Un libro que cobra vida
Es evidente que, para bien y para mal, El Señor de los Anillos en versión de Peter Jackson ha supuesto un antes y un después en la historia de la fantasía cinematográfica. Desde ella, ya ha quedado claro que no hay proyecto que no pueda hacerse realidad, por complicada que parezca su materialización en función de sus contenidos argumentales o visuales. La famosa obra de J.R.R. Tolkien ya conocía una adaptación previa —que no llega a ocupar ni la mitad de los tres libros que la componen, debido al fracaso comercial del primero de los dos títulos que debían adaptarlos—, en 1978, a cargo de Ralph Bakshi, pero había sido en el campo de la animación. En imagen real, y pese a todas las películas que habían ido jalonando el triunfo definitivo de la recreación en imágenes de «cualquier cosa», debe reconocerse que es a Peter Jackson a quien le corresponde el mérito de haber roto para siempre la última barrera. O sea, la fusión del cine de imagen real y del de animación, para poder dar vida a cualquier escenario, a cualquier efecto especial, con una verosimilitud tan completa que la sensación de «magia» que en su día provocaron los grandes genios de la especialidad (de George Pal a Ray Harryhausen) ha quedado desterrada del cine. Pues El Señor de los Anillos, pasado el impacto de la primera sorpresa (es decir, la visión del primer capítulo, La Compañía del Anillo), ha hecho perder ya esa vieja y cosquilleante sensación de complicidad, tal vez de asombro, que producía la animación artesanal.
Y qué mejor modo de hacerlo que adaptando una de esas obras que parecían irrealizables en los términos antedichos. Incluso pese a la existencia del film de Bakshi, cuantos hemos leído el inolvidable libro de Tolkien teníamos en la cabeza una visión particular de la Tierra Media, de sus criaturas, de sus ciudades, de su variopinta geografía, visión en la que sin duda se mezclaban múltiples imágenes e impresiones extraídas del acervo visual de la fantasía ya fuera gráfica o cinematográfica. Pero ya no puede ser: desde 2001, Aragorn, los hobbits, los enanos, la Comarca, Mordor, Rivendel o las dos torres ya tienen una existencia concreta que ninguna nueva lectura de la obra podría borrar de la memoria. Su absoluto realismo —por ejemplo, la forma en que se une en el mismo plano a seres de diferente altura que sabemos interpretados por actores todos de tamaño «normal»— en las imágenes de la pantalla impide ya la menor divagación: les ha dado una apariencia concreta para siempre. La belleza de la imaginación interior de cada lector ha desaparecido, reemplazada por la imagen concreta de un hombre al frente de un todopoderoso equipo de creadores de efectos de animación. Es como el famoso cuento de Borges Parábola del palacio, pero al revés. Si en este relato, el emperador perdía su palacio ante la palabra del poeta, capaz de condensar en ella (de arrebatarle, por tanto) toda la esencia, toda la belleza, toda la realidad de aquél, la película obra al contrario: la imagen «real» (o su apariencia de realidad) se ha impuesto a la evocación de la palabra. La pregunta, difícil y dolorosa, es: ¿ha valido la pena? O sea, ¿qué queda de El Señor de los Anillos una vez que ya nos hemos acostumbrado a ella?
Lo diré de entrada. La versión cinematográfica de El Señor de los Anillos es el triunfo de la imagen sobre el contenido. Es imposible quedarse indiferente ante el magnífico trabajo de sus artífices visuales, ante la desbordante majestuosidad de sus escenarios, ante la perfecta recreación de todas sus criaturas. De la mano de esa fascinación visual, tarde o temprano opera también el poderoso efecto que provoca la historia urdida por Tolkien, arrastrando al espectador en los avatares que deciden el destino de la Tierra Media. Si buena parte de La Comunidad del Anillo, su primer capítulo, no consigue convencer de ningún modo en el aspecto dramático, en el dibujo de personajes, desde la última parte de esa película todo empieza a funcionar, y el visionado de las casi diez horas que tiene la saga acaba convirtiéndose en una experiencia arrebatadora. ¿Rellenamos huecos los entusiastas de la creación de Tolkien o mejora la saga parte a parte? El gran problema que posee es que, pese a la intensidad que acaba despertando en sus mejores momentos, la huella que deja en la memoria va difuminándose a medida que pasa el tiempo.
Voy a intentar abordar, en este artículo que dividiré (cómo no) en tres entregas, el modo en que la película traslada la novela a la pantalla, declarando desde el principio, sin querer ser fastidioso ni mucho menos pretender refugiarme en el viejo dicho de que un libro siempre es mejor que la película que lo adapta (ni muchísimo menos: siempre hay de todo), declarando, digo, que la novela de J.R.R. Tolkien es una de las grandes obras de la literatura universal (en buena parte por ser una novela-mundo, es decir, una novela que engloba todo un conjunto de obras, tradiciones y mitos previos) y la película, pese a sus múltiples atractivos, no es una cumbre del cine.
Al césar lo que es del césar
Hay que señalar, antes que nada, que la trilogía en cine no se corresponde, punto por punto, con la división realizada en tres libros por Tolkien, salvo en el primer capítulo, La Comunidad del Anillo, en que la acción se detiene en el mismo punto coincidente. Sin embargo, en Las dos torres la acción concluye bastante antes del final del libro, sobre todo en cuanto a la aventura paralela que viven Frodo y Sam buscando una entrada a Mordor. Por último, El retorno del rey recoge esos episodios y termina prácticamente con el triunfo en la batalla final, prescindiendo de la extensa parte en que Tolkien contaba el regreso de los hobbits a su antes tranquila Comarca.
El guión de Peter Jackson y su equipo adopta, en su labor de adaptación, dos principios. Uno, seguir con fidelidad las incidencias del libro, sin intentar introducir ningún suceso argumental importante. Dos, narrar en paralelo las diversas aventuras que siguen los personajes cuando, en algún momento, se separan (en los libros dos y tres se narran en partes separadas las aventuras de Frodo).
En cuanto a lo primero, hay que indicar dos salvedades. Una es lógica: se aligera la trama de algún episodio que podía alargarla en demasía, además de esa parte final del tercer film (después de todo, hay que tener en cuenta que la trilogía se hizo teniendo en mente ya la idea de editar más tarde, para formatos domésticos, la «versión extendida»). La otra consiste en incrementar el papel de la historia de amor entre Aragorn y Arwen, decisión que podría pensarse como propia del Hollywood del ayer y de siempre. Es la principal aportación personal de la película: Peter Jackson considera que así completa el dibujo de Aragorn como el personaje romántico fundamental de la saga, romántico no por su condición de caballero enamorado sino por tratarse de una figura marcada, desde antes de su nacimiento, por una misión singular, restaurar el trono de sus mayores y asumir el liderazgo de los hombres contra el Mal. Que se enamore de una inmortal es otra prueba más que le envía el destino y remarca esa singularidad.
Ahora bien, uno de los mayores reparos que se le puede hacer a la película, con respecto al libro, es que si traduce bien la aventura en términos físicos, le cuesta mucho más trabajo hacerlo en términos espirituales. Como indicaba Fernando Savater en un memorable ensayo contenido en su imprescindible La infancia recuperada (Alianza, 1986), Tolkien dibuja la Tierra Media como un espacio completamente moral, en el que todo —desde el más ínfimo de sus habitantes a los objetos y los elementos de la naturaleza— ha tomado partido. La aventura que narra lo hace en el momento en que todo parece dirigirse hacia su ocaso, y esa sensación crepuscular —de lo más moderno en el momento de su redacción: hoy se ha convertido en un tópico ineludible en el género— actúa como un fardo sobre todos y cada uno de los personajes, en distinta manera.
Peter Jackson no consigue transmitir esa sensación, salvo del modo más evidente: subrayándola en los diálogos, en las expresiones apesadumbradas de los actores o en el uso de una luz demasiado redundante (el eterno atardecer que parece bañar Rivendel). La estética del film está emparentada con la pintura del británico Edward Burne-Jones, epígono del prerrafaelismo, cuya temática busca siempre la mitología, la leyenda, la alegoría, especialmente de raigambre medieval (por ejemplo, el mito del rey Arturo), que expresa mediante una deslumbrante claridad gráfica, un gusto maniaco por el detalle y una plástica que parece convertir a sus figuras en seres atrapados por un hechizo o por un sueño, bañados en un crepúsculo perpetuo. El indudable preciosismo de Burne-Jones, sin embargo, carece de verdadera densidad, por mucho que haga que su obra resulte un placer visual.
Jackson persigue esa misma expresión de la sensación crepuscular a través de la belleza plástica, buscando ante todo la mera sugestión de la imagen concebida a modo de obra pictórica, descuidando los recursos expresivos y narrativos propios del cine: la capacidad de sugerencia de un encuadre o de un movimiento de cámara, la situación y movimiento de los personajes dentro del plano o la construcción de la atmósfera no mediante elementos externos sino internos. El artificio que provoca esta subordinación a lo exterior es esa pérdida de fuerza espiritual, imprescindible en Tolkien. De ahí que, superada la fascinación del primer visionado, cueste trabajo entrar en la adaptación. No en vano el peor capítulo es el primero, La Comunidad del Anillo, que fracasa a la hora de dotar de densidad a sus personajes. Sin embargo, con Las dos torres la fuerza de la historia termina por apoderarse del espectador, y ello porque, por fin, Jackson consigue que el elemento psicológico por fin penetre en sus imágenes. El último capítulo, El retorno del rey, es el mejor y en él ya no parece sobrar nada, e incluso el trabajo de adaptación (de poda, de selección) es magnífico.
Personajes y actores
Uno de los defectos incuestionables de la película es la irregularidad de la labor interpretativa. Hay que tener en cuenta que, pese a que los tres capítulos fueron estrenados cada uno con un año de diferencia, entre 2001 y 2003, en realidad se filmaron seguidos, de ahí que los actores no pudieran contemplar su trabajo entre film y film, para poder estudiarse a sí mismos y buscar posibles elementos de mejora: como mucho, diríase que hay actores que fueron soltándose a medida que avanzaba la historia y otros que mantuvieron el mismo tono, elevado o envarado, a lo largo de toda ella.
En primer lugar, hay una notable diferencia entre los actores más veteranos y los más jóvenes. Sin lugar a dudas, el intérprete que ha levantado los mayores aplausos ha sido el inglés Ian McKellen, un actor que ya contaba con una considerable reputación teatral y que en cine, después de una carrera fundamentada en papeles secundarios, había dado el salto al protagonismo gracias a las buenas críticas de Dioses y monstruos (1998, Bill Condon). McKellen aprovecha bien el hecho de encarnar el personaje más carismático de la historia, el mago Gandalf, y brinda una excelente interpretación, que en muchos momentos (sobre todo en el primer film) sostiene sobre sus hombros la saga. También espléndido está su rival Christopher Lee encarnando a Saruman —curiosamente, en la otra gran trilogía coetánea del cine fantástico, la segunda entrega del Star Wars de George Lucas, encarna un papel similar, el del principal ayudante del malvadísimo villano, que pone en marcha un ejército de sicarios destinado al fracaso—, en un papel muy agradecido por permitirle el reconocimiento popular de una generación que, por su juventud y diferente formación cinéfila, no estaba en la posición de apreciar su importancia dentro del género. El tercer gran veterano, aunque aparece poco, es Ian Holm, que interpreta a Bilbo Bolsón con su habitual buen hacer.
Viggo Mortensen pasa bastante desapercibido en La Comunidad del Anillo, pero a partir de Las dos torres hay que reconocer que por fin su Aragorn acaba alcanzando la presencia carismática necesaria en el papel del particular «rey Arturo» de la mitología tolkieniana, y entonces su tendencia a la inexpresividad se convierte en digno laconismo, con el que consigue encerrar la sugerencia de toda una vida de ascética preparación para poder reclamar, por fin, el trono para el que nació. El también veterano John Rhys-Davies está irreconocible bajo el maquillaje (y la «reducción» digital que sufre su voluminosa presencia) de Gimli el enano, pero compone un buen personaje, del que hay que lamentar, si acaso, que a partir del segundo capítulo debe contentarse, casi, con la descarga cómica de la tensión. Sean Bean, que al encarnar a Boromir sólo aparece en el primer capítulo, está muy bien: comprende muy bien la esencia básicamente trágica de su personaje, sin necesidad de sobreactuaciones excesivas, y deja un buen recuerdo pese a su pronta salida de escena.
Quien está fatal es el entonces desconocido Orlando Bloom, encumbrado precisamente gracias a su papel de Legolas: la sosería de Bloom es descomunal, y su grácil personaje, por desgracia, carece de gracia. Además, el diseño de los elfos (larga melenita lacia, aspecto lánguido, rostros bellos e inexpresivos) no resulta muy afortunado. Liv Tyler, como siempre, provoca sonrojo por su completa impericia interpretativa: cada vez que interviene parece creerse en algún anuncio de colonia. No mucho mejor está Cate Blanchett, una actriz cuyo prestigio a lo largo de los últimos quince años a mí me resulta incomprensible: su Galadriel se hace cargante pese a que, o por ello mismo, en rigor la interpretación de la actriz es mínima en gestos y movimientos; sencillamente, Blanchett no sabe mirar y carece del aplomo y del atractivo necesarios para que su personaje, con ese poco, despierte en el espectador la admiración y el misterio necesarios.
Uno de los grandes problemas de la película es el escaso empaque del protagonista, de Frodo. En parte es culpa de Peter Jackson, que no se toma apenas el trabajo de distinguirlo de los demás personajes, descuidando su dibujo en el momento en que era oportuno hacerlo: en el arranque de la película en la Comarca. Pero sobre todo, Elijah Wood (clásico ejemplo de buen y sensible actor infantil que luego no consigue demostrar idénticas cualidades en el paso a la edad adulta) resulta un actor del todo anodino. Su único recurso interpretativo es exhibir todo el tiempo una expresión de gimoteante perplejidad, de «buen chico» superado por los acontecimientos, que no puede resultar más estomagante. Es por ello que, al lado de Gandalf, Aragorn, Gimli o las múltiples criaturas fantásticas de la Tierra Media, Frodo está destinado a pasar desapercibido; buena prueba de ello es que Gollum (un ser digital, recordemos, por mucho que la voz y los movimientos prestados de Andy Serkis le otorguen una notable personalidad) le roba todos los momentos que comparten a lo largo de la segunda y buena parte de la tercera película.
Pues debe señalarse que, probablemente, el personaje más complejo y más recordable es precisamente Gollum: se nota que Peter Jackson y su equipo se enamoraron del mismo y del reto de darle la misma corporeidad al menos que sus compañeros de reparto, logrando un éxito que casi los devora a todos. De hecho, y espero no exagerar, pero Gollum, con su tremendo conflicto interior, con su incapacidad para dominar la voracidad que le despierta el Anillo, por el trágico y muchas veces involuntario papel que juega en la epopeya, y por la magnificencia de la interpretación, acaba revistiéndose de las cualidades de un personaje shakesperiano. Del mismo modo, debe señalarse un último y magnífico personaje, igualmente recreado: el mismísimo Sauron, representado, en una idea genial, como un enorme ojo de pupila vertical, capaz de escrutar cualquier rincón de la Tierra Media desde su atalaya, Barad-Dûr, una enorme torre negra de afiladísimo perfil rematada por una cúspide en forma de dos cuernos (con sus connotaciones diabólicas, claro), entre los cuales se inserta ese Ojo Que Todo Lo Ve.
La inocuidad de Frodo, por desgracia, contagia a los otros hobbits. Sean Astin todavía salva la parte interpretativa de su Sam Gamyi, pero es evidente que el personaje nunca alcanza la necesariedad que sí posee en el libro, donde resulta imprescindible. En cuanto a Merry y Pippin, confieso que, durante buena parte del film, no consigo asociarlos exactamente al actor que los interpreta. Es cierto que en el libro también carecen de personalidades diferenciadas: Tolkien los dibuja así como encarnación del espíritu inocente y prototípico de los hobbits, en contraste con Frodo y Sam, transformados demasiado pronto por el «conocimiento». Pero en la película resultan mucho más inocuos y prescindibles que en la novela: ni siquiera resultan entrañables, por lo menos hasta el tercer capítulo.
[En la próxima entrega de este artículo hablo de los recursos expresivos de Peter Jackson y del resultado —en mi opinión, gris— del primer capítulo de la trilogía]
Me encanto el articulo, principalmente porque uno de los que me inspiro a escribir a sido Tolkien, y de mi punto de vista Peter Jackson ha hecho un gran trabajo con la película, es verdad que algunas cosas pudieran haber mejorado(la importancia de Sam) pero es un alivio que estas películas salieran con esta calidad, pues existieron tristes finales para alguna obra literaria en el ámbito cinematográfico, como fue el caso de Las crónicas de Narnia: El Viajero del Alba, no solamente por la mala adaptación sino por el hecho de que las películas se saltan 2 libros(el primero y el tercero).
Hola, gaesrare. Gracias por tus amables palabras. Espero que te gusten las dos «entregas» que me faltan de la trilogía, donde iré hablando una por una de todas las películas. De «Las Crónicas de Narnia» me falta por ver justo la que tú dices, y es precisamente porque no me da buena pinta. Un saludo.