Siempre me ha parecido incomprensible que Las aventuras del capitán Hatteras (1864-65) siga siendo el más ignorado de los grandes títulos de su autor: ni siquiera ha recibido el «honor» de una adaptación al cine, cuando obras más mediocres cuentan incluso con más de una. En España, por ejemplo, hace años que cuesta trabajo encontrar el libro. No está en los catálogos de las principales editoriales que en los últimos veinte, incluso treinta años, se han tomado más interés por la obra del escritor francés (Valdemar, Alianza Editorial o la desaparecida colección «Tus Libros» de Anaya). Sí fue publicada por Planeta en una colección, de formato lujoso, basada en las primeras ediciones españolas de Verne, por Gaspar y Roig, que pretendió reeditar su obra completa (aunque se detuvo con tan sólo 25 novelas), y está ya descatalogada. De tal modo que sólo puede encontrarse hoy en día, y difícilmente, en las librerías de viejo y en los saldos de ediciones populares de kiosco (Orbis, Salvat) o de las viejas ediciones de la casa madre de Verne en España por excelencia como fue Molino.
Segunda novela de los Viajes extraordinarios, primera obra maestra del autor, Hatteras es la crónica del descubrimiento del polo norte y uno de los más paradigmáticos ejemplos del concepto que de la literatura de aventuras tuvo su autor. Es decir, aborda una incursión en el territorio de lo desconocido para mejor humanizarlo (el mundo polar de la época, que en el segundo tercio del siglo había convulsionado la historia de los descubrimientos gracias a toda una serie de viajes y expediciones de enorme eco popular, las cuales, por supuesto, son consignadas escrupulosamente por Verne siguiendo su inveterada costumbre de hacer inevitables todos los antecedentes a la aventura vivida por sus propios protagonistas), ofrece el retrato de unos personajes a través de unas cualidades aparentemente externas y susceptibles de resumirse en unos breves rasgos (que sin embargo, saben otorgar una admirable riqueza expresiva: recuérdese que los personajes vernianos se caracterizan antes por sus acciones que sus pensamientos), convierte el escenario por el cual avanzan en un personaje más en el curso de la novela (y los parajes árticos se prestan admirablemente a todo el desarrollo de esa fuerte carga poética con que Verne sabía investir la descripción de las maravillas terrenas), y su desarrollo narrativo ofrece la adecuada dosificación de episodios «fuertes» que se incardinan de este modo con mayor armonía a la trama central.
La novela, además, utiliza un recurso tan ingenioso como es retrasar la entrada en escena de su protagonista, creando una atmósfera de expectación muy lograda: de ese modo, el lector, mucho antes de que el formidable Hatteras haga acto de presencia explícita, tiene ocasión de elaborar a su modo un esbozo del superhombre con el que no tardará en trabar contacto. Esta forma de conseguir retratar a un personaje mucho antes de que éste aparezca posee esa magia única que consiste en sugerir antes que mostrar. Por otro lado, ese detalle provoca además otra circunstancia que confieso que a mí me impactó en el momento de mi primera lectura, siendo tan sólo un niño: [spoiler] que el personaje que en el primer momento parece ser el protagonista, o al menos aquél que encauza inicialmente la acción, el segundo de a bordo, acabe no ya postergado bruscamente nada más aparecer el verdadero capitán, sino que incluso, por una pirueta que a mí se me antojó en su momento fascinadora, acabe convertido en el villano de la historia, el hombre que rebela a la tripulación y la incita a abandonar a su jefe.
Frecuentemente se ha reprochado a Verne la falta de consistencia de unos personajes que, en el mejor de los casos, suelen ser un conjunto de tipificaciones. Pues bien, en la novela que nos ocupa, Verne da vida a dos de sus más grandes criaturas, el capitán Hatteras, desde luego, pero también uno de sus compañeros, el entrañable doctor Clawbonny. Hatteras, el primero en esa sucesión de hombres que se bastan a sí mismos y a su voluntad (que luego engrosarán el capitán Nemo, Phileas Fogg, Miguel Strogoff, Kaw-djer o el profesor Otto Lidenbrock), queda perfectamente retratado por esa grandiosa frase que pronuncia cuando ya se encuentra a la vista del objetivo de su vida: «No hay obstáculos infranqueables; sólo voluntades más o menos enérgicas». Inasequible al desaliento, animado por un único norte en su vida (nunca mejor dicho), Verne se complace en presentarlo bajo rasgos físicos incluso sobrehumanos: el único expedicionario al que el frío no parece afectar, cuyo organismo parece animado por un fuego interno exclusivo de él (¿un volcán, tal vez?). Esa imagen tan típicamente verniana del superhombre que desafía a la naturaleza con los brazos cruzados sobre el pecho ya existe en esta novela. Hatteras es, pues, un personaje-símbolo, en el que se encarnan las principales fijaciones vernianas a la hora de retratar eso que se ha llamado el anticipo del super-hombre nietzscheano: un hombre ajeno a los sentimientos (en él, la lealtad o la amistad sincera que acaba profesando por Clawbonny no son un rasgo de sentimentalismo sino de reconocimiento a una naturaleza digna de la suya, si bien en otro terreno), invulnerable a los cataclismos que le envía una naturaleza que se niega a dejarse revelar sin hacer pagar un precio, inasequible al desaliento, generoso en último extremo cuando comprende que ya no le resta nada sobre el mundo, y por tanto, destinado a despojarse de su alma en ese rincón a cuya conquista ha consagrado su existencia entera.
Clawbonny, por otra parte, supone una de las creaciones humanas más inolvidables del universo verniano. Si Hatteras es el fulminante que anima a cuantos participan en su aventura, el sabio doctor es el necesario aglutinante, aquél en quien confluyen todas las voluntades gracias a su irrenunciable capacidad para la concordia. Verne, siempre animado por instruir al mismo tiempo que se instruía (cuánto se lo hemos agradecido aquéllos que nos tropezamos con su compañía siendo pequeños), lo utiliza como portavoz de sus enseñanzas: enseñanzas que, hay que decirlo con rotundidad, nunca se convierten en meras digresiones que aparten a escritor y lector del camino más importante de la pura peripecia. No; en la concepción verniana de la aventura, ya hemos dicho que resulta imprescindible apoyarse en unos jalones previos: aquellos «descifradores» de la naturaleza que se enfrentaron a la misma tarea antes que los ahora protagonistas. Además de que, dentro de la hábil estrategia estructural del bretón, muchas de esas magistrales lecciones deparadas por Clawbonny, aparte de contribuir a la atmósfera de conocimiento que impulsan sus novelas (si un lector de Verne no se ha sentido impelido a saber más sobre esos parajes retratados en sus novelas, o cuando menos a seguir en un atlas los recorridos de sus rutas, no es un verdadero «vernómano»), también relajan momentáneamente el decurso de la trama: a no dudar, unas pocas páginas después, un acontecimiento inesperado pondrá a prueba el ánimo y el valor de unos personajes que ahora se limitan a complacerse en esa sed por el conocimiento que tanto parece haber olvidado el hombre del siglo XX.
Hatteras, pues, aparece en torno a la página cien de la novela que lleva su nombre. Hasta entonces, el libro tenía sus concomitancias con el previo título de Verne, Cinco semanas en globo: la atención centrada sobre los preparativos de una expedición que se presume audaz, el decurso de las primeras incidencias de la travesía y la intercalación de pasajes de contenido didáctico a cargo del «sabio» del viaje, el doctor Clawbonny. A partir de entonces, sin embargo, la novela se convierte en la historia de una obsesión, y esta circunstancia la convierte en un título prácticamente sin parangón en la obra verniana. Cierto que en esta no tardarán en aparecer libros y personajes animados por idénticos parámetros que los caracterizan a Hatteras, pero en ellos la obsesión no es el único motor de historia y de narración: en Veinte mil leguas… el personaje de Nemo es temperado por la propia peripecia personal de los tres náufragos que alcanzan el Nautilus; en Viaje al centro de la tierra, su propia condición de relato iniciático en estado puro provoca que incluso la obstinación de Lidenbrock quede en segundo plano ante la progresiva fascinación de su sobrino Axel por la aventura que están protagonizando…
Sin embargo, en Hatteras nada suaviza el hecho de que es la voluntad, la obsesión, el vórtice de volición de un solo hombre, lo que impulsa la aventura, vórtice ante el que los otros personajes no han sino de someterse. Clawbonny, el personaje en principio destinado a enlazar con el ánimo del protagonista, sin embargo pasa a constituir sólo un ingrediente más en la monomanía del hombre a quien acaba literalmente por venerar: en Clawbonny no existe la iniciación que sí se produce en personajes como Axel o Picaporte, aparentes parangones de la función narrativa de Clawbonny. Éste llega a limitarse a dar cuerpo racional a las aventuradas teorías de Hatteras, actuando como memoria del pasado histórico y científico en el que se apoya la expedición polar.
Esa obsesión es la que provoca las páginas más admirables de este libro admirable, la que crea esa atmósfera de sordo resentimiento que nace en el barco a partir del instante en que éste se ve obligado a invernar entre los hielos, el que anima el en principio inútil raid hacia el sur en el que los protagonistas encuentran al capitán americano y, finalmente, el que los incita a sobrevivir sin por ello renunciar al grandioso proyecto de conquista del polo. Cuando al fin los cinco supervivientes encuentran recursos y un lugar donde invernar en ese recóndito paraje al que dan el nombre de Fort Providence, Verne relaja conscientemente el tono de la narración: es hora nuevamente para la distensión, para la animada charla didáctica del doctor al calor de la estufa e incluso para la inserción de algún animado episodio que dé sabor a la monotonía de la invernada polar, cual es el asedio de los osos a la Casa del Doctor. Pero las páginas anteriores… No quiero pecar de hipérbole al afirmar que en ellas se contienen algunos de los momentos más grandiosos no ya de Verne sino de toda la literatura de aventuras. Resulta imposible no rendirse a la magia de lo sobrehumano, tanto en cuanto a la evocación de los fascinantes parajes helados que cruzan los personajes como en el épico aliento de sus esfuerzos: momentos como aquél en que la niebla los rodea y, elevados sobre ella gracias a la altura de los témpanos circundantes, descubren que su trineo está siendo saqueado por las fieras del ártico, o el formidable relato de cómo consiguen dar buen uso a la última bala que les queda a los infortunados atenazados por el hambre, poseen una fuerza tal que atrapa al lector sin aliento entre renglones sobre los cuales la ávida mirada pasea una tensión que hace muchas páginas que ha dejado de ser de este mundo.
El tono obsesivo, dejado de lado durante la invernada (salvo en los instante de tensión nacionalista entre Hatteras y el norteamericano Altamont) no tarda en reaparecer con la llegada de la naturaleza. Como preludio, Verne construye un bellísimo capítulo, «La Arcadia Boreal», en el que magnifica la consideración pionera del viaje haciendo que los dos capitanes y el doctor se paseen por un paraje nunca hollado por el hombre, como demuestra el hecho de que toda la fauna presente en el lugar se acerque sin el menor asomo de miedo al entrañable Clawbonny. Nada más concluir este episodio, Verne provoca sin más tardanza la definitiva comunión de espíritus e intereses entre los expedicionarios, y los lanza a la definitiva conquista del polo. El autor, concienzudo estudioso de las más recientes crónicas árticas, sitúa en los alrededores del polo nada menos que el mar libre. Error geográfico mayúsculo provocado por el último de los exploradores del polo anteriores a la redacción de la novela, el médico norteamericano Elisha Kane, uno de cuyos hombres, en el punto más septentrional alcanzado, afirmó haberlo visto. Uno de los geógrafos más prestigiosos de la época, el alemán August Petermann, apodado el Sabio de Gotha, apoyó la teoría del mar libre proporcionando la tesis de que un brazo de la Corriente cálida del Golfo se internaba en el Ártico, otorgando la necesaria validez científica, al menos por unos años.
Error geográfico, cierto, pero hallazgo poético en manos de Verne. El encuentro del mar libre no tarda en verse acompañado por la aparición de una atmósfera literalmente cargada de presagios, al final de la cual se encuentra el volcán en cuyo cráter confluyen todos los meridianos: el polo geográfico. Esta feliz idea, de una fuerza poética incuestionable (el fuego en el corazón del reino del frío), es el símbolo más perfecto de la obra verniana, que no dudará en recurrir una y otra vez a tal fenómeno de la naturaleza: Viaje al centro de la Tierra, La isla misteriosa, Los hijos del capitán Grant, Héctor Servadac… todo un conjunto de obras en las cuales el volcán gozará de un significado diverso, ocasionando la salvación o casi la destrucción de sus héroes de un modo siempre majestuoso: ¿no supone el volcán también una metáfora perfecta del propio Julio Verne, ese escritor apacible y de costumbres burguesas que escondía un alma fascinada por los espacios libres bajo su seno?
[El lector que desee conocer por sí mismo el final de esta magnífica novela debe dejar de leer esta reseña justo aquí]
Después de planear, inicial y muy consecuentemente, la muerte de su héroe en el escenario de su triunfo (triunfo que le despojaba ya de cualquier sentido a su vida), Verne tuvo que rehacer su propósito inicial a instancias de su editor Hetzel, que se negó a permitir que el héroe se suicidara. Particularmente, sostengo que esta imposición del editor nos regala el más bello de los finales de la saga verniana. El capitán, ajeno a la aureola heroica con que el mundo entero le ha investido gracias a su hazaña, deja su alma en el polo y vuelve a Inglaterra recluido dentro de sí mismo, en una apacible locura. Internado por sus amigos en una tranquila casa de reposo, a la que acuden continuamente a visitarlo, el instinto de Hatteras no puede evitar seguir fiel a la obsesión de su vida: esa inclinación hacia el norte que seguirá manifestando en sus paseos, acompañado por la leal presencia de su perro. ¿Acaso las obsesiones pueden concluir de modo absolutamente feliz?
Este también me interesa. ¿Habría forma de detener el curso del tiempo y tener el día entero para leer? Pasar de Salgari a Verne y al Ciclo Artúrico sin transición, sin tener que trabajar ni salir de compras ni nada de nada. Sólo leer a golpe de recomendación en tu blog. ¿Qué edición tienes tú de esta novela, por curiosidad?
No sólo tener todo el tiempo del mundo. A veces me da la impresión de que ni teniéndolo bastaría, porque, en contraste con los años en que leía a Verne y a otros (pocos pero constantes) autores, ahora encuentro demasiados puntos de interés, que inevitablemente dispersan mi atención. ¡Este blog es buena prueba de ello: salto de una cosa a otra demasiado rápidamente! En cambio, en aquella época me podía pasar un verano entero leyendo sólo a tres o cuatro autores sin tener la sensación de que me estaba perdiendo otras cosas. En fin…
Sobre Hatteras, tengo dos ediciones. La primera es la antigua de Ediciones Molino, que heredé de mi abuelo y con la que aprendí a amar esta historia. (Tenías que verme… buscand
digo que tenías que verme trazando la ruta en mis primeros atlas, descubriendo que había nombres que no aparecían en los mapas. Años después, compré uno de los tomos de Aguilar de Novelas Escogidas. Traducción de Antonio Álvarez Práxedes y con las entrañables ilustraciones de Riou
Me gusta muchi este cueto
De chico leí en mi rosario natal una media docena de libros de VERNE que fue una especie de ídolo para mí. Ahora de grande estoy comprando la edición de sus obras que está presentando LA NACIÓN. SOLO PARA GOZARLOS ENTRE MIS MANOS, PUES NO SE SI TENDRÉ TIEMPO DE LEERLOS, O RELEE LOS QUE YA LEÍ.
Esta semana me fui a un crucero a Brasil. Buena ocasión para leerlo, y me lleve la de HATTERAS y su viaje al polo norte. Su lectura me atrapo. E hice lo que hago ahora voy a internet y compulsó con mis lecturas.
Y las explicaciones que vi en Internet con solo teclearCAPITAN HATTERAS me pusieron al corriente de todo. Cuando los leí tenía menos de 15 años, 12 o 13. Hoy 81, que forma de unir dos épocas , dos mundos.L
Raúl, es evidente que Julio Verne es un autor para acompañar toda una vida, ya sea de modo continuo o recuperándolo después de muchos años. En este último caso, «Las aventuras del capitán Hatteras» es una magnífica puerta de reentrada a su universo. Una novela maravillosa, emocionante, tensa y con la que, además, se aprende. Bienvenido de regreso al Planeta Verne.