alexei (muy bien el adolescente Roderic Noble), inolvidable en la escena en que reprocha a su padre no haber estado a la altura y haberle arrastrado a él, al abdicar también en su nombre: en el gesto del joven actor se intuye la rabia triste del muchacho por la burla del destino al hacerlo tan débil físicamente para sus sueños de grandeza; o el cínico anciano que habrá de ejecutar a Nicolás.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: Nicolas y Alejandra / Nicholas and Alexandra. Año: 1971
Director: Franklin J. Schaffner. Guión: James Goldman, según el libro de Robert K. Massie. Fotografía: Freddie Young. Música: Richard Rodney Bennett. Reparto: Michael Jayston (Nicolás II), Janet Suzman (Alejandra), Tom Baker (Rasputín), Laurence Olivier (Conde Witte), Harry Andrews (Gran Duque Nicolás), Jack Hawkins (Conde Fredericks). Dur.: 183 min.