No hay ninguna conexión directa entre el final del Imperio Romano en las Islas Británicas y el surgimiento de la leyenda artúrica. La historia nos dice que las legiones romanas abandonaron Britania a principios del siglo V y que en 410 el Edicto de Honorio sanciona el hecho al conminar a las civitates romanas a asumir en adelante su propia defensa. De este modo, a mediados del siglo V, Gran Bretaña se ha convertido en un país independiente dominado una vez más por príncipes locales. Se produce entonces la invasión de anglos y sajones: los germanos se asientan en la zona suroriental de la isla, a partir de donde irán extendiendo su dominio por el resto de lo que, a partir de entonces, irá siendo llamado Inglaterra.
La leyenda artúrica tiene su origen en las oscuras tradiciones, seguramente orales, acerca de la resistencia de aquellos principados célticos contra los invasores anglosajones. Tradiciones en buena medida creadas en Gales, uno de los pocos reductos que mantuvieron su esencia céltica durante siglos, al menos hasta la invasión de los normandos en 1066. La cronística medieval inglesa, como señalaba en otro comentario publicado en este blog, recoge esos conflictos de modo muy vago. El monje Gildas escribe a mediados del siglo VI su De excidiu et conquestu Britanniae (Sobre la ruina y el lamento de Britania), donde presenta la invasión como un castigo divino. Aun así, menciona una última y estéril victoria britana en una batalla llamada de Mons Badonicus, en la que los locales son liderados por un caudillo britano-romano al que da el nombre de Ambrosio Aureliano. El emplazamiento de Mont Badon, muy discutido, parece situarse en algún lugar del actual Wessex. Más tarde, el famoso Beda el Venerable escribe su Historia ecclesiastica gentis Anglorum en el siglo VIII, y en ella habla sobre la llegada de los anglos, jutos y sajones en 449, reclamados por el rey britano Vortigern, que pide su ayuda, incautamente, para luchar contra la amenaza de los pictos, los belicosos pobladores de lo que luego será llamado Escocia.
El mito artúrico se instala, pues, en ese momento de invasión anglosajona, lejano ya el tiempo en que las legiones romanas todavía se enseñoreaban de la isla. La primera mención de Arturo (en las crónicas latinas) data de la Historia Brittonum, escrita por un monje galés en 830, que vence en doce batallas a los invasores, la última de ellas en ese Mons Badonicus ya recogido por Gildas. Ahí se produce, digamos, la fusión entre la «historia» y la «leyenda». A partir de entonces, la creación del mito será imparable.
Voy a comentar ahora dos películas recientes, El rey Arturo (2004, Antoine Fuqua) y La última legión (2007, Doug Lefler), que reescriben la compleja mitogenésis señalada para fundir, de modo tan atractivo como ahistórico, el fin del Imperio Romano con el inicio de la leyenda de Arturo. Dos films discutibles, pero interesantes, que si al espectador sin inquietud por el tema le entretendrán, al que sí atrae el planteamiento que proponen todavía le llamarán más la atención.
El rey Arturo se presenta, desde su misma publicidad, como una versión que rastrea los orígenes históricos del personaje, es decir, que busca al Arturo «real». Ahora bien, tampoco engaña, es una producción de Jerry Bruckheimer, uno de los productores del Hollywood actual especializados en facturar películas de altísimo presupuesto y bajísimo nivel de inquietud intelectual, no en vano su público potencial es el adolescente-juvenil en general. Su historicidad, desde luego, es de lo más discutible: de no llamarse sus principales personajes Arturo, Ginebra, Merlín o Lancelot nadie la asociaría a los mitos artúricos. En realidad, por inspiración argumental y por su atmósfera a medio camino entre la reflexión nihilista y el canto al idealismo más sublime, la película es un film de acción (no hay que confundirlo con el género de aventuras en su acepción clásica) que entronca directamente con el «cine de bárbaros» tipo Conan.
La narración que presenta la historia reivindica esa pretensión histórica y concluye señalando, divertidamente, que «recientes descubrimientos revelan la verdadera identidad de Arturo». En realidad, no son tan recientes: consisten en especulaciones ya bastante discutidas entre los especialistas sobre el origen del nombre Arturo. Sobre el particular hay dos tesis. La primera incide en el origen céltico del nombre, derivado del término que significaba «oso» en céltico antiguo (artos). La segunda es la que toma como base el guión: el nombre procedería de una familia romana, la gens Artoria. El miembro más conocido de esta gens fue un tal Lucio Artorio Casto, un militar de finales del siglo II d.C. cuya carrera empezó en oriente y concluyó en Britania, donde fue nombrado prefecto de la VI Legión Victrix, acantonada en Eboracum (York). Su nombre aparece en dos inscripciones de origen dálmata halladas en la región de Split (la antigua Spalato, hoy en Croacia). Artorio Casto fue enviado por el emperador Commodo para defender el Muro de Adriano, construido para contener a los pictos, y con él llegó una legión de soldados de origen sármata. La presencia de estos sármatas está atestiguada en una colonia llamada Bremetannacum (hoy Ribchester, en Lancashire), que aparece referida en algunas fuentes como «cuneus veteranorum sarmatorum».
Pues bien, la introducción «histórica» de El rey Arturo aprovecha parte de estos elementos para situar a sus personajes sobre Britania, sólo que 250 años después del momento en que están documentados, a mediados del siglo V, sin duda para hacerlos coincidir con la invasión de los sajones, imprescindible en el arranque de la leyenda. El guión inventa una tradición según la cual los sármatas, tras ser sometidos por los romanos y gracias a la impresión producida en estos por sus cualidades guerreras, obligan a sus jóvenes a consagrar un servicio de quince años lejos de su tierra natal, al cabo de los cuales, licenciados con honor, podrán volver a casa. Estos guerreros sármatas, cuya enseña es un dragón, animal fabuloso ligado a la leyenda artúrica a través de su conexión galesa, sirven en el Muro de Adriano bajo las órdenes del tal Lucio Artorio Casto (a quien usualmente llaman Arthur/Arturo). Arturo es aquí un britano-romano, en cuanto hijo de un guerrero de estirpe romana y una mujer de origen britana (como es obligado —y ya que hablamos de las relaciones del film con el cine de bárbaros—, Arturo esconde con amargura el recuerdo de la terrible muerte de su madre a manos de los guerreros pictos, durante su infancia: no por casualidad, así arrancaba el Conan el bárbaro [1982] según el guión de John Milius).
De entrada, los guerreros sármatas que luchan como guardia de élite al lado de Arturo son sólo seis, últimos supervivientes del contingente original, y nos hallamos en su último día de servicio. Sus nombres nos resultan familiares: Lancelot, Galaad (recuérdese, hijo del primero en el mito), Bohors, Tristán, Gawain, y Daguenet. Ahora bien, no hay ningún elemento en su caracterización que recuerde a los personajes originales: por ejemplo, Tristán no está embargado por ninguna pasión melancólica, sino que tiene a su cargo el papel del especialista en rastreo, para lo cual porta siempre un halcón; Lancelot no se significa en la lucha más que los demás y, aunque los diálogos pretenden sugerir que hay una mayor relación de amistad con Arturo, esto es algo que apenas muestran las imágenes: ni siquiera hay pugna amorosa por la Ginebra de la historia.
Otros elementos típicos del mito son transformados con cierta gracia. La Tabla Redonda es aquí, sencillamente, expresión de la igualdad que hay entre Artorio/Arturo y sus camaradas sármatas (una mesa sin cabecera: una mesa sin lugar de honor, por tanto). Excalibur es la espada que Arturo ha heredado de su padre, cuyo papel es el de servir de símbolo a la doble naturaleza de su dueño: britana por un lado (el Merlín de la historia insistirá en que ha sido forjada con acero británico) y romana por el otro (es la espada de su padre, que la hizo clavar sobre su tumba hasta que su hijo tuviera la edad para empuñarla: en una escena simpática porque recrea a su manera el famoso episodio de la espada en la piedra, el Arturo que acaba de ver morir a su madre la arranca de una tumba que parece querer retenerla todavía).
Pronto sabremos que ese Merlín («los pictos dicen que es un mago», señala Arturo: no se hará ninguna referencia fantástica más sobre el personaje) es el anciano líder de los pictos, empeñado en convencer a Arturo (hasta poco antes enemigo mortal) de que se convierta en el líder de los británicos (ya no pictos ni britano-romanos) ante el nuevo y mortal peligro de los invasores sajones. Y Ginebra es aquí una jovenzuela picta rescatada de una celda donde había sido encerrada por tenebrosos monjes cristianos que, tan pronto se recupera de sus heridas, demuestra ser una combatiente tan aguerrida como cualquier hombre, dando golpes y mandobles con un demoledor efecto que la frágil constitución de la actriz Keira Knightley desmiente continuamente, y que por ello parece más bien el típico e insufrible impuesto a la corrección política (léase en este caso igualdad entre sexos) tan habitual del Hollywood actual.
La historia construida sobre estos elementos es muy sencilla. En el día destinado al licenciamiento de los guerreros sármatas, un enviado del Papa, el obispo Germanius, conmina a Arturo a aceptar una última misión: cruzar el Muro y rescatar a una familia romana que está instalada al otro lado. El peligro de esta misión es doble: por cruzar tierra de pictos y porque un nutrido contingente de sajones acaba de desembarcar en tierra escocesa (otro punto débil de la historicidad del film: bien es sabido que la auténtica llegada de los germanos fue por el sureste de Inglaterra). A lo largo de esta incursión, los pictos (por medio de Merlín y de la joven Ginebra) tratan de convencer a Arturo para que asuma su herencia y se convierta en el líder que necesitan en hora tan comprometida.
Otro elemento ideológico que caracteriza el film es la visión harto negativa del cristianismo: el guión parece inspirado por algún celtómano de pro en la línea de Jean Markale. Así, aparecen obispos maquiavélicos, cristianos fanáticos dispuestos a imponer su Dios a sangre y fuego, monjes que emparedan a los paganos… A este respecto, el guión vuelve a hacer uso de un ambiguo aprovechamiento histórico, el de Pelagio, monje britano cuyas ideas sobre el libre albedrío fueron declaradas heréticas por la Iglesia (San Agustín fue su mayor fustigador), del que Arturo se declara devoto discípulo, y saber que ha sido ejecutado en Roma le hará decidir definitivamente dónde van a estar sus lealtades. Eso sí, el auténtico Pelagio murió más de un siglo antes de la ambientación cronológica del film.
El rey Arturo es, antes que nada, una película épico-legendaria bastante ortodoxa, que se redime por sus valores cinematográficos: por el buen uso que el director Fuqua hace de los parajes naturales para sugerir, mucho más que toda la palabrería que pone en boca de sus personajes, el contraste entre civilización y atavismo; por la buena atmósfera crepuscular, que tanto debe, como otras muestras del género, a Tolkien; y por más de una escena magnífica, entre las que destaco el enfrentamiento sobre el río helado, con esos magníficos planos rodados desde debajo de la delgada capa de hielo, mostrando los pasos de los combatientes que dentro de nada van a ir a parar al fondo de esas aguas.
La trama que narra La última legión es ya tan disparatada que mueve a la simpatía. Se trata nada menos que de vincular al último emperador del Imperio Romano de Occidente, Rómulo Augústulo —despojado a los quince años, en 476 d.C., de su título imperial por el rey bárbaro Odoacro—, con la leyenda artúrica, convirtiéndolo nada menos que en el elegido para encontrar la espada Excalibur (¡forjada para Julio César y guardada en la isla de Capri por el emperador Tiberio!) y llevarla a suelo británico, donde el muchacho acabará convirtiéndose en Úter Pendragón, el padre del rey Arturo.
Curiosamente, esta divertida fantasía tiene su origen en una novela (publicada en 2002) de Valerio Massimo Manfredi, escritor y arqueólogo especializado en best-sellers históricos al que hay que suponer, por su formación profesional, un cuidado especial en la documentación. Manfredi intenta enhebrar los referentes romanos y artúricos atendiendo de modo especial a que no haya excesivas incongruencias. Así, por ejemplo, el protagonista del libro, el comandante romano encargado de la protección del emperador-niño se llama Ambrosio Aureliano (recordemos, según el monje Gildas, el noble britano-romano que encabezó la resistencia contra los invasores anglosajones)… pero en la película se rompe esta curiosa vinculación llamándolo Aurelio a secas (bajo los rasgos de Colin Firth).
Confrontando informaciones, parece ser que el guión se toma unas cuantas libertades más con el libro aunque respeta su planteamiento en líneas generales. Ahora bien, extrañamente el film comete el error garrafal de sitúar la caída de Roma, y el inicio de su historia, en 460 d.C. Por ejemplo, el personaje más llamativo, una mujer-soldado llamada Livia en la novela, es convertida en una guerrera india llamada Mira (pero que parece más bien una ninja e incluso en su presentación aparece completamente enmascarada) que maneja las armas con una precisión tal que, con unas pocas como ella, los bárbaros ni hubieran soñado con acercarse a las murallas de Roma.
Eso sí, importa poco porque, realmente, el referente principal de los autores del film —producido por la familia De Laurentiis— es la saga de El Señor de los Anillos, y de hecho el inicio del film, en el que se narra la historia de la espada hasta su desaparición en tiempos de Tiberio, diríase que cuenta el destino del Anillo Único, del mismo modo que luego Ben Kingsley (Merlín) podría pasar por Gandalf (asociación, de todos modos, presente en Tolkien al crear a su personaje) e incluso el niño Thomas Sangster (Rómulo), con sus enormes ojos y su aspecto «élfico» tiene un notable parecido con Hugo Weaving, Elrond en el ciclo de Peter Jackson. En resumen: La última legión dispone sus ingredientes con el objetivo de crear, sin el menor prejuicio, un film de aventuras con el hálito de la Fantasía Heroica para sumirse tranquilamente en una corriente de moda en el mainstream internacional.
La última legión, digámoslo ya, posee múltiples defectos. Es un film sobre el crepúsculo del Imperio Romano que carece de cualquier tipo de atmósfera crepuscular. Es una historia de aventuras en la que los personajes padecen innumerables contra-tiempos, combates, persecuciones, etcétera, pero no existe el menor aliento épico. Hace confluir elementos disímiles y de lo más pintoresco, pero le falta el aroma delirante necesario. Narra, también, una historia de amor en teoría poco convencional (entre Aurelio y Mira), pero el romanticismo brilla por su ausencia. El reparto resulta increíblemente extravagante, por mucho que abunde en nombres de prestigio: un Colin Firth que no parece creerse en ningún momento su personaje (el momento más involuntariamente impagable del film es la arenga que lanza a sus hombres antes del ataque final de los godos: por mucho que Firth le echa ganas, yo diría que está a un paso de las carcajadas), un desaprovechado Ben Kingsley que no pasa de componer un Gandalf de pacotilla, un John Hannah cuyo «cartel» en el género viene dado por su papel cómico en la saga de La momia y que, por tanto, transmite también una completa incredulidad a su rol de cínico senador romano y, rematando, la presencia exótica de la actriz india, y estrella en su país, Aishwarya Rai.
Todo parecía predisponer para que La última legión fuese un bodrio de mucho cuidado. Y sin embargo, no lo es, porque compensa su completa inverosimilitud con una limpieza narrativa y visual muy de elogiar, que hace, en primer lugar, que una trama tan complicada se explique con notable sencillez y, en segundo, que todos los episodios respiren lo suficiente como para que el espectador pueda arrellanarse en su sillón y seguir con amenidad cuanto sucede en la pantalla. Por otra parte, el ritmo es ágil, incluso demasiado ágil en cuanto que los personajes se mueven por media Europa con una rapidez envidiable, pasando de la Roma tomada por los bárbaros a la isla de Capri (donde tiene lugar quizá la mejor parte de toda la historia, consiguiéndose que los personajes se muevan por distintas partes del escenario hasta confluir armónicamente en la fuga de todos ellos), y de allí a Britania tras atravesar fugazmente los Alpes, en un plano que, otra vez, parece sacado de El Señor de los Anillos, con la cordillera europea transmutada en las Montañas Nubladas de la Tierra Media. Incluso, cabe decir que ninguno de los actores intenta darle a su personaje más densidad de la debida y el conjunto agrada, empezando por la propia Mira.
En Britania, junto al Muro de Adriano, los fugitivos encuentran a esa última legión del título, la IX, cuyos soldados se han convertido en agricultores ante el abandono de Roma, pero que se unirán a ellos para luchar contra el caudillo «godo» Vortgyn, que supongo es una variante de Vortigern, el reyezuelo local que llamó a los anglos y a los sajones. Vortgyn aquí se convierte en una variante tenebrosa de Sauron, cuyo rostro siempre está oculto bajo una siniestra máscara (esconde, claro, un rostro deforme) y lleva toda la vida buscando la espada que lleva asociada la profecía de que su dueño gobernará Britania: precisamente Merlín luchó con él en su juventud, antes de abandonar la isla y hacerse cargo de la educación de Rómulo, al intuir el papel del niño en dicha profecía.
No hay que enojarse por las boutades señaladas, puesto que, al menos en lo que a mí concierne, lo que debe pedírsele a un film, antes que otra cosa, es que durante el par de horas que dure nos mantenga en la necesidad de saber qué va a pasar a continuación. Si además nos arranca una sonrisa con tanto disparate, mejor que mejor.
FICHAS DE LAS PELÍCULAS
Título: El rey Arturo / King Arthur. Año: 2004
Director: Antoine Fuqua. Guión: David Franzoni. Fotografía: Slawomir Idziak. Música: Hans Zimmer. Reparto: Clive Owen (Arthur), Keira Knightley (Guinevere), Ioan Gruffud (Lancelot), Mads Mikkelsen (Tristán). Dur.: 126 min.
Título: La última legión / The Last Legion. Año: 2007
Director: Doug Lefler. Guión: Jez y Tom Butterworth; historia de Carlo Carlei, Peter Rader y Valerio Massimo Manfredi, basada en la novela de este último. Fotografía: Marco Pontecorvo. Música: Patrick Doyle. Reparto: Colin Firth (Aurelio), Ben Kingsley (Ambrosinus), Aishwarya Rai (Mira), Thomas Sangster (Rómulo). Dur.: 102 min.