The Miracle Worker («La hacedora de milagros») es el título de un guión para televisión que William Gibson escribió a partir de la autobiografía de Helen Keller, una figura muy conocida de la historia de la pedagogía y la lucha contra la minusvalía. A los 19 meses, una enfermedad la había dejado ciega y sorda, y por ello, aunque ya había empezado a hablar, también muda, al ir olvidando poco a poco los sonidos. En ese estado de absoluto aislamiento, a los 6 años sus padres contrataron como maestra a una muchacha de veintipocos, Anne Sullivan, que había sufrido bastantes operaciones en los ojos y que de hecho había pasado gran parte de su infancia en la ceguera. Anne Sullivan consiguió enseñarle la relación entre las cosas que podía tocar (su contacto con el mundo real) y las palabras, abriéndola de nuevo a la vida. Dotada de una gran inteligencia, Helen Keller se convirtió en una respetada escritora, e incluso parece ser que en cierta medida volvió a hablar mediante sonidos. El éxito del dramático televisivo animó a Gibson a convertirlo en una obra teatral estrenada en Broadway, en 1959, también con enorme eco crítico y comercial. Y fue esto lo que animó a trasladarla al cine, confiándosela al hombre que primero la había dirigido en televisión, Arthur Penn, con la misma pareja de actrices que la había estrenado en el teatro, las desconocidas Anne Bancroft y Patty Duke.
El material de The Miracle Worker es evidente que encerraba toda clase de posibilidades. Por un lado, la historia de Helen Keller y su abnegada maestra se prestaba a la confección de un relato sobre la superación personal muy del gusto del público de ayer y de hoy. Sin embargo, también permitía efectuar una mirada sobre temas universales como la incomunicación, la necesidad de ligar pedagogía y amor o el concepto de la diferencia. La fortuna es que El milagro de Ana Sullivan es ambas cosas a la vez: un inolvidable relato pleno de sentimientos, pero expuestos sin sensacionalismo ni sensiblería, hasta el punto de que su clímax final acaba emocionando del modo más lícito; y también un bonito retrato sobre un conjunto de seres caracterizados por la infelicidad (la muchacha que no ve ni oye, los padres que son ciegos y sordos ante lo que realmente necesita la hija en quien solo ven un ser desamparado, y la tenaz mujer que, precisamente por conocer bien lo que es el desamparo, se niega a dejar que Helen se convierta en un mero objeto de lástima).
El director Arthur Penn se haría famoso después por títulos tan sobrevalorados como Bonnie y Clyde (1967) o Pequeño gran hombre (1970), y tanto él como los críticos que lo aplaudieron (mucho en su día, aunque hoy está bastante olvidado) se quisieron ver ante el equivalente estadounidense del autor europeo, innovador y comprometido, tan propio de los 60. Como la historia del cine encierra una sorpresa tras otra, es una paradoja que sea su película más modesta, en apariencia menos «personal» y más «burguesa» de todas, esto es, El milagro de Ana Sullivan, la que siempre pervivirá de su obra y la que le merece, al menos, el crédito de tener un film que amar y defender.
Lo cierto es que Penn acierta con el tono y la atmósfera desde el primer momento. Un rasgo muy inteligente del guión original es hacer que, antes de que aparezca en pantalla la heroína con quien el espectador deberá identificarse, Ana Sullivan, primero se tome en consideración tanto el drama de la pequeña (que, de entrada, va a parecer un pequeño e insoportable «monstruo») como, sobre todo, el de esos padres destrozados por una tragedia del todo inesperada y que se encuentran condenados a vivir en compañía de alguien a quien al mismo tiempo aman y odian, en cuanto que ha alterado de modo brutal sus vidas. Penn lo expresa muy bien todo. El prólogo cuenta el descubrimiento por parte de los padres del estado de su hija, y Penn concentra toda la escena en un único plano en contrapicado, desde el interior de la cuna y casi desde la perspectiva de la pequeña Helen —por fortuna, en ese casi está la clave: hubiera sido demasiado extremo, demasiado pretencioso, identificar absolutamente el punto de vista del espectador y el de la niña—, de tal modo que, con la ayuda de la iluminación de Ernest Caparros, que aquí alcanza una sustancia expresionista, queda genialmente dibujado el horror que sienten primero la madre y luego el padre mientras descubren que su pequeña ni ve ni oye pese a las palmadas que dan, los gritos o la lámpara que agitan convulsivamente sobre ella.
Esa textura de cine de terror va a proseguir durante la secuencia de los créditos. Es una buena idea hacer que la primera imagen de Helen en la película sea un encuadre de ella desde el otro lado de la balaustrada de la escalera de su casa. Así, Penn, con tanta sencillez como intuición, transmite la idea de la prisión en que el mundo se ha convertido para la pequeña, una prisión cuyos barrotes se proyectan sobre ella. No menos siniestras resultan las imágenes siguientes: Helen dejándose envolver por las sábanas que cuelgan tendidas (sólo cuenta con el tacto para sentirlas, pero al mismo tiempo, y envueltas en ellas se expresa la condición de que su minusvalía convierte su existencia en una fantasmagoría); o Helen caminando por el campo con los brazos extendidos, gesto habitual en un ciego, pero que, teniendo en cuenta el tono con que está rodado y su situación después de las escenas anteriores, vuelve a invocar una atmósfera propio del terror: ¿no camina la pequeña como un zombi tambaleante, y ello cinco años antes de que George A. Romero rodase su famosa película sobre el tema? Hay que añadir la música inquietante de Laurence Rosenthal, que cuando parece alcanzar su momento más melódico diríase que casi se vuelve atonal, extraña, rara.
El resto de la historia recupera ya la linealidad narrativa, pero hay que tener en cuenta que el escenario en el que va a recluirse es en una propiedad campestre que parece muy aislada de cualquier entorno habitado, y donde no falta un bosquecillo evanescente en el que se «esconde» una casita abandonada (que Ana Sullivan utilizará para recluirse dos semanas con su pupila lejos de cualquier interferencia sentimental de los padres). Ese espacio retratado en blanco y negro de una propiedad rural donde suceden cosas misteriosas y el protagonismo que se da a la infancia como una etapa especialmente delicada y vulnerable del ser humano, ¿no retrotraen a grandes películas coetáneas hermanadas por el bello sentido del dolor con que retratan la infancia, de ¡Suspense! (1961), de Jack Clayton, a Matar a un ruiseñor (1963), de Robert Mulligan, joyas todas del onirismo cinematográfico?
El dibujo del hogar de los Keller es, por tanto, fundamental para enmarcar la historia de la niña Helen y de su maestra. Y es justo señalar que si las interpretaciones de Anne Bancroft y Patty Duke son dignas de todos los elogios que se han vertido sobre ellas (y fueron justamente premiadas por doquier), no lo son menos las de los actores que encarnan a los Keller: el veterano Victor Jory, cuyo rostro casi labrado en piedra sabe componer con enorme ductilidad un personaje de apariencia inflexible, a la medida del nombre familiar con que es llamado por su esposa, el Coronel, pero del que en realidad todos hacen lo que quieren; la magnífica Inga Swenson sabe transmitir toda la cualidad doliente de su personaje sin cargar nunca las tintas, encarnando de modo magnífico el desgarro en su grado máximo; e incluso el joven Andrew Prine, que da vida al hermano que es evidente que, por su «normalidad», se siente tratado como el otro en su círculo familiar, lo cual justifica el profundo sarcasmo, engañosamente cínico, con que se comporta ante todos (es inolvidable el modo en que, en la escena final, impide que su padre salga de la sala a rescatar a la niña nuevamente rebelde de su profesora, y así destrozar la obra de enseñanza que ésta ha hecho en las dos semanas de aislamiento).
En el retrato de ese lugar es muy importante la condición de los Keller como una prototípica familia señorial del Sur: no es difícil imaginar su propiedad como la antigua plantación que debió ser y a esos criados negros como los antiguos esclavos, tratados siempre con el mismo paternalismo. No puede dudarse que el Coronel se ganó su apelativo combatiendo en la guerra contra el norte, esa que todavía enciende su ira cuando su hijo Jimmy le discute la incompetencia de los militares del sur —conversación magníficamente trabada con las evoluciones de Helen de plato en plato, como un incordio tolerado por todos, lo cual primero llama la atención de su maestra, que lo ve por primera vez y después se indigna y decide ponerle fin a tal comportamiento. El rechazo del Coronel a las brusquedades de Ana es genial, pues expresa al mismo tiempo el complejo de debilidad de un hombre que sabe bien que su autoridad en la casa es poca, el remordimiento por haber dejado que, llevados de la lástima, Helen se comporte como un animalillo salvaje, y el recelo que para un caballero del sur como él merece, por principio, todo yanqui (y Ana Sullivan lo es).
He hablado mucho de los Keller, del escenario de la historia, de la atmósfera que Penn confiere a las imágenes. Hora es de hacerlo de Ana Sullivan, y confieso que es difícil separar el personaje de la actriz que lo interpreta (lo cual indica, en buena parte, la fuerza de su interpretación). El fuerte de Anne Bancroft, como demuestra su filmografía posterior, eran los personajes dotados de un gran carácter, pero la estupenda actriz consigue, al mismo tiempo, transmitir la fragilidad que esconde esa firmeza. Fragilidad primero física, puesto que pasó muchos años en la oscuridad, se echa diariamente, y de modo notoriamente aparatoso, gotas en sus delicados ojos, y todavía tiene que utilizar lentes oscuras —en un magnífico momento, ante un gran Victor Jory al que dan ganas de abrazar y consolar, el Coronel, a quien azora no ver los ojos a quien está reprendiendo, le pide que se las quite y ella, con sencillez, le explica el motivo de por qué las lleva siempre puestas, azorando aún más al lastimoso hombretón por su falta de delicadeza. Pero fragilidad también interior, en cuanto que guarda el tremendo recuerdo de un pasado de infausta tristeza, presidido por el recuerdo de su estancia en asilos donde la única compañía eran ancianas abandonadas por todos, enfermos de diversa condición y todo tipo de parias, así como por el dolor que le produjo la muerte de su pequeño hermano, quien también era un lisiado. Penn reconstruye esos recuerdos utilizando un recurso que tal vez se halla al límite de lo pretencioso, pero que resulta eficaz: unas imágenes muy granulosas, tanto que no se puede distinguir con precisión a los personajes que hablan en la banda de diálogo, parangón visual de ese mundo de tinieblas o penumbra en que vivió la mujer que ahora lo recuerda con pesar.Ana Sullivan, por tanto, sólo ha conocido el lado más amargo de la vida —aunque, señalará, eso es lo que la hizo fuerte— hasta que abandona el colegio de niñas ciegas donde se ha educado como maestra para marchar a la propiedad de los Keller en Tuscumbia, Alabama. Otra de las imágenes imborrables de la película es, precisamente, la despedida que le hacen los niños ciegos a Ana en la estación: cuando el tren empieza a moverse, el director de la escuela debe reorientar a los pequeños desvalidos a los que se ha dicho que saluden al frente, lo cual remarca de modo muy triste su desvalimiento.¿Una ciega para enseñar a otra ciega?, exclama, de modo bastante obtuso, el Coronel al descubrir, exagerándola, la condición de Ana Sullivan. Pero no sólo alguien capaz de saber lo que deber ver un ciego, sino capaz de no dejarse arrastrar por la conmiseración que a todos despierta Helen. El milagro de Ana Sullivan narra dos procesos: por un lado, el arduo esfuerzo de la maestra por hacer comprender a su pupila la relación entre las cosas del mundo y esos signos que la pequeña toma como un juego curioso pero sin sentido; por otro, la enseñanza de unas normas de comportamiento que la conviertan en una persona civilizada e independiente sin importar su minusvalía.
Siempre llamará la atención la minuciosidad de la larguísima secuencia en que Ana, sola en el comedor familiar con la pequeña, entabla lo que sin la menor duda es un combate al mismo tiempo físico y psicológico. Penn prescinde de música y alarga el plano cuanto puede para remarcar la extenuación que esa lucha provoca en las dos mujeres, no dudando en provocar abiertamente la incomodidad del espectador, que desea que todo acabe pronto. Es un espléndido juego dramático: puesto que pronto se comprende que no puede acabar como todos desearíamos (Helen claudicando y convirtiéndose en una personita razonable, así por las buenas), se establece una muy significativa identificación entre el espectador y los Keller, pues llega un momento en que casi (¿o sin casi?) deseamos que Ana sea, utilizando palabras del Coronel, más «flexible»: o sea, que se rinda y deje a la niña hacer nuevamente su santa voluntad, para que secuencia tan desagradable se distienda por fin (o acabe). Pero ni Ana Sullivan ni Arthur Penn ceden. El resultado es espléndido: Penn no muestra lo que acaba por pasar, que es Helen quien cede, sino que lo resuelve de modo elíptico, pasando la acción al exterior, donde la familia espera con tensa expectación, a que por fin se abra la puerta de la casa. Y la niña sale llorando y busca a su madre para abrazarla, pero la extenuada Ana le dice a Kate Keller que ha comido con su cuchara «y se dobló su propia servilleta». En esa afortunada frase, y en la impresión que el sencillo acto provoca en la madre, sin necesidad de que se nos haya mostrado visualmente, se concentra todo un mundo de sabiduría y emoción, el que proporciona su grandeza a El milagro de Ana Sullivan.
Esta fundamental escena hace innecesario que el resto de la historia deba mostrar en detalle el doble proceso de enseñanza aludido, permitiendo así centrarse mejor en el dibujo de las necesidades emocionales de los personajes. En este sentido, sin duda lo más duro reside en que Ana, por mucho que sea ella quien, sabemos todos, tiene las llaves que pueden abrir el cerrado mundo de Helen, en ningún momento consigue establecer con ella un contacto basado en el cariño o en la ternura. Magnífica Patty Duke en su delicado rol —delicado porque, aunque suela parecer lo contrario y de ahí que se recompense con tanto premio (por ejemplo, a ella misma) a quien hace de minusválido o enfermísimo, en el fondo es tarea fácil para cualquier intérprete con la mínima técnica o con sentido del exhibicionismo—, su rostro, obligadamente sobre-expresivo, siempre se detiene en el momento en que se espera que manifieste un mínimo cariño hacia quien estamos viendo que se esfuerza tanto por ella. Esta dureza emocional sin duda ayuda considerablemente a evitar que el desarrollo de la historia incurra en la blandura: hubiera sido contraproducente. Todo, sin embargo, conduce para su inolvidable clímax final.
[El lector que desee conocer por sí mismo el final de esta excepcional película debe dejar de leer aquí]
Se inicia con la escena de la esperadísima cena (la segunda comida familiar que se nos muestra en la película), y ese estupendo plano general, situado desde detrás de la niña, mediante el cual Arthur Penn consigue inquietar al espectador sobre el resultado de la misma, antes de que suceda, antes de que esa servilleta caiga al suelo, por desgracia no por torpeza, la primera vez. Y esta vez no es necesario prolongar la lucha: Ana coge del brazo a Helen y la lleva a la fuente para llenar la jarra de agua que ha vertido. El momento en que, por fin, la niña asocia el agua que cae sobre sus manos con los signos que le enseña la maestra, en rigor (y aunque la misma Helen Keller escribió que sucedió así) parece un deus ex machina tensado hasta el límite de lo creíble. Pero la convicción dramática siempre será superior a la lógica realista, y el acierto en la puesta de escena, la mejor forma de hacer creíble la emoción más incontenible. En el final, Helen entrega a su maestra, cuyo cariño por fin ha sabido comprender, las llaves que le escondió la primera vez que le vio: en el sencillo y bonito simbolismo de esta bellísima escena se encuentra la clave de la honestidad emocional de El milagro de Ana Sullivan.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: El milagro de Ana Sullivan / The Miracle Worker. Año: 1962.
Director: Arthur Penn. Guión: William Gibson, según su propia obra teatral, a su vez basada en su guión para TV, inspirado en la autobiografía de Helen Keller La historia de mi vida. Fotografía: Ernest Caparros. Música: Laurence Rosenthal. Reparto: Anne Bancroft (Ana Sullivan), Patty Duke (Helen Keller), Victor Jory (Capitán Keller), Inga Swenson (Kate Keller), Andrew Prine (Jimmy Keller). Dur.: 106 min.
Inicio con esta película otra sección del blog que titulo “Cine y educación”, y en la que hablaré sobre historias centradas en procesos de aprendizaje, en profesores y alumnos, en maestros y discípulos, en instituciones escolares, campo que, como profesor yo mismo de Historia/historias, no puede evitar tocarme de forma especial.
La escena esa de la niña comiendo un poco de cada plato durante el desayuno me recuerda a los niños de la ESO y sus mil incontinencias, queriendo levantarse cuando les sale las narices y extrañándose de que no les dejemos ponerse a hacer el pino si les da el punto.